Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Stira
 

Para los habitantes de varios barrios del conurbano tener un arma en casa es una estrategia cuando
perciben que ninguna institución parece hacerse cargo de su seguridad.
Pero en esos mismos barrios hay quienes están en desacuerdo con esa solución
que contribuye a la escalada de violencia: un arma en la casa engendra nuevos peligros.
Muchas mujeres que están ideando otras medidas de protección que
dependen, fundamentalmente, de la solidaridad.

María Ester aprieta los brazos en torno de su cuerpo. Los ojos se mueven en todas las direcciones como canicas en un plato de loza. Controla cada uno de los vidrios espejados que la protegen de otras miradas y le permiten vigilar a cualquiera que se acerque. Hace menos de una semana estaba cómoda en su refugio, cocinaba un guiso de lentejas mientras atendía, cuando era necesario, el local de venta de vidrios que alojó con su marido en el garaje del pequeño chalet en el barrio Los Hornos de La Plata. Vio al hombre que llegó a robarle unas pocas cosas aun antes de que entrara al local. Lo vio y no pudo hacer nada por evitar el saqueo de unas cuantas herramientas y algunos pesos. Sólo atinó a encerrarse en la casa clausurando la puerta que la comunica con la vidriería. Con el telón de fondo de cristales que se quiebran al paso de quien buscaba algo para llevarse pudo llamar a la policía. El ladrón fue detenido más tarde cuando intentaba vender las herramientas por el mismo barrio. Dice María Ester que a las dos horas lo liberaron y que ella descargó su impotencia en la comisaría del barrio. “Qué quiere que le diga, señora, lo mejor que puede hacer es comprarse un arma y la próxima vez disparar en cuanto vea algo sospechoso”, le dijo el comisario frente al desconcierto de esta mujer que del brazo de su marido escuchó el resto de las instrucciones del policía. “Lo mejor es una escopeta, algo que haga mucho ruido. Y póngale cartuchos de sal gruesa que lastiman y no dejan huellas”.
La escopeta rusa calibre 12 ahora descansa tras un ropero de la casa de vidrios espejados. María Ester la usó una vez, para probarla. El disparo la hizo retroceder unos cuantos pasos y ahora el miedo es doble. “No la quiero ni tocar, si me la apoyo en el hombro me puede lastimar la cara y durante unos días no sabíamos dónde ponerla. Tengo un hijo de seis años que cree que es muy fácil usarla y no la puedo dejar a mano. Si la ponía en algún lugar alto, soñaba con que se caía encima de él y se disparaba, si la ponía en la cocina la podía encontrar, resolví dejarla detrás del placard donde llega mi brazo pero no el suyo. Si la escondo demasiado tampoco tiene sentido haberla comprado”.
En Los Hornos son muchos los que decidieron incorporar en sus casas estos artefactos de fuego. A cincuenta metros de la vidriería de María Ester, el almacenero atiende con un revólver encajado en la cintura. Sólo así este hombre que no quiere dar más datos se siente seguro. Ya lo asaltaron más de una vez, igual que al carnicero de la esquina y que a la señora que a mitad de cuadra perdió todo lo que tenía en su casa junto con los dos perros de la familia, un objetivo que, según los vecinos, comenzó a volverse tentador para los ladrones. En este barrio no hay seguridad privada, ni tampoco hubo propuestas como la del intendente de Escobar, Luis Patti, que el 20 de julio propuso hacer piquetes de vecinos armados para enfrentar a la delincuencia. Aquí la propuesta de cierta justicia por mano propia viene de la misma policía, tal vez envalentonada por el discurso oficial –del Estado nacional, provincial y en algunos casos municipal– que promueve una carrera armamentista que no distingue entre civiles y uniformados, sino entre delincuentes y vecinos, como si se tratara de dos bandos que empiezan a tener piedra libre para transitar el camino de la violencia.
¿Qué puede hacer con un arma en la mano quien nunca antes disparó? “No sé, pero por lo menos ya no me siento impotente, porque eso es lo peor, sentir que te están sacando todo y que no podés hacer nada. Y que encima la policía te tira el fardo como si a ellos no los hubieran entrenado para protegernos. Pero si de algo estoy segura es que nunca más me voy a quedar de brazos cruzados mientras alguien se lleva mis cosas, aunque sea saco el caño por la ventana y disparo”, dice María Ester sin pensar que del otro lado de la ventana transitan chicos en bicicleta que vuelven de la escuela, señoras con bolsas de compras, la vida cotidiana con su ritmo ritual que apenas se modifica a pesar del miedo. Esas podrían ser sus víctimas si, como la última vez, la asaltaran al mediodía.
estrategias
Tener un arma en casa, para los vecinos de Los Hornos, es una estrategia para vencer el miedo, un fantasma que tiene la cara “del otro”, ese desconocido que se acerca y que puede ocultar eso que sucede en distintas esquinas y que converge siempre en la pantalla del televisor para alterar la sensación interna del desamparo. “Este era un barrio tranquilo –dice Juana, esposa de Miguel Angel Benítez, un carnicero que guarda junto a las cuchillas un 22 corto–, pero desde hace dos años ya no puedo pasar por la villa sin sentir pánico.” Ella no sabe si quienes asaltaron su negocio vienen de ese bolsón de pobreza que lentamente se empareja con el resto del barrio. Pero detrás de las casas de cartón y chapas de sus vecinos presiente la amenaza. “Una ve por la tele cómo los ladrones se meten en las villas y nadie los saca de ahí, entonces seguro que es un hormiguero de delincuentes”, dice Juana y vuelve a su puesto. Tiene una misión que cumplir mientras su marido atiende al público. Ella es quien hace de “campana”. “El arma la manejo yo. No quiero que nadie más la toque, si hay que matar a alguien me hago cargo, pero esto no es cosa de mujeres”, dice Miguel Angel con el gesto duro de quien está dispuesto a todo. No importa que Juana sea la más expuesta en el caso de tener que avisar que llega un sospechoso, para él “es cosa de hombres estar armado” y Juana asiente antes de volver a la puerta donde su cabeza gira todo el tiempo como si la paranoia fuera un motor que guía su cuello.
Como en el juego del gran bonete el tema de la seguridad pasa de mano en mano, de discurso en discurso hasta que, recientemente, esta bola de fuego fue depositada en manos de los civiles. Cuando Patti lanzó su bravuconada de los piquetes armados fue aplaudido por los remiseros que habían enterrado hacía horas a un compañero asesinado en una zanja. Pero ese fervor inicial fue decayendo cuando la realidad tapó las palabras. “Yo soy chofer, lo único que me falta es tener que aprender a tirar”, era la frase que más se escuchó en Escobar en la última semana de julio. Entonces la propuesta fue cambiando su tenor hacia la formación de guardias de ex policías –de parte de Patti– y la idea del secretario de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, León Arslanian, de incorporar en la seguridad pública a los 45 mil hombres que integran un virtual ejército de agentes de seguridad privada. Como los remiseros de Escobar, son pocos los civiles dispuestos a empuñar un arma para cumplir las funciones del Estado. “En todo caso me defiendo yo. Son los ladrones o nosotros, pero no me voy a poner a patrullar el barrio porque cada uno se defiende como puede”, dice el marido de María Ester retratando en pocas palabras la política del sálvese quien pueda. “Los tiempos electorales necesitan de respuestas rápidas, simplistas y que se presenten como efectivas en el corto plazo. Pensar en armar civiles, sugerir la compra de armas o darle piedra libre a la seguridad privada es una opinión poco elaborada sobre un tema que es muy complejo”, dice Andrea Pochat, integrante del programa de violencia institucional y seguridad ciudadana del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). “De esta manera se potencia cierta carrera armamentista que solamente ayuda a potenciar la violencia”, completa. Sin embargo estos latiguillos electorales con fórmulas fáciles para controlar la delincuencia no terminan de tentar a los vecinos, como quedó demostrado en Escobar. “Hay que pensar a quién está dirigido este discurso. No es a la gente común ni a la de sectores bajos o medios. La gente con recursos tiende a defenderse por mano propia, ya sea contratando a sus propios custodios o teniendo armas en la casa”, opina Pochat. Y lo cierto es que la crónica policial enseña una ristra de “justicieros” dispuestos a defender sus bienes con armas de fuego, como fue el conocido caso del ingeniero Santos o, más recientemente, el médico Alfredo Borsella que quedó en libertad luego de perseguir a punta de pistola –y matar a uno de ellos– a los ladrones de su auto estéreo.

¿Quién quiere disparar?
Según una encuesta realizada por Ibope en noviembre de 1997 para el CELS la opción más descalificada para prevenir hechos de violencia o delictivos es la portación de armas: un 83 por ciento de los encuestados se manifestaron en contra de esta posibilidad. Un porcentaje que crece entre las mujeres al 88,1 por ciento. Las consultadas tampoco creen en la efectividad de la seguridad privada, un 39,1 por ciento de ellas consideró que esta política era poco efectiva. Elena, una mujer de 55 años que hace poco más de cinco se mudó a Escobar, es un caso que puede servir de muestra. “Paso muchos fines de semana sola porque mi marido trabaja. El insiste en que tenga un arma en casa como si me fuera a proteger frente a su ausencia, pero ¿qué voy a hacer con un revólver? Lo más seguro es que se me vuelva en contra, o que me lo roben y lo único que haría es darle armas al enemigo.”

Elena integra la sociedad de fomento del barrio La Bota, un grupo de casaquintas que en agosto del año pasado fue el escenario de un robo que dejó como víctima a un hombre que no volverá a caminar después de que las balas perforaran su columna. Entonces la sociedad de fomento se presentó a la Justicia para pedir que los autorizaran para circular armados. “Todavía no nos contestaron, el recurso está en cámara y esperamos que no nos digan que sí porque eso sería tomar responsabilidades del Estado. Fue una forma de llamar la atención, aunque es cierto que nuestros maridos creen que un arma de fuego podría protegernos cuando no están. Pero ni ellos ni las balas pueden hacerlo”, dice Marta, que igual que su vecina pide reserva de su apellido. Estas mujeres tienen sus propias estrategias para defenderse y todas dependen de la solidaridad. “Hacemos cadenas telefónicas por las noches, nos avisamos cuando vemos algún portón abierto o prendemos las luces del parque al mismo tiempo para que nadie se sienta protegido por la oscuridad”. Cuando las mujeres del barrio deciden hacer alguna salida, no van en piquetes armados pero siempre en grupo y a nadie se le ocurre llegar sin compañía a la puerta de la casa. “Las armas hacen cobardes”, dice la mamá de Marta que matea en la cocina, tan convencida como su hija de que un arma en la casa es más causa de problemas que de otra cosa. “En un momento tuvimos un revólver, pero para mí era una pesadilla pensar que los chicos lo podían encontrar, manipular, tener accidentes. Al final estaba tan escondido que si lo tenía que usar no iba a hacer a tiempo a agarrarlo”, el miedo de Marta terminó cuando asaltaron su casa y entre los electrodomésticos robados se llevaron también el revólver.

Entre el coraje y la desesperación
Aunque a simple vista parece una idea masculina pensar en las armas como un escudo protector –sobre todo cuando no hay hombres cerca–, muchas mujeres se acercaron a ellas cuando se encontraron solas. Es el caso de María del Carmen Fernández, una viuda de 73 años que lleva el revólver en el bolsillo de su jogging, oculto bajo el grueso saco de lana, su “uniforme” de invierno. El revólver fue una herencia de su marido y le sirvió para repeler el segundo asalto al kiosquito que instaló en el frente de su casa en un barrio industrial de Salto, a 180 km de la Capital. Cuando la policía le secuestró su arma luego de que la disparara sobre el ladrón –“a los pies, porque no quería matarlo”– ella dijo muy segura: “No me importa porque me compro otro y listo”. Sabe que no es tan difícil ese trámite, basta desembolsar los 200 pesos que, como mínimo, cuesta un arma si se la compra en el circuito legal. Para la licencia basta no tener antecedentes policiales, ni siquiera es necesario saber usarla.
“Yo entiendo que mi señora les tenga miedo a las armas, de hecho después de la segunda vez que nos la robaron no volví a insistir en comprarla”, dice el consejal del PJ Luis Landau, actual candidato a intendente en Escobar. “Pero cuando uno no está en casa se quiere quedar tranquilo. Por eso cuando decidimos comprar la primera pistola lo primero que hice es enseñarles a tirar a mi mujer y a mis dos hijos”. Dos varones que entonces tenían 9 y 7 años y apenas podían sostener la culata sin que les temblara el pulso. “Me parece útil que se familiaricen con el uso. Escobar es un distrito tranquilo pero a la noche es costumbre que se escuchen cadenas de tiros para ahuyentar a los merodeadores que llegan desde otros barrios. Un par de disparos al aire y después te tienen más respeto”. A Landau, en plena campaña electoral, no le tiembla la voz cuando confiesa que hasta hace poco se reunía con amigos en un restorán de la Panamericana en el que todos dejaban el arma sobre la mesa. “Cuando los tiempos son duros uno tiene que endurecerse el doble”, dice y se alinea con las declaraciones de Carlos Ruckauf que como digno cazador de esos votos que guía el miedo aseguró el martes pasado que “hay que meterles bala a los ladrones, combatirlos sin piedad”.
Elvira Bella es otra mujer que se acercó a las armas de fuego luego de quedar viuda. Pero no lo hizo para defenderse sino como una práctica deportiva que la consagró campeona argentina de tiro en la categoría fusil militar, aunque los premios que cosechó tuvo que reclamarlos ante la Justicia ya que por ser la única mujer no se la consideró apta para recibirlos. “Son los hombres los que creen que las armas les pertenecen, tal vez porque son educados en la violencia. Pero lo cierto es que para mí son sólo un vehículo para el deporte, para la concentración, tirar es casi una actividad espiritual, tanto que me asaltaron 12 veces y nunca se me ocurrió usar un arma en contra de otra persona.”
Lo cierto es que cada vez que un civil empuña un arma para defenderse de un asalto los medios lo coronan con apelativos tales como justiciero o “abuela coraje” –como en el caso de María del Carmen Fernández– y el discurso de los políticos se prende de la cola de esas excepciones para proponer una sociedad militarizada. “Es que aunque seamos muchos los sensatos hay también muchos que creen que la violencia puede reprimir a la violencia, hay un imaginario que piensa que el sistema penal y represivo soluciona el tema de la delincuencia pero es obvio que éste es un problema social e incluso es posible pensar que frente a la brutalidad de la desocupación y a la posibilidad actual de comparar la propia miseria con la situación de quienes ostentan sus recursos, los asaltos funcionan como hipótesis de resistencia de los más desposeídos”, dice Juan Pegoraro. Sin embargo, para muchos, cierta ostentación es necesaria para protegerse: “Es cierto que cada vez nos separamos más quienes podemos pagar buenos colegios, buenas prepagas de salud y buena seguridad. Pero la única manera de protegernos es que se den cuenta de que éste es nuestro barrio –dice Elena mientras comparte el té de las cinco con su vecina del barrio La Bota–. Cuando nos pusieron un asentamiento acá cerca lo primero que hicimos es cerrar el contorno con cerco olímpico y poner tranqueras en las veredas”. Aislarse parece ser la consigna, algo que María Elena también entendió en el humilde barrio de Los Hornos. Aun cuando siente que la presencia de la escopeta tras el placard donde la ubicó puede ofrecerle una manera de resistir el despojo, la única forma “de estar tranquila es vivir encerrada, no quiero que me obliguen a disparar, para eso tiene que estar la policía, no para darnos instrucciones sobre cómo cargar las balas con sal para que no queden pruebas”, dice, por la ventana, antes de volver rápidamente a su encierro. Y a su miedol