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La candidata

Dice que convertirse en una figura pśblica no la transform— en una desconocida para su propia familia, sino que le permiti— a Žsta conocerla de maneras que antes no hubieran sido posibles. En su carrera pol’tica tuvo que compartir el recinto legislativo con gente que ella quisiera ver presa como Bussi o Rico. LLeva como compa–ero de f—rmula a Melchor Posse, el hombre que alguna vez se refiri— a las Madres de Plaza de Mayo como Òviejas locasÓ y a ella misma como ÒpitucaÓ. Pero no s—lo es experta en tolerancia: se anima a decir que tiene ambici—n de poder, que sin ella no tendr’a fuerzas ni para abrir una puerta.

Por Marta Dillon

Se levanta del sillón y abre los brazos, los ojos como líneas entre el pergamino de las arrugas que la enorgullecen se afinan todavía más mientras ella se despereza. “Prejuicios, demasiados prejuicios”, dice mirando más allá de la ventana de su bunker de campaña sobre Callao, a pasos del Congreso. La última pregunta del reportaje la molestó pero en ese gesto íntimo que desarma la pose de la candidata delata cierta resignación. “Hasta hace muy poco todavía me preguntaban cómo me arreglaba con las cosas de la casa, como si no supieran, como si no hubiera millones de mujeres que trabajan en dobles y hasta triples jornadas cuando tienen alguna inquietud social. ¿Acaso a un hombre le preguntarías si tiene o no una imagen asexuada? De ellos ni siquiera interesa con cuántos gatos se acuestan. Por mi parte creo que soy suficientemente sexuada, nunca oculté las tetas ni mi condición de mujer.” Graciela Fernández Meijide, a los 68, se siente fuerte y su energía se vibra en esa habitación donde el escaso movimiento no delata la campaña que, está segura, la llevará a la gobernación de la provincia de Buenos Aires. Tan segura está que se anima a ensayar un ademán para recibir el triunfo, las manos al frente, los pulgares hacia arriba y una sonrisa que enseguida estalla en carcajadas. Le cuesta quedarse quieta, aunque está acostumbrada a posar para las fotos, el tiempo le pisa los talones y ella obedece la planilla de sus actividades con espartana disciplina, contando los casilleros ocupados hasta ese que con una sola palabra le promete alivio: descanso. Pero entonces tampoco descansará del todo. Tal vez una corta siesta que para ella es sagrada y el recorrido telefónico con el que monitorea a su familia, su marido, sus dos hijos, sus nietos. A Pablo, el que falta desde que fue detenido desaparecido en 1976, lo lleva dentro, vivo en sus recuerdos porque cree que “la gente sólo muere del todo cuando no queda nadie que la recuerde con cariño”. Y así anda esta mujer, madre y abuela, avivando la memoria de sus seres queridos sin quedarse jamás “parada en la nostalgia”, exhibiendo una coherencia que ella anuda en las generaciones anteriores –su abuelo, sus padres– y que le enseñaron a percibir el dolor ajeno y un “placer por la controversia”, que, a su modo, nunca le permitió quedarse de brazos cruzados.
Usted funda su entrada en la política en la desaparición de su hijo; sin embargo la búsqueda de justicia para esa generación ya no forma parte de su discurso.
–Ese hecho fue el que cambió absolutamente mi vida y mi actividad pública que hasta ese momento se limitaba a ser profesora. No sé si el devenir de los hechos de todos modos me hubiera llevado a la política, pero sin dudas cambió mi vida. Hacia atrás la impunidad es irreversible pero no por mi responsabilidad. Cuando tuve que actuar lo hice, junto con mi marido fuimos los únicos querellantes que llegamos hasta la Corte Suprema en el tema de la Obediencia Debida. Pero fallaron en contra, desgraciadamente. Esas son las cosas que ponen límites, hay una ley, estuvimos en contra pero esa ley existe y fue votada por un Parlamento. Por otra parte los derechos humanos son la base de mi programa, porque no se agotan en la reivindicación de las víctimas del terrorismo de Estado. Hoy no sólo es necesario que el Estado no viole la vida y la libertad de sus ciudadanos, sino también que se garantice la vivienda, el trabajo, la educación, el derecho a no ser discriminado por ser mujer, por la orientación sexual, en fin, si solamente tuviéramos que luchar contra el Estado Terrorista no tendría sentido la vida.
El hecho de que los radicales hayan propuesto aquella ley de Obediencia Debida, ¿no la condicionó al momento de integrar la Alianza?
–Una cosa son los radicales y otra una ley que fue votada en el Parlamento. No puedo vivir conflictuada y negarme, una vez que me decidí a hacerlo, a formar parte de un proceso de cambio, entre otras cosas, para que nunca más haya la tentación de un golpe de Estado. Hoy el gran desafío al que nos enfrentamos es que el Partido Justicialista acepte ser sacado del gobierno en una alternancia normal y democrática. Esta elección va a marcar una diferencia en ese sentido; por mucho que les cueste esta vez van a terminar su ciclo sin golpe de Estado, sólo porque gane otro partido. Para hacer que ese partido marque la alternancia hay que construirlo. Para construirlo hay que abrir mucho las fronteras.
Fernández Meijide amplió las fronteras de la tolerancia. En su carrera política tuvo que admitir lo que en algún momento le resultaba imposible, compartir el recinto legislativo con gente que ella quisiera ver presa, como Bussi o Rico. Ahora lleva como compañero de fórmula a Melchor Posse, el hombre que alguna vez se refirió a las Madres de Plaza de Mayo como “viejas locas” y a ella misma como “pituca”. Aunque salvando las connotaciones peyorativas de ese término, nadie podría negar que es una señora pituca, viéndola enfundada en su traje color crema, el peinado firmemente sostenido por esas dosis de spray que siempre lleva en su cartera –y que hay quien dice que comparte durante las caravanas con su compañero de fórmula– y una bijouterie de un dorado uniforme que se interrumpe en su mano derecha. Esa muñeca, igual desde hace 25 años, está rodeada por una pulsera de plata que le regaló su marido y nunca se quitó. Ahora aunque quisiera no podría hacerlo, porque la selló el tiempo y porque es un rasgo de identidad que deja ver que es su mano la que se estrecha con otra masculina en esa publicidad de campaña “somos más” que por primera vez pone a los géneros como pares en la búsqueda de votos.
–Por supuesto que siempre tengo una mayor llegada entre las mujeres, creo que de alguna manera se sienten reivindicadas por mi presencia. Y yo espero que si llego a la gobernación se abra un camino para muchas otras mujeres, porque hasta ahora no hay modelos. ¡No hay! Siempre se piensa en Alicia Moreau de Justo y en Eva Perón, pero a ninguna la dejaron gobernar, no hay antecedentes de una mujer que haya llegado a pelear un puesto ejecutivo tan importante, compitiendo por sí misma, como es mi caso. Creo que si algo marcaría que la sociedad está cambiando es que una mujer sea gobernadora de esa provincia tan importante.
¿Siente que tiene que sostener cierta lealtad hacia su género?
–Tengo lealtad y es por eso que he presentado como diputada algunos proyectos que importan sobre todo a las mujeres, como la ley de salud reproductiva, que tuvo media sanción de Diputados y sobre la que se sentaron los senadores hasta que perdió vigencia. De todas maneras en muchos hospitales de hecho se ofrecen anticonceptivos, según las necesidades de cada una e incluso según sus creencias religiosas, aunque en esos casos no se puede ofrecer más que un termómetro.
Sin embargo usted ha dicho que no quiere hablar de aborto, que también es un tema que compromete a las mujeres.
–Por respeto a las mujeres es que no voy a discutir este tema que se está usando para chicanear. Es irrespetuoso para nosotras y no voy a contribuir a que usen nuestro cuerpo como pato de boda. Es una cuestión en la que la relación entre lo íntimo y lo público debe ser tratada con mucho cuidado y en este momento creo que simplemente se está bastardeando a las mujeres.

Intimidad
“Prejuicios, prejuicios”, repite casi como un mantra que aleje de ella esos surcos que guían a los pensamientos situando lo femenino y lo masculino en los roles tradicionales. “Se supone que el hombre es duro, la mujer sentimental, que en política sólo nos tenemos que ocupar de temas sociales. Parecería que a algunos sólo les interesa sacar fotos fijas, es decir, preferirían que me hubiera quedado en la lucha social, que sea únicamente testimonial. Es razonable para quien quiere hacerlo. Pero yo tengo ambición de poder. Si quiero que algo cambie la necesito, es así la vida, la única forma de transformar las cosas es creando una fuerza de masas. Sin fuerza no podría ni siquiera abrir una puerta. Pero parece que en las mujeres no está bien vista la ambición, siempre tenemos que estar dando examen y yo he estado dispuesta a hacerlo, a veces con más alegría otras con más frustración.” Dice y se recuesta en el amplio sillón que contiene su cuerpo de más de un metro ochenta. Las manos apenas se mueven, no las necesita porque su tono es suficiente para marcar la convicción de quien atravesó las barreras de lo que se esperaba de ella, nacida con el inicio de la década del 30, en Avellaneda, donde la acusaban de “varonera” por entregarse con placer a los juegos masculinos que le proponían sus primos.
¿Es una renuncia dedicarse a la vida pública?
–¿Renuncia?, ¿a qué, a una vida apacible? ¿Quién quiere una vida tranquila? Si la hubiera buscado la tendría, aunque comprender el hecho político de la muerte de mi hijo interrumpió toda placidez posible. Pero incluso entonces podría haber optado, la dictadura nos ponía en riesgo, había miles de desaparecidos y éramos poquitos los familiares que militábamos. Nunca dudé. Cuando me decidí a entrar en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos reuní a mi familia y les dije lo que iba a hacer, les propuse que si tenían miedo podía alquilar un departamento y vivir sola. Pero no iba a dejar de hacerlo. Además, creo que somos pocos los privilegiados que podemos dedicarnos a lo que más nos gusta y yo puedo. Acepto el desafio.
¿Y qué espacio le quedó para la intimidad?
–Mi intimidad se resguarda a los ponchazos. En este momento vivo con mi marido, así que desayunamos, cenamos y dormimos juntos, cuando estoy..., si no estoy, bueno... Para mis hijos y mis nietos reservo siempre el domingo, por lo menos. A veces también los sábados porque Camilita, mi nieta de 8, juega al tenis y mi marido la lleva al club, cuando puedo voy con ellos y comemos allí. Sino, hago mis recorridas telefónicas. El otro día hablé con Camila, le pregunté por sus cosas y cuando me iba a despedir me dijo: “¡No!, tenemos que hablar, ¿cómo van tus cosas?”. Le dije que bien, pero lo que ella quería saber era cómo iban las encuestas. Yo trato de no hablarle de estas historias, de preservarla. Pero se ve que ella lo necesita.
¿Ser un personaje público no la transforma un poco en una desconocida para su familia?
–¿Por qué? Al contrario, me conocen de maneras que nunca antes me hubieran conocido y que además les abren la posibilidad de elegir sus propios afectos y afinidades. En la estrella que forman las relaciones familiares los roles van rotando –en el mejor de los casos– y así es más fácil sentir en un momento más afinidad por unos o por otros.
–¿Usted se reconoce en sus padres?
–Por supuesto, sobre todo en mi papá, por su sentido del humor, la capacidad de trabajo. En lo que tiene que ver con las relaciones sociales con ambos, porque los dos tenían profesiones reparadoras. Mi papá médico, mi mamá maestra, los dos trabajaban en Avellaneda. El dolor nunca nos asustó demasiado, papá tenía el consultorio en casa y hablábamos mucho de lo que pasaba, nos educaron como personas sensibles. Mucho del espíritu social que pude desarrollar tiene que ver con mis orígenes, esa clase media profesional inserta en un barrio.
¿El matrimonio no se resiente con el tiempo, con tanta exposición pública?
–Prejuicios, seguimos con los prejuicios. A esta altura el matrimonio es sobre todo afectos, sentimientos, cosas buenas y malas compartidas. Mucha amistad también, prever de antemano cómo va a reaccionar el otro...
¿Y la vida erótica?
–De mi privacidad no voy a hablar jamás.

Ser madre
“Soy madre”, dice Graciela en el spot que la promociona como candidata a gobernadora de la provincia, ella dice que sabe cómo cuidar a “sus pichones”. A pesar de que se queja de que los roles todavía son demasiado rígidos para hombres y mujeres, la campaña hace pie en esa condición femenina que parece irrenunciable para toda mujer.
–Pero es así, no digo que esté bien, pero como están dadas las cosas ser mujer y madre da sensibilidades diferentes, porque los roles te obligan a hacer cosas diferentes. En cualquier lugar del conurbano una mamá que recibe por el Plan Vida leche, huevos y harina por tener un hijo menor de cinco años, ¿qué hace?, ¿cocina solo para ese niño? No, con esos huevos y esa harina hace un plato para toda la familia. Eso es lo que tiene que hacer una mujer-madre. No es bueno, sería mejor que no tuvieran toda la carga sobre ellas, pero haber desarrollado esas posibilidades, esas estrategias de sobrevida es una exigencia muy fuerte que te da condiciones especiales. Si me refiero a cuestiones de mi historia, el haber sufrido la desaparición de Pablito, el haberme visto en la situación de mayor indefensión, de requerir de un Estado que no sólo no me daba respuestas sino que era el enemigo, que me expulsaba de mis derechos a mí y a mi hijo, me hizo sentir con toda su fuerza lo que es nacer sin derechos. Por eso digo que los derechos humanos no se acaban en la reivindicación del pasado, sino que se conectan con un futuro en el que las mujeres no tengan que cocinar para toda la familia con la comida de un solo chico.
¿No teme que la tarea que emprendió la haga envejecer más rápido?
–Hasta ahora solo me rejuveneció. Cuando terminé con la Conadep tenía 20 años más que ahora, pero me repuse, aunque nunca más pude leer el Nunca Más. Acepto la vejez y la muerte como parte de la vida. Y me rebelo también, como cualquiera. Todavía me sorprendo cuando veo en la calle a alguien parecido a mi hijo. No temo envejecer, no me voy a operar mis famosas ojeras, alguien tiene que envejecer en este país y yo estoy dispuesta a poner el cuerpo.