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Boquitas pintadas y no

El beso es tan signo de humanidad como el dedo gordo que nos diferencia de los monos. Cuando Hollywood lo largó en serie y con variaciones se debía tanto al interés por exaltar al público como a la censura: él aparecía en lugar de todo lo demás. Admitido hasta en varones de pelo en pecho, su socialización en forma de piquito le ha quitado su alto voltaje de ayer.

Por Maria Moreno

Qué escándalo! Las señoras se echaron para atrás en sus butacas pretendiendo cerrar los ojos y algunas, para que no quedara duda de su impresión, escupieron en su pañuelito de mano. En la pantalla y al ritmo sincopado del cine mudo May Irving y John C. Rices se acababan de dar un beso. Era un beso breve, dado con los labios apretados como si estuvieran alrededor de una bombilla y luego los protagonistas se separaban tan bruscamente que parecía que uno de ellos tenía una enfermedad contagiosa. Era en 1896. Y durante el Primer Congreso Feminista Argentino de 1910 se lo trató como tal –un transportador de gérmenes– sin dejar fuera de toda sospecha a la argumentación científica de encubrir un profundo moralismo. La doctora Alicia Moreau de Justo, en su ponencia El beso y el mate, vehículos de contagio, sentenciaba con lenguaje positivista : “Nadie ignora ya que tenemos constantes y minúsculos enemigos (microbios), tanto interior como exteriormente, flaquean éstos, vencen aquéllos, flaquean éstos, vencen éstos. En la boca, por donde se ingiere y se excretan también ciertas secreciones naturales, normales o anormales, se asilan enormes clases y variedades de microbios y dable es suponer que los labios son vehículo para el contagio cuando al besar otra boca, o una cara, van a dejar o recibir aquellos seres que con los cambios de huéspedes exaltan su virulencia, es decir, redoblan sus ataques y ponen en mala situación cuando alguno de esos organismos no pueden luchar con ventaja”. Como socialista, a la doctora Moreau no se le escapaba que el beso no era el culpable sino las condiciones de vida de los obreros, que se traducían en enfermedades como escarlatina, difteria, tuberculosis y sarampión, enfermedades que si bien no hacían distinción de clases no recibían el mismo cuidado terapéutico (por otra parte las políticas de salud de todos los tiempos encubren bajo la forma de la prevención y la profilaxis sutiles mecanismos de control y segregación). También es probable que el anatema al encuentro de los labios amantes, al lanzarlo como velado precepto moral, no dejara de ser una estrategia de la doctora para despistar a los detractores indignados con las mujeres que ya eran feministas cuando Simone de Beauvoir recién había nacido. Y para eso utilizaba una ardiente retórica: “¡Y quién pensará que al besar los labios rojos de los niños, los de fuego de las doncellas, los afectuosos de la madre, con los cuales se dulcifica la vida, con los cuales se vive su vida psíquica, con esos besos, eterno contraste, se es criminal, con ellos se abren abismos y tumbas al amor! ¡Y si los yankees y los alemanes han puesto en las gorras y baberos de los niños letreros que dicen ‘No me beséis’, grabemos en nuestra mente esta frase para difundirla con tesón!”. El contexto era la paranoia fin de siglo luego del perfeccionamiento del microscopio, pero también la estigmatización de determinadas clases sociales, cultivada aun desde el paternalismo de sus defensores, ya que el artículo de Alicia Moreau de Justo también lanzaba sus advertencias contra el objeto ritual por excelencia del pueblo: el mate.
¡Qué humano
es el beso!

El beso nació como el primer acto de civilización. Luego de un período grosero en que, según las historietas, el hombre tomaba a la mujer más o menos con la condescendencia de los perros y la transportaba luego de los pelos por el pringoso piso de la caverna, cuando la pareja humana se hizo más o menos bípeda y las chicas también comenzaron a arreglárselas con el uso del garrote de pinches, vinieron besos que sonarían a todo menos a “chuic” –por ejemplo al estrujamiento entre dos bocas aún cubiertas de pelos y de las cuales la cortesía no indicaba como había que extraer los huesillos grasos de un almuerzo en horda–. El beso es tan signo de humanidad como el dedo gordo que nos diferencia de los monos.
Cuando Hollywood largó el beso en serie y con variaciones se debía tanto al interés por exaltar al público como a la censura: el beso aparecía en lugar de todo lo demás. Hubo besos castísimos como el de James Dunn a la pequeña Shirley Temple, que data de l934, y los que Mickey Rooney les dio a todas sus partenaires, desde Lana Turner hasta Judy Garland, tratando que la gente confundiera a un petiso con un niño. Hay besos al borde de ser prohibidos como el que le chanta Renee Adoree a John Gilbert (ella está semirrecostada sobre él, los dos tirados en medio de un camino de tierra). La película se llamaba The Big Parade, y se hizo en l925. Hubo besos al revés que sugerían la elegancia y la excentricidad de los besadores como el que une a Greta Garbo con Erich von Stroheim en As You Desire Me de 1932 (la barbilla de uno roza la nariz del otro). Besos que se roban con el sucio truco de invitar a bailar y hacer que la compañera haga “la sentadita”. Así se las arregló Fred Astaire para besar a Cyd Charisse en The Bandwagon (l953) y John Gilbert a Mae Murray en The Marry Window (1925). Los besos que ha recibido en el agua más de una vez Esther Williams y los que se han dado siempre Lucille Ball y Desi Arnaz pertenecen decididamente al kitsch.
Como las películas de amor de las primeras décadas del siglo estaban fundamentalmente dirigidas a un público femenino, la atención originada por el beso se ponía sobre el galán. Es de suponer que los varones que miraban estas películas, quizá menos románticos, se entretenían esperando las décadas siguientes donde, a la larga, aparecería todo lo demás.
Besadores
Clark Gable daba al mismo tiempo besos pasionales, pero irónicos, se dirían cheques sin fondo. En cambio, ¿quién no le creía a James Stewart cuando besaba? En él podíamos imaginar al marido fiel, bonachón y un poco soso. Los besos de Woody Allen inspiran la misma impresión que tomar un valium. Los de Humphrey Bogart hacen desear morir en Tánger con una chilaba sucia, las uñas rotas y un cuchillo mal lavado en medio del pecho pero entre sus brazos. Por los de Mikey Rourke algunas mujeres pagarían dejándose pisar por las ruedas de la Harley Davidson que utiliza en La ley de la calle, a pesar de que actualmente los implantes de siliconas se le desplacen hasta hacerlo parecer a la víctima de un flemón. En el Hollywood de ayer el momento verdaderamente excitante no es el beso en sí sino el preámbulo, ese instante en que el diálogo pavote se corta, se hace un silencio tenso como el cinturón de una actriz con kilos de más y adonde el encuentro de los labios puede ocurrir o pasar de largo, llegando incluso a arruinar el final feliz. Hay preámbulos que hoy no les moverían un dedo a los espectadores pero que en sus tiempos impusieron la moda del hombre salvaje y analfabeto:
Tarzán: ¡Buenos días! Te amo.
Jane: Buenos días. Te amo. Nunca lo olvidarás, ¿no, Tarzán?
Tarzán: Nunca olvidaré que te amo.
Jane: ¿Amas a quién?
Tarzán: Te amo a ti.
Jane: Amas a mí...
Tarzán: Amo a mi... ¡esposa! Mi esposa.
Entre lianas, helechos gigantes y frente al río donde se reflejan sus cuerpos protegidos con unos elegantes modelitos de piel y cuero, Tarzán y Jane se besaban. Los protagonistas eran Maureen O’Sullivan y Johnny Weissmuller.
Los espectadores argentinos de estas escenas clásicas del amor de celuloide tuvieron durante varias décadas el beso –intercambiado por una pareja hetero– vigilado por la mirada de la madre de ella en el living, aunque éste podía pasar a la clandestinidad en el zaguán o en la plaza que el peronismo liberador de prostíbulos, pero ambiguo con los vínculos entre seres del mismo sexo, estableció como zona semiliberada (en los tiempos del primer gobierno del General las plazas solían estar llenas de forritos usados). El gran prohibidor del beso público fue Luis Margaride, que ejerció altos cargos en la Sección Moralidad durante los gobiernos de Frondizi, Guido, Onganía y el último de Perón. Conocido como la Tía Margarita, se especializaba en llevar presos a hombres y mujeres que se besaban en los parques aunque lo hicieran con “el sexo correcto”, es decir el opuesto, y en delatar a los adúlteros que reclutaba en los hoteles alojamiento mediante un llamado telefónico a los cónyuges.
Besos viriles
¿Y los besos entre hombres? (sacando el de Judas, los de los jugadores de fútbol y los de Nikita Kruschev). Todos tomaron en chiste el beso compartido por Jack Lemmon y Joe Brown en Una Eva y dos Adanes y el de Dustin Hoffman al actor que encarna al padre de su amor en Tootsy. Se trataba de equívocos.
Uno de los primeros besos machos del cine se lo dio durante la década del sesenta el adusto Peter Finch a un actor joven (era una escena de película) y algunos británicos llegaron a pensar que la reina era una figura decorativa y caduca si no impedía la proyección de tales excesos. Cuando Arturo Bonín besa a Víctor Laplace en Adiós Roberto, nosotros ya éramos (al menos por partes) democráticos y mundanos, hasta el punto de aplaudir El beso de la mujer araña, donde Raúl Juliá (en el papel de un guerrillero latinoamericano) besa a William Hurt (en el rol de un gay loco por el cine).
Pero el beso gay se socializó en las grandes fiestas mundiales de la comunidad, estampita laica del comming out, entre varones con estética de motociclistas, travestis vestidos como bomboneras déco, chicas en tiradores a la altura de los pechos desnudos y otros producidos por sí mismos y en diferentes combinatorias de besadores. Nuestra primera versión nacional fue un 8 de marzo de 1987, Día Internacional de la Mujer, donde un grupo de chicas que llevaban en la cabeza vinchas color lila con la inscripción “apasionadamente lesbianas” intercambió piquitos frente al Congreso. Pero la verdadera modernidad fue conquistada por los varones de menos de treinta años en la década del 80: besitos en la mejilla, bien dados y donde nadie rehúye la cara, que los llevan felices a la infancia del saludo, suenan mucho más sonoros que los intercambiados entre las mujeres y coinciden con el derecho que ellos reivindican de decir no a las palabras mayores del sexo comprendiendo al fin que la llamada histeria es tanto el arte de tentar y negar como el ejercicio de una libertad posible. El beso para ellos no es un pacto ni una conquista, menos un adelantito en la cadena prometida del placer, sino puro festejo de encuentro fraternal.
¿Esto indicaría una gayzación del mundo? Sospechemos. La promoción y socialización del beso junto con su avance fuera de las fronteras hetero coincide, como en los tiempos de la doctora Justo, con los cruces paradójicos entre ciencia y política. Los investigadores del virus del sida lo dejaron fuera de las conductas de riesgo, luego de mucho tiempo de tenerlo en la mira. Pero otros investigadores amenazan veladamente a las lenguas que avanzan contra otras en paladar ajeno para practicar imaginativos corcoveos coreográficos con efectos como el intercambio del virus de la mononucleosis. El mensaje, como siempre es confuso: las personas que contrajeron la enfermedad no deberían besar hasta por lo menos un mes más tarde de que ésta haya sido curada. La mononucleosis atacaría a ese sector al que se le atribuye todo tipo de peligrosidades, la juventud, pero también a la primerísima infancia, en donde las boquitas se lascivizan no sólo besando otros labios sino todo lo que tocan y cuya sociabilidad es intercambiar chupetes. La Moral pública del casi tercer milenio tolera el beso pero de superficie. Hoy el beso es de todos, es cierto, pero también ha perdido su carga erótica, la prueba es que se intercambia de palabra y telefónicamente entre personas que ni se conocen –estudiar el rubro representantes artísticos y agentes de prensa–. El nombre del beso social lo dice todo: piquito, nada que ver con los besos franceses que se extendían hasta la glotis y dejaban un hilito de saliva en el medio cuando los labios se alejaban entre jadeos en el escenario de un sillón incómodo y que hoy perduran en cualquier parte con o sin público. El piquito nos convierte a todos en pajarones.