Esos baños de sangre eran para mí la única manera de mantenerme joven, declaró ante los jueces en 1611 la condesa transilvana Erzsbet Báthory, acusada de torturar y matar a más de seiscientas muchachas. Sus criados aportaron pormenores estremecedores: según Ujvari Johanes, que reconoció haber ultimado al menos a treinta y siete chicas, éstas eran atraídas por el ofrecimiento de una buena ocupación de servicio, y cuando la condesa no las martirizaba ella misma, las viejas sirvientas lo hacían gustosas: La señora les arrancaba las carnes con pinzas y les cortaba entre los dedos. Las mandaba llevar sobre la nieve, desnudas, y regar con agua helada. Las jóvenes eran sometidas a suplicio en diversos castillos: En Beckó, en un cuarto de provisiones; en Sárvar, en un lugar donde nadie más entraba; en Csejthe (el domicilio de la familia), en una cámara junto a la caldera y en el sótano; en Keresztur, en una pequeña habitación de toillette. Y en el coche, cuando la señora viajaba, ellas eran pellizcadas y pinchadas con alfileres.
La condesa, casada con Ferendz Nádasdy y madre de cuatro hijos, empezó a practicar sangrías en jóvenes vírgenes antes de la temprana muerte de su marido. Pero la colosal orgía de crueldad y aniquilación que Erzsbet llevó a cabo amparada por su riqueza y sus títulos de nobleza, se desató luego de enviudar. Según la confesión de Johanes, la condesa tenía una caja en la que había un espejito delante del cual ella hacía encantamientos durante horas. Además, la bruja Morojova le preparaba filtros para usar al bañarse.
Este personaje aterrador, sólo igualado y acaso superado casi dos siglos atrás por Gilles de Laval, barón de Rais -torturador y asesino de alrededor de ochocientos niños y adolescentes-, interesó vivamente a estudiosos del erotismo como Georges Bataille y a escritoras como Valentine Penrose, cuyo texto ya clásico, La condesa sangrienta (que incluye las actas del proceso citado al comienzo), inspiró otro del mismo título a Alejandra Pizarnik. La figura de esta verduga implacable e insaciable que creyó encontrar la fuente de Juvencia en las venas de sus vasallas, también ha dado origen a pinturas, piezas teatrales, una ópera, películas que casi siempre la relacionan con un universo vampírico: sangre, miedo, muerte, erotismo.
Entre los films de los años 70 que toman a la condesa como protagonista, ni el episodio de los Cuentos inmorales (de Valerian Borowczyk, con Paloma Picasso rodeada de chicas perfectas que parecen top models a punto de vestirse para un desfile), ni La condesa Drácula (de Peter Sasdy con la impar Ingrid Pitt) logran asomarse a los precipicios demoníacos del original. En cambio, Les lévres rouges (de Harry Kumel, con Delphine Seyrig como una Báthory actualizada en un gran hotel de Ostende, desierto durante el invierno), no estrenada localmente, roza el perturbador misterio de la voluptuosidad única y suprema que reside en la certeza de hacer el mal (Baudelaire, citado por Bataille en El Erotismo, Tusquets).
Bancos de sangre,
donantes a su pesar
Mientras que en la actualidad muchas mujeres recurren a cruentas cirugías y liposucciones, a rellenos de siliconas y colágeno para negar el paso de los años y alejar toda idea de muerte, la perversa Erzsbet Báthory, hace cuatro siglos, prefirió la sangre fresca de muchachas en flor para baños de inmersión presuntamente remozadores. Barba Azul en femenino y al por mayor, se sirvió de donantes involuntarias, convencida de que su propia sangre azul le aseguraba total impunidad.
Muchísimo tiempo antes de que la sangre pudiese ser analizada en laboratorios, almacenada, transfundida con métodos seguros y científicamente valorada, la mayoría de las religiones exigían sacrificios humanos y de animales para contentar a sus divinidades, los romanos se echaban sobre los gladiadores agonizantes en busca de unos tragos del precioso elixir, y los creyentes hacían lo propio cuando los mártires se desangraban, en una suerte de ritual eucarístico directo. El antes mencionado Gilles de Rais disponía de todo un instrumental quirúrgico para hacer incisiones, tajos, abrir el vientre de sus víctimas mientras el coro de niños de su propia capilla era incitado a cantar más alto para tapar los aullidos de dolor. El barón De Rais, infinitamente despiadado, solía beber el último suspiro de los sacrificados al tiempo que procedía a degollarlos lentamente. Por fin juzgado y condenado a la hoguera, el que fuera en su momento defensor de Juana de Arco, resistió con firmeza a los jueces que trataban de arrancarle la confesión de haber comerciado con el Diablo: Nadie, excepto mi propia imaginación, me ha empujado. Las ideas surgieron de mí mismo, de mis ensoñaciones.
La condesa húngara, a su vez, empezó su obstinada carrera de torturadora y asesina serial bajo el pretexto de hacerse tratamientos de belleza y, ya dueña absoluta de su destino en su condición de viuda, se entregó activamente a los aberrantes placeres del tormento y la muerte. Según los testimonios de sus asistentes, la señora, en el curso de esas sesiones nocturnas, se entretenía incluso delante de los otros, con un hombre fuerte que enterró a muchas de las chicas. Algunos de los detalles descritos en el juicio se pueden asociar con la conducta del conde de Gernande en Justine, de Sade, cuando buscaba la manera de que la sangre brotara con más fuerza al cortar las venas de la condesa, colgada del techo, con las muñecas fuertemente atadas con cintas negras.
Rojo profundo
Entre las numerosas representaciones artísticas que ha inspirado la monstruosa aristócrata, figura una pieza teatral escrita hace unos cuantos años por Dacia Maraini. Muy estimable autora de novelas, poesía, ensayos, guiones cinematográficos y obras para la escena, Maraini siempre ha mantenido un compromiso profundo, vital con el ideario feminista, que determina su punto de vista pero sin llevarla nunca a caer en el panfleto o el didactismo. El feminismo es algo que pertenece a mi vida, es parte de una praxis, le decía Maraini a María Esther Vázquez (La Nación, 19/10/97) cuando vino a Buenos Aires a presentar, interpretada por ella misma, su pieza Sor Juana Inés de la Cruz.
A lo largo de su fecunda carrera literaria, Dacia Maraini escribió novelas que fueron llevadas al cine (Teresa, la ladrona; Historia de Piera; El futuro es mujer; Mariana DUcria), los relatos de Mi marido, el Diálogo de una prostituta con su cliente. Entre las ediciones de su obra más reciente figura la apasionante investigación del atroz aborto forzado y posterior asesinato de una chica pobre, perpetrado por varios oficiales en la Verona del 1900: Isolina, mujer descuartizada. Dacia Maraini es entonces la autora de Erzsbet Báthory (Infortunios, acciones y vicisitudes de un vampiro) que hoy se presenta en el Teatro SHA (Sarmiento 2255), bajo el título más familiar de La Condesa Sangrienta. Se trata de una traducción y versión de Humberto Ceferino Rivas, dirigida por Ariel Bonomi, con un elenco integrado por Alejandra Aristegui, Jorge García Marino, Alicia Naya, Norma Gagliardi, Pablo Carrasco, Carolina Sánchez y Eugenia Ramírez. Según los responsables de este estreno, fue muy fructífero el intercambio con Dacia Maraini durante su estadía local porque les permitió conocer sus reflexiones sobre la condesa y establecer las siguientes coincidencias: Este material ofrece la singularidad de que quien lleva el mal a la acción es una mujer, cuando generalmente se identifica al varón con la guerra, la crueldad ... Ella supo llevar más allá del límite su pasión por la sangre y el dolor ajeno utilizando refinados métodos. Nunca puso en duda su derecho absoluto de noble para someter otros cuerpos. Una historia para adentrarnos en el problema del mal, reconocerlo, aceptar para transformarlo. La condesa Báthory murió amurallada en su dormitorio, donde permaneció tres años sin hablar con nadie, comiendo lo elemental que se le suministraba por un ventanuco, cubierta de roña y piojos. Desde ese hediondo hueco reconstruye su vida para nosotros, espectadores de finales del siglo veinte. Este siglo que supo realizar todos los horrores: sin duda, este personaje es nuestro contemporáneo