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Del cielo bajó un pintor...

El piropo es esa manera de “hablo y me voy” con que, mediante el lenguaje, puede accederse al paso a la mujer prohibida o, al menos, no en disposición. Caído en desuso por lo que se llama pomposamente progreso de las costumbres, sigue siendo un ejemplo de arte efímero aunque la originalidad, la rapidez, la espontaneidad y la calidad del texto se reduzcan a un minimalista ¡Potra!

Por Maria Moreno

Avenida Santa Fe. Años cincuenta. Las chicas van de a dos como las niñas de los ojos –una es rubia y la otra morocha–. Llevan el clásico tailleur de pollera recta dictado por la moda, una en beige, la otra en azul marino. Los sombreritos de fieltrina se diferencian apenas en los adornos en rayón y los cuatro tacos de los zapatitos son rigurosamente iguales: miden seis centímetros. En dirección contraria, avanza lo que entonces se denominaba “tiburón” o “gavilán”, un tipo cuya única obsesión en los últimos tiempos ha sido elegir entre el traje derecho y el cruzado. Usa bigote anchoa y pelo suavemente ondeado y suele leer la revista Rico Tipo adonde las chicas dialogan de este modo: “–Me agrada la música, anoche fui a un concierto. –Lo preveía por tu frescura, se ve que has dormido bien.” Sin dejarse intimidar por las imponentes carteras de becerro con forro de cuero que pueden funcionar mejor que una cachiporra, el tipo echa el aliento en la orejita de la que tiene más a tiro –la rubia– y desliza un estrepitoso “¡Budinazo!”. La escena, extraída en forma de collage del libro Buenos Aires, vida cotidiana en la década del 50, de Ernesto Goldar, es apenas una postal del instante en que se desliza un piropo, esa manera de “toco”, mejor dicho “hablo y me voy” con que, mediante el lenguaje, puede accederse al paso a la mujer prohibida o, al menos, no en disposición. Desaparecido en acción en la medida en que las mujeres dejaron de ser intocables y empezaron a imponer su deseo, el piropo bien podría ser una pista de la historia de nuestro país. Del mismo modo, en el pasaje de sus metáforas panaderas (“bomba”,”bombón”, “budinazo”) a las mecánicas (“¡qué gomas!” “sos un tanque”, “¿qué comés?, ¿bulones?”), hay una inopinada materia para sociólogos.
Hay piropos que se sacan de la tradición como “Se la cambio por mi papá”; otros, que se lucen en la ocasión. En ese sentido uno muy ocurrente se lo dijo una mujer a otra: la escritora Silvina Ocampo estaba conversando en el living de su casa con una joven periodista y un profesor norteamericano. De pronto el hombre dijo: “Bueno, me retiro, voy a abandonar esta hermosa conversación”. Con mirada maliciosa Silvina miró a la periodista y le dijo: “Te llamó conversación. ¿Qué raro, no?”.


Más vale prometer que realizar
Cuando los psicoanalistas, la generación de paz y amor, los jóvenes calenturientos que no le tenían miedo a papá y hasta la izquierda consideró que practicar el sexo era tan sano que incluso contribuía a la mayor venta de periódicos partidarios, el piropo quedó asociado a una masturbación al paso, a un coito interrupto que se iba en palabras. ¿Por qué hablar en lugar de hacer? O mejor dicho, por qué hacer una inversión si, de antemano, se sabe que no hay beneficios. El psicoanalista Germán García comenta a su colega Jacques Alan Miller que, ante la sorpresa ignorante de otros lacanianos que creen en la altura de las cosas serias, se ha ocupado de un tema aparentemente trivial como el piropo.
“Miller marca varias cosas –comenta García–: una es que quien lanza el piropo no quiere retener a la mujer, se trata de un mensaje erótico pero de un desinterés profundo, lo cual lo emparenta con la actividad estética, no es una estrategia de levante, es un corte entre el decir y el hacer. Por eso se sabe que a los viejos les gusta decir piropos. Se trata de una narración ejemplar del lenguaje como una acción y no como medio para una acción. Sin embargo el piropo no es tan desinteresado en cuanto espera la sanción del otro. Porque sino ¿qué función puede cumplir un tipo que va caminando por la calle piropeando a las mujeres que le parecen bellas o agradables o lo que sea? La de saber si él acierta o no con el deseo de ellas. Una reacción de indiferencia de la piropeada puede demostrar que él no está a la altura de su función, en cambio una sonrisa que sanciona lo dicho como gracioso o ingenioso reconoce al tipo como bien colocado respecto de su postura masculina. De manera que, si la respuesta que da una mujer es la que yo espero, ella se convierte en un objeto que necesito para estar bien ubicado respecto de mi virilidad, en cambio si la respuesta no es la que yo espero, si bien puede revelar algo de mi propia falla como tipo, también ella cae como objeto adecuado. Entonces viene eso de ¿vos qué te creés que sos?, ¿de qué te las das?”.
En estos casos hay un por delante y por detrás –dicho esto sin ánimo de segundas intenciones–. Supongamos que el piropeador declama con rima y todo: “Tienes una carita/ tan colorada/ que dejas a las guindas/ abochornadas”. Y recibe un sonoro “¡pero qué boludo!”. Entonces, mientras la mina se aleja, puede que le grite como abrazado a un rencor: “¡Andá, aparte de los tampones, ¿quién más te ha cogido?”.
Los chistes de la década del 50 solían mostrar como hábiles piropeadores a los mecánicos acostados debajo de un coche, a los albañiles montados en sus andamios, a los trabajadores de Obras Sanitarias que asomaban su cara cómica con la tapa de la cloaca sobre la cabeza. Es que tenían visiones privilegiadas. Germán García explica: “Cuando un tipo dice algo y recibe una sanción positiva, es evidente que por un instante se suspenden las jerarquías sociales, las diferencias de clase, económicas, sexuales, políticas y existe a través de una metáfora, una pequeña adecuación poética. Los grandes piropeadores de la ciudad son los tipos que están haciendo un trabajo al aire libre porque son los que tienen la posibilidad escópica de registrar cosas bellas y ninguna posibilidad real de apropiarse de ellas. Ahí se ve clara la función sublimatoria de la creación artística, al igual que el chiste que sublima algo de la tensión sexual, agresiva o política, el piropo sublima algo de esa tensión porque, muy curiosamente, cuando uno tiene más posibilidad de acceder a relaciones con mujeres, más vergüenza le dará decir piropos. Digamos que a un habitante de la facultad que puede tener acceso a su compañera de estudios, seguramente le daría vergüenza decirle un piropo, pero el albañil de enfrente se lo puede decir cuando sale de la facultad ya que da por descontado que la distancia social demuestra su buena fe, en el sentido de que él no quiere acceder a ella sino homenajearla”.
Será por eso que muchas mujeres exitosas y de clase media extrañan la audacia y el ingenio que encuentran al borde de una obra en construcción y el mito es que la clase media es timorata o teme el apelativo de “baboso”. Sin embargo quizás también sea un mito de varones de clase media el suponer que no existen hombres y mujeres que transgreden los límites de clase, de sexo, de edad y poder adquisitivo para establecer vínculos que tienen la misma posibilidad de fracaso que los definidos como atinados y que tal vez hayan empezado por un piropo.


Flores y macetas
Hay en el piropo algo equívoco, el sentido de la oportunidad es fundamental y la diferencia entre una sonrisa y un carterazo, de esos que propinaban las suegras en el cine nacional. El semiólogo Oscar Steimberg recuerda un tango titulado “Cuidado con los cincuenta” que aludía a los 50 patacones que debía pagar el piropeador si la dama denunciaba. Es él quien se anima con un piropiario. “El piropo es eso que el diccionario denomina requiebro en el sentido de ‘lisonjear a una mujer alabando sus atractivos’. Luego está el contrapiropo, que es como un agravio, y el autopiropo, una demostración de ingenio ante un público de pares, la famosa patota. El contrapiropo puede ser de frente o de perfil. El de frente es de a dos con la mujer. El de perfil es el que se dice para los otros y es como una demostración de las posibilidades de agresividad. Este se le dice a la mujer a la suficiente distancia como para que ella no lo pueda oír”. La escena es previsible, sobre todo ahora que la mayoría de las mujeres han dejado de lavarse la boca con agua de rosas y se teme sus respuestas. Los tipos están sentados en un bar tomando una cerveza, cuando pasa una deseada. La miran sin chistar, pero cuando ya no está al alcance de las palabras machas, uno se encocora y dice, por ejemplo: “Los que se masturban pensando en vos se mueren de sobredosis”. Y los otros aplauden.
Ahora las chicas dicen piropos, pero la metáfora compleja suele brillar por su ausencia y se limita al grito de “potro”, cabe aclarar que esa síntesis no es patrimonio de su género. Pero sí puede que las chicas no piropeen, en cambio responden y eso desde las primeras décadas del siglo, si no basta ver las películas de la Argentina Sono Film para advertir las barrabasadas ingeniosas, aunque un tanto ingenuas, que Niní Marshall o Paulina Singerman repartían entre otarios de retórica pusilánime. ‘‘Me acuerdo de una terraza grande adonde había adolescentes en la época en donde todavía uno se trataba de usted –recuerda Steimberg–. Un chico le dice una especie de piropo a una chica (estaban jugando un juego que tenía que ver con algo así como la espacialización del territorio). Y la chica le respondió: ‘¿Usted vive en la calle Carabobo?’.”
La historiadora y socióloga Dora Barrancos elige hablar del lado de las piropeadas: “Tengo la impresión de que esto del piropo es muy urbano y muy porteño y que en el interior se utilizan más los ojos y la voz. En las décadas del 40 y 50 se daba la llamada vuelta del perro adonde había mucha producción de piropos. Generalmente los domingos y en el circuito de una plaza en donde las muchachas iban en un sentido y los muchachos, en otro. Acá se piropeaba mucho por Florida, Avenida de Mayo, Santa Fe. Me ha comentado una viejita que al principio las mujeres no subían a los colectivos porque eran lugares de hombres, tipos de cuello blanco y traje que venían de trabajar. En cambio sí tomaban el tranvía y en el subir y en el bajar había un alto tránsito para el piropo”.
Para Dora Barrancos, en las primeras décadas del siglo, antes de las paulatinas liberaciones del trabajo femenino masivo, la permisividad de los bailes sin madres o chaperonas y el cine con novio permitido, el piropo era el derecho del varón para con la mujer considerada “indecente”: “A mí me parece que en el 20 hubo un aumento de la participación femenina en las actividades de servicios, como la de las telefónicas, jóvenes solteras –no las tomaban casadas–, por ejemplo. Eran mujeres que no estaban aisladas, que comunicaban, hablaban con hombres. Por eso tenían tan mala fama. En ese momento se desarrolló una enorme desconfianza con las trabajadoras, estaban en riesgo porque ese estado público de sus vidas hacía públicas a las mismas mujeres. Entonces, en principio, el piropo es una afrenta a ellas. Además yo creo que no es lo mismo un piropo dicho en 1915, sin ninguna alusión carnal, que otro dicho en los cincuenta, en la medida en que las mujeres se pueden exhibir un poco más y adonde ya no salen con la mamá. Entonces el piropo –y después el seguimiento– se convierte en la posibilidad de un levante real. Se puede decir que, si el deseo se realiza, acaba como piropo”.
El piropo puede ser también una forma de descrédito para desconocer el valor de la producción de las mujeres y eso puede registrarse aun entre nuestros críticos literarios que, aunque descreen –y con razón– que pueda conceptualizarse una literatura femenina, no pueden evitar dejar deslizar en sus críticas de libros realizados por escritoras la huella del piropo aun bajo una de sus formas: el agravio. “Me acuerdo –dice Barrancos– cuando Matienzo presentaba tesis de mujeres en filosofía. Declamaba que reconocía el valor de la presencia colorida, florida y engalanadora de las chicas en filosofía, no se le ocurría asignarles el valor del conocimiento que, en cambio, asignaba a los varones, sino en calidad de decoraciones del aparato institucional. A mí me parece que el piropo en el salón científico, en el literario es la imposibilidad de reconocer valor al objeto de trabajo femenino”.


De Bécquer
a Jaimito

Pasó la época de los gavilanes peinados con Glostora y cola de pato, la virilidad bien sostenida por suspensores Clipper y subrayada por ofertas de La Mondiale, que se apostaban a la salida de la fábrica para soltar al paso de una cadena de chicas con cinturete y peinadas a la banana una tímida metáfora pastelera (si el gavilán era viejo, podía elegir a una sola y poner celosa a las otras con una antigualla tipo: “Si usted fuera picaflor/ y yo la viese volar/ por seguirla correría /por cielos, tierra y mar”). Pasó también aquella adonde el varón experimentaba la presencia de la mujer sola en la calle como una máquina de artillería pesada y entonces elogiaba el chasis o las gomas. La cibernética ha puesto de moda el piropo alargado, una importancia retórica donde también, como en el piropo, los cuerpos pueden pasar de largo. “Si uno piensa que hay algo del piropo que ha retornado –dice Germán García– es porque ha retornado también, terminado el sueño de los sesenta, la diferencia entre decir y hacer. Y para mí es evidente que esto está ligado al tema del sida. Vuelve el tango que es una manera de hacer el amor sin hacerlo, el chateo, todo tipo de actividades que implican el no contacto físico, mientras que en los sesenta decir y hacer era lo mismo”.
Pero si la sustitución del hacer por el decir que define al piropo tiene su relevo por Internet, es menos común encontrar en la red sites becquetianos adonde encontrar coplas a lo “Del cielo bajó un pintor...” que refranes, cuartetas y otros géneros dignos de la retórica escatológica del célebre niño Jaimito. Mr. Rafa Tamarit ofrece en la red el Manual del psicópata, uno de cuyos capítulos está dedicado al piropo. Comienza su selección “poética” con una instrucción que juzga imprescindible para piropear a las mujeres: “Una regla importante es que disimules y no les digas que lo que realmente te gusta de ellas son sus intestinos. Una mujer no se sentirá ofendida si la miras discretamente, pero masturbate sólo si no se da cuenta”. He aquí algunas delikateseen del fino Tamarit: “Qué dientes tan interesantes, ¿los escogiste en un catálogo?”, “Con esa cara, seguro que tu madre se emborrachaba antes de amamantarte”, “Se te nota muy sana. Tienes garrapatas del tamaño de murciélagos”.
También en la red un tal Mario Carlón (su apellido está inefablemente ligado con su tema) practica el viejo truco de afirmar haber recibido de autor anónimo un valioso material que propone una semiología del piropo de acuerdo con el estado de borrachera del piropeador. (El material fue proporcionado por Oscar Steimberg.)
Según el “semiólogo silvestre o espontáneo” difundido por Carlón, una copita de anís lleva a decir cosas tipo “¿De qué juguetería te escapaste... muñeca?” o “Quién fuera bizco para verte dos veces”. Si a la copita de anís se le agregan dos vasos de vino fino, la producción verbal puede ser como ésta: “En esta noche, yo te ofrezco mi estufa, no tiene pilas ni cables pero igualmente se enchufa”. Un tetra, tres cervezas y un pisco sour llaman a las musas a dictar algo así como “¿Jugamos a los muertos vivos? Vos te tirás al piso y te hacés la muerta, yo me tiro arriba tuyo y me hago el vivo”. A medida que Carlón va aumentando la proporción de alcohol en sangre de sus objetos de estudio, la creación va poniendo cada vez más a los esfínteres femeninos como protagonistas. La dignidad de Las/12 que está integrado por damas y no por damajuanas, lo que invitaría a replicar a Carlón con una versión de piropos etílicos para varones, nos impide reproducir los pergeñados luego de ingerir tres tetras, seis cervezas, un vodka con cerveza, un whiscola y probar de lo que pidieron los demás. Por pudor nos quedamos en el ítem anterior en donde dos tetras, cinco cervezas y un vodka con naranja sutilizan: “Me gustaría ser heladero... para darte Sin Parar”. Sin que hubiera pruebas de que el sujeto de la anécdota hubiera bebido, el psicoanalista Germán García ha recogido esta perla de mingitorio: “Lo más atroz que escuché como piropo fue en una ocasión en que yo iba en un taxi y el taxista se asomó y le dijo a una chica: ‘Decime quién te coge que le chupo la pija’. Lo más increíble fue el ofrecerle a la mujer como exaltación el sacrificio de su virilidad”.
Ezequiel Martínez Estrada en su libro La cabeza de Goliat, al observar esas multitudes de ambos sexos que andan por las calles de Buenos Aires, se preguntaba si no había un problema del sexo entre los argentinos. Una especie de ambivalencia hacia el deseo que a menudo lo convierte en odio. Ya lo dijo Viñas: lo fundante en la literatura nacional es la violación. En El matadero de Echeverría es un intento y una amenaza que constituyen el sustento del relato. El sexo aparece bajo la forma de una violación fingida en la “Emma Zunz” de Borges y, entre Olivera y la Maga de la Rayuela de Cortázar, el encuentro sexual apela a las palabras “vejación”, “uso” “aniquilación”.
Hoy hay piropos en las calles de Buenos Aires que más bien parecen eyaculaciones verbales. En ese sentido el piropo, cuando inventa “asesina”, “ladrona”, “matadora”, al menos sublima con la ironía.
Groserías aparte –las del piropo/ agravio, que harían reír al gran cochino Francois de Rabelais por su pobreza de ingenio– habría que coincidir con Oscar Steimberg en su calificación del piropo como uno de los géneros del repentismo: “Después de todo el arte del piropeador es parecido al arte del payador, del improvisador. Porque el tipo se luce en ese piropo de perfil, dirigido a la audiencia, por la originalidad, la rapidez, la espontaneidad y la calidad del texto”. Lo cierto es que los verdaderos artistas del piropo son los que aprovechan la casualidad para la ocurrencia. Como aquel viejo borracho que, recostado en una columna de la Recova del Once y mientras escuchaba vocear al diariero la noticia de la muerte de Marilyn Monroe, miró las curvas de una chica que pasaba y se preguntó: “¿Quién dijo que murió la bomba norteamericana?”.