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VARIANTES
La
condición de swinger –que puede traducirse como oscilador– es aquella
que da a los matrimonios juguetones la posibilidad de salirse de sus
personajes cotidianos para enredarse entre los brazos y piernas de diversos
partenaires que se ofrecen para el intercambio como piezas de un rompecabezas
con dos lados. Uno, el de las parejas que al otro día volverán a sus
hijos y su rutina. El otro, el que dispone la noche que los mezcla como
palitos chinos arrojados al azar. En boliches, a través de e-mails,
contactos telefónicos o avisos personales, los que la ley unió “hasta
que la muerte los separe” suelen relacionarse en esa zona virtual adonde
los celos se pierden tan rápido como la ropa interior.
Por
Marta Dillon
Flores,
2 de la mañana. En la puerta un hombre de traje habla por el diminuto
micrófono que junto a su boca parece un lunar; toma nota de los nombres
de las parejas que, a través del largo pasillo de la vieja casona remodelada,
caminan hacia otro mundo. Uno en el que la propiedad privada sobre los
cuerpos existe como valor de trueque. Aquí como en ningún otro lado
decir “mi señora” o “mi marido” suena a contraseña, el primer paso para
poder, después, abolir los títulos que abrieron las puertas de entrada
y dejar que el sexo haga lo suyo. Que arranque a las personas de sus
personajes y las deje jugar a que son otras, enredadas entre los brazos
y las piernas de mujeres y maridos que se ofrecen para el intercambio
como piezas de un rompecabezas que tiene dos lados. Uno, el tradicional,
el de las parejas que al otro día volverán a sus hijos y su rutina.
El otro, el que dispone la noche que los mezcla entre ellos como palitos
chinos arrojados al azar. Este de Flores es un “boliche swinger”, así
los denomina “el ambiente”, esa zona virtual que habitan los que perdieron
los celos tan rápido como la ropa interior cuando los cuerpos arden
y cambian de parejas como en el juego de la escoba. Aunque la tradición
obligue a no dejar a nadie bailando solo. Sólo algunos detalles delatan
que ésta no es una de tantas discos que abren sus puertas a mayores
de 30, aunque el popurrí de éxitos musicales la pueda confundir también
con una fiesta de casamiento o una de esas en que se promueven encuentros
de solos y solas y en la que nada debe fallar. La primera diferencia
es como un olor, algo que se siente pero se tarda en distinguir: no
hay histeria. No se cruzan miradas furtivas que no terminarán en nada,
nadie camina como si el mundo le perteneciera y cierta cortesía en el
trato hace pensar que la gente que se agita en la pista de baile y rodeando
la barra comparte un secreto que los hace cómplices. Todos llegaron
hasta aquí sabiendo que en este lugar es posible conseguir un pasaje
hacia esa fantasía de ver y ser mirado por la propia pareja mientras
ambos están teniendo sexo con otro. Algunos acariciaron esa idea largamente,
un ratón convertido en gato de angora que remoloneó en la cama marital
hasta que su presencia imaginaria se hizo insoportable y entonces quieren
concretar. Otros son viejos habitués que empezaron intercambiando parejas
y ahora se abren a grupos de sexo en los que participan hasta 20 matrimonios
y siguen investigando con tríos, mujeres bisexuales que se acarician
entre ellas o juegan con más de tres hombres a la vez. Y sólo unos pocos
cruzaron la barrera de la bisexualidad masculina, ese territorio ríspido
que los hombres no se animan a transitar. Marta y Enrique llegan a la
disco por primera vez, ella 41, él 42, ni cuerpos perfectos, ni vestidos
para matar, como parece ser la consigna en este rincón de la noche porteña.
Marta es empleada, Enrique, músico en una orquesta sinfónica. Entran
de la mano como si temieran perderse demasiado rápido, “la primera vez
siempre es difícil”, admiten, pero les gusta que haya mucha gente, perderse
entre ellos como si nada más fueran a bailar. Marta, hace poco, vivió
otra iniciación: en el nudismo. Y desde entonces le “cambió la cabeza”.
“Me dio otra dimensión de mi cuerpo, las mujeres sufrimos de complejos
típicos o porque tenemos poca teta o mucha panza. La ropa me servía
para taparme, para disimular. Desde que pude estar en bolas en una playa,
después de haber pasado toda la vida usando malla entera, entendí que
la seducción es otra cosa, que se cae lo que tiene que caer y el resultado
es más armónico. Ahora la ropa me resulta un elemento divertido que
uso para mostrarme, con menos complejos”. Y lo que dice parece describir
la pista de baile. La consigna de las mujeres que se sacuden con los
éxitos latinos del verano parece ser toda la carne al asador. Muestran
lo que pueden y eso es casi todo. Aquí los rollos no inhiben el uso
de corset o minifaldas imposibles ceñidas hasta cortar el aliento. Tampoco
las tetas “adelaida” desalientan los escotes profundos que las enseñan.
La historia es estar suelto y la seducción es explícita. Los cuerpos
que bailan se rozan a propósito y con cualquier excusa se forman trencitos
en los que las nenas se refriegan con las nenas, y los nenes las toman
por atrás, los brazos como tentáculos buscando el espacio entre ellas.
Los primerizos todavía no entienden los códigos. Hay otros como Marta
y Enrique, es fácil reconocerlos porque se aferran entre sí como si
fueran el único árbol que sobrevive a una inundación y se hacen arrumacos
excesivos, tal vez para mostrar el amor que se tienen. Un valor que
es el fiel de la balanza a la hora del entrevero. Nadie quiere que a
cambio de entregar a la persona que más ama, le entreguen una pareja
ocasional. Aunque ese lenguaje profundo lo entiendan sólo los iniciados.
Cuestión de límites
Cacho a secas, campera de cuero y coleta sobre la nuca, es el coordinador
de Star New, el boliche swinger más antiguo del ambiente. El mismo se
declara un swinger tardío, al que convencieron después de diez años
de recibir a las parejas que a principios de la década se recluían en
un club privado en la zona de Ramos Mejía. “Las cosas cambiaron –dice–,
antes era más tranquilo, sólo parejas. Pero con el tiempo la gente quiere
más, se anima a otras fantasías y fue necesario dejar entrar a los solos.”
Como todo “ambiente” que se precie de tal, éste también tiene su propio
lenguaje. “Solo” es aquel que sirve cómo vértice para los triángulos
sexuales o como refuerzo en un grupo dedicado a las mismas artes y que
no logró juntar la cantidad necesaria de parejas. “Si tenés un grupo
chico –cuenta Beatriz Musacchio, una de las pocas voces swinger que
se atreve a decir su apellido–, quiero decir, cinco parejas por ejemplo,
necesitás reforzar por lo menos con dos solos porque los hombres son
menos activos que nosotras y si algo aprendimos las mujeres, es a pedir.”
Es que son ellas las que tuvieron que vencer más limitaciones culturales.
“La mujer swinger recupera su lugar de privilegio en el sexo generalmente
adormecido por la relación clásica. Ellas no dependen de la erección
y si lo permitimos nuestra pareja estará practicando sexo una y otra
vez en una reunión cuando nosotros todavía estamos adaptándonos.” Quien
habla es Daniel Braccamonte, marido de Beatriz desde hace 22 años y
uno de los pocos teóricos del swinger. A los 40 la pareja ya lleva una
década de experiencia sin haber abandonado nunca el ambiente al que
ahora proveen de una revista –Entre Nosotros– que tira más de 7 mil
ejemplares y de una página web que visitan 700 personas por día en busca
de contactos privados que no tengan que atravesar la ducha fría de la
mirada de los demás. Quien quiera descifrar los códigos del ambiente
debe recurrir a esta revista, aprender a nombrar a los genitales por
sus nombres más crudos y recién entonces animarse a leer esos anuncios
que prometen jugos y no precisamente de naranja. También se pueden encontrar
sabios consejos para no perder la erección, direcciones de hoteles con
habitaciones para tres o cuatro personas y algunos trucos para que las
chicas no griten y alerten a los vecinos sobre lo que sucede en su edificio.
Y como si esto fuera poco recomiendan llevar siempre una linterna para
encontrar la ropa interior perdida sin romper el clima de una buena
orgía. Cacho no tiene paz los sábados por la noche. El es quien se encarga
de recibir a los que llegan por primera vez e incluso de arreglar contactos
para que nadie se quede sin dulce. Para Marta y Enrique sus buenas artes
no alcanzan. “No sé de dónde salió la idea, primero hablamos mucho de
eso, lo que pasa es que para nosotros no es nada más que chacota y diversión,
creemos que también se puede arribar a otro estado de conciencia si
dejamos atrás los modelos en los que nos enseñaron a funcionar: pareja
estable, exclusiva y con escapadas esporádicas e inconfesables”, dice
Marta, quien se muere de curiosidad por ver más de lo que pasa en este
boliche, tentada por cierta “actividad formalizada en la que hay muchas
cosas que están salvadas”. Por ejemplo, saber que todos tienen el mismo
interés en no irse a la cama sólo con la misma persona con que llegaron.
El exhibicionismo es uno de los trazos fuertes que dan contorno al lugar
y tiene el estricto sentido de invitar a los que miran a ir por más.
Son las mujeres las que más lo practican y son ellas las que en definitiva
van a elegir con qué pareja se quedan esta noche o en qué grupo se van
a zambullir. “Siempre tenemos la última palabra porque nosotras elegimos
a los dos. La bisexualidad femenina está muy aceptada, muchas nos descubrimos
bisexuales cuando comenzamos con esta práctica, aunque no es lo mismo
que ser lesbianas.” –Claro –interrumpe Daniel a Beatriz–, porque las
mujeres no ponen pasión con las otras mujeres, se tocan por calentura.
Beatriz asiente cuando escucha la aclaración de Daniel. La heterosexualidad
es un valor que se aclara seguido de “estrictamente” en la mayoría de
los avisos que pueblan la revista Entre Nosotros. Igual que “ni alcohol,
ni drogas, ni violencia”. Ningún estado alterado, más que el que promete
el fragor de la batalla sexual, es bien visto entre los swingers aunque
cualquier reunión que se precie exige una botella de champagne. “Es
que alguien que está alcoholizado no funciona y lo que queremos es sexo.
Una vez una persona pidió permiso para llevar un porro a una reunión
grupal y yo tímidamente pregunté al resto –recuerda Braccamonte–, el
grito fue unánime: Nooo.”
¿Celos? ¿Por qué?
Con
el correr de las horas la noche se va poniendo caliente. Cacho enseña
el local con orgullo de propietario aunque el verdadero mentor es Carlos,
el hombre que pincha discos desde la cabina sobre la pista. A pesar
de que existen en Buenos Aires cinco lugares que se dedican a recibir
a este particular ambiente, sabe que en su reino no será destronado
fácilmente. Desde su lugar ve cómo bailan más de cien parejas que se
manosean cada tanto con el explícito consentimiento de quien es tocado.
Es una cantidad de gente que ningún otro sitio iguala. Pero además en
Star todo es posible. Subiendo la escalera que comienza en la pista
es posible llegar a un sex-shop con decenas de vestuarios que permiten
a las mujeres que no se sienten a gusto con su ropa cambiarse y convertirse
en mucama con un delantal que deja la cola al aire, conejita, dominatrix,
gatúbela, etc., etc. Y hay otro detalle más que sólo se pondrá de manifiesto
cuando la noche madure, después del show de stripper masculino y del
bikini open femenino que muchas veces protagonizan los mismos clientes
del lugar: son unas pequeñas habitaciones a las que cualquiera puede
entrar y entregarse a una sesión de sexo sin límites, salvo que de entrada
alguien haya aclarado alguno. Cerca del amanecer Marta y Enrique transitaron
por esos cuartos de puertas abiertas –aunque es posible cerrarlas por
dentro– y asomaron sus narices donde los llevaban los jadeos. Pero no
entraron en ninguna. Ellos son como Daniel y Beatriz describen al 70
por ciento de los swingers, reservados y rigurosos en la elección del
dúo con quienes intercambiarán parejas. Es que ser swinger no es pasar
una noche de jarana y nada más. “Es un estilo de vida”, dicen a coro
Cristina, Hernán, Beatriz y Daniel, levantando la voz por encima de
la música. Un estilo de vida que exige tantos o más códigos que la pareja
heterosexual. Uno de ellos, escrito en el cuerpo con tinta indeleble,
es jamás separarse en el momento del intercambio. “Sabemos que hay swingers
en otras partes del mundo que cuando cambian de pareja tienen sexo en
lugares separados, para nosotros es imposible y si lo hacés lo más probable
es que te traiga problemas en la pareja”, dice Daniel, poniendo el acento
en el placer que provoca ver a “tu mujer, a la madre de tus hijos, gozando
desenfrenadamente. La primera vez que la vi sentía que había tenido
en mis manos un cachorrito que de pronto era una loba”. Después de esa
primera vez las parejas swingers suelen vivir un fervor que, dicen,
no se compara con nada. “Recordás las cosas que hiciste y te calentás
de nuevo, no podés parar.” Beatriz parece reposada, una mujer de 40
con un vestido diminuto que no logra apagar del todo cierto sonrojo
tímido que pierde cuando se entrega a sus juegos. Ella es de las que
dicen que prefieren la seguridad de las relaciones constituidas, si
es con hijos mejor, porque así se aseguran que todos tienen los mismos
intereses. “Tenemos nuestros códigos, conozco una pareja en la que a
ella le gusta estar con muchos hombres a la vez y el marido se los procura.
Pueden ser seis o siete, pero si ella baila sólo con uno sin consultarlo
se muere de celos y se acaba la noche.” Los celos, esa sensación indomable
que trae consigo deseos de aniquilación del otro, no tienen lugar entre
los swingers o por lo menos no un lugar tradicional. En todos los testimonios
hay un orgullo declarado por haber cruzado la barrera del egoísmo y
por la capacidad orgásmica del par de cada uno. Como el amor, esa capacidad
es un valor que exige una retribución acorde a la hora del intercambio
y tener alguien al lado que es un león o una leona en la cama es como
sentirse millonario. Aunque son las mujeres las más exigidas, llevan
la voz cantante y tienen que levantar el ánimo de la concurrencia exhibiendo
el desenfreno propio de las ninfómanas que se describían a principios
de siglo. Algo que cumplen aunque les exige un resto de actuación, en
todo juego hay que representar algún papel y el que les toca a ellas
es el de gozar y gozar.
Higiene,
fantasías y noviazgos de cuatro
“Si a alguien le cuesta relacionarse con la gente no es un boliche
el mejor lugar”, admite Carlos sin quitarse los auriculares que distinguen
a un DJ. Es por eso que muchas parejas eligen la privacidad de los contactos
telefónicos, postales o vía e-mail. El promedio de edad de los swingers
ha bajado en los últimos cinco años gracias a los vínculos que estableció
la revista y a que en los boliches se les permite entrar aunque no sean
matrimonios bien avenidos. Ahora se puede decir que la edad oscila entre
los 30 y los 55 años. Todo el mundo encuentra su media naranja –su otra
naranja, mejor– tarde o temprano, pero puede suceder que después de
una búsqueda difícil –llena de encuentros a cenar, charlas de café o
citas a ciegas en algún departamento– se dé con la pareja ideal y se
cree una sensación de enamoramiento que hasta produce celos ¡de una
pareja a otra! Es algo pasajero, prometen Daniel y Beatriz que hicieron
del “swing” una causa que defienden como dicen que alguna vez defendieron
a la verdad y la justicia en un programa de radio que conducían juntos
hace ya un largo tiempo. Ahora que su bandera es la sexualidad abierta,
el matrimonio no se preocupa por lo que puedan pensar sus hijos de 18
y 20 años. “Este estilo de vida nos enseñó a ser más abiertos, a aceptar
todo tipo de tendencias sexuales y de las otras, ellos tienen plena
libertad para hacer lo que más les guste pero no pueden interrogarnos
acerca de nuestra intimidad.” Buscar otros matrimonios de larga data
no sólo asegura intereses similares sino que es vivido como una regla
de higiene. Por supuesto, el preservativo es una condición irrenunciable
pero además se aseguran de la historia sexual y toxicológica de los
nuevos swingers para tener mayor tranquilidad. Es que jamás aceptarían
a alguien que tuviera vih, del sida no se habla ni en chiste, “¿para
qué ligar sexo y muerte?”, dicen como si fuera posible separarlos. Dicen
los que saben que ser swinger es un camino que muy pocas veces tiene
marcha atrás pero que sin duda hay que caminar de a dos y al mismo tiempo.
No sirve para salvar matrimonios aburridos. Los que quisieron subirse
a este bote con la esperanza de sobrevivir al naufragio de la relación
están ahogados desde el vamos. Cuando la ropa se cae y no queda nada
frente a ellos más que el deseo, se hace evidente la falta de amor o
de aceptación o de seguridad o de generosidad, pilares de las relaciones
swingers. “A veces se da por ciclos, te relacionás un tiempo, te retirás
del ambiente, y volvés porque siempre se vuelve.” Daniel, en su oficina,
lleva el sello de la estética que caracteriza al boliche, una mezcla
de cuerpo trabajado en el gimnasio con el brillo de un Los Angeles al
sur del mundo. Le gusta dar explicaciones y difundir todo lo que tenga
que ver con el ambiente como un niño describiría un parque de diversiones
en el centro de Disneylandia. Por el flujo de avisos y por su propia
experiencia puede certificar que hay tres fantasías posibles en el mundo
swinger y una prácticamente irrealizable. Las primeras son las reuniones
–más conocidas como orgías, aunque a nadie le gusta esa palabra porque
serán “sexópatas pero no fiesteros”–, el intercambio de parejas y el
trío con un hombre. La irrealizable es la que espera un trío con una
segunda mujer. Y la razón es casi sentimental: a nadie le gusta ser
la tercera. “Las mujeres quieren enamorarse o por lo menos que las contengan
cuando todo terminó y la tercera se queda siempre sola, es desgarrador
para ella”, admite Beatriz. En cambio, los solos hacen furor. Algo que
puede contar uno de ellos, “recomendable por lo respetuoso y bien dotado”,
Hernán, que entrevista hasta cuatro parejas por semana para ver si se
acomoda a sus gustos. En este universo el tamaño sí importa y Hernán
no suele ser rechazado más que por la chica que él ama, una que no pertenece
al ambiente pero que él confía en poder integrar en algún momento. “El
swinger tradicional, de a cuatro, es el más sensual, porque hay seducción,
juego previo, se puede escuchar más nítidamente lo que hacen los demás
–se regocija Daniel– y ver a tu mujer más de cerca. El grupo es lo mejor
para empezar porque es anónimo y más genital, no compromete tanto a
las personas.” Claro que en estos casos la vida suele dar sorpresas.
Por ejemplo, encontrarse con un colega –los swingers son de clase media
alta, la entrada al Star, por ejemplo, cuesta 45 pesos y muchos sostienen
además una infraestructura paralela con departamento y teléfono incluido
para los encuentros– médico, que es la profesión que más abunda o abogado
o periodista, que los hay, los hay. Descubrir entre la maraña de cuerpos
a quien más temprano se vio en la oficina de saco y corbata puede ser
una experiencia más fuerte que la sexual pero de inmediato se sella
un pacto en que los dos son cómplices. Pero hay otras situaciones desopilantes,
como la de ese hombre que se entregó al juego erótico en un boliche,
se desnudó en la cama que en el centro de los reservados se usa por
la madrugada, y cuando llegó a su casa otra vez vestido y compuesto
se dio cuenta de que tenía dos zapatos distintos. Aunque no había anotado
los teléfonos de la pareja con la que se entreveró, encontró su zapato
a través de la revista swinger. Es común que la gente vaya a las reuniones
grupales con sus propios colchones, en ninguna casa hay tantos como
para albergar 20 parejas, y muertos de risa, mientras el calor sube
en la pista de Star y la gente se hace arrumacos en los rincones, dos
parejas cuentan que una vez los descubrió un amigo en la puerta del
edificio con el colchón en la mano y sin ninguna excusa en el bolsillo.
Cosas que pasan, nada más, como las que a todo el mundo alguna vez se
le ocurren pero sólo unos pocos ponen en acto