Los mozos de antes no usaban minifalda En los bares de Buenos Aires los antiguos mozos de saco blanco que confraternizaban con los parroquianos han sido reemplazados por chicas a las que se les exige, como uniforme, la inevitable minifalda. Ellas deben sobrellevar las bandejas cargadas de platos y botellas sobre los tacos altos o las plataformas. Entretelones de un oficio en el que una de las virtudes es saber esquivar los lances. Por Luciana Pecker Instrucciones para pedir un cortado: cerrar el puño dejando extendidos sólo los dedos índice y pulgar, formando entre ambos un juego de paralelas. Luego levantar el brazo. Instrucciones para servirlo: el asunto es más complejo de lo que parece. Y con el asunto lidian miles de señoritas –incalculadas por la costumbre del trabajo en negro– desde que las mozas, con a y preferentemente tacones y minifalda, se convirtieron en un boom que llegó para quedarse. El equilibrio entre fuerza y destreza para campear con las bandejas, el arte de ganarse la propina y los devenires de la atención personalizada, mesa por mesa, son parte de un terreno que, ahora, también es femenino. Para suerte y desgracia. “A los hombres les gustan las mujeres mozas porque creen que ése es nuestro rol, el de servirlos”. Carla Castelaso tiene 25 años, estudia antropología y no puede evitar una mueca de rabia cuando habla del aggiornado oficio de la camarera. “Trabajaba en un lugar (una panadería- café) de Villa Crespo– donde, para poder comer una medialuna, me la tenía que robar”, desnuda. “Me divierte el contacto con la gente, ser camarera no es como estar en una oficina, es un trabajo superlibre”, se jacta, en cambio, Paula Steizel, 27 años, tres de moza, siete meses gambeteando las mesas del Henry J. Beans, de Recoleta. Entre otras atrocidades urbanas (la impúdica horripilancia de los postes del cable desplegada en cada callecita, las plazas con rejas), los 90 introdujeron una nueva categoría arquitectónico-gastronómica: el Pizza Café, donde todo es más light y, por lo tanto, no son necesarios los mozos con el delantal a medio blanquear sino las señoritas bien minifaldeadas y sonrientes. “La mezcla perfecta entre la mujer objeto y el ama de casa servil”, diagnostica Carla. “Las mujeres, antes que mozas, son un elemento decorativo y, si tienen buenas piernas, van a trabajar aunque no sepan cómo llevar la bandeja”, dice Eduardo, dueño de una pizzería de Boedo. Dame charla Gioioia Sacomani nació en Argentina, se fue a vivir a México después de conocer a su futuro marido en un viaje de turismo. Instalada en el Distrito Federal trabajó en un restaurante argentino y volvió al país con su novio, quien proyecta vender tacos y guacamole en Buenos Aires. Todo un feedback azteco-porteño. “En México son muy babosos. Cada vez que servías algo te tenías que quedar 15 minutos hablando, diez minutos de Gardel y cinco de Perón. Eso no lo hacen con los chicos. Un mozo sirve la comida, otro la bebida y después la moza va y da charla”. El sueldo de Gioioia era de 28 dólares por semana más cinco por día de propina. “No podíamos comer la comida de los clientes. Para nosotras sólo había albóndigas con arroz, sentadas en la cocina, arriba de los tachos de basura”, describe. ¿Mal globalizado, consuelo de tontos? Entre siete y nueve horas cada sábado y domingo, más algunos días de la semana es el tiempo que Malena, de 23 años, deja en el restaurante mexicano donde trabaja. “Estoy harta, quiero conseguir otra cosa ya”, se queja y retruca: “Tenemos que ir dos horas antes para limpiar, cuando llega la hora de atender estoy fusilada”. En un restaurante porteño más o menos bueno –promedio–, una moza gana 15 pesos por noche más los 45 o 50 pesos que se lleva de propina. Como en cualquier lugar donde la cantidad de empleados supera el número dos, las mozas también tienen sus internas. Bárbara se pasó las noches de 1993 poniéndose la túnica de odalisca para ir a trabajar a un restaurante árabe de Buenos Aires donde, según recuerda, “Menem iba seguido. El sueldo era de 400 pesos más las propinas, que yo me las escondía en el corpiño porque nos obligaban a compartir lo que nos dejaban en la mesa con las cajeras, que ganaban más que nosotras. Salía del restaurante con las tetas frías de tanta monedita”. La industria, como la naturaleza, es sabia y no pierde el tiempo: con el boom de las mozas para darle un touch decontracté al más palurdo de los barsuchos nacieron los institutos que enseñan el arte de ser camarero. El Instituto Argentino de Gastronomía tiene la gentileza de otorgarles el título de Comis de Salón (mozo, en criollo) a quienes después de cuatro meses de clases hayan aprobado los exámenes de Coctelería, Técnicas de salón, Inglés (para mozos de hotel) y la imprescindible Relaciones Humanas, además de estar al día con la cuota: 110 pesos por el curso completo. “De acá salen sabiendo cómo distinguir una mesa de restaurante de una mesa de hotel”, explica la gentil voz que da los informes por teléfono. Lances a la carta “Un día me tocó un tipo bastante maleducado. Yo a ese grasa no lo atiendo más, le dije al encargado. Me había tratado mal porque me reprochaba que yo le había servido mucho vino y lo había invitado con una copa gentileza de la casa”, cuenta Greta Lapistoy, 22 años y jefa de camareras de Filo, una pizzería –moderna– del Bajo. Ella cumplió con su palabra: no lo atendió más. Pero se casó y tuvo una hija con él. En Filo los manteles son amarillos con lunares negros, aunque también los hay negros con lunares amarillos. Depende. Rodolfo, el cliente en cuestión, resultó ser amigo de una compañera de Greta. La invitó a salir. Rodolfo y Greta hoy tienen una beba de un año. “Por lo menos no volvió a maltratar a ninguna moza”, ironiza ella. El sueldo básico de Filo es de 367 pesos, sin embargo con los adicionales se puede duplicar esa cifra, dice Greta quien, después de dos años de atender las atiborradas mesas de Filo, conoce las vueltas del oficio. “Una mesa bien atendida no es casualidad. Por ejemplo, el tenedor siempre se pone a la izquierda y la bebida se sirve por la derecha para no cruzar la mano a la persona que está comiendo. Otro secreto es saber cuál es tu lugar. A veces te convertís en la cómplice de un cliente que viene un día con su esposa y, después, con otra mujer en plan más que obvio”, revela. “El otro día me pidieron guacamoles y les tocó un pedazo de chile. ‘Tienen que poner que esto es explosivo’, se quejaron los tipos. No entiendo, van a un restaurante mexicano y se enojan porque la comida es picante”, se indigna Malena. Otra tarea delicada es la atención de famosos. Y, en esto, no hay magia. “Algunos dejan buenas propinas y otros consideran que la propina es compartir un rato con ellos. Un día tuve que atender a David Copperfield, que me terminó dando su tarjeta para que lo llame si algún día visito Estados Unidos y me dio entradas para verlo en el teatro en las primeras filas”, sigue Malena. El estado civil del cliente –o al menos el estado en el momento de sentarse a comer– también es una variante que influye en el mercado de las propinas. ¿Las razones de las subas y bajas en la bolsa de las mesas? “Si los hombres vienen solos, te dejan más propina que si vienen con una mujer. Incluso hay señoras que cuando el marido se da vuelta para irse, se llevan el dinero que el tipo acaba de dejar”, comenta Greta. Y los piropos pueden tomar distinto color y forma. Sin límite. Por ejemplo, un ingeniero agrónomo quiso seducir a Greta con un cajón de alcauciles. No lo consiguió. Instrucciones para pedir la cuenta: cerrar los dedos índice, pulgar y mayor, y agitarlos con el brazo extendido, como quien hace su firma en el aire. Instrucciones para llevar la cuenta a la mesa siendo moza: buscarla en la caja sin atender a las insinuaciones del encargado que la maneja, bajarse la mini, abrocharse un botón más de la camisa, acomodarse el pelo, caminar hacia la mesa, no hacer mucho ruido con los tacos, volver a bajarse la mini y evitar decirle al señor que terminó su plato y ahora se la come con los ojos: ¿desea algo más? Barwoman Gabriela Montanari tiene 25 años y un currículum como camarera de barcitos marplatenses, su ciudad natal. Pero ella accedió –por derecho propio– a una escala superior del oficio de moza. Ahora es barman. Una especialidad que como su nombre lo indica hasta ahora sólo ejercían los varones. Estar detrás de la barra y despachar tragos a clientes sedientos (no precisamente de agua mineral) no es para cualquiera. Gabriela tiene su estrategia para impedir abusos: “Nunca falta el que se te tira un lance. Pero depende de la actitud que tenés, si vos no sos zarpada con la gente, la gente no es zarpada con vos”, alega y cuenta que el mejor equilibrio es tener una posición distante sin llegar a ser antipática. Ahora, Gabriela trabaja en Pan y vino, en el nuevo complejo de cines de la Recoleta. Aunque también ofrece sus servicios particulares de coctelería en fiestas y eventos. Sus méritos dependen de saber hacer buenas combinaciones. Y su trabajo también: un poquito de diversión, otro de creatividad y otro de esfuerzo. “La gente cree que trabajar en la barra es fabuloso y no es cierto –relativiza–. Es divertido el contacto con la gente e inventar tragos, pero tiene una parte fea que no se ve, como cargar botellas, limpiar y hacer el stock”. Todo un batido.
|