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DE PROFESION, terrenal

Aunque generalmente se la asocie con un único género, el teatro, es una figura mayor de la literatura argentina. Lo desmiente comportándose como una mujer llana y de pocas palabras, muy lejos de los pavoneos narcisistas que son lugar común entre los intelectuales. En este momento se enfrenta a un nuevo éxito: la obra De profesión maternal que en el Teatro del Pueblo dirige Laura Yusem y donde explora el vínculo entre madre e hija. Es el pretexto para esta charla en la que la dramaturga habla de mujeres, de pasiones y de silencios.

Por Maria Moreno

Alguna vez la madre de Pablo Picasso dijo que su hijo, de haber sido cura, hubiera llegado a ser Papa, pero que en cambio, siendo pintor llegó a ser Picasso. Aunque parezca aun una exageración, pronto podrá decirse de esta mujer menuda y de apariencia sencilla, sin vueltas, que, siendo dramaturga, llegó a ser Gambaro. Sólo falta tiempo, pasar la cinta del 2000 y seguir adelante para que quede definitivamente confirmado lo que la crítica internacional, los seminarios especializados y el gran público han ido urdiendo a lo largo de los años como un rumor unánime de reconocimiento. La Gambaro vive lejos del centro, casi exclusivamente volcada hacia su oficio, en una casa blanca en donde ninguna impostura de decoración intercepta la impuesta por la comodidad austera y los afectos, a excepción de las obras de su marido, el plástico Carlos Distéfano. Si hubiera que definirla con una palabra, sería “terrestre”. Si el cuerpo en movimiento es clave en sus piezas teatrales y en sus novelas y cuentos imponiendo su fuerza, sus tensiones, sus via crucis, el de ella tampoco permanece quieto. Hay en él algo así como una familiaridad con la naturaleza trabajada bajo la mano humana cuando su dueña empuña los leños de la salamandra o cuando, según dicen, escarda el jardín o se arma de paciencia junto al dulce de naranja que suele borbotar en una olla de la cocina. En ninguna parte de la casa hay una computadora.
–Yo escribo a mano pero enseguida lo paso a máquina. ¿Computadora? Pas encore. El día que se me rompa la vieja maquinita de escribir seguramente me compraré una. Pero no se rompe nunca. Creo que morirá conmigo.
–David Viñas dice que escribir con computadora es como bañarse con medias.
–Es que uno tiene que quedarse un poco atrás. Decidirse a ser antiguo. A no poder volverse enteramente progresista. Y a asumir valores que la sociedad en este momento rechaza. Decidirse, por ejemplo, a no pertenecer a la avanzada, a no estar al tanto. Y aceptar eso con regocijo.
De profesión maternal fue el resultado de un pedido de María Rosa Gallo que quería, sin mayores precisiones, una obra “de mujeres”. Griselda inventó el reencuentro de una hija y una madre, luego de una separación cuya ambigüedad radica en cierta vacilación entre la pérdida consentida y el abandono elegido. No existe la maternidad como profesión pero el reencuentro consiste en un trabajo para construir el amor sin contar con el perdón. En el momento de volver a ver a su hija (Alicia Zanca), la madre (María Rosa Gallo) está en pareja con otra mujer (Catalina Speroni).
–Hay algo notable en la pieza. La relación entre las dos mujeresmayores está “naturalizada”. Es algo novedoso: no existe la homosexualidad como conflicto, sino como un segundo plano.
–Quise mostrar cómo el amor maternal que la sociedad considera determinante y que tiene que ser también de determinada manera y no de otra, en esta situación no lo es. Y otra relación que es la de la pareja de mujeres que la sociedad no considera y que, de hecho puede basarse en otras premisas diferentes a las de una pareja heterosexual. Si hubiera puesto como pareja a un hombre hubiera sido trivial. Fuera de eso la anécdota es muy simple, muy transitada.
–La pregunta obvia es: ¿Hay algo de su madre en esta madre?
–Para nada. Mi madre era una mujer muy buena pero un poco débil de carácter, entonces en algunos momentos, de mi adolescencia sobre todo, me enojó su falta de rebelión, esa ausencia de protesta ante ciertas imposiciones de mi padre. Sin embargo, era una mujer que me contenía mucho afectivamente. Nunca me hice ninguna clase de planteo sobre mi vínculo con ella. Diría que fue como perfecta para mí y que me permitió enfrentar al mundo con una seguridad interna muy grande porque una buena relación con la madre manda al mundo bien parado sobre los pies. Debe ser muy terrible estar inseguro desde temprana edad de los sentimientos de los padres, o sufrir sus injusticias o el maltrato. Cuando no sucede nada de eso uno enfrenta más serenamente lo que le puede venir.
–Dicen que para las mujeres hay un antes y un después de la muerte de la madre.
–Mi madre se mantuvo lúcida hasta el final de sus días luego de largos meses de una enfermedad dolorosa, y eso es muy importante para el recuerdo que ha dejado. Es diferente si uno deja de reconocerla en vida. Y hay algo que es particular de muchas agonías y es que quien está a punto de morir recuerda a gente que amó y que vuelve. No sé si ella tenía ya conciencia. Pero mucho más allá de los diagnósticos médicos, me acuerdo que cuando agonizaba me transmitió la idea de que partía a reencontrarse con los que ya habían partido.
–¿Es creyente?
–No.
–¿De ninguna manera? ¿Era el final eso?
–Quién lo sabe. Pienso más bien que hay una continuidad en los seres que uno deja, en el aire, en el mundo que sigue. Todo queda ahí, cualquier gesto que uno ejecuta hoy, de alguna manera queda. La figura de mi madre vuelve constantemente y no solamente en su vejez sino a través de todas las edades. Y como madre genérica también, como origen de todas las cosas. Eso suele pasar con los muertos muy queridos. (No sé si ella vuelve o yo imagino o creo que ella vuelve. De cualquier modo es lo mismo.) Recuerdo que yo solía leer como hasta las dos de la mañana y a ella, que era una mujer muy pacífica, muy cariñosa, le resultaba inverosímil que yo me quedara leyendo hasta tan tarde y se asomaba por la puerta y ponía el dedo sobre los labios. Eso significaba que apagara la luz. Puedo verme también recién nacida en sus brazos o lo imagino con mucha realidad como los indios navajos que dicen que hay que mirar bien un paisaje para poder recuperarlo después. Mi madre fue ese paisaje primero de la vida que yo puedo recuperar en cualquier momento.
De los oficios
terrestres

Cuando, por los años sesenta, Griselda Gambaro irrumpió en el Instituto Di Tella con su obra El desatino, fue como si hubiera dado un fuerte golpe sobre la mesa de comedor que solía ambientar las piezas del llamado “realismo reflexivo”. Entonces se habló comedidamente de teatro de la crueldad o del absurdo. Su colega, el director Roberto Villanueva, hizo una definición más precisa: “El desatino no reproduce la realidad y tampoco la inventa sino que crea una co-realidad a partir de elementos reales tratados libremente”. A su autora el arte no le había llegado comouna renta sino a la manera de una lucha que hubiera podido definirse como “contra viento y marea” si no hubiera existido la tenacidad de su deseo.
–Usted ha contado repetidas veces que su padre era marino y pintor de brocha gorda. Que vivían en La Boca y eran cinco hermanos. ¿Cómo era su casa familiar y cómo surge el deseo de escribir?
–Desde chica leía un poco a escondidas porque en mi casa no se estilaba. Creo que decidí escribir porque nunca tuve muchos talentos. Ni para cantar, ni para bailar, ni para pintar. Vengo de familia muy humilde. Y la cultura no era para la gente con problemas de subsistencia, con muchos hijos. Así que los primeros libros los compró mi hermano. Luego fui muy frecuentadora de bibliotecas así que leí lo que me caía en las manos. Pero desde que aprendí a leer ya sabía que quería escribir.
–¿Conocía a alguien que escribiera?
–No, pero pensaba en la gloria, eso sí. En cosas como el Premio Nobel. Y de manera muy romántica. Ahora me di cuenta de que la gloria no existe. De joven trabajaba en Espasa Calpe. Y no me gustaba porque el viaje desde La Boca era largo, y cumplía un horario de ocho horas. No hacía nada que tuviera que ver con la literatura sino cartas a morosos. Si aparecía algún escritor yo lo veía de lejos. Me acuerdo que una vez vi a Capdevila pero no significó nada porque a mí no me gustaba. Después trabajé ocho años en el Club Independiente.
–¿Sus padres la apoyaban?
–Mis padres, en el sentido de la escritura, ni me apoyaban ni me dejaban de apoyar, más bien me ignoraban. Me acuerdo que alguien me dijo que una vez mi padre fue a comprar el diario y señaló mi foto: “Esta es mi hija”. Pero como era muy severo no me dijo nada.
–Cuando sus obras aparecieron tuvieron críticas deslumbradas y otras para nada. Alguna vez recordó las de Edmundo Eichelbaum y Miguel Briante.
–Las más virulentas eran las de Jaime Potence. No recuerdo que haya habido en la actualidad un estilo de críticas como las que recibí yo. Eichelbaum dijo que El desatino era una obra llena de pornografía, superficial, de mal gusto, escatológica. Y Briante me acusó de copiarme en mi novela Una felicidad con menos pena de Gisela Elsner, una autora alemana que había escrito una obra llamada Los enanos.
—Pero con los años se disculparon.
–Eso es verdad. De otra novela mía, Ganarse la muerte, el crítico Luis Gregorich, entre las cosas que me reprochaba era que no nombraba el Obelisco ni la calle Corrientes, como si eso hiciera a lo nacional. Pero la peor crítica la tuve de un ascensorista. En el San Martín estaban dando Nada que ver y cuando tomé el ascensor, el hombre, sin reconocerme, me preguntó: “¿A qué sala va?”. “A ver Nada que ver.” “Pero no vaya ahí, que es una porquería. Vaya a ver Un enemigo del pueblo.”
–¿Qué cosas le disparan el origen de una obra?
–Todo lo exterior es materia prima aunque uno no esté consciente de que la esté recogiendo. Pero en el fondo se tiene una mirada caníbal. Me acuerdo de El desatino, en donde un personaje tiene el pie aprisionado en un aparato de hierro, lo que me disparó fue una frase de Dylan Thomas que hablaba de un hombre con el pie en una trampa. En El Campo fue un sueño adonde yo estaba en un campo de concentración pero no había nada que me dijera que estaba ahí. Y después escribí un cuento antes de, en otra clave, escribir la obra teatral. También me acuerdo de haber ido a ver una obra de Gandini adonde hablaban de Schumann ya loco que se paseaba en camisón con flores verdes y esa imagen me quedó, y en Es necesario entender un poco aparece un personaje en camisón. Uno trabaja con la cabeza, con la experiencia, con los sentimientos, con lo que leyó. A veces cuando empiezo una novela digo “voy a anotar para acordarme” pero no lo anoto y lo olvido. Supongo que debe haber autores más lúcidos al respecto. –¿Con quién siente afinidad?
–Algún libro de John Berger, muchos de Doris Lessing. Con Colette siento que hay una respiración que me es muy querida. Creo que cuando escribo evoco fragmentos pero como soy una solitaria nunca me va sacar la familia.
–Se la conoce menos como narradora.
–No se puede tener éxito en todo. El teatro fagocitó mi narrativa. Ahora con Lo mejor que se tiene, un libro de cuentos, me dan un poco de espacio. Y eso siempre lo sentí como una carencia porque, bueno, soy la misma persona y me gustaría que me conocieran en otros aspectos de la misma manera. Pero el teatro es más impactante, tiene más prensa, una repercusión inmediata que por lo general la narrativa no tiene.
–¿Se trata del mismo público?
–Ah, no. Recién ahora he logrado que mis directores de teatro lean mis novelas. Solamente Alberto Ure, que dirigió Puesta en claro, recomendaba a los actores que leyeran mi narrativa porque pensó que entre narrativa y teatro puede haber vasos comunicantes que sirvan para la puesta en escena. Pero, en general, la gente de teatro, si digo que estoy escribiendo narrativa reacciona como si estuviera regando el jardín o peor, cocinando una tortilla.
–Es muy fecunda. ¿Cómo trabaja?
–Yo organicé mi vida teniendo en cuenta que necesitaba tiempo para trabajar. Y eso ha dado sus frutos porque soy muy lenta, no tipo Rimbaud. Corrijo mucho. El horario se me da naturalmente. Me levanto, hago ciertas cosas de la casa y luego entro en mi estudio hasta la una. Luego duermo la siesta, veo una telenovela, tomo el té y después sigo trabajando. Leo de seis a ocho. Siempre Alejandra Pizarnik, Silvina Ocampo, Hebe Huart ...-no dejo de buscar–, o los autores del siglo de oro adonde todavía se puede encontrar el destello de esta lengua tan maltratada.
—¿Y qué lee en todos estos autores?
–Yo creo que en literatura uno se maneja por simpatía o antipatía, no tiene razonamiento. ¿Qué es lo que me dan Djuna Barnes, Flannery O’Connor? Simpatía.
–¿Borges?
–Borges está más allá del bien y del mal. Pero a mí me gustan autores más imperfectos como el Dostoievski de El idiota –¡Esa escena donde Natalia Filipovna quema billetes en la chimenea!–. Yo prefiero eso antes que una trama perfecta, sedante y pareja. O Resurrección de Tolstoi. Que me irrita mucho.
–El juicio estético no la hace perder el juicio de género.
–Es que es muy misógino Tolstoi. Porque resulta que la agraviada y seducida por el señorito es la culpable de todo mientras que el señorito es un alma grande porque quiere reparar.
–Estaba hablando de su disciplina diaria.
–Leo algo muy liviano antes de dormirme. O me pongo a ver televisión porque a mí me fascina ver televisión. Me da una imagen de nuestra sociedad. Es el reino del horror. Se dice que hay crueldad en lo que escribo. Creo que puedo ser cruel porque tengo una mirada inocente, todavía me asombro del mundo y los seres humanos. Pero ¡soy chiquitita al lado de la televisión!
Sentadas a upa
del ventrílocuo

Como a Nadine Gordimer o Tony Morrison, a Griselda Gambaro le gusta adelantarse al despertar de la casa y hacer tareas que sin ironía llama “femeninas”. Claro que suele dejar hervir el café, al menos ante el periodismo y quizá porque la cortesía la distrae en la bienvenida, incluidos los comentarios sobre el tiempo y la calidad del viaje hasta su casa de Don Bosco. No hace falta apurarla para que se defina como feminista.
–Porque ... ¿vio que es una palabra mal vista? Diré que soy feminista hasta que la palabra caiga en desuso por no ser necesaria y deje de tener alguna connotación espuria.
—Volviendo a De profesión maternal, Freud asociaba la relación madrehija con la palabra ambivalencia. Y Bergman en Sonata otoñal se pregunta algo así como si el triunfo de la madre será el fracaso de la hija y viceversa.
–Son los preconceptos en que se apoya la cultura. Y eso sucede en las personas más esclarecidas a las que de repente les surgen ramalazos de la especie patriarcal. Son autores que no han revisado ciertos conceptos que recibieron por tradición, no los han auscultado ni comprobado su veracidad o su mentira. Dudo que hablen así por experiencia personal. Si hay mitos en torno de la relación madre e hija, me llegaron por casualidad, no los busqué especialmente para hacer De profesión maternal. Recuerdo la relación de Colette con su madre, Sido. Esa famosa carta adonde Sido dice que no puede ir a visitarla porque tiene que ver florecer el cactus rosa.
La relación entre madre e hija es una relación tan cargada de sentido, de afecto, de desafecto, que siempre cualquier mirada ajena se impregna de esos contenidos.
–¿Por qué será que a Colette no se le da el status que tiene?
–Porque es muy femenina. Lo mismo que uno agarra a Hemingway y sabe que eso sólo lo pudo escribir un hombre. La Yourcenar, en cambio, tiene un estilo masculino “entre comillas”. Hay autores que son más ambiguos. Esos detalles, las pequeñas cosas, el tiempo, la tierra, los animales en Colette: Hay algunos que no saben leer ese tipo de literatura.
–El muchachismo, como dice María Elena Walsh.
–A mí no me importa, me importa lo que tenemos que hacer nosotras. De profesión maternal surgió muy rápidamente y no puede decirse que tuviera una intención. Lo que yo quería era que hablaran ellas, siempre tan maltratadas en el teatro argentino. Porque creo que muchos autores tienen la imposibilidad de hablar desde un personaje femenino. Uno no se siente identificado con las mujeres que escriben los hombres. Me gusta mucho el teatro de Pavlovsky pero de ninguna manera me siento identificada con sus mujeres. En Pablo, por ejemplo, el personaje es siempre un reflejo de lo masculino. Lo mismo me pasa con Roberto Cossa, tengo una afinidad en otros aspectos pero no con sus personajes femeninos. Y esa imposibilidad de representar mujeres que no sean sisebutas o dragones viene ya desde que Gregorio de Laferrere escribió Las de Barranco. O desde El amor de la estanciera, adonde las damas son bobas y el padre es la razón y la sabiduría. Las mujeres son siempre superficiales, coquetas, interesadas por el dinero, menores. Salvo las piezas que se inspiran en personajes míticos como la Antígona Vélez de Leopoldo Marechal o en las obras anarquistas de González Pacheco.
–¿Eso sería propio del teatro?
–No lo creo. Es muy difícil reconocerse, por ejemplo, en las mujeres de Soriano, y no estoy diciendo que porque los autores tengan que hablar bien de ellas sino por la medianía taxativa de la visión. Porque si uno lee a Saramago uno se reconoce en las mujeres aunque tenga otra visión del mundo. No son ínfimas.
–¿Y en esa escena machista cómo entran las dramaturgas? Usted escribió en un artículo de Página/12 que las mujeres en el teatro fingíamos hablar por nuestra cuenta sentadas en las rodillas del ventrílocuo.
–Y también que hubo ventrílocuos excepcionales como Ibsen que en Casa de muñecas le hizo dar a Nora un portazo a la sumisión. Pero era el portazo de una mujer manejada por un hombre que hablaba desde una tradición que le pertenecía. En cambio, las mujeres empezamos a escribir teatro desde una tradición que siempre nos hizo hablar pero en donde, en realidad, no hemos hablado. Por eso quizás las dramaturgas escriben tímidamente. Pero yo siempre soy cauta en hablar de inhibición porque incluso en la persona más libre uno no sabe si está actuando con el total de su libertad o con un pedacito. Además, hemos estado calladas tanto tiempo que nos queda mucho para explorar. Porque siempre hubo escritoras de teatro pero aisladas, consideradas como fenómenos. Incluso yo estoy bastante sola en mi generación. Creo que son las autoras nacidas en la década del sesenta y setenta las que forman la primera generación de dramaturgas –hoy hay algunas como Susana Gutiérrez Posse, Patricia Sangaro o Adriana Genta– y esto está muy unido a la sociedad. Pienso que el día en que las mujeres ganen más espacio social van a ganar más espacio teatral. Pero el asunto de cómo somos habladas debe quedar en nuestras manos.