A
cinco años
Por
Tununa Mercado
Es
apenas una intuición, pero pareciera que existe una especie de
pudor racionalista distraído, cuando no ignorante de los
mecanismos de la negación, tanto en el orden individual como
en la esfera pública que relativiza el crecimiento del
antisemitismo en la Argentina. Siempre ha existido y hay una historiografía
que tiene bien cercados sus momentos, pero ha sido una constante que,
cuando emerge, se prefiere no verlo, se reduce la percepción
de su alcance, acaso por vergüenza, pero también por ideología,
para no quedar entrampado en posiciones que se presupone son difíciles
de sostener. ¿Cómo puede ser que todavía haya personas
esclarecidas que de pronto se deslizan en sus razonamientos a interpretaciones
políticas que esconden mal un antisemitismo latente, que confunden
lo judío con lo sionista que rechazan, o lo judío con
un determinado partido en Israel de cuyas posiciones fundamentalistas
abominan, para justificar una toma de distancia o desconocer los brotes
de antisemitismo a su alrededor? Y éste no es un problema menor
porque afecta a personas en general pensantes, progresistas inclusive,
que de ninguna manera aceptarían que de pronto sale algo no previsto,
quizá reprimido o, en todo caso, ignorado.
Por otra parte, en lo grueso, si aquello es lo fino, la reiteración
de expresiones antijudías crudas, que tiene como protagonistas
a cabezas rapadas y otros grupos fascistas, se manifiesta contra los
vivos y los muertos, desde la golpiza a la profanación de tumbas.
Tampoco es de menospreciar la reciente conjetura de que habría
existido una concertación discriminatoria en contra de bancos
judíos que quebraron en la Argentina y hay organismos internacionales
que han fundamentado con cargos esa sospecha, pero no es nada conjetural
la certeza de que durante la dictadura militar se reprimía a
las víctimas por judíos, sin que mediara otra cosa que
la portación de nombre, a mayor evidencia de nombre
mayor ensañamiento en la tortura y en la ejecución de
las víctimas.
Pero la forma más grosera de antisemitismo, sin embargo, es la
que en estos días va a pesar sobre toda la sociedad argentina:
el atentado mortífero a la AMIA irresuelto en la Justicia, los
desvaríos de la investigación, las artimañas para
borrar las huellas de los ejecutores nacionales, pases de magia todos
que consagran la impunidad y pretenden borrar la responsabilidad del
Gobierno, denunciado con nombre y apellido por inepcia, complicidad,
encubrimiento. Cinco años hasta este 18 de julio de 1999 en que
otra vez más se pedirá el castigo a los culpables, y una
vez más la furia y la impotencia que sólo pueden homologarse
con la que viven madres, hijos y familiares de las víctimas de
la dictadura. Quienes sostienen la idea de una memoria activa aquí
por los muertos en la sede de la AMIA son los mismos que cerca de Jerusalén
han plantado un bosque por los desaparecidos por el terrorismo de Estado
en la Argentina. Acabo de ver esos árboles custodiando un parque
de juegos en memoria de los Niños nacidos en cautiverio.
Me dicen que siguiendo la tradición judía en las lápidas
de los que mueren jóvenes se graba un árbol truncado.
Nuestros seres queridos son como árboles truncados,
dijo José Hochman, hermano de un desaparecido cuando se inauguró
el Bosque, el 24 de enero de 1992. Una leyenda grabada en una piedra
enorme dice, en hebreo, español e inglés: Este bosque
fue plantado por la Asociación Memoria, creada en Israel por
familiares de desaparecidos por la fuerza. En homenaje a los 30.000
hombres, mujeres y niños secuestrados, torturados y desaparecidos
en la Argentina en los años de la dictadura militar 1976-1983.
Nunca más. Mientras el próximo domingo aquí
en Buenos Aires se lleve a cabo el acto frente a la sede de Pasteur,
los miembros de Memoria se estarán preparando para participar
de un acto similar en Jerusalén, el lunes.
Hay un puente tendido entre las víctimas de la dictadura y las
de la AMIA, cuyo punto de reunión han sabido crear los organismos
de derechos humanos. En ese sentido, cualquier progresión que
tenga este tipo de acciones no se puede desligar de lo que Gilou García
Reinoso llamó un capital simbólico que estaría
encarnado en las Madres de Plaza de Mayo, después de cuya salida
al espacio público nada habría de ser lo mismo en materia
de reivindicación por las víctimas de genocidio y desde
cuya ética de la solidaridad se articulan las nuevas rebeldías
sociales de estos años. Ese puente se traza como contraparte
de otro vínculo: el Estado terrorista que victimizó militares,
fuerzas policiales y toda la estructura civil, administrativa, jurídica,
médica, religiosa que lo sostuvo, creó una relación
de continuidad cuya posta toman en plena democracia quienes volaron
la sede de la AMIA, un terror impune, temporal y topográficamente
igual al que ejerció el Estado militar. La forma de duelo colectivo
que se ejerce a través de impugnaciones, denuncias, protestas,
presencia en la plaza pública, no tiene fronteras y se asienta
en una noción sin retorno: Nunca más entendido como la
capacidad de estar alertas, de no bajar la guardia ni ante las expresiones
aparentemente más nimias de autoritarismo, antisemitismo o cualquier
otro racismo, y ante ese fascismo criollo que suele tener
sus bravucones de cabezas rapadas o de carapintadas a lo Rico cuando
es estentóreo, pero que suele ser sigiloso y siniestro en las
instituciones.
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