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La trampa

Los triángulos amorosos existen desde los tiempos del Olimpo. Zeus sembró la tierra de hijos legítimos, dioses o semidioses, que hacían tronar el reinado que compartía con Hera, su esposa-madre-reina del hogar. Con el correr del tiempo y fuera de la mitología, la institución del amantazgo continuó a prueba de progresismos confesionales y leyes de divorcio. Esta nota está dedicada a las mujeres cuyos amores viven con cama afuera, en otra casa y santificados por un matrimonio que, aunque a menudo no se soporte, suele defenderse a capa y espada.

Por Sandra Chaher

La mejor amante es la que dura más, y la que dura más es la que es más incondicional”, admite Chico Novarro cuando logra cerrar su idea. ¡Vaya sinceridad! Que no sorprende. Para el hombre que elige una amante en el sentido más expandido del término –no piensan en divorciarse; tienen bien separadas la “casa grande” de la “casa chica”, como se dice en México; y arquetípicamente la esposa representa el afecto, pero el erotismo y la calentura son “de la otra”–, todo va bien mientras la conejita amorosa no se descarrile con sutiles sugerencias como “me gustaría pasar un fin de semana con vos”, “¿por qué no nos vamos una semanita a algún lado?”, “quisiera tener un hijo”, o el ya bien heavy “no aguanto más, es ella o yo”. Para esos hombres algo hará click, la puerta de la casa de la amante que cerrarán para no mirar atrás. Hay muchos bombones todavía por probar.
Pero la institución del amantazgo no sólo tiene variantes múltiples, sino también distintos enfoques interpretativos. Susana, una médica de treinta y ocho años, es una mujer clásica en este sentido. Después de un noviazgo cuyo final la derrumbó, y una convivencia no muy feliz con otro hombre, a los 25 años empezó una seguidilla de relaciones con hombres casados que, según dice –y la nobleza obliga a creerle–, cumplió su ciclo cuando cerró, hace apenas dos semanas, un vínculo de siete años. El le llevaba casi veinte. “Otras veces intenté cortar pero no pude, pero esta vez ninguno de los dos nos llamamos, e incluso me devolvió las llaves de mi departamento, cosa que nunca antes había pasado. Es ahora o nunca, es lo que siento.” Es una de esas mujeres suaves, pero firmes. Se les puede doblar la muñeca, pero hay desafíos que no eluden. Sin embargo, el pasado no la ayudó. La historia familiar la marcó tan a fuego que ella cree que de ahí provienen estos trece años de dos historias con hombres con los que tenía un fuerte vínculo pasional e identificación paternal. Buenos amantes, confiables, padres de familia ejemplares, pero por eso mismo destinados a cumplir su rol de pater familiae hasta el final. Sólo con uno vio posible la separación, pero a la postre ninguno dio “el mal paso”. Ella, sin embargo, con los dos quiso imaginar un final feliz. “Hace un año empecé a sentir que se me iba la vida y yo no hacía nada. Tenía necesidad de ser madre, armar una familia, tener un hijo, y eso lo veía imposible con Esteban. Yo sabía que él nunca se iba a separar, y yo quiero una pareja con la que compartir todo, no quiero resentirme en el futuro por no haberlo intentado. Siempre fui muy familiera, pero por el hecho de no haber tenido yo una familia de chica, creo que siempre tuve temor a repetir la historia, y me enganché en relaciones donde no me comprometía afectivamente.” Susana tiene por delante todo. Como diría el psicólogo Norberto Inda, una separación es un salto al vacío, hay una crisis pero también la oportunidad del encuentro deseado.
Historias sin historia
El amantazgo no tiene edad, o en todo caso tiene la de la especie humana. Uno de los diez mandamientos ya le advierte al hombre que desee a la mujer del prójimo, y quizá sería una buena exorcización de la culpa -sobre todo para las mujeres– preguntarse por qué la cultura judeocristiana instauró la monogamia –condenando al lugar casi de ladronas y prostitutas a las amantes–, cuando era consciente de que el deseo errático, por más de una persona, es parte del polvo con que se supone que estamos hechos. ¿Para instalar pautas de comportamiento que regularan el funcionamiento social? “Esta nota no existiría si nosotros no viviéramos en Occidente –observa Inda–. La idea de que el matrimonio tiene que ser por amor surge en la modernidad, sobre todo en los últimos años. Si la pareja fuera sólo un espacio de procreación, o si viviéramos en culturas budistas o islámicas donde los matrimonios son contratos entre familias, estaría claro que el erotismo y la pasión no son un requisito del matrimonio. El problema surge porque el matrimonio burgués no es la apoteosis del erotismo: tiene muchas tareas para realizar, autoconservarse, y el goce queda para el último plano. La pasión decrece porque este tipo de unión va mucho más allá de dar y recibir placer.”
Ariadna, una bailarina de 34 años, atractiva, independiente, tiene su propia teoría, construida pacientemente, como con venecitas, a fuerza de experiencia. Después de casi veinte años de tener siempre un novio o marido rodeándole la cintura, la última separación la paró de prepo frente al espejo: tenía que aprender a estar sola. Pero como la soledad no se la bancaba, y recibía más propuestas de amantazgo que de relaciones entre pares, después de un año de abstinencia, le abrió la puerta a ese lugar tan temido por su educación cristiana y formal. “Lo que empezó para mí como un juego me llevó a una transformación absoluta.” Sus grandes ojos claros son como un sol de noche que buscan las palabras justas, la materialización lingüística de lo vivido y que, al igual que Susana, siente como un pasado reciente. Tuvo dos amantes, católicos y formales como ella, padres de familia, proveedores, que por esas mismas cualidades le ofrecían la contención emocional que ella necesitaba. No sólo era el mismo universo cultural, de prejuicios y libertades, sino la protección tanto afectiva como física. “Nunca tuve miedo de enfermarme con ninguno de los dos –dice bien gráfica–. Como cuidaban a sus mujeres, también se cuidaban ellos y a mí, uno directamente ‘se vestía’ de preservativo de tan cuidadoso” recuerda divertida. “Lo que yo sentía que ellos buscaban en mí, teniendo muchos hijos y familias con tanta moralidad encima, no era sólo erotismo. Están cansados de ser proveedores, de ‘cumplir’ con la familia. La historia con la amante no pasa por tener mejor o peor sexo, sino por la libertad emocional que tienen con vos. Se permiten liberar miedos afectivos y laborales que las mujeres no les bancan. Y mis respuestas siempre eran desde un lugar en el que no había ningún interés en juego. Porque si tienen quilombos con el jefe, la mujer les hace un escándalo: ‘¿qué va a pasar con la obra social, cómo vamos a alimentar a los chicos?’.”
La mitología, las leyendas, la literatura se encargaron los últimos dos o tres mil años de reforzar este ‘deseo errático’, como lo define la licenciada Irene Meler, coordinadora del Foro de psicoanálisis y género de la Asociación de Psicólogos: “Desde una perspectiva psicoanalítica de género, se trata de aunar un enfoque doble sobre este tema. Uno que toma en cuenta la perspectiva del deseo y otro, las relaciones de poder que se articulan. Con respecto del deseo te podría decir que, pese a que a partir de la hegemonía cristiana se ha planteado el ideal de pareja monogámica indisoluble, el deseo es todo lo contrario, porque es errático, y tiende a desplazarse de un objeto a otro, busca novedad. No creo que sea imposible una relación monogámica, lo que pasa es que a través del tiempo se basancada vez menos en el deseo y más en el amor y la amistad. Se valoran más los proyectos en común, la lealtad, la amistad, y no se le da tanta importancia al amor-pasión. Lo cierto es que el erotismo tiene un ciclo de vida.” Desde el Olimpo, vaya comienzo, descienden los mitos que conforman la imagen del otro o la otra, como parte de un triángulo tácito o explícito en la pareja. Zeus sembró la tierra de hijos legítimos, dioses o semidioses, que hacían tronar el reinado que compartía con Hera, su esposa-madre-reina del hogar. Uno de sus extravíos amorosos más famosos fue el que lo unió a Deméter, diosa de la Tierra, y del que nació Perséfone, la ninfa secuestrada por su tío Hades, dios de los Infiernos, con quien vivía, se dice, a su vez compartiendo ella su tiempo entre su esposo y Adonis, un efebo precioso que se disputaba con Afrodita, la diosa del amor, también casada. El Olimpo también podría exorcizar la culpa femenina, además de aumentar sus goces. Allí las mujeres no lamentaban que su deseo no fuera unidimensional, se limitaban a vivir sus experiencias. La Grecia clásica aporta sus hetairas, cortesanas cultas y refinadas que, junto a los jóvenes, eran depositarias del erotismo masculino –para la esposa quedaba la procreación y cuidado del hogar–. En “la Edad Media, sobre todo en Francia, cuando la efervescencia y el fanatismo cristiano habían templado los ánimos, se hicieron grandes alusiones a este tipo de relación, asociado este hecho a una revaloración espiritual, legal y social de la imagen femenina, de tal manera que esa época estuvo plagada -al menos en la literatura– de cantos a las relaciones ‘ilícitas’”, señala el psicoanalista mexicano Andrés Cuevas, en su libro Amantes, ventajas y conflictos del adulterio y la fidelidad. De esta época son las leyendas de Tristán e Isolda –Tristán fue enviado a Irlanda para pedir la mano de Isolda para su tío Marcos, rey de Cornualles, pero por error tomaron un filtro mágico que los unió apasionada y eternamente. Después de perderse en el éxtasis, él trató de olvidarla, y murió creyéndose erróneamente abandonado por ella–; o de Lancelot y Güiniver –él era uno de los caballeros de la Mesa Redonda, y se enamoró (y consumó su amor) de la esposa del Rey Arturo–.
Muros tambaleantes
Muchos amantazgos no son sólo relaciones pasionales y efímeras, sino amor, tan “puro” como el de la más casta pareja casada virgen y por Iglesia. Y lo mejor, es que unos cuantos pueden terminar siendo historias de pareja, de iguales. No siempre los caminos de un hombre y una mujer se cruzan en el momento utópico en que ambos están libres para enamorarse. Es más, a veces es el triángulo lo que atrapa primero, antes de que algún ángulo se aplane hasta desaparecer. Violeta era hasta hace un par de años una mujer separada, con dos hijas, que después de dos convivencias sólo imaginaba un futuro libre de las peleas por el cepillo de dientes o el punto justo de las tostadas. En una “sancta” reunión conoció a un hombre unos años mayor que ella y a su esposa. Le gustaron los dos, la pareja, digamos. Y con él siguió viéndose por motivos laborales. “Durante muchos meses se fue dando mucha seducción no consumada hasta que yo tomé la iniciativa –dice esta mujer que también tiene unos ojos grandes y hermosos–. Y de ahí pasamos por varias etapas –analiza divertida–: el enamoramiento, que fue un período corto en el que estábamos muy fascinados uno con el otro, con las cosas que teníamos en común y, sobre todo, con los códigos de humor compartidos; después vino la explosión sexual –esto expresado con cara de “¡Guau!”–, y él empezó a ser un antes y un después en mi vida, somos entre nosotros como no fuimos con nadie, hay mucha apertura y experimentación, se juega el límite todo el tiempo.” Aún fascinada, Violeta seguía negada a la posibilidad de imaginar una pareja con este hombre, pero... hoy ya dice “en ninguna de mis parejas anteriores el placer fue el eje, pero en la que se me ocurre fantasear con él veo elsexo como algo fundamental, y él siente lo mismo, dice que nunca estuvo tan conmovido. El tiene un matrimonio aburrido, donde el erotismo no es el pilar, y los dos en verdad nos preguntamos si armar una pareja juntos no nos quitará el que tenemos nosotros”. Difícil de responder. Pero Violeta ya no necesita que le lean las manos. No sin antes haber sido acorralada, larga con una carcajada fenomenal: “Si él me pide matrimonio, acepto.”
¿Por qué el amante de Violeta podría separarse de su esposa para estar con ella? Por la misma razón que Carlos, de sesenta años, podría dejar a su esposa desde hace más de quince por una mujer que tiene la mitad de vida recorrida que él. Ambos ya pasaron por el vacío de los divorcios, no son moralistas, no tienen culpas. “El hombre mantiene un matrimonio de acuerdo al grado de insatisfacción que éste le provoca. O se reformula la pareja, o viene la crisis”, señala Inda. Carlos vivió cinco años idílicos con su mujer. Después ésta quedó embarazada, las intromisiones de su familia política se hicieron frecuentes, y la dedicación de su esposa a la hija nacida fue tan apabullante que no quedó espacio ni para un gemido entre ellos. Hace ya unos años que no tienen sexo y... de pronto, cuando él se había acostumbrado a la neurótica monotonía de su casa, se enamoró. No era su primera historia, ni su primera amante, pero fue diferente. “Es la primera vez que una relación me hace replantear mi vida. Espero ansioso que llegue la noche para verla, es un remanso. Hacía años que no sentía una atracción física tan fuerte por alguien, y estoy tan activo sexualmente como no lo estaba desde los 20 años.” Le planteó a su mujer que quería el divorcio, la situación quedó por el momento en stand-by, pero es tan categórico como Violeta: “Si Estela –su amante–, me obliga a elegir, no tengo dudas. Me voy de casa.”
Ariadna, cuya forma de encarar la vida ya es de por sí naturalmente categórica y pasional, usa su nombre como metáfora de una transformación de la que se puede salir maltrecho o heroico. Invirtiendo los roles del mito de Teseo y el Minotauro –en el que Ariadna era la que, desde fuera del túnel, sostenía el hilo que devolvería a su amado a la vida–, ella es la que se internó en el laberinto para verle la cara al monstruo: la soledad urbana de una mujer que no encuentra un hombre con quien compartir su amor, o la compañía de un amante, siempre fugaz. Dice que hasta hace muy poco el hilo que la podía devolver a la vida eran hechos mágicos que aún agradece: una amiga diciéndole “¿Te das cuenta de que nunca te va a poder llevar del brazo al cine?”, o un segundo amante a quien en verdad amó, y no sólo se sacó las ganas y los chamuscones. “Pero hace seis meses le vi la cara a Teseo, un hombre con el que el vínculo es posible. Ahí me di cuenta de que los amantes me estaban contaminando para poder encontrar el amor, y desde entonces estoy intensamente sola.” Con el hombre que ahora tiene el ovillo en sus manos compartió algunos encuentros íntimos, nada más... por ahora. “Quizá no sea él, quizá sí. Lo que siento es que estoy abierta a un proceso de encuentro con el otro fuera de las formas arquetípicas, pero para eso sé que tengo que crecer y desafiar los lugares comunes”.

De igual a desigual
Las relaciones entre amantes responden a un paradigma predominante: hombre casado, mujer sola. Las explicaciones son mœltiples y todas socioculturales. ÒDe la misma manera que instala la relaci—n entre amor y matrimonio, la modernidad crea en el hombre una doble moral: el amor cari–oso y sensual se reserva para la esposa, y el amantazgo es una instituci—n fundamental (y por lo tanto necesaria) para desplegar el erotismoÓ, se–ala el psic—logo Norberto Inda. ÒEn la cabeza del hombre hay una construcci—n, por la cual el sexo funciona aut—nomamente, no necesariamente ligado al amor.Ó La psic—loga Irene Meler, coordinadora del Foro de psicoan‡lisis y gŽnero de la Asociaci—n de Psic—logos, tiene una opini—n similar, aunque m‡s atravesada por su visi—n de gŽnero: ÒPara los varones casados es mucho m‡s frecuente tener amantes sin experimentar demasiada culpa, mientras que para las mujeres no. La mayor’a de las veces en el amantazgo la mujer est‡ separada, es soltera, m‡s pobre, menos educada. Son relaciones asimŽtricas en las que un hombre casado m‡s poderoso se permite tener dos mujeres. Como una versi—n encubierta de la poligamia. Por otra parte, entre los hombres hay un c—digo ancestral por el cual est‡ prohibido apoderarse de la propiedad de otro hombre. Viene de Grecia. En Esparta las mujeres casadas ten’an relaciones con otros, pero era porque el marido las entregaba, por diferentes razones. Pero en Atenas estaba prohibido tener relaciones con otros hombres porque la mujer era propiedad de uno solo. El pecado no era la lujuria sino un delito contra la propiedadÓ

El trípode
Hay mujeres que, como en una obra de teatro, se ofrecen en el amor a hacer el papel de La Otra. El juego amoroso, en este caso, no se reducirá a un ir y venir sentimental sino que se desplegará sobre la base firme de un trípode: El, Ella y La Otra. Cuando la amante fantasea con la posibilidad de que él abandone a su esposa para unirse a ella, no sabe que en el drama amoroso, así como en el juego, hay leyes de estructura y cada personaje se define por su posición en relación con los otros. Ignora que si uno de los elementos del trípode cae, por ejemplo él se separa, es probable que la historia fracase y la desilusión haga estragos. Cuando la amante ama verdaderamente sufre y se ofrece cual guerrera a la intensa batalla de impulsos contrapuestos. En un primer momento se imagina ser la única para él. La esposa, en este caso, aparece como un personaje fácil para la competencia. Pero luego, y por un hecho de estructura, las cosas cambian. La legal comienza a tomar una consistencia inquietante. La cara oscura de los celos aparece. Paradójicamente los celos crean un lazo tenso entre las dos mujeres. Aquí ciertos efectos especulares desencadenan algo de la locura femenina. La esposa, entonces, del otro lado del espejo se transforma en su doble. Es allí cuando, por efectos melancólicos del narcisismo, un puro juego de simetrías sobreviene y la amante es ganada por la desazón, el odio, el sentimiento de exclusión, hasta llegar a recluirse en la soledad. Esto no es sino un desarrollo posible del triángulo amoroso.
En definitiva, más allá de cómo nos identifiquemos en cada caso, el amor pasión no sólo es efecto sino estructura y puesta en escena. ¿Será cuestión de descubrir sus leyes?
Si el panorama nos parece sombrío, podemos conformarnos pensando que la apuesta no necesariamente tiene que ser ciega.
* Psicoanalista.

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