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Los celos son el infierno sin quemaduras de tercer grado. La pimienta del deseo, pero también su verdugo. Decir “soy celoso o celosa” es seducir promoviendo un estilo, pero decir, en cambio, “estoy celoso o celosa”, un quemo. Los hombres y las mujeres celan de diferentes maneras, pero los unifica una observación de Proust: “Uno encuentra inocente el desear y atroz que desee el otro”.

Por Maria Moreno

 

Marta: ¿Pero de qué estás celoso?
Alberto: ¡De ti!
Marta: ¿Pero qué es lo que he hecho?
–No sé...¡Y quisiera saberlo!

Sacha Guitry Después del arte de los celos todo parece mediocre, gris, una negociación firmada sin conocer antes las condiciones. ¿Quién no vivió esta modesta cruzada laica que exige levantar el toque de queda de los cinco sentidos? ¿Quién no lanzó, por sobre el hombro o sobre un hombre, una mirada ciega como la de los habitantes de la caverna platónica a una morena belicosa, a una rubia de película clase B. La más tonta es Simone de Beauvoir cuando se trata de combinar en una hipótesis apabullante, inapelable y vagamente intimidatoria una tarjeta postal, un sonrojo apenas perceptible ante la sola mención de un nombre, dos tickets de ferrocarril y una brizna de pasto en la botamanga de un pantalón, en aras de una hipótesis celosa. En la literatura argentina fue Victoria Ocampo quien mejor describió ese infierno al alcance de la mano. Fue en el tercer tomo de su autobiografía, La rama de Salsburgo, donde describe la folie a deux con Julián Martínez, un morocho argentino del que era amante y a quien Manuel Mujica Lainez llamaba atachée de belleza. Fue un romance adúltero -Victoria estaba casada– que incluía anónimos leídos a los gritos por un marido a su vez enfermo de celos, citas telefónicas hechas desde una florería para leer a la misma hora un libro romántico, choferes espías, mucamas delatoras y huidas por la puerta de atrás de grandes tiendas. Y diálogos como éste –porque la fundadora de Sur pertenecía a la subespecie celosa de las que tienen celos del pasado–:
“–¿Cuál te gustaba más?
Z., querida, te lo suplico, basta.
–Pero podés contestarme. Si no contestás, es porque no querés.
–Sí quiero, si vos querés. Pero me obligás a devanarme los sesos para contestarte cosas inexistentes. Sólo puedo contestar estupideces porque me ponés en figurillas para que resucite todo eso.
–¿Por qué era mejor Z?
–Hacía mejor el amor. Ya sabés. Hacer el amor con ciertas mujeres es dedicarse a trabajos forzados. Son como la pata de una silla.
–Y X ¿era como la pata de una silla?”
En una ocasión una periodista celosa, Madelaine Chapsal, escribió un libro en el que interrogaba a varias celebridades acerca de lo que consideraba el más invivible de sus sentimientos. Lo llamó sin eufemismo Los celos. Una de las entrevistadas es Jeane Moreau y alguien se sentiría tentado de suponer que quien provocó tantos celos en millones de mujeres através de una seducción cinematográfica de labios caídos y narinas anhelantes, no es celosa. Pero ella es muy precisa: “Un celoso tiene siempre mil razones para serlo. Si un hombre celoso está enamorado de una vendedora de una gran tienda, tiene tantas razones para serlo como si está enamorado de una actriz”. Y luego cuenta su propia experiencia:
“En realidad no es el hecho de la penetración, del orgasmo... No, lo que me desgarra es el primer beso, el primer contacto de las manos... Alguien a quien yo quiero me dijo una vez, al volver de un viaje que había tenido que hacer por Alemania y Austria: ‘Jamás te he engañado hasta ahora, pero yo te había dicho que, si lo hacía, te lo diría. Y bien, hice el viaje de Munich a Berlín con una joven y cuando el avión comenzó a descender para aterrizar, nos besamos. Cuando llegamos, la estaba esperando un hombre, nos separamos’. Y bien, ¡sentí unos celos desgarradores, hubiera querido ser aquella mujer, en todo ese misterio de lo desconocido, con la que él había cambiado aquel beso”.
Quizás los celos verdaderos sean los infundados porque la voluptuosidad de celar consiste en su absoluta falta de sentido. Una mirada que “El” desliza a una desconocida que se cruza por la calle puede causar más dolor que el hecho de que se esté yendo de casa con dos pasajes en el bolsillo del saco. La actriz Cristina Banegas a quien, ya sea bajo la forma de Antígona como de cantante de tangos, nadie deja de encontrar deseable, llegó a tener celos de... Cristina Banegas: “Una vez paseaba por una galería. El hombre con el que yo salía entonces se apartó y yo me quedé mirando una vidriera. Vino, me abrazó y me dijo algo así: ‘Qué linda que estabas, si te hubiera visto y no te conociera, igual me hubiera enamorado de vos’. Entonces ¡me puse celosa de mí!”. Apaciguada por un amor estable puede hoy reflexionar con cierta ironía sobre el sufrimiento de haber sido repetidas veces y como decía Chanel, “la irregular”: “Soy muy celosa. Siempre me enamoro del maestro, del ideal del yo o de la función capanga. Y ser la amante de un hombre que es Dios es como tener un Dios aparte. Durante muchos años, ese hombre era un hombre casado. Creo que eso empezó en mi infancia. Mis dos padres, grandes seductores, me hacían escenas de celos y yo oscilaba entre mi madre y mi padre. Ahí debo haberme quedado pegada a eso de estar con una pareja. Y el Dios aparte siempre estaba casado con una Diosa, mientras yo siempre me siento como una chica con primaria incompleta. He sufrido de celos horribles. Recuerdo una vez en París. A ‘el’ lo llamó su esposa al cuarto del hotel. Yo discretamente me escondí en el baño. Abrí al máximo las canillas para no escuchar la conversación y me metí en el agua. Y, sin darme cuenta, empecé a arañarme el cuerpo. Como si quisiera pelarme viva, y así me sentía. El me proponía, de algún modo, que las esposas pasaran y que yo, no. Pero en un momento se separó de su esposa y se casó con otra. Entonces yo sentí que pasaba a ser la otra de la otra. No soy ni la otra, lindo slogan, ¿no? Hasta que me encontré un Dios que estaba separándose y dejé de ser la otra para ser, luego de ocho años de análisis, la esposa”.
Para el psicoanálisis los celos son tanto un ingrediente para avivar el propio deseo como un signo de nuestro interés por el rival. Para el psicoanalista Mario Levin: “Cuando el propio deseo tiene una cotización baja, se va a buscar ese deseo en el rival aun a costa del propio sufrimiento. Implica una operación adonde yo vuelvo a tener algún valor que, de otra manera, no tendría. El celoso sabe que, al tratar de restituir su propio deseo, necesita hacer ese rodeo por un otro a quien le atribuye una prestancia imaginaria, adjudicándole un deseo que a éste puede resultarle totalmente ajeno. Porque alcanza con ‘estar enamorado de un hombre’ para suponer que se quiere acostar con tu mujer. Esto tiene que ver más que con la homosexualidad con esa supuesta prestancia del rival. ‘Yo soy un guerrero bruto y no un fino universitario como Casio’, dice Otelo. Y entonces no falta nada para que comience el delirio celotípico. Los indicios son de orden material, pero la interpretación es delirante como el pañuelo de Desdémona que Yago, el instigador, pone enmanos de Casio, con quien Otelo está fascinado y que cuida a Desdémona por orden de éste, como si dijera ‘te lo mando y luego celo’. Pero es ese celar el que lo reinserta en el circuito del deseo”.
La humorista Maitena no tiene ningún pudor en reconocer: “Yo no tengo celos de que mi marido coja con otra, pero sí de que tome café con alguien interesante. Por supuesto que tiene que ver con la homosexualidad. Si veo una mina linda, la primera en mirarle el culo soy yo y se la marco. Es muy claro, tengo celos cuando la mina me gusta a mí”.

Otelo/a
“Existen dos canciones. Una, la canción contra las mujeres: La mujer muy pronto varía, muy tonto es el que de ellas se fía y otra contra los hombres, la de Shakespeare: Sigh no more. Ladies, sigh no more, men were deceivers ever. One foot in sea and one on shore, to one thing constant? Never (No suspiréis, mis señoras, no suspiréis más. Los hombres fueron siempre traidores. ¿Fieles a una sola cosa? Jamás.)”, le cuenta a Madelaine Chapsal, Pauline Reage, la autora de Historia de O. Laura Klein, filósofa, no quiere hablar de sus propios celos, pero hay en su vehemencia y en sus ojos verdes de iluminada un indicio de que ese sentimiento no le es ajeno, claro que su disciplina le da antecedentes prestigiosos como la relación entre Dios e Israel: “Según el Antiguo Testamento el adulterio es un pecado contra Dios. Entre los dioses paganos, el mundo surge de un coito primordial entre los dioses principales. En la operación hebrea la obra es una creación de la palabra. Con eso se desplaza el erotismo orgiástico y se acaba la promiscuidad. Aparece un dios que no tiene cuerpo ni sexo, es un nombre y depende del reconocimiento de los humanos, un dios inaccesible pero íntimo. Yavé es un dios celoso y esto es fundante en el monoteísmo. ‘No tendrás otros dioses delante de mí’, dice. Nadie se disputa Israel, pero Yavé con su pasión la transforma en la elegida. Tan voluptuosos son los celos de Dios como la infidelidad de Israel. Y Yavé es un dios celoso porque elige arbitrariamente a su amada y se disputa a esta ramera que nadie desea, pero que es la elegida. Los celos en las relaciones amorosas entre hombres y mujeres están simbolizados en la relación de Dios con Israel”.
Los celos no se pueden sentir, dice la psicoanalista Michele Montrelay. “A mi modo de ver, los celos no se pueden experimentar. Es algo muy curioso. Tú ves en tu interior algo que ha sido tu ser, al verlo posado sobre otra, es todo tu ser que te es arrancado y que ves en otra parte. Si no tienes más ser, no lo puedes sentir más. Las mujeres que nos despiertan celos son siempre rubias, en el sentido de que llevan sobre ellas la luz del deseo que antes te iluminaba a ti”.
Lo que los celos proponen es un desquiciante, fuera de sí. Porque lo que plantean es algo así como nuestra desaparición de la escena. Si es la mirada del otro la que nos da forma, desplazada hacia la otra mujer nos precipita a una trastienda adonde hemos dejado de ser. Sin esa mirada, para nuestra imaginación, somos un cuerpo que se anatomiza, que abandona su carácter de deseable, de visible en el mundo y para un único ser. ¿No es eso lo que verdaderamente queremos decir cuando hablamos de celos físicos? Para ese cuerpo cuyas piernas se aflojan, cuya mirada se enceguece, cuya boca se deforma en un grito vikingo no hay más que caer en la cama o, como Victoria Ocampo, en medio de un probador: en una ocasión Victoria fue a la casa Paquin a probarse un vestido. La probadora, con la boca llena de alfileres, le comenta la belleza de una clienta, una ex del amante de Victoria”. Entonces ella se desploma en el piso. Cualquier mujer puede reconocer en el infierno de los celos una posición diferente de la del hombre. Cualquier mujer ha conocido también a esos hombres a quienes les gusta dejar pistas como un rollo sin revelar que contiene las fotos de su amante desnuda, tomadas en un veraneo disfrazado de simposio internacional. “Cuando una mujer pide el divorcio –explica la abogada Leonor Vain–, viene con una valija de indicios acumulados en toda una vida. A veces una se pregunta por qué tardó tanto, quizás sea por resignación o por mantener el statu quo o porque la infidelidad no llega a ser para ella una herida narcisista como para el hombre. Durante un juicio de divorcio el celoso llega a extorsionar a través de los hijos, deja de pasar la cuota de alimentos, no cumple los pactos con una dureza y una crueldad a menudo explícitas. Yo siempre digo, a través de mi experiencia, que la mujer es quien suele actuar el divorcio, pero que suele ser el hombre el que quiere terminar con la pareja. Al consultorio los celos llegan bajo la forma del acoso, las injurias, la persecución, pero sólo en un 10 por ciento la infidelidad es causa de divorcio”.
¿Hay hombres que gozan provocando celos? ¿Es posible que los que van dejando pistas como un delincuente primerizo sean simplemente distraídos? Para Michele Montrelay, y para el psicoanálisis en general, todo el mundo es femenino, pero “hay hombres que no llegan a vivir, a admitir su feminidad. Necesitan ver sufrir a una mujer, participar de su sufrimiento, sentirse la causa directa del mismo. En ese momento, se identifican contigo. Y, si no logran hacerte sufrir, herirte de otra manera, tratarán de hacerlo por el lado de los celos”.

Ver rojo
En una película de Francois Truffaut, La piel dulce, una mujer celosa mata a su marido con una carabina. Mientras camina por la calle, la cara crispada por la decisión de escarmentar al adúltero, el caño del arma asoma por debajo de su elegante piloto inglés. Como es clásico en los celos, de lo sublime a lo ridículo hay un paso y ese adminículo absurdo que los transeúntes no perciben se parece tanto a un símbolo fálico como a un prolapso o un caño de escape (en cierto modo lo es).
En todo caso, si como dice la psicoanalista Michele Montrely, la acción produce cierta forma de apaciguamiento, están aquellos a los que como a Otelo se les va la mano. A Marta Ferro, que hace policiales en Crónica y comienza cada mañana su tarea llamando a las comisarías para lanzar laburocrática pregunta “¿hay algún muerto?” le gusta narrar las sagas de otelos barriobajeros: “¿Celos? Ahora no me acuerdo cómo se llamaban. El vivía en Mar del Plata; ella, en un pueblito perdido de Jujuy. Se conocen por una de esas revistas del corazón. ‘Yo me estoy haciendo la casita’. ‘Yo estoy acá con un calor que ni te cuento, igual coso. Tengo una máquina eléctrica.’ Los dos apenas saben escribir. Se mandan fotos, primero en blanco y negro, después en color; ella siempre manda de carnet 4x4, pelo corto, largo, peinado de peluquería. El le cuenta: ‘Siempre en la obra con los muchachos, ya terminamos las chapas para el techo, ahora estoy haciendo la piecita para la garrafa, ¿no te querés casar conmigo?’. Llega el momento de la terrible verdad. ‘Mirá, yo tuve polio, quedé paralítica, me parece que no va, estoy en silla de ruedas’. Pero él dice: ‘Eso no es ningún impedimento’. Imaginate, ella viaja del pueblito a San Salvador de Jujuy. Con su valijita, acompañada por una hermana. Constitución-Mar del Plata. Y siempre en la silla de ruedas. Se conocen, se enamoran. El es callado, tímido. Ella se despierta a otro mundo, a un barrio humilde, medio manejado por el PC. Y entra en esa vida de vecinas que se encuentran en el almacén y que hablan: ‘Usted a la milanesa ¿le pone orégano o no? ¿Primero el ajo o primero el perejil?’. Hasta que aparece una vecina que dice que en el hospital puede hacer rehabilitación. El dice que no, que para qué, que la quiere igual como es. Que de otro modo la pueden mirar otros. Ella también lo quiere, pero sigue con la rehabilitación. Empieza agarrándose de los muebles. Después anda con muletas por la casa. Está por largar las muletas entonces... él va y la mata”.
Marta recuerda también a la travesti que entró en un frigorífico a conchabarse bajo el nombre de Carmelita y se ganó el puesto demostrando que levantaba reses y carneaba como cualquier macho. En Rosario consigue marido y se hace ama de casa, todo el día limpia que te limpia, ahora de la carne sólo conoce el peceto al horno que, al parecer, sabe mechar como Doña Petrona. Un día el marido viene con una pareja hetero, quiere que los cuatro hagan una fiestita. Entonces Carmelo agarra el cuchillo de la cocina y los mata a los tres. ¿Y el albañil de Mar del Plata?: “La silla está días enteros en el fondo –cuenta Marta–. El, calladito, cada vez más cerrado, dice que ella se volvió a Jujuy. La policía encuentra el cadáver enterrado en el fondo. En el juicio lo declaran inimputable por débil mental’. ‘No me quedaba otra’ dijo”. Al asesino no lo fascinó un rival concreto –o se llevó el secreto al manicomio–, cualquier hombre podía, para él, gozar de esa prestancia mencionada por Levín y que Otelo veía en Casio ni bien fuera ella la que se pusiera de pie.

¿Hay hombres que gozan
provocando celos? ¿Es posible que los
que van dejando pistas
como un delincuente primerizo
sean simplemente distraídos?

 


Quiero vengarme de ti

“Uno encuentra inocente el desear
y atroz que desee el otro.”

Proust

¿Quién no ejecutó un interrogatorio policial bajo una lámpara japonesa luego de haber extraído de un cuello de camisa, como prueba de infamia, un pelo rojo y largo como una tenia saginata? ¿Quién no avanzó en batón por un living plastificado (o no), al compás de un reloj que sonaba como el gong de los laboratorios Rank y haciéndose la pregunta suicida ¿alcohol o barbitúricos? Los celos son la primera universidad de las mujeres, gratuita, jamás perturbada por gobierno alguno, provocativamente versátil. A. aprendió de pronto francés para entender las cartas que una ex amante le enviaba desde París a su marido; B. descubrió la clave de un contestador automático y aprendió a levantar llamados que le dieron evidencia de que su novio salía con su prima; C. se hizo pasar por encuestadora para conocer a su rival; D. –en estado de ebriedad– estrechó la mano de la mujer que su marido le presentaba como a “una amiga” diciendo: “Mucho gusto, las amantes de mi marido son mis amantes”. La periodista Silvia Itkin cree en la venganza: “Es imposible devolver con la misma moneda porque jamás, para salir de una situación de celos, sepuede hacer algo equivalente. Por ejemplo si el jefe de personal te echa a vos, no podés ir y echarlo a él. Pero hay que escarmentar al tipo que, en base a un equilibrio delicado, pero largando miguitas a lo Hansel y Gretel deja un tendal de minas cornudeadas, de esos que te abandonan en dosis homeopáticas. Vengarme no me hace sentir culpable, al contrario, hace más eficaz el duelo. Por eso recomendé en mi libro Quiero vengarme de ti hacerle al tipo en cuestión o al objeto de la venganza literalmente la vida imposible. Por ejemplo, cuando se sabe que está con otra, mandarle regalos equívocos como ropa interior, champagne o mensajes tipo ‘fue una noche maravillosa’. O esconderle un CD favorito o contratarle servicios incómodos: un coche fúnebre, una ambulancia y que le toquen el timbre” . De sus propias instrucciones, la vengadora sólo ha realizado la de organizar una patota de ex del mismo sujeto para que lo acosaran telefónicamente. “Hay dos reglas: 1) la venganza no debe ser deportiva ni gimnástica. Allí como en los celos no hay condecoraciones. 2) En la venganza siempre se necesitan cómplices”, sentencia acariciándose las charreteras imaginarias que se ganó en guerras de amor. Pero hay versiones populares. Marta Ferro dice que las evidencias están en los altares de la virgen de Pompeya o de la Desatanudos: “Pegados a las comisarías están los fotógrafos truchos, esos que le ofrecen al tipo al que le acaban de chocar el coche y que viene a hacer la denuncia, sacar una foto de los restos. Esos son los que, cuando el comisario me dice ‘no hay nada para usted, pavaditas’, te cuentan que en el barrio hay un cura que mata todas las camadas de perritos de su perra, ¿será un celoso? Entonces nosotros damos la nota Que Pluto lo perdone. O que vino a la comisaría un tipo que quería denunciar a la mujer que estaba celosa y le ponía cucarachas en las empanadas. Hormigas, moscas, qué sé yo, veneno no era, en el fondo le estaba dando proteínas. Una vez llamaron al diario para decir que había una bomba frente al Banco Francés. Pero ¿explotó o no explotó? ¿Sabés qué? Era un despacho o trabajo. Esas cosas que los brujos heavy (porque los brujos son heavy, las brujas no, a lo sumo se manejan con el tarot) hacen que una mujer que quiere retener a un hombre o hacerlo volver pongan en algún lugar. Un paquete con un diente de no sé quién, la uña del tipo, cresta de gallo, plumas. Y lo más fuerte es deslizarse por la iglesia vacía y dejar eso bajo el altar o en el cementerio. Qué adrenalina se debe segregar. Después viene el cura y dice “¿qué es toda esta porquería?”. Ninguna porquería, son las acciones de las celosas que no leyeron Las mujeres que aman demasiado y que pagan en obediencia y en cantante y sonante a un pai de dudoso acento brasilero y cuyas órdenes las hacen, por algunos minutos, olvidarse de sus celos para sentirse tan infieles a Dios como el Dios del Antiguo Testamento decía que era Israel.

Marcianitas o
guerreras en reposo

Hay mujeres que jamás sintieron esa flama y se jactan de no evocarla bajo la forma de la nostalgia, que se ofenden si alguien les sugiere que han violado secretaires, revisado bolsillos o llamado por teléfono en busca de una voz de mujer desconocida e imaginariamente desnuda. Maitena dice que no es celosa: “Más bien me han reclamado que no sintiera celos. Mi primer marido tenía un restaurante y solía llegar a las tres de la mañana. Un día llegó a las ocho y yo estaba durmiendo. Me hizo una escena –¿Cómo, no pensaste dónde estoy?–. Y... supongo que tomando algo con los muchachos y jugando a las cartas... ¿Yo fiel? Bueno, respetá que estoy embarazada de siete meses. Pero sí, soy fiel y teniendo en cuenta que la mayoría de las mujeres lo somos cuando nos enamoramos de alguien aunque sea diez minutos”.
Ingrid Pelicori está actuando en una obra de Andrea Garrote llamada La ropa en donde una esposa y una amante se conocen por azar y cultivan una amistad adonde no falta cierta fascinación mutua ni el pacto que prohíbe explayarse en el tema espinoso “él”, por eso hablan todo el tiempo de moda. La psicología prêt à porter indica preguntarse ¿tenía la autora alguna cuestión personal con los celos? ¿El hecho de que la cointérprete de Pelicori sea su hermana significa algo, como para el personaje que Bruce Willis interpreta en El último boy scout significó algo que la tapa del inodoro del baño de su casa estuviera levantada (el amante de su mujer había estado ahí)?
–Nada que ver. No, no tuve celos ni cuando nació. A mi hermana yo le llevo diez años y más que mi hermana podría decir que es mi hija. La idea de que mi hermana y yo actuáramos en la obra fue de Rubén Schumajer. La ropa no trata de los celos sino de una relación imposible. Psé, es probable, la otra tiene un secreto que habla del deseo de ese hombre”.
Pelicori no se siente tentada por el tema y su voz grave suena aplomada cuando dice que no es celosa: “Yo diría que porque tengo una visión fatalista o resignada. Como si supiera que el otro siempre te va a dejar por alguien o una lo hará. Los celos son un infierno al que se puede entrar o no. Yo no entré. Y no creo que el precio sea una menor intensidad. Con un hombre me importa el rato que pasamos juntos, no controlar lo que no debería importarme.” En un rapto de honestidad y como es psicóloga comienza a sospechar de sus propias declaraciones y va a buscar al fondo de su infancia adonde hubo un gran seductor, su padre, el actor Ernesto Bianco, y una mujer, también actriz, Iris Alonso, que dejó de trabajar para formar una familia. Imagina una clave allí, pero no la dice. Luego vuelve a su certeza de no ser celosa y le pide a la cronista que, si no le cree, llame a sus amigos, a sus ex amores y vea: “Investigame”.
Renata Schussheim no niega sus celos, por algo lleva el pelo al rojo máximo, pero no quiere ni acordarse: “Soy celosa del pasado, del presente y del futuro. Con o sin fundamento. Bien enfermita. Hummmm, ahora mismo me vienen como flash pero no, no quiero recordar. Porque salta la pantera y no quiero. Por supuesto, uno sabe que no es una basura cuando eligen a otro, que una es divina, pero hay otra gente divina, pero... No, no quiero hablar... ¿Si tengo algo entre manos? ¡Transpiración tengo! En este momento estoy en terreno cenagoso, sé que voy a alguna parte, pero no sé adónde. O estoy... ¿emboscada? Sí, ésa es la palabra. Estoy emboscada esperando un signo del cielo”. Seguramente si no habla es porque aún espera la flama de la pasión que siempre tiene el mal gusto de venir con celos incluidos.
Los celos son irrespirables, es cierto, pero contienen aún una potencialidad subversiva en la era que medicaliza las pasiones dejándolas en su punto medio y pautadas por un contrato con el común acuerdo de las partes. Y para una mujer es el jardín de infantes de la especulación teórica, el largo y redentor camino de las maquinaciones de hilo fino, origen de todo conocimiento, la hoguera que termina en sabiduría. Después que vengan los libros.