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En su día

El próximo domingo, ese que los comerciantes esperan para hacerse su propia primavera, puede ser una pesadilla, ya sea porque mamá no está o porque su presencia todavía ahoga. Pero también es cierto que nunca se deja de extrañarla, nunca se deja de necesitar esa seguridad que trae la ilusión de un amor por completo desinteresado que con suerte se imprimió en la piel en los primeros años, cuando apenas es posible distinguir dónde empieza el propio cuerpo y dónde el de ella. Por eso ¡feliz Día de la Madre!

Por Marta Dillon

Sabés cómo me siento cada vez que veo una publicidad del Día de la Madre? Como una persona que tiene sida y escucha por televisión “cuidate porque el sida mata”, mientras todo el mundo se tiene que proteger, a esa persona le están dando una sentencia de muerte. En tanto festejo, tanta imagen endulcorada de la madre, hay una indiferencia absoluta para los que no la tenemos, o para los que, teniéndola, no pueden reunirse con ella simplemente porque haber parido no significa convertirse en una mamá de propaganda”. Nora Palancio Zapiola reconoce su mal humor y lo defiende. Su mamá murió de cáncer cuando tenía seis años y desde entonces padece el tercer domingo de octubre como el día que la convierte en una extranjera, una excluida en una ciudad que se cubre de ofertas de electrodomésticos y regalos varios para esa mujer a la que se supone –por lo menos en estos días– como presa de un instinto natural que la obliga a amar a sus hijos. Y lo cierto es –investigaciones múltiples mediante– que ese instinto no existe como tal y que cada mujer ama a sus hijos o no –seamos valientes– como puede y como se lo permite su propia historia.
“La madre es como el orgasmo. Mientras está, no se advierte qué importante es. Pero, si llega a faltar, ¡ay! Huérfanos y anorgásmicos del mundo ¡uníos a llorar vuestras desdichas! Nada compensará esa falta. El tango tiene razón: hay vacíos imposibles de llenar”. Así empieza su cuento “El sol en el ropero”, María del Carmen Marini en la recopilación que se llamó Salirse de madre, en la que diez escritoras argentinas reflexionan sobre esa mujer omnipresente que como ninguna otra marca a los hijos, pero sobre todo a las hijas. “En los chicos no se da la formación reactiva de las muchachas, nuestra negativa sobre el establecimiento de una situación competitiva con la madre. A diferencia de nosotras, ellos no compiten con su madre. Esto significa que el muchacho puede continuar teniéndola como figura nutricia, en tanto que expresa sus sentimientos competitivos contra el dominante varón. Sufre, desde luego, a consecuencia de los tabúes sexuales inculcados en sus sentimientos por la madre, pero no se halla en la situación de la niña: al competir con la madre, nosotras nos colocamos en la situación imposible de quien pretende morder la mano que la alimenta”, dice la escritora e investigadora Nancy Friday en su libro Mi madre yo misma. Y son muchas las mujeres que pueden dar cuenta de los esfuerzos desesperados por separarse de su madre, de su destino de hijas de... para hacer su propio camino circular que a lo largo de curvas y contracurvas siempre termina enfrentándonos con el espejo de nuestras madres.
Entonces el Día de la Madre, ese domingo que los comerciantes esperan para hacerse su propia primavera, puede ser una pesadilla, ya sea porque mamá no está o porque su presencia todavía ahoga. Porque también es cierto que nunca se deja de extrañar a la madre, nunca se deja de necesitar esa seguridad que trae la ilusión de un amor por completo desinteresado que con suerte se imprimió en la piel en los primeros años, cuando apenas es posible distinguir dónde empieza el propio cuerpo y dónde el de la madre.”Me acuerdo del primer Día de la Madre después que mi mamá desapareció, todavía no sabía si iba a volver, todavía la esperaba. Estaba en el jardín de infantes haciendo un almanaque con un marco de escarbadientes pegados con plasticola y me acerqué a la maestra y le dije en voz baja que no sabía muy bien a quién le iba a dar el regalo. Ella lo solucionó enseguida, me dijo que hiciera dos, uno para la familia que me cuidaba y otro para mamá que todavía está guardado en una vitrina. Porque nunca volvió”, dice Raquel Robles dejando escapar una ironía que comparte con muchos hijos de padres desaparecidos durante la última dictadura militar. Después de aquella duda iniciática, los días de la madre pasaron para Raquel casi como un trámite más que terminaba con la compra de un desodorante para la tía que hasta ahora, 23 años después, todavía oficia de madre. Aunque desde que empezó a militar en HIJOS ese día se haya teñido de un sentido que excede el de las relaciones familiares: “Ni ellas ni nosotros elegimos no compartir la mesa este domingo”, dice la solicitada que en este diario, año a año, prende la luz sobre esa zona oscura en la que habita una ausencia que convirtió a la filiación en una categoría política que incluye a Madres y Abuelas. Otro camino para uno de tantos dolores que tan bien se esquivan desde las campañas publicitarias que prometen celulares que “no pican ni muelen”, pero bien se pueden regalar a mamá.
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Nora Palancio, a los 31, acaba de encontrarse con su madre. La última vez que la vio, las monjas que la cuidaron hasta su muerte la vistieron para el entierro con una túnica blanca, la misma que usó para representar al Hada de la Esperanza en la única película en la que trabajó como actriz, cuando tenía 15 años. Y es esa Esperanza la que Nora cree que la alentó en la búsqueda de una copia de ese film que le devolvió una imagen animada de esa mujer que tuvo dos hijas antes de cumplir los 20. “Me acuerdo muchísimo de mi mamá, vivíamos en un pueblo en la provincia de Buenos Aires y ella me enseñaba a sacar unas flores de su corola para chuparles la mielcita. También me acuerdo mucho de ella enferma, antes y después de entrar en una nueva operación. Estos días en que parece que por decreto es el día en que se manifiesta el cariño yo ando arrastrando el ánimo y lo convierto en resentimiento, en mal humor. A pesar de que me ocupo de saludar a las mamás de mis amigas, me asombro de formar parte de todo este circo. Y reflexionando sobre el asombro me di cuenta de que quiere decir, ni más ni menos que estar en sombras”. Y contra eso se reveló Nora, contra la oscuridad de sus muchos, pero fragmentados recuerdos que ahora hilvana como preciosas lentejuelas sobre un vestido que sabe que a ella le calza a la perfección. “Sé que me parezco a ella, que a medida que voy creciendo me voy pareciendo más, me lo dice la gente, y tal vez por eso me obsesioné con la búsqueda, con la reconstrucción de eso que para ella había sido valioso. Necesito tener la historia completa para no repetirla”. Por eso esta periodista que ahora escribe un guión sobre esa búsqueda no piensa todavía en sus propios hijos como una forma de tomar distancia de la historia de vida de su madre. “Ella nos tuvo muy jovencita, yo no quiero trasladar ninguna frustración, necesito todavía tener las cosas claras. Y además me gustaría adoptar un niño, no un recién nacido, sino alguien que claramente necesite una mamá. Siempre que se piensa en la madre se piensa en el parto, carne de tu carne. ¿Por qué para el Día de la Madre no se acuerdan también de las que dan amor sin haber parido? Todos estos festejos son para un fragmento de la sociedad tan pequeño que me da bronca”.
Josefina Giglio también es huérfana, pero para ella mirar en la penumbra de su memoria la deja tan solita como cuando era una nena de siete años. “Yo no me acuerdo de mi mamá”, dice casi como un desafío, “festejo ese día con la madre de alguna amiga, nunca me acuerdo de que yo debería estar festejándolo con alguien más”, dice sin nombrar esa palabra que la bocatarda en modelar como si fuera una máquina herrumbrada. Le cuesta decir mamá, pero enseguida viene una imagen: “Me acuerdo de que usaba unos saquitos negros y peludos”. Y después siguen otras que la confunden y que ella evita, tal vez porque no se parecen del todo a esa imagen que los medios y la escuela todavía dibujan a contrapelo de la realidad cotidiana. El Día de la Madre, entonces, pasa, como otros, que instalan lo que falta en el lugar de privilegio de cada mesa y obligan a mirar para otro lado, uno que permita participar de ese ritmo anual de rosas rojas para la sonrisa de mamá sin pensar demasiado en la mamá de quien.
“Creo que desde siempre estoy buscando ese calorcito que guardo como el recuerdo más preciado de mi vieja. Creo que tuve a mi hija buscando recuperar esa temperatura de los cuerpos que se abrazan sin ansiedad. Tenía la ilusión de que esta vez todo iba a ser distinto, que yo iba a estar para mi nena siempre. Ahora que tiene 10 años y me reconozco en sus gestos de hija y a mi mamá en mis propios gestos como madre, me doy cuenta de que nada, nunca es igual. Y que, a pesar del amor, tenerla fue un gesto egoísta que recién hace poco tiempo y con mucho esfuerzo empiezo a desarmar”. A los 33, Mariana cree que está aprendiendo a ser madre porque lentamente aprende, a la vez, a despegar su deseo del deseo de su hija.
“Uno festeja el Día de la Madre, festeja a la madre para seguir manteniendo la ilusión de que la madre lo ha tenido a uno, no de que uno es el producto de una sustitución porque según la teoría psicoanalítica la madre quería una cosa y en su lugar ha tenido un hijo. Que una madre haya tenido un hijo es un malentendido total. Yo nunca pude sacarle a mi madre ni una palabra sobre qué quería tener ella cuando me tuvo a mí. Pero es seguro que no era a mí a quien quería tener”, dice el psicoanalista Germán García, echando una pizca de ácido al cóctel siempre melodramático del próximo domingo.
El encuentro
tan temido

Como cualquier fiesta de guardar, el Día de la Madre suele enfrentar a matrimonios y familias varias a esa conocida disputa: “¿con tu mamá o con la mía?”. La resolución puede acarrear desde almuerzos opíparos en que las madres cocinan siguiendo el mandato hasta tés llenos de masitas para conformar a las partes en juego. Y al ritmo de las mandíbulas batientes suelen obviarse esos conflictos que agitan esa relación tan compleja entre madres e hijos –e hijas, sobre todo– que la divulgación masiva del psicoanálisis supo tan bien alentar. Aunque hay algunas historias peores que otras como la que es posible imaginar entre la joven novia del bailantero Antonio Ríos –él le lleva nada menos que 25 años– y su madre. Frente a las cámaras de un programa de la tarde la mamá acusó a la hija de haberle robado el novio ya ella –la madre– gustaba de la cumbia y de Ríos mucho antes que la hija. Una competencia feroz que a la misma hora y por distintos canales es posible mirar en cualquier culebrón nacional, incluídos los tan prestigiosos que produce Polka. "A mí la competencia entre madre e hija me parece perfecta –dice la productora de radio Eugenia Galán, mamá de una nena de 4– yo no quiero transformarme en una vieja chota mientras la nena se pone cada vez más linda, es un buen parámetro para mantenerme en forma". Eugenia sólo tiene una queja para el santo día de la madre: "¿A quién se le ocurre que sea el tercer domingo? ¿alguien tiene un mango a esta altura?".
Miryam, psicóloga aunque aun se sienta una paciente más, a los 52, se enfrenta también a un día de furia el próximo domingo: “Mi mamá se fue de mamá”, dice para contar que esa mujer que se impuso a su destino a fuerza de inteligencia, que se recibió de médica cuando su origen humilde presagiaba otra suerte, que convirtió a su propia madre en una suerte de “esposa oprimida dedicada a mí que era su nieta y a las tareas de la casa mientras mamá triunfaba en su carrera”, perdió “la memoria, la ubicación física y espacial”. La mamá de Miryam está en un geriátrico. “Es patético, exige el antiguo privilegio de ser la doctora X hasta para reclamar una almohada. El sentimiento de poder lo experimenta cuando logra arrojar un globo rojo a las manos de la coordinadora deexpresión corporal. Creo que lo asocia a sacarse un sobresaliente en un examen de biología”, cuenta la hija que se queja de que su mamá no pudo cuidar de su hijo –como lo hizo su abuela con ella– sin pasarle la factura. “Obviamente no sabe que es el Día de la Madre, pero en el geriátrico no dejarán de recordárselo. Así que me ofreceré en holocausto y llevaré de regalo esos juguetes de todo por dos pesos que ahora le encantan porque la demencia también baja la censura. Y ella podrá entonces seguir con ese proyecto que empezó cuando se jubiló de “vivir su femineidad ortodoxa” como madre homenajeada en su día. Mientras yo sigo siendo algo así como un marido que no trae plata. Ignora que yo pago parte del geriátrico que ella sostiene casi con su jubilación. Lo difícil es transmitirle eso: que continúa siendo casi autónoma aunque no vea el dinero. ¿El tercer domingo de octubre? Un lexo y a la lona”. Esta es la historia de Miryam, en la que muchas pueden reconocerse. Las interpretaciones psicoanalíticas corren por cuenta de los profesionales.
Reparación
“Cuando mi hija fue madre y pasamos a ser cuatro generaciones de mujeres, tuve un sentimiento de cuerpos saliendo de otros cuerpos, de zaga, de gestos que se multiplican, parecidos opuestos. Las manos, los lunares, la comisura de la boca, la mirada. Da un poco de impresión tanta entraña, de tan adentro hubo que tomar mucha distancia y sin embargo las voces se parecen cada vez más. Es casi imposible. Como toda relación”. Así describe la actriz Cristina Banegas, el estupor que le produce reconocerse en el hilo de generaciones que empieza con su madre ya convertida en bisabuela. “Fue un largo camino –dice ofreciendo una luz de esperanza para las madres e hijas en conflicto– durante años quise diferenciarme, distanciarme, hice todo lo posible para no parecerme a ella y sin embargo cada vez soy más parecida”. La clave para Cristina es andar ese camino difícil buscando canales para esas cosas que generaban tensión. “Cuando era chica, mi mamá tenía una obsesión por el orden, yo volvía de la escuela y encontraba todo mi placard volcado sobre el piso para que por fin lo ordenara. Ahora me divierto porque la llamo para que me ayude en esas emergencias, es como un chiste, desarmé una casa en el Tigre y tengo cientos de objetos en mi casa que ella viene y organiza”. En el disco de tango que Banegas acaba de grabar, canta uno a coro con su madre, “y para mi sorpresa me cuesta reconocer su voz de la mía. Tal vez es porque ya las dos estamos viejas, pero hemos encontrado canales gozosos para todas, cuando uno puede mirarse en su madre sin horror es maravilloso reconocerse”.
Seguramente una de las claves para acercarse a la figura omnipresente de la madre es dejar de verla como tal para verla por fin como a una mujer. Pero no es tarea fácil. Ser mujer implica también el ejercicio de la sexualidad que la madre suele ocultar para salvar a las hijas de los peligros que intuye en ese mundo. “Así la hija se ve privada de la identificación que más necesita. Todo esfuerzo por parte de ella para sentirse a gusto consigo misma como mujer representará una penosa traición contra esta imagen asexuada de la madre”, dice Friday en su libro. Este acertijo, la encrucijada de la sexualidad, a veces permite ver más allá de la madre. La escritora Cecilia Absatz pudo ver a su madre después de haber cumplido los 30, cuando dejó de pedirle cuentas desde su lugar de hija: “Vi que era una chica, encerrada en las tareas domésticas que nunca se le hubiera ocurrido discutir. Después de una década de oscura viudez, un día se enamoró otra vez, a los 60, y se casó. Entonces la escuché reír por primera vez. Ahí brotó la flor de su sabiduría. No sólo el punto arroz y el sabor del flan, sino la aguda mirada sobre el mundo, los recuerdos de su propia infancia europea, la guerra, la vida”. Absatz recuperó a su madre en esa mujer sexuada que no hacía más que reír. Ahora, de frente a su propia hija, se anima a una nueva reflexión en la que no cuesta colarse: “Cuando mi hija cumpla 30 años, va a dejar de pedirme cuentas y va a ver que en realidad soy maravillosa, aunque no sea la típica mamá de libro de lectura. Pero veo en su cara que la abrumo y la fatigo; a veces incluso la avergüenzo. Sin embargo nadie me quita el vértigo de ver cómo crece y cómo se convierte en una persona. Por momentos –tras alguna de mis horribles equivocaciones– me pregunto si me quiere, y entonces pienso en mi madre. ¿Saben una cosa? Me quiere”, dice Absatz y con esta esperanzada reflexión vaya un clásico feliz día para quienes antes o después de los 30 estén dispuestas a reparar los daños causados y aceptar de una vez esa difícil separación de la única mujer con la que alguna vez todos hemos sido uno solo.