Geishas
con memoria
Memorias
de una geisha, del norteamericano Arthur Golden, servirá a Steven
Spielberg como guión de su próxima película. Desde
hace semanas el libro es uno de los más vendidos en Estados Unidos,
provocando un geisha-boom del que se hizo eco Madonna en su nueva versión
mediática. La novela abre la puerta del mundo misterioso en el
que una casta de mujeres son educadas desde niñas para mantener
entretenidos a los hombres.
Por
Sandra Russo
Probablemente
Memorias de una geisha (Alfaguara) no provoque el ingreso de su autor,
Arthur Golden, al pabellón de los escritores de novelas célebres
ni al de los escritores célebres de novelas, pero el mérito
de este graduado en Harvard en Historia del Arte que se especializó
más tarde en Historia Japonesa en Columbia y que residió
durante varios años en Tokio no es poco. Su prosa, discreta pero
delicada, está puesta al servicio de un tema que Golden conoce
a la perfección, y lo que sedujo de la novela un best seller
inequívoco en Estados Unidos, que desató un geisha-boom
que registran las revistas femeninas, del que Madonna se hizo eco en
su nuevo vestuario, y que pronto se convertirá en el guión
de la nueva película de Steven Spielberg es que no es otra
cosa que una puerta que se abre y deja al descubierto un universo sobre
el que los occidentales saben poco, que los fascina, que parece encubrir
alguna rara clave sobre la masculinidad y la feminidad, y que está
marcado a fuego por una cultura milenaria que responde a una visión
completa del mundo.
Golden sitúa la escena el relato que hace de su propia
vida Sayuri, una geisha de Kioto instalada desde su madurez en Nueva
York en el Japón de entreguerras, y más precisamente
en el distrito de Gion, unas cuantas manzanas de Kioto desbordantes
de casas de té, en las que centenares de geishas trabajaban llevando
a cabo ese aparente no-trabajo que consistía en hacer amable
el tiempo que sus clientes pasaban con ellas.
Las geishas también tienen dinastías, pero el personaje
central de la novela nació como Chiyo, hija de pescadores pobres.
Como miles de niñas de la época, Chiyo fue comprada poco
antes de la muerte de su madre, a sus cinco años, para ser educada
en una okiya, una casa de geishas. El tránsito que hará
la pequeña Chiyo desde su Yoroido natal hasta la okiya Nitta,
de Gion, es el mismo que hace el lector: ella no sabe nada de geishas,
ignora los pasos que deberá dar para convertirse en una de esas
mujeres deslumbrantes que caminan de a dos o tres por las calles de
la ciudadela rumbo a las casas de té. No sabe los códigos
sagrados, las jerarquías irrompibles, las artes que deberá
aprender para ganar prestigio en ese mundo hipercompetitivo pero enloquecedoramente
cortés y gentil en el que nadie dice lo innecesario ni pregunta
lo que no cae de maduro.
La historia de Sayuri se irá desprendiendo del relato que hace
ella misma, ya vieja e iluminada por su buena estrella, pero al que
imprimirá los temores, las incertidumbres y los desgarros por
los que tuvo que pasar sin otra alternativa, porque una cosa quedará
clara desde el principio: las geishas no tienen otra opción que
ser quienes son. El de geisha puede ser un destino con mayor o menor
suerte, con mayor o menor disfrute, pero no es un destino que se elija.
Gei: arte
En las okiyas solía haber una geisha exitosa y consagrada y otras
de menor jerarquía, algunas criadas que las atendían y
una dueña de casa, una madre. Las criadas, si tenían posibilidades
y suerte, podían convertirse en aprendizas desde antes de los
diez años. Comenzaban a ir a una escuela de geishas, donde eran
instruidas en las artes con las que después deberían deleitar
a los hombres: la tarea que definía a las geishas estaba emparentada
mucho más con la sensualidad que con la sexualidad. De hecho,
para el sexo había prostitutas. Una geisha era contratada para
tocar el shamisen, para bailar, para alumbrar a todos con la delicadeza
de su complicadísima vestimenta y sobre todo para mantener con
ella conversaciones ágiles y achispadas que hicieran olvidar
a los hombres todas sus preocupaciones.
En la introducción de la novela, cuando el falso traductor revela
cómo fue el encuentro con Sayuri y describe su perplejidad cuando
la dama decide relatarle su vida, Golden escribe que las geishas
no tienen la obligación de hacer votos de silencio, pero su existencia
se basa en la convicción, típicamente japonesa, de que
lo que sucede durante la mañana en la oficina y lo que pasa por
la noche tras unas puertas bien cerradas son cosas muy distintas, y
han de estar separadas en compartimentos estancos. Las geishas sencillamente
no dejan constancia de su existencia. El arte de entablar una
relación distendida y a veces profunda con un hombre sin hacer
preguntas indiscretas ni internarse en el terreno fangoso de las confesiones,
o el de amenizar una fiesta con chistes y provocaciones seductoras pero
siempre elegantes, era aprendido sin palabras, transmitido de geisha
a geisha. A los hombres que cada tarde o cada noche se reunían
en los salones reservados de las casas de té no les daba lo mismo
cualquier geisha, ni cualquiera de ellas podía convertirse en
una de las más solicitadas sólo por su belleza o por su
gracia al tocar el shamisen: una geisha estúpida no tenía
éxito. La agilidad mental, el tacto para saber cuándo
cambiar de tema, cuándo ofrecer más sake o declinar el
convite, cuándo demostrar conocimientos sobre algo o cuándo
fingir la más absoluta ignorancia, ésas eran las claves.
Es preciso recordar que una geisha es ante todo una actriz, alguien
que te divierte, dice Sayuri. Había que saber canciones
de diferentes tipos, baladas populares, canciones de teatro Kabuki,
poemas musicalizados. Había que saber tocar varios instrumentos
musicales, de cuerdas y percusión. Había que ser experta
en la ceremonia del té, más parecida a un baile que a
un grupo de gente sorbiendo un líquido verde y caliente.
Los juegos grupales también eran importantes, inocentes aunque
pícaros: por ejemplo, según relata Sayuri, uno de ellos
consistía en que cada participante de una fiesta debía
contar dos historias, y los demás debían adivinar cuál
de ellas era verdadera y cuál falsa. El que perdía, se
tomaba una copa de sake. El mundo de las geishas y sus clientes constituía
una trama ligera, translúcida y refinada que velaba una escena
en la que después de todo sólo había hombres y
mujeres dispuestos a divertirse sin perder, en el camino, su modo de
ser japoneses.
El mizuage
Una
aprendiza se diferenciaba de una geisha no sólo por el esplendor
todavía no del todo revelado de sus kimonos, sino además
por su peinado. Una aprendiza era virgen, y su peinado, llamado durazno
abierto el pelo enrollado y partido al medio, sujeto en
un trozo de tela, siempre seda roja, que remitía simbólicamente
a una vagina que se ofrecía intocada. El peinado era tan rebuscado
e incómodo que la primera visita al peluquero implicaba además,
a partir de esa noche, el aprendizaje de una nueva forma de dormir,
de lado, y sobre un nuevo tipo de almohada, un takamakura que permitía
apoyar la cabeza pero dejándola inmovilizada durante toda la
noche. La virginidad de las aprendizas terminaba en el mizuage, el debut
sexual para el que, si la niña de unos catorce, quince
años era muy solicitada, los clientes hacían, como
en un remate, sus ofertas a la dueña de la okiya: toda la educación,
los alimentos, los gastos de las niñas en sus años iniciales
y los de su manutención durante su vida como geishas que
por lo demás eran muy placenteras: eran servidas por las criadas
y, de día, su ocupación consistía en visitas a
los fabricantes de pelucas o a los videntes para que les leyeran el
horóscopo eran devengados de los ingresos que ellas generaban
yendo cada tarde y cada noche de fiesta en fiesta.
Por lo demás, de una geisha consumada, no se esperaba más
que el despliegue de sus artes, que incluía sus juegos de seducción.
Estos eran enseñados, más que por las maestras de la escuela
de geishas, por la hermana mayor que algunas hermanas
pequeñas lograban tener. Eran geishas importantes que se
hermanaban con otras menores y que consideraban prometedoras. Las ponían
bajo su ala, las llevaban a todas las fiestas, les presentaban a sus
clientes, las recomendaban a las dueñas de las casas de té,
y les revelaban todos sus trucos. En una de las primeras fiestas de
Sayuri, Mameha, su hermana mayor, le enseña cómo servir
una simple taza de té haciéndole creer al hombre que tiene
delante que le permite ver una parte de su cuerpo a la que ningún
otro tiene acceso: le dice a Sayuri que, al extender el brazo para servir
el té, se suba la manga del kimono por encima del codo, de modo
que el hombre pueda ver la piel de la parte interna del antebrazo. Debes
asegurarte de que todos los hombres que se sienten a tu lado lo vean
por lo menos una vez, dice Mameha. El ejercicio duró toda
una tarde. Sayuri debía subirse la manga del kimono pero dando
la impresión de que el gesto era inconsciente, de que estaba
concentrada en el té, y antes de hacerlo debía ubicarse
en el piso a la izquierda del hombre en cuestión, para que al
servir la taza su antebrazo derecho quedara expuesto a la mirada del
cliente. La recomendación de Mameha incluía hacer todo
lo contrario si las circunstancias ponían a Sayuri en la situación
de servir una taza de té a una vieja geisha: de ninguna manera
una aprendiza joven y lozana podía mostrar su piel a una mujer
mayor, para evitar poner en evidencia lo irreversible del paso del tiempo.
El danna
Los clientes de las geishas en general eran hombres casados a los que
sus esposas no les reprochaban esa forma de diversión. Excepcionalmente,
algún soltero quedaba prendado de una de ellas y la convertía
en su mujer. Muchos las dejaban embarazadas y las obligaban a abortar,
pero otros, sin reconocer al hijo, lo protegían y jugaban un
rol parental durante toda la vida. Algunos se encariñaban con
una geisha y la contrataban noche tras noche durante meses o años.
Pero la relación más fuerte entre un hombre y una geisha
se establecía cuando él se convertía en su danna.
Ser el danna de una geisha implicaba hacerla su amante, y en cuestión
de sexo, tener su exclusividad. Pero ningún danna se oponía
ni hubiese estado bien visto hacerlo a que su geisha siguiera
cobrando por divertir a otros. Cuanto más solicitados eran los
favores sociales de su geisha, más orgulloso estaba el hombre
de ser su danna. Las tratativas para ser danna se llevaban a cabo con
la dueña de la okiya respectiva muy, muy pocas geishas
célebres lograron ser trabajadoras independientes, que
era adonde irían a parar los aportes del varón: pagaría
parte de la deuda de la geisha con su okiya, sus maquillajes, su escuela,
su médico, y le haría regalos importantes. Para celebrar
el hecho de que un hombre se convirtiera en el danna de una geisha,
se hacía una ceremonia formal. La relación solía
durar unos seis meses, que es por lo general lo que, al menos en Japón
y en esa época, duraban las grandes atracciones.