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mujeres

Según datos del Indec conocidos recientemente, en medio millón de hogares del área metropolitana hay mujeres al frente. De cada diez, cinco son pobres y una es indigente. Los números no alcanzan a dar una idea del frenesí cotidiano en el que están inmersas ellas, desprovistas no sólo de un cónyuge sino también y sobre todo de políticas que contemplen sus necesidades concretas.
Aquí van cuatro historias.

Por Marta Dillon

Yo, jefa? No me haga reír, si apenas soy una empleada que lava y cocina, igual que cuando trabajaba para afuera.” Ramona no puede asumirse como la autoridad de la casa –una pieza, en una casa tomada–, le parece un chiste que alguien le diga que estar sola frente al mundo le otorga un título: Jefa. Sin embargo es así, Ramona, como casi la mitad de las 500 mil familias que tienen al frente a una mujer, es la que se las “rebusca” para llevar adelante su prole, la que recorre los centros informales de asistencia –parroquias, escuelas, comedores– para poner algo en la mesa familiar, para buscar abrigo, cuadernos, en fin, para seguir viviendo. Una de cada cuatro mujeres jefas de familia vive en la indigencia, dicen las estadísticas del Indec y del Banco Mundial que se conocieron esta semana, y Ramona es esa una, la cara de una historia que sirve para que los números hablen a través de su voz. Desde hace diez años su situación no hace más que empeorar. “Antes –dice, por ejemplo– me daban los cuadernos en la escuela, ahora son tantos los chicos que piden que no alcanzan.” Y es que a pesar de las interminables discusiones sobre los índices de pobreza son los mismos datos oficiales los que golpean como un puño en la cara. El impacto de la recesión en el último año sumó, sólo en Capital Federal y el conurbano bonaerense, 350 mil personas a las filas de los pobres y más de 278 mil se cuentan ahora entre los indigentes, esas familias que no llegan a cubrir con sus ingresos ni siquiera los 160 pesos que exige una canasta familiar mínima. Y estos datos generales agudizan su curva de opresión cuando se habla de mujeres que tienen a cargo mantener a sus familias. Mujeres que están insertas en todas las clases sociales pero que, con los matices que pinta el hambre en algunos casos, comparten problemas similares: ¿Qué hacer con los chicos cuando hay que salir a trabajar? ¿Quién se hace cargo de ese ciclo implacable de lo cotidiano? ¿Cómo convencer a un mercado laboral precarizado de que las mujeres no se van a ausentar el doble que un hombre, ya sea por las enfermedades de los chicos o por posibles embarazos?, ¿cómo capacitarse cuando la urgencia pide alguna salida alternativa y rápida? Estas preguntas que no siempre encuentran respuestas en las escasas políticas públicas que tienen en cuenta a estas mujeres las obligan a crear estrategias de supervivencia y que en muchos casos combinan las tareas domésticas con el trabajo remunerado y la solidaridad entre ellas como el único salvavidas a mano. Porque a pesar de que en los últimos cincuenta años las relaciones entre los géneros hayan cambiado sustancialmente, el peso de lo doméstico sigue cargándose sobre las espaldas de las mujeres y la planificación familiar aparece como una utopía a la que nunca se llega e impide a cientos de miles de mujeres –sobre todo las más pobres– decidir cuándo quieren tener hijos o no.
Ser jefa de familia casi nunca es una elección, o en todo caso es una por el mal menor. Los modelos de familia son mucho más dinámicos de lo que se enseña en los libros de texto de la escuela primaria, al punto que son muchas las maestras que decidieron saltearse la unidad que habla del “padre” para no tener que detenerse en cientos de casos particulares. Hoy en la familia tipo entran los abuelos, que con sus magras jubilaciones ya no pueden vivir solos, las empleadas domésticas sin cuya ayuda miles y miles de mujeres no podrían trabajar, los hijos mayores que no pueden irse de sus casas y, en el 60 por ciento de los casos de los hogares que sostienen mujeres solas, algún otro familiar que ayuda con su sueldo o con su presencia a llevar adelante el peso de todos los días.
Las cuatro historias que siguen les ponen cuerpo a las estadísticas, hablan de la necesidad contradictoria de estar disponible para las necesidades de los hijos y la disponibilidad full time que exige el mercado laboral, hablan del desamparo de estar sola para la toma de decisiones y de la fuerza y la creatividad que exige estar de pie y sostener una familia que se construye a pesar de los deseos propios y por fuera de esas escenas “tipo” en las que insiste la publicidad y la realidad se encarga de desarmar.

Ramona no da más
Patricia llega en bicicleta y entra en la pieza arrastrando el frío de la calle. Está feliz y no le importa tener los dedos morados después de haber estado todo el día en el puesto de diarios en el que trabaja recibiendo a veces 5, a veces 10 o 15 pesos por día –según la recaudación o el humor del patrón–. Cumple 15 en esta semana y en Cáritas le dieron un vestido blanco y largo hasta los pies que enseguida se prueba delante de sus hermanos que miran “Chiquititas” en silencio. Mamá está en la cama, se llama “Ovejero, Ramona Isabel”, y es quien organiza esta familia de siete hermanos que se acomodan en la misma pieza a pesar de que sea Patricia el principal sostén económico. “Es la única que está efectiva”, dice Ramona, sin pensar en la falta de contrato, aferrada a la certeza de esos pesos con los que inventa todos los días un menú diferente. Pato tiene dos hermanos mayores, María, de 17 –y una hija de dos años– y César, de 19, quien también tiene que alimentar a su propia familia. Ramona tiene mal de Chagas y después del último parto, hace seis meses, su salud es tan frágil como lo fue su voluntad durante 15 años de matrimonio. “El nunca se quiso casar legalmente pero los chicos están todos reconocidos. Me aguanté sus golpes por ellos”, dice y señala a la audiencia de esa telenovela infantil que los hipnotiza con problemas ajenos. Hace cuatro años le dijo basta a ese peón de taxi de quien Ramona se sentía “su valeria”, una palabra que se escapa del lenguaje carcelario y sirve para definir a los “sirvientes”. “Yo no era dueña de ir a trabajar porque volvía y me encontraba con los chicos todos magullados.” Ahora no trabaja porque los constantes desmayos que le provoca su anemia aguda no se lo permiten, un síntoma del Chagas que se hizo habitual después de la separación. “No sé si tuvo algo que ver pero cuando le dije que se fuera me quiso asfixiar con una almohada y me clavó una sevillana y después entré en caída. No sé cómo me salvaron los médicos después del parto.” Emilse, la beba, es de otra pareja; al padre del resto de sus hijos sólo lo volvió a ver una vez, cuando el mayor, César, estuvo preso y una asistente social de minoridad inició contra el hombre un juicio por alimentos. “Me ofreció pasarme 40 pesos por semana, pero no lo hizo nunca.” Ahora que está sola se siente mejor, nunca pudo compartir la responsabilidad de los hijos, le dolía que su pareja nunca les revisara los cuadernos de la escuela, que le diera lo mismo que estuvieran en la calle o no. Ramona es una mamá a la antigua, nunca deja solos a sus hijos y cada vez que tiene que hacer un trámite se lleva a Gisela, de 9, a Soledad, de 7, a Armando y a Emilse que siguen en esa escalera de cabezas azabache que la mamá peina para las fotos. “Yo hago todo en la casa, la comida, la ropa, la limpieza, ellos tienen que estudiar y se ayudan entre ellos”, dice y olvida que Pato ya dejó la escuela porque la necesidad apretaba. Ramona espera que le den la pensión por tener siete hijos, pero los trámites son tediosos y no tiene el dinero necesario para sacar las partidas de nacimiento que hay que presentar en la Anses. El subsidio que le iban a dar por estar inhabilitada para trabajar fue rechazado por PAMI, consideraron que su incapacidad sólo afectaba al 70 por ciento de sus fuerzas y para recibir el subsidio tiene que subir al 80.
“Tuve muchos hijos porque yo misma me quedé sin familia a los 9 años. Y además porque no es fácil cuidarse, una dice que los preservativos pero los tipos no son muy partidarios. Una dice pero ellos no hacen caso.” En sus 41 años estuvo embarazada más de doce veces, “perdí algunos bebés”, dice con pena y no se atreve a imaginar el futuro. Ni siquiera puede pensar en qué cosas la preocupan respecto de sus hijos. Su necesidad es cubrir el día, ir a Cáritas a buscar ropa, llevar el tupper a la escuela para que los chicos traigan la vianda para la noche y cerrar la pieza por dentro para que nadie salga después de las siete. “Qué sé yo, si están conmigo los pibes estoy más tranquila, hay tantos peligros afuera que lo único que puedo hacer es educarlos y tenerlos cortitos, mientras me dé el cuerpo.”

Agustina se arregla
“Fue una solución inmediata para un problema inmediato”, dice Agustina de su casamiento, haciendo gala de un escepticismo casi impostado en el que encuentra seguridad. “Ahora no lo volvería a hacer, no tengo espacios para compartir con otro.” El otro, otro hombre en su vida, es una amenaza para sus redondos ojos, tal vez porque está convencida que desde que se separó está más “definida, más fuerte”. Hace tres años quedó embarazada de su novio, casi no dudó en seguir adelante, ella deseaba un hijo como quien ansía llegar a algún puerto seguro. Ser madre, pensaba, era la mejor forma de empezar a crear “algo absolutamente propio”. Pero después de la primera ecografía algunos pilares de su seguridad tambalearon: no esperaba un hijo sino dos. “Entonces me sentí vulnerable, necesitaba asegurar algunas cosas para mis hijos, principalmente su manutención.” Es así como decidió casarse después de cinco meses de dudas que la llevaron al registro civil con una panza considerable. El matrimonio duró hasta que los mellizos, Marco y Fiona Castiglione, tuvieron un año y medio. “Me separé para poder seguir adelante con la estructura que me había planteado, buscaba un lugar sano para mis hijos y con mi pareja me estaba enfermando. Desde que nacieron los chicos ya no tengo paciencia para la sumisión.” Y así Agustina, a los 28, se convirtió en jefa de familia, cerrando de un portazo su vida en pareja. “Me quedé sin casa y aun no trabajaba, ésa fue la época más dura porque mi historia laboral está llena de altibajos. Estudiaba Derecho cuando quedé embarazada y en realidad no creo que sea eso lo que quería.” ¿Y qué era entonces? Todavía no tiene respuesta porque ahora debe ocuparse de las urgencias que le trae la vida cotidiana, ser la proveedora de su familia. “Mi marido es muy irregular con los alimentos, durante mucho tiempo no nos pusimos de acuerdo pero sobre todo él corta la cuota cuando ve que de alguna manera yo me las puedo arreglar porque, por ejemplo, cobro el aguinaldo.” Reanudarse en la vida laboral fue difícil, tuvo que mudarse con su madre que vive en La Plata y viajar dos horas por día para llegar a su puesto en una empresa de telemarketing que le pagaba 200 pesos fijos y el resto en comisiones. “Ese fue el peor momento, tenía que vivir con mi vieja para que me cuidara los chicos y sólo trabajaba por dignidad, para sentir que estaba haciendo algo por mí y por ellos, el dinero me lo gastaba casi todo en viáticos.”
La suerte cambió cuando consiguió trabajo como secretaria ejecutiva en el directorio de una empresa. “Busqué una vivienda, tengo una empleada que me cuidaba a mí cuando era chiquita y que ama a mis hijos como a los propios.” Ese resabio de una infancia en cuna de oro –la niñera– es la otra pata en la que apoya una estructura que a veces parece un castillo de naipes. “Al mismo tiempo estoy pensando que Fiona tiene que ir al médico, que algo le debe pasar a Marco que está tan mamero, que me tengo que hacer el brushing porque en la oficina me exigen buena presencia, que tengo que mejorar mi curriculum con cursos como el de office que hice hace poco y me obligaba a volver a casa pasadas las doce, cuando los chicos ya están dormidos. Y que en algún momento me encantaría dedicar algo de tiempo para mí, nada importante, una salida al cine, ver a alguna amiga.” La lista de las cosas por hacer es siempre eterna porque Agustina suma a ese papelito que pegó en la heladera alguna ambición más como leer o escribir, que es lo que más le gusta. “Por eso cuando alguien me pregunta algo así como `¿estás yendo al gym? pongo el grito en el cielo”, dice dejando colar su acento de Barrio Norte que hoy habita las calles de San Telmo. “Pero por favor, mi vida no es una tragedia, es que hoy me agarrás cansada, estoy agotada, a veces quiero que venga mi mamá y me cuide. Pero tengo 28 años y se supone que tengo que hacerme cargo de mi vida.”

Leonor aprendió a saltar
Por M. S. V.
“Hay vallas que te hacen saltar como si fueras un caballo de carreras y ver si llegás. Y entonces llegás al otro lado porque estás pensando siempre en tus hijos”, explica Leonor apenas llega. Acaba de salir de uno de sus empleos –trabaja en una empresa que sostiene junto con su padre, es profesora de educación física y vende telefonía móvil desde hace cinco meses– y tiene el tiempo justo antes de acudir a la cita con su abogado para iniciar una demanda por alimentos a su ex esposo. “Yo soy luchadora, pero la experiencia hace que lo hagas todavía más por las cosas que te pasan. Yo ayudaba a los padres de mi ex marido a salir adelante. En ese momento, yo trabajaba en una obra social y me habían dado una chequera que presté a mis suegros, pero, claro, estaban metidos en un embrollo, y en ese embrollo estaba metido también un camión, el auto de mi marido y el departamento en el que estábamos viviendo hacía siete años. Ahí yo pagaba las expensas, los servicios, todo lo del hogar. Pero un día vinieron de un juzgado, rompieron la puerta, y me tuve que ir a la casa de mi mamá. A mí no me habían avisado nada de todo ese problema. Y me tuve que buscar otro departamento para irme con la nena.” En ese momento, Leonor se puso una meta: “Tener un techo, algo que dejar a mis hijas –Yamila, de siete, e Ivana, de uno y medio–, porque nunca se sabe”. Tiene 38 años y una larga lista de desengaños que supo campear sin dar tiempo a las lágrimas. Mientras ella trabaja, Yamila va al colegio y su madre –”una diosa”– cuida de Ivana. En tren de alcanzar la propiedad soñada, “fui a algunos bancos, me estafaron en uno, me pedían requisitos de acá, de allá, me tardaban, tuve que volver a hacer todo”. Hace poco, accedió a uno de los créditos hipotecarios que el gobierno porteño diseñó para jefas de hogar, y pudo comprar un departamento en San Telmo, “un cuatro ambientes hermoso, porque con tal de que sea tuyo te conformás con lo que sea, pero si es linda mejor”. Pero no se trataba sólo de conseguir los fondos. En la fecha fijada para la escrituración, los agentes de la inmobiliaria no se presentaron en el banco, “pero yo conocía a la portera del edificio, y le pedí que por favor le avisara a la dueña lo que había pasado, para que me llamara. A los dos días, me llamó la dueña, fuimos a tomar un café y vino al banco conmigo para hacer el trámite. Te cuento para que veas cómo es, tenés que pelearla”. Su ex marido, cuenta, “es un desastre, no viene a ver a la nena, la plata que me pasa son migajas. Y ahora, como la nena le cuenta todo, mi papá me llevó a ver a su abogado de hace veinte años para que lleve adelante la demanda. Le hago juicio por alimentos”. A cada minuto, desempolva situaciones, anécdotas, y la salidas que halló para esos problemas sólo para que quienes oyen vean que es posible, que el mundo no se derrumba en un instante, que si ella pudo por qué otra persona no podría hacerlo. Leonor sólo quiere compartir su experiencia, y su felicidad por haber conseguido un legado para sus niñas. “Una nunca sabe las vueltas de la vida, hay que ser constante, perseverante. Persevera y triunfarás, dicen, ¿no?”

La casa grande de Graciela
El timbre de la puerta no suena. Por un momento, llega el rumor íntimo de la casa: el ring de un teléfono, pasos que se alejan y se acercan continuamente, un perro que ladra. Guadalupe franquea la entrada del departamento y allí están Graciela, su madre, y su hermano Ignacio. Ellos tres son el elenco estable de lo que definen como “la Casa Grande”, un hogar de puertas abiertas en el que se dan cita todos los que buscan ese calor que caracteriza a una familia. “No siento la necesidad de alguien que comparta peso conmigo, sencillamente porque no hay nada que pese, acá, con los chicos, hablamos todo, si hay que tomar una decisión se hace entre los tres, aunque sea una cuestión mínima. Cuidamos mucho nuestro espacio para hablar, por ejemplo, el desayuno, ése es un momento en el que nos contamos las novedades, lo que vamos a hacer durante el día, nos ponemos al tanto de en qué anda el otro. Preservamos mucho nuestro espacio familiar”, cuenta Graciela. Ella es la cabeza de esta familia desde la muerte de su esposo, siete años atrás. Ese fue el final de una larga despedida que comenzó cuando ella tenía 40 –ahora ronda los 56– y la enfermedad de su pareja la obligó a renovar el ejercicio de su profesión como abogada. Los posibles conflictos, explica, no fueron ni son económicos, sino que fueron presentándose en la vida cotidiana. Poco a poco, los tres aprendieron a construir con palabras y gestos ese espacio que defienden apasionadamente, el de las decisiones compartidas, las sobremesas largas y los diálogos. “Todo lo hablo con los chicos. Por allí, en los primeros tiempos resultaba más difícil, ellos eran más chicos, pero ahora que son grandes, tienen su vida, sus cosas –Ignacio tiene 17 y Guadalupe 24–, todo cambió, y resulta más fácil.” Esta “Casa Grande” suele albergar a Lola, una amiga de la familia también jefa de hogar y con una niña, y a una sobrina de Graciela y su hija. Se trata, ni más ni menos, que de tejer redes de solidaridad para que las nenas puedan tomar la merienda con alguien, encuentren con quién hablar a la salida del colegio y sientan que siempre hay un abrazo cerca. “Eso sí: nuestra familia siempre tuvo y tiene una presencia femenina muy fuerte. En esta casa, salvo Ignacio, somos todas mujeres, yo siempre le digo que él es el hombre de la casa, y las que vienen siempre son mujeres. No porque sea buscado, sino porque se da así”, sentencia. Guadalupe sonríe: “A tal punto que los vecinos a veces identifican nuestro departamento como ‘la casa de las mujeres’”. El ritmo, cuentan, suele ser febril, Graciela sale hacia el trabajo luego del desayuno y no regresa hasta la tarde, Ignacio va al colegio secundario, Guadalupe distribuye sus horas entre la Facultad de Abogacía y su trabajo en un tribunal. Sin embargo, afirman con orgullo, siempre hay tiempo y lugar para recibir a quien lo necesite. “Eso no es problema –avisa Guadalupe–, si estamos por comer una tarta para tres, suena el timbre y somos ocho, no importa, siempre se puede, comeremos menos pero comeremos.” Graciela asiente en silencio, la satisfacción no abandona jamás sus ojos grandes. Calla cuando su hija explica que adora tener ese ejemplo, que aprendió que es posible tener esa fortaleza y que cree haberla heredado. Calla cuando su hijo reclama suavemente porque este año todavía no se tomaron un fin de semana para compartir los tres solos. “Eso es todo, no hay ningún secreto”, dice Graciela, y mira a sus hijos.