Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Stira
 

sin tregua

La comandante Lucero, de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) forma parte del puñado de guerrilleros que tienen la responsabilidad de llevar adelante la primera experiencia de convivencia con civiles a gran escala. Lo hace en San Vicente del Caguán, en la selva amazónica, uno de los cinco municipios que quedaron bajo dominio de la guerrilla hace un año. Es una mujer dura que no vacila en declararse “enamorada de la revolución, de un hombre y de mi hija, en ese orden” y que no duda en que el ajusticiamiento de un colaborador de los “paras” no merece juicio previo.

Por Analia Alvarez*

 

Nadie conoce su verdadero nombre, le dicen Comandante Lucero o simplemente “Lucerito”. Es una de las pocas mujeres que ocupan altos rangos en las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), la organización insurgente más combativa y antigua del país. Viene del Bloque Caribe, en el norte, y hoy está destinada al pueblo de San Vicente del Caguán. Lucero forma parte del puñado de guerrilleros que tienen la responsabilidad de llevar adelante la primera experiencia de convivencia con civiles a gran escala. San Vicente es una ciudad de 13 mil habitantes, al sur de la cordillera Oriental y uno de los 5 municipios que quedaron dentro de los 42 mil kilómetros cuadrados que el gobierno del presidente Andrés Pastrana desmilitarizó hace un año. Desde el 7 de diciembre pasado, la llamada Zona del Despeje está bajo la absoluta responsabilidad de las FARC.
Si se llega a San Vicente del Caguán, un domingo a las seis de la mañana bajo el calor agobiante de la selva amazónica, lo primero que se ve son las calles húmedas que muestran los rastros de lluvia nocturna y las cantinas cerradas que, por unas horas, no inundarán la ciudad con su música. En el parque central pastan unos pocos caballos y cabras. Los curvos o “chulos”, como los llaman los paisanos, revolotean buscando carroña. Para encontrar a Lucero, el primer contacto obligado es la Casa de la Cultura, el cuartel general de la insurgencia. “Ahí la encuentra seguro a Lucerito, viene todos los días”, informan los parroquianos. Encontrarla es fácil, pero que disponga de tiempo para hablar es otra cosa. A los 24 años y con 9 en las FARC, Lucero lleva mucha historia en la lucha armada. Alta, morena, de cabello muy corto, sonrisa fácil y ojos cálidos, es considerada la más bella guerrillera de las FARC y aún parece más una cándida universitaria bogotana que una aguerrida combatiente con botas de goma y fusil al hombro.
En la cantina suena fuerte la música de los ballenatos. Mientras toma un jugo de lulo, Lucero recuerda con nostalgia su militancia en el Partido Comunista, y con tristeza la violencia política que en Colombia ha asesinado durante décadas a los dirigentes más notables de la oposición.
–¿Sabía lo que tenía que dejar atrás cuando se sumó a la guerrilla?
–Sí sabía, es duro, pero sabía que debía olvidarme de la vida de estudiante de abogacía, de los compañeros de militancia, las discusiones políticas en los bares y todo eso, tú sabes. Extrañé mi habitación cómoda y fresca del hogar familiar, y lo que más me costó fue alejarme de mi madre, que fue muy confidente en aquellos años peligrosos. A esta guerra nos han llevado los que impulsan los enfrentamientos, pero que no le ponen el cuerpo a los plomos. Para los que la están dirigiendo detrás de los escritorios, poco importa que aquí, en el área de combate, nos estamos matando entre hermanos. Porque ese hermano que porta uniforme militar, en la selva, se transforma en enemigo, y provoca dolor saber que si tú no lo matas, él sí te matará a ti.
Lucero juega con su arma, se distrae hasta que llegan dos compañeros a consultarla por la organización del acto político del día siguiente.
“Conmemoraremos un nuevo aniversario de la muerte del Che Guevara. ¿Te quedarás verdad? Me han contado que los argentinos respetan mucho su nombre.” En San Vicente no hay ejército, policía, ni jueces, las FARC son la única autoridad. “Aquí la gente está muy necesitada de todo, por la contaminación del agua los niños enferman y hay que ayudarlos. Verás que el agua es marrón porque se recoge de un caño, sin filtros, directamente del río Caguán. Las infecciones intestinales en los niños mal alimentados suele causar la muerte. Yo siento que ayudarlos es un deber, no un favor. En estas tierras el Estado nunca se ha ocupado de ellos y entre los campesinos de las fincas es peor. Nosotros peleamos por una mejor vida para todos los colombianos, para que la vida de los campesinos sea tan respetada como la de cualquier otro ser humano, porque aquí, como están las cosas, vale menos que la de una cabra. Queremos la paz pero no al costo que determina la clase dirigente.”
El banquero
que se hizo “socio”

En la guerrilla, Lucero conoció al hombre de su vida. Las FARC llaman “socios” a aquellos, que luego de pedir autorización a un superior, deciden ser pareja en la lucha y en el amor.
–¿Por qué se denominan socios? ¿No es una palabra un poco fría para referirse a la pareja?
–No, aunque también nos llamamos “compañeros”, pero lo de “socio” es una cuestión política. Aquí no debe haber ataduras, todo lo que necesitamos nos lo da la organización. A los hombres y mujeres farianos nos une el sentimiento, pero todos sabemos que cuando uno de los dos debe partir a otro lugar a luchar, nada puede retenernos.
¿Le ha tocado pasar por esa situación?
–Pero sólo por breves períodos, y todos sabemos que la organización y la seguridad están primero que cualquier individuo.
Su pareja es el Comandante Simón Trinidad, jefe del Bloque Caribe y ex banquero. De familia rica, Trinidad fue, durante 10 años, profesor de Economía en la Universidad Nacional y gerente en la banca privada y estatal de Colombia. De ese hombre culto y orgulloso se enamoró Lucero cuando llegó al monte, y hoy es el padre de su única hija. La pequeña, de 4 años, vive con la abuela, lejos de las balas.
En el campamento del comandante Reyes, Argelis, otra guerrillera, había contado que los miembros de las FARC tienen prohibido el amor fuera de la organización, a causa de probables espías o fugas de información: “Cuando te gusta un guerrillero y él gusta de ti, hay que contarle a un superior y pedir permiso para acostarse con él y no hay problema. Pero eso sí, una vez que te decides por uno es ese sólo. En la guerrilla no permitimos más que un socio”.
Mientras comienza a llover y los negocios callejeros se entoldan con lonas negras, semejando una ciudad de luto, Lucero habla del peligro constante y de lo difícil que se hace proteger a la niña de sus enemigos.
¿Intentaron secuestrar a su hija alguna vez?
–Mi hija vivía con mi madre en San Juan del César, hasta que supimos que los paramilitares estaban investigando e intentaban llevársela. Debieron partir ese mismo día para evitar que la capturen.
–¿Y si secuestran a la niña y exigen que se entregue a cambio de su vida?
–Sería muy doloroso, pero como integrante de las FARC, y por principios revolucionarios, no puedo canjearme por el enemigo. Trataría de liberarla pero no podría hacer más. Ser madre y guerrillera no es fácil de conciliar, a los hijos los crían nuestros parientes porque en los campamentos no puede haber niños. Imagínate el peligro y cuando hay que andar durante días por el monte, es imposible. Creo que para nosotras es más complicado que para los compañeros guerrilleros. Aquí en Colombia la figura de la madre es muy fuerte, y eso que es cultural también pesa. Aunque la edad promedio de las guerrilleras es de 24 años, muchas ya tenían hijos cuando ingresaron y algunas no pudieron salvarlos del enemigo.
–¿Puede suceder que les maten los hijos como forma de venganza?
–Sí, muchas de mis compañeras han sufrido esa venganza y ni siquiera han podido ver el cuerpo sin vida de su hijo, ni siquiera han podido despedirlos. Imagínate, ése es un dolor muy grande.
La lluvia cesa de repente, los carros y motos van y vienen con ritmo frenético, y Lucero invita a un paseo por la Plaza Fundadores. La paz con la que camina lleva a pensar en que la posibilidad de un combate, y la de la muerte, también forman parte de su cotidianeidad.
A los “para” ni piedad
Desde su creación, el 27 de mayo de 1966, las FARC han luchado contra el poder de los conservadores y liberales. Con el correr de los años los actores armados se multiplicaron, hasta que en la década del 80, irrumpió el narcotráfico y de su mano el paramilitarismo. En los pueblos y veredas a los “paras” los llaman “la última lágrima”. Llegan con camionetas de vidrios polarizados y sacan de las casas, de uno en uno, a los campesinos. En fila, les dan plomo o los mutilan sin piedad. Cuando terminan de hacer lo que quieren, parten a alta velocidad y traspasan los retenes militares sin el menor obstáculo.
–¿Los “paras” son el principal enemigo de las FARC?
–Son los más sanguinarios, pero a su vez ellos actúan protegidos por el ejército. Comenzaron siendo los guardianes armados de las fincas de los traficantes de coca, y con ese apoyo oficial, aunque encubierto, se convirtieron en una fuerza armada ilegal. Y estas brigadas mercenarias protegen a las empresas petroleras de las acciones militares que nosotros llevamos adelante (atentados con dinamita que hicieron volar por los aires, en reiteradas oportunidades, destilerías y gasoductos). Hoy, son la principal fuerza de choque contra el comunismo. Fíjate que el paramilitarismo en Colombia está instaurado como política. Entonces, protegidos por el anonimato, pagados por las multinacionales y el narcotráfico, y amparados por el ejército, son responsables de las masacres cometidas contra pueblos campesinos desarmados. Hacen la tarea sucia con el objetivo de sacarle el agua al pez, es decir, aterrorizar a los civiles para dejarnos sin apoyo ciudadano.
De pronto a Lucero la llaman sus compañeros porque son casi las seis de la tarde y todos los guerrilleros deben partir hacia los campamentos a esa hora. Por la noche, en San Vicente sólo quedan los que hacen la vigilancia. Lucero ignora el llamado y continúa.
Y si descubren a un paramilitar o a un colaborador de los paras, ¿qué hacen?
–Los ajusticiamientos que hacemos aquí son de esas personas que hacen tanto daño, y también de aquellos que los ayudan. Si no podemos acabarlos a todos, por lo menos acabaremos con sus patrocinadores. Nosotros hacemosun trabajo de inteligencia militar y detectamos quiénes son los que les pagan a esos mercenarios y qué cobertura le dan.
–¿Y si los capturan les hacen juicio?
–No hay que hacer ningún juicio. Todos queremos encontrarnos con uno de ellos y ajusticiarlo. Es un orgullo decir: “Yo ajusticié a tal señor por colaborar con los paras”.
–¿No hay entonces consejo de guerra?
–A esos hombres no se les hace consejo de guerra, cada guerrillero, si los encuentra, sabe lo que tiene que hacer.
¿Matarlos?
–Sí, claro, matarlos. Con ellos no hay compasión posible. Cuando en un combate hay soldados que se entregan, les perdonamos la vida, los tomamos prisioneros y le comunicamos al mundo que los tenemos. Pero para un “para” no hay piedad.
La vida en armas
El campamento de Lucero es semejante al resto de los cientos que permanecen ocultos entre la selva. Un motor da energía para iluminar la caleta de las comunicaciones, adonde hay radio e Internet, y el aula, con tablones a modo de bancos, un pizarrón, una videograbadora y televisor para que todos puedan ver las noticias de las 7 antes de acostarse rigurosamente a las 8.30. “Aquí vivimos durante años, aunque siempre nos movemos de lugar para que no nos detecte el enemigo, pero no necesitamos bajar a las ciudades. Cuando toca marcha o mudanza podemos caminar hasta 20 horas con el equipo al hombro y dormimos bajo la lluvia. Estamos entrenados para soportar el calor y las picaduras de mosquitos, zancudos y culebras, pero todo es cuestión de acostumbrarse.” Están a merced de “la manigua”, esa especie de selva viviente que todo lo devora.
¿Las guerrilleras hacen tareas diferentes o son todos iguales?
–Aquí somos iguales hombres y mujeres, mismas obligaciones, mismos beneficios. Las mujeres guerrilleras cortamos leña, cargamos bultos, o transportamos combustible y ellos también barren o cocinan, todo igual.
Y es cierto: en la enfermería un guerrillero le hace masajes a una compañera tendida en una camilla, más allá una pareja se mima y luego corre a juntar su ropa puesta a secar. Y en la cocina es un hombre quien prepara el menú: yuca, sopa, carne asada con plátano y café con leche. Cuando hay fiesta en el campamento, como hay menos mujeres que varones, esa noche las chicas no hacen guardia para que ningún muchacho se quede sin bailar. Para todos, su hogar es la caleta, especie de tienda con palos y una lona por techo. Están construidas con cuatro palos clavados en el piso, sobre esa estructura se extiende, a modo de techo, una lona de color verde o negro que debe ser impermeable porque allí llueve casi todos los días y varias veces –debajo de ella está el catre y encima un colchón fino–. Esa es la casa de un guerrillero.
¿Estas son todas sus pertenencias?
–Sí, para qué más, aquí está todo lo que hace falta: la mochila, el uniforme de repuesto, mis artículos de aseo personal, el machete, el fusil y las botas de goma.
–¿Es cierto que pueden hacer deportes con las botas puestas?
–Sí, claro, en tantos años uno se acostumbra y jugamos fútbol y básquet con ellas. Pero fíjate este detalle, en las caletas verás siempre todo ordenado y listo. Es porque uno nunca sabe cuándo deberá partir de urgencia.
La noche en el campamento no es un obstáculo, sus habitantes pueden ir y venir en total oscuridad. A esa hora sólo se ven, intermitentes, las linternas de los guardias que pasan haciendo su ronda. Viven en tinieblas y sin hacer ruido, dos elementos que les pueden salvar la vida. –En medio de este silencio cualquier sonido lejano ya se escucha y puedes prepararte si el enemigo se acerca.
–¿Y la oscuridad de la noche cumple la misma función?
–Sí, en los campamentos no hay luz eléctrica, por la noche verás que los guardias hacen su ronda con linternas, y esto vale también por si el enemigo nos coge por sorpresa, aquí en las FARC tenemos el entrenamiento militar diario y el conocimiento del terreno como para escapar sin problemas.
–¿Entonces duermen con un solo ojo, como dice el refrán?
–No, aquí a lo más duro te acostumbras.
Después de la cena, rigurosamente a las 6 de la tarde, y hasta la hora en que todos deben dormir, es el espacio para el esparcimiento. Se bañan en el río, cosen un botón, leen un libro o miran el noticiero de las 7. Escenas cotidianas que hacen olvidar que se está en el corazón de la guerra.
–¿Se imagina, en este momento, estar en una casa como la que tuvo alguna vez?
–Sólo saldré del monte cuando tengamos el poder. Recién entonces se podrá pensar en una casa. Yo no me veo en un hogar en función de ama de casa, cocinando, cuidando los niños o esas tareas domésticas, sino participando políticamente, en la conducción de un nuevo gobierno. Porque lo más difícil, una vez que se tiene el poder, es conservarlo. Sí, a veces imagino cómo sería poder caminar por las calles de Bogotá sin ser perseguida, me gustaría, pero jamás será así si para ello debo apartarme de mis principios. Por eso estoy aquí y por eso entregué la vida, la que ya viví y el tiempo que me queda por delante.
Si en un combate la capturan con vida, ¿qué pasaría?
–Si el enemigo te captura con vida es una desgracia, porque terminan matándote igual pero de la peor manera, te torturan hasta la muerte más deshonrosa. En la guerra hay un mito con la “última bala”, pero si pudiera utilizarla, si llegado el caso estuviese en esa situación, lo haría sin dudar, trataría de no darle al enemigo la victoria de tomarme viva. Prefiero morir con dignidad.
–¿Está enamorada?
–Estoy enamorada de la revolución, de un hombre y de mi hija, en ese orden.

* AGENCIA ANTI

arriba