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Por moira soto

El rey mago del suspenso que tantos y tan perfectos regalos nos dejó al convertir cada visión y revisión de casi todas sus películas en una fiesta apasionantemente entretenida, siempre tuvo ideas muy claras sobre el tipo de mujer que lo hacía soñar, en el cine y en la vida. Un perfil aristocrático, de sugestiva reserva que en poco se asemejaba al de Alma Reville, la esposa-madre-secretaria-guionista-cocinera que acompañó pacientemente, silenciosamente, al director hasta su muerte, a comienzos de los 80.
En las buenas y en las malas, en el emprendimiento de arduos regímenes para adelgazar y en los reiterados metejones de Hitchcock –alguno tan conflictivo como el que vivió al chiflarse por Tippi Hedren– con sus actrices, Alma estuvo siempre allí. Y Alfred le rindió sincero tributo en marzo de 1979, su última aparición pública con motivo de la cena que el American Film Institute le ofreció al entregarle el Premio a Toda una Vida. En un momento de su discurso, el genial director pidió permiso para citar a cuatro personas “a las que debo el más profundo cariño, inteligencia y aliento, además de una colaboración constante”. Y las enumeró así: “La primera, la montajista de mis films; la segunda, la guionista; la tercera, la madre de mi hija Pat, y la cuarta, la cocinera que ha realizado los más maravillosos milagros en la cocina doméstica... Sus nombres son: Alma Reville”. Alfred Hitchcock asimismo reconoció esa noche que “si la hermosa señorita Reville no hubiese aceptado, hace 53 años, un contrato para toda la vida –sin opciones– como Madame Alfred Hitchcock, Monsieur Alfred Hitchcock quizás estaría esta noche aquí, pero no en esta tribuna sino como uno de los camareros de la sala. Comparto mi premio con ella como lo he hecho con mi vida”.
En esa comida, A.H. pudo haber nombrado también a otras mujeres de peso en su vida artística: la guionista Joan Harrison, la diseñadora de vestuario Edith Head, y ya en el terreno de los afectos, su hija –también colaboradora y actriz ocasional– Pat. Mujeres que pertenecían a su universo cotidiano y laboral y que cumplían sus deseos y le solucionaban problemas. En otra dimensión estaban las chicas divinas, elegantes y distinguidas que daban de comer a sus fantasías y a las que intentó –y casi siempre logró– dar forma y estilo en la pantalla.
Fuego en la nevera
Ya en los años 30, Alfred Hitchcock afirmaba que las muchachas más fascinantes “no exhiben todo su atractivo sexual de entrada, sus atributos no resultan tan evidentes apenas uno las mira. Me gustan las mujeres que guardan cierta reserva para mantener la intriga a su alrededor... En la pantalla, si un hombre se les acerca, el público tiene que dudar sobre si ellas se quieren escapar o bien empezar a desvestirse...”. Años después, habló así de Tippi Hedren, a la que descubrió en un aviso e hizo debutar como actriz en Los pájaros: “Me agrada decir que ella no es el tipo de rubia espectacular que hace flamear su sexo. Para mí, es importante distinguir entre la rubia exuberante y espectacular, y la dama rubia con un toque de elegancia cuyo sexo tiene que ser descubierto. Por ejemplo, Grace Kelly en A la hora señalada estaba insignificante, pero en La llamada fatal (film también conocido como Crimen perfecto) floreció para mí de manera espléndida, porque esa elegancia ya estaba en ella. Una mujer naturalmente elegante nunca dejará de sorprendernos”.
Sin duda, las rubias más (elegantemente) glamorosas de Hitchcock salieron de Hollywood y pertenecen a determinada época: Ingrid Bergman (Cuéntame tu vida, 1945; Tuyo es mi corazón, 1946; Bajo el signo de Capricornio, 1946); Grace Kelly (La llamada fatal, 1953; La ventana indiscreta, 1954; Para atrapar al ladrón, 1955), Eva Marie Saint (Intriga internacional, 1959), Tippi Hedren (Los pájaros, 1963; Marnie, 1964). Casos más atípicos estarían representados por Anne Baxter (la casada enamorada del cura en Mi secreto me condena, 1952), Doris Day (En manos del destino, 1956) o Vera Miles (El hombre equivocado, 1957; Psicosis, 1960), especialmente destinada a ser la Madeleine-Judy de Vértigo (1958). Pero “traicionó” a Hitch embarazándose (de otro hombre), y debió ser reemplazada por Kim Novak, cuyo rotundo impacto carnal tuvo que ser neutralizado en la primera parte, cuando encarna el sueño inalcanzable del protagonista (y obviamente del cineasta).
En cuanto a Janet Leigh, descosida a cuchilladas en el asesinato más famoso y citado de la historia del cine, según el propio Hitchcock le comentó a François Truffaut, encarna a una chica común, burguesa. De todos modos, la relativamente sofisticada Leigh es la única rubia de Hitchcock que aparece en corpiño (un amplio corpiño que cubre por completo las supertetas de la actriz, un tercio de las cuales fueron heredadas por su hija Jamie Lee Curtis), quizá porque exhibe sus costumbres sexuales –acostarse con el amante a la hora del almuerzo– desde la primera escena.
Vistas con ojos actuales, ninguna de estas mujeres (salvo Marnie, la traumatizada que en realidad sufre de fobia a la intimidad sexual) parece tan gélida como lo señala el lugar común al referirse a los personajes femeninos de Hitchcock. El mismo realizador estaba lejos de buscar esa presunta frialdad: a Ann Todd (Agonía de amor) la tildó de “demasiado helada”. Y cuando todavía estaba en pie el proyecto de dirigir en Hollywood un film sobre el Titanic, le respondió burlonamente a una pregunta del productor: “Oh, sí, he tenido experiencias con icebergs. No olvide que dirigí a Madeleine Carroll...”
Clase activa
Este agosto es el mes más feliz para la legión de admiradores de Alfred Hitchcock en el planeta porque se celebra el centenario de su nacimiento. Ciclos, reediciones en video, ediciones y reediciones de libros, homenajes diversos (el más importante tiene lugar en el MoMA de Nueva York) a los que localmente se suma el Museo de Bellas Artes (en el Cine de los Viernes, a las 18.30, se ofrecen distintos largometrajes) y el Museo de Arte Moderno (con una maratón el domingo 15, de 14 a 20, que incluye series de TV, películas y una charla de Graciela Taquini).
Por su lado, la señal de cable USA anuncia los días 13 a partir de agosto –fecha del nacimiento del maestro– y hasta fin de año, una antología imperdible. Este mes –luego de cuatro capítulos de Alfred Hitchcock Presenta de 19 a 21– se verá un doble programa descacharrante: Psicosis y Vértigo, más un reportaje a Janet Leigh; en setiembre, el nivel se mantiene altísimo con Los pájaros y Marnie, más una entrevista a Tippi Hedren, siempre en el mismo horario; octubre llega con La cortina rasgada y En manos del destino (retitulada El hombre que sabía demasiado); en noviembre se proyectará La soga (estrenada aquí como Festín diabólico) y La sombra de una duda. Y el 13 de diciembre, en esplendente gran finale, La ventana indiscreta y Para atrapar al ladrón, dos muestras del toque de clase que A.H. adoraba en Grace Kelly.
Tendrán ustedes entonces ocasiones más que propicias para el puro deleite, y también para comprobar que las heroínas de Hitchcock no eran ni glaciales ni pasivas: en general, estas damas no necesitan del héroe para justificar su existencia en el relato. Y en muchos casos llevan adelante la acción, modifican una situación dada. Ellas, las rubias esbeltas y airosas, no se convertirán jamás en amas de casa tradicionales, darán los besos más largos y acrobáticos y conducirán sus vidas con la misma soltura que en tantas oportunidades los volantes de sus cochesl