Libertad
condicionada
Varias
veces a la semana hacen cola para entrar en los penales y ver a sus
maridos. Entre ellas se reproducen las jerarquías de adentro:
las mujeres de los narcos o los violadores tienen menos derechos que
las de los ladrones, especialmente las de los ladrones a la antigua,
los que no disparaban ni robaban a pobres. Las lealtades entre estas
mujeres y sus hombres son a prueba de espera, de distancia y de tiempo.
Por Marta Dillon
Cerca
del mediodía, el letargo de la espera se empieza a transformar
en un rumor como de espadas que se chocan. Entran y salen de su estuche
rímeles, sombras, lápices de labios. Las manos se agitan
para que se seque el esmalte; en el baño de los bares de la cuadra
se forman filas que caracolean entre las mesas, se limpian con el dorso
de la mano los mocos de los niños. Las que primero cruzan la
calle están cambiadas: además de las boquitas pintadas
se han quitado las polleras cortas, los pantalones ajustados y los zapatos
con plataforma. Después de haber esperado toda la mañana
para que se abriera la ventanilla en la que se entregan los números
para entrar a la visita, las mujeres ya están listas para ingresar
en el largo circuito que, una vez pasado el portón de hierro
de la cárcel de Devoto, las dejará encontrarse con sus
maridos. Ellos están presos; ellas, también, aunque al
final de la visita el mismo portón las vomite hacia la calle
otra vez transformadas: Es que vos nos ves así, arregladitas,
pero adentro, adentro están los lobos, dice Silvia y se
ríe a carcajadas, con el coro de una decena de mujeres que saben
de qué habla.
Estamos presas por amor. Por habernos enamorado de hombres que
cometieron un error y ahora tienen que pagarlo. Acá en la tumba
no hay inocentes, alguna te va a decir que su marido no hizo nada. Y
lo mejor es no preguntar, porque cada uno sabe y de lo que se sabe no
se habla. Pero hayan hecho lo que hayan hecho no los podés dejar
tirados. Eso no se hace. Es Mónica la que habla, sin apellidos,
sin señas particulares. Cree que cualquier dato podría
identificar a su marido y no quiere que eso suceda. Es una de las reglas
de oro entre estas mujeres, una que en realidad son varias en la que
se repite la misma constante: el silencio. Aunque no es del todo verdad
lo que dice Mónica, las reglas de la cárcel son estrictas
de uno y otro lado del muro y todo el mundo sabe que no es lo mismo
un delito que otro. Soy ladrón, pero no asesino,
se reivindicó Héctor La Garza Sosa en su alegato
final durante el juicio oral que se le sigue -.junto a otros reos
por el asalto a un camión blindado. Y en esa frase él
develó una identidad que es también una jerarquía.
Acá no queremos saber qué delitos cometieron aunque
al final se sabe. Porque no es lo mismo la mujer de un ladrón
que la mujer de un narco. La mujer de un narco no tiene derechos. Y
ni hablar de la mujer de un violador. Andrea, que a los 27 lleva
una vida entera pateando penales -.primero visitando a su
papá y más tarde a su marido odia a los narcos,
porque un narco hace guita con tu vida, te va matando lentamente.
Un ladrón te mata sólo en defensa propia, y no a la gente,
en todo caso a la policía. Bueno, a no ser que sea tu vida o
la del otro. Pero, si mi marido mató a alguien, no lo quiero
saber.
Es difícil adivinar la edad de estas mujeres que se agrupan en
la vereda y en los bares a lo largo de las dos cuadras del penal sobre
la calle Bermúdez, en Devoto. Si la cárcel no se levantara
enfrente como una sombra que todo lo cubre y lo tiñe a su imagen,
sería imposible definir cuál es el vínculo entre
ellas. Hay una afinidad en el lenguaje, es cierto, tal vez en la forma
en que se visten una vez que empiezan a formar la primera de las colas
que se exigen frente a cada una de las siete rejas que hay que atravesar
antes de llegar a la requisa que finalmente les franqueará el
paso hacia el patio de visitas. Muchas se uniforman para entrar. Son
tantas y tan arbitrarias las restricciones que impone el Servicio Penitenciario
al vestuario de las visitas que ellas optan por usar siempre lo mismo.
No importa que una pollera hasta los tobillos tenga un tajo de sólo
20 centímetros, para entrar hay que coserlo; tampoco que las
remeras alcancen a cubrir la cintura, para entrar tienen que tapar por
completo la cola. Así las listas son interminables, están
prohibidas las plataformas, las botas, los borceguíes o botines,
la ropa interior con encaje, las camisas grises o negras, las polleras
portafolio o con botones etc., etc. Pero algo más que la ropa
iguala a estas mujeres de tan distintas edades e incluso clases sociales,
una resignación que ha enterrado el duelo original en algún
pliegue del tiempo, en una de esas arrugas iguales a las otras que forman
este diseño de la rutina de ir de visita a un penal. Aunque en
algunas caras sea fácil leer que ese duelo acaba de hincar su
diente en las visitas nuevas, esas que tienen la lágrima fácil
y llegan a la madrugada a las puertas del penal porque todavía
no saben de qué se trata la organización entre las mujeres.
Nunca te acostumbrás a venir. La que dice eso es una tonta.
Venís, sí, es tu vida a veces por muchos años.
Pero siempre estás esperando que se termine, que salgan, que
los chicos no tengan que venir más. Porque es muy duro estar
acá. Por un lado todos te ven como si la delincuente fueras vos.
Y por otro hay que hacerse el tiempo para venir. Mi marido tiene tres
visitas por semana y hace cuatro años que vengo a las tres. Trabajo
de noche en un hotel, tengo dos pibes, vivo en Ramos Mejía. Algunas
veces tengo que venir caminando desde Liniers para ahorrar el pasaje,
porque acá no podés venir siempre con las manos vacías,
hay que traer paquete y cigarrillos y tarjeta de teléfono, que
si no puede controlarme aunque sea por teléfono, se desespera,
pobre. Mónica le da más lugar a la desesperación
de su marido que a la propia. Es algo que comparte con sus compañeras.
De alguna manera todas saben que, presas o no de su destino, los que
se quedan adentro son ellos. Y el que no lo vivió no sabe
lo que es estar en esa tumba, todo el día pensando, sin un carajo
que hacer, dice Mónica y Andrea, más joven pero
también más experimentada, se niega a la piedad: Es
un garrón estar adentro, pero bien que parece que a algunos les
gusta, porque sino no volverían a entrar a los dos meses que
salen. Y ese tiempo con suerte. Lo que pasa es que también te
discrimina la sociedad, no te da la oportunidad de dejar de robar. Y
un hombre que ve que sus hijos tienen hambre hace cualquier cosa, eso
es lo que yo justifico. Porque a mí, mi marido nunca me hizo
faltar nada. Y es a ese marido proveedor al que se respeta, aun
cuando más tarde sean ellas las que terminen manteniéndolos
a fuerza de trabajos informales que se enuncian para diferenciarse de
sus maridos y para demostrarles que se puede vivir sin robar,
como dice María Inés, 40, vendedora de ropa y con cinco
años de antigüedad en la visita.
Fidelidad
y constancia
No me maten por favor, que tengo esposa y un pibe de dos años,
gritaba a las cámaras uno de los últimos presos recapturados
después de la espectacular fuga del penal de Chimbas, en San
Juan, la semana pasada. Y con esas palabras hacía visible a su
familia. Esa familia que se convierte en rehén en cada conflicto,
en cada huelga de hambre, en cada motín que se organiza para
denunciar lo que todo el mundo sabe a pesar de la indiferencia oficial:
las pésimas condiciones en que se vive en cada penal del país.
El hacinamiento, la falta de recursos y la violencia institucional y
entre los internos obliga a los familiares de los presos .mujeres en
un 90 por ciento a exponerse como garantes de la vida de sus seres
queridos. De la misma manera que los detenidos los nombran, cada vez
que pueden, como la prenda de sus juramentos -.Cardozo, otro miembro
de la superbanda, juró su inocencia en nombre de sus ocho hijos.
Y es que a pesar de que los detenidos vivan de la transgresión
de la ley, tienen otras, férreas y tradicionales, que ponen a
la familia en primer término. Dentro de los penales a las mujeres
se las trata de usted y siempre de señoras. A ningún preso
se le ocurre mirar ni siquiera de reojo a la mujer de un compañero
y, si por algún equívoco eso llegara a suceder, el conflicto
podría llegar a causar la muerte del mirón.
El problema es que muchas cosas cambiaron con el hambre y con
las drogas -.dice María Inés, antes era impensable
que los presos aprovecharan la visita para protestar. Ahora capaz que
te dejan adentro como un rehén, aunque te pregunten, para mí
es una falta de respeto. Aunque ella no lo diga, su marido es
un señor ladrón; sus compañeras lo
saben y la respetan de esa manera. Un señor que sabe del delito
a la antigua, que nunca dispararía contra un civil y que no sale
a robar a los pobres. De esos quedan pocos, dicen las mujeres
con más experiencia, y es que ahora tenés jefes
de banda que son pibes, y los pibes no tienen principios. Por
eso la edad es también motivo de respeto, entre los hombres y
entre las visitas. A ninguna señora que pinte canas se la obliga
a respetar el orden de las filas, simplemente se le hace un lugar adelante,
entre las privilegiadas que ganaron esa condición a fuerza de
constancia.
Acá
todas pagamos derecho de piso. Según cuánto tiempo hace
que venís es el número que te va a tocar en la entrada,
no importa a qué hora llegues, dicen las más antiguas
y las más fieles. Porque el orden de antigüedad se respeta
sólo si está acompañado del sacrificio de venir
a cada visita. Y las recién llegadas son las que más sufren
esta jerarquía. Muchas llegan a la madrugada para formar la cola
frente a la ventanilla del penal que habilita la entrada. Algunas hasta
pasan la noche a la intemperie para que el tedioso camino hacia el patio
no les quite ese precioso tiempo que van a compartir con sus marido.
Pero en cuanto la ventanilla se abre, cerca de las once de la mañana,
un grupo de entre veinte y treinta mujeres se coloca adelante, donde
les corresponde según su propia ley no escrita, por antigüedad.
Entonces los empujones y hasta los golpes de puño son lugares
comunes entre ellas. No es que sea lindo pelearse, pero hay que
hacerse respetar. Las nuevas tienen que entender que no te podés
pasar cinco años haciendo la cola desde las seis de la mañana,
dice María Inés siguiendo su propia lógica.
Desde el portón de entrada de la cárcel hasta el patio
hay un circuito que toma casi una hora pasar y que se hace más
lento a medida que las visitas se van quedando atrás en la cola.
La lentitud de la requisa que desarma cada paquete de yerba, harina,
fideos o cualquier otra cosa que les sirva a los internos para cocinar
y no depender de los dudosos guisos que ofrece el Servicio Penitenciario,
la extrema morosidad con que obligan a las mujeres a desvestirse en
cabinas individuales frente a la mirada de las guardias hacen que el
tiempo de la visita se acorte ya que nada lo prolongará después
de las cinco de la tarde, aun cuando se haya llegado al patio cerca
de las cuatro. Ese reloj de arena que se da vuelta a las dos obliga
a las mujeres a correr de una reja a otra, a empujarse y pelearse sin
jamás delatar estos inconvenientes a sus maridos. Porque
si tenés una causa -.sinónimo de problema afuera
no la podés llevar adentro, porque entre los maridos puede correr
sangre. El honor de una mujer, en la cárcel, se paga con
la vida. Son ellas, las mujeres, las que arrastran hasta las catacumbas
del penal, el rumor de la calle. Llevan noticias de la familia, los
cuadernos de los chicos, facturitas para el mate y, sobre todo, las
delicias que prometen sus cuerpos para esos hombres que viven entre
hombres, durmiendo de a cuatro en celdas de dos. El sexo para estas
parejas es como la soga que por un instante les permite huir de la realidad
de vivir separados y alienados de todo. Para eso se arman las carpas,
esas estructuras de frazadas atadas con hilo, colgadas de los arcos
de fútbol, sostenidas por palos de escoba, amarradas a las paredes.
Dentro los cuerpos se funden por fugaces instantes en los que las mujeres
apenas gozan. Es por ellos más que todo, dice Silvia,
y no siempre lo hacemos. Pero es la forma de tener nuestra intimidad,
de seguir siendo marido y mujer. Todos saben para qué son las
carpas y ahora hasta se pueden entrar forros, dice y así
justifica toda esa parafernalia de maquillaje y arreglo que ellos, los
lobos, desarmarán a conciencia antes de que el portón
expulse a estas mujeres a una rutina circular que las deja vivir un
rato afuera y otro adentro de lo que internos y visitas llaman la tumba.
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