Retrato
de la
vida dañada
El
pasado mes de agosto se cumplieron treinta años de la muerte de
Theodor W. Adorno, uno de los más destacados intelectuales del
siglo, defensor de una perspectiva absolutamente negativa sobre el presente.
Son treinta años, también, de su Teoría estética
(murió escribiéndola), una de las obras decisivas para comprender
el lugar del arte en nuestro tiempo. La reciente reedición de Minima
Moralia es una buena ocasión para recordarlo.
Por
Alan Pauls
Como
Bertolt Brecht, Fritz Lang, Douglas Sirk y muchos de sus contemporáneos,
miembros de la generación de artistas e intelectuales más
brillante que haya dado Europa Central en el siglo XX, Theodor Wiesengrund
Adorno, medio judío por parte de padre, no esperó que se
desatara la guerra para escapar al avance del nazismo. Su amigo Max Horkheimer,
fundador del famoso Instituto de Investigaciones Sociales de Frankfurt,
ya había entrevisto la catástrofe en 1933, cuando decidió
abrir una filial del Instituto en Ginebra y otra en París, en la
École Normale Supérieure, desde donde se embarcó
hacia un largo exilio en los Estados Unidos. Adorno vaciló, esperanzado;
todavía le parecía posible organizar la resistencia a la
barbarie en ascenso. Pero los bárbaros no tardaron
en disuadirlo y Adorno emigró a Oxford, Inglaterra, donde empezó
a preparar un doctorado en inglés. Desde Nueva York le llegaron
señales de vida de Horkheimer, que estaba reorganizando el Instituto
en la Universidad de Columbia y lo exhortaba a unírsele. En 1938,
cuando respondió a la exhortación, Adorno tenía 35
años, una promisoria amistad con Horkheimer, una carpeta con los
artículos sobre música rara (Hindemith, Bartók,
Alban Berg) que había publicado en revistas especializadas de Alemania
y las ruinas casi olvidadas de un sueño (ser músico, componer
ópera) cuya destrucción se atribuye a Walter Benjamin, que
habría leído el libreto escrito por Adorno y lo habría
juzgado mediocre.
La década que Adorno pasa en Estados Unidos no es, a primera vista,
demasiado fecunda. Trabaja con Horkheimer en el Instituto, escribe algunos
artículos sobre jazz y sobre los efectos culturales de la comunicación
de masas para la revista Studies in Philosophy and Social Science (clon
norteamericano de la revista original de Frankfurt) y se concentra básicamente
en dos proyectos: la redacción, junto con Horkheimer, de Dialéctica
del Iluminismo (1947), piedra de toque de la Escuela de Frankfurt, donde
aparece por primera vez el concepto de industria cultural, y la reunión
del material para la investigación psicosociológica que
más tarde, en 1950, desembocará en La personalidad autoritaria.
Entre esos dos mamotretos, sin embargo, se desliza la escritura de un
libro menor, lateral, que habla en voz baja, casi cuchicheando, y aprovecha
su provisoria condición de cuaderno de notas para contrabandear
algunas de las páginas más justas, sofisticadas y perspicaces
del ensayo contemporáneo, y también algunas de las más
desamparadas. Ese librito es Minima moralia.
Adorno
publicó Mínima moralia en 1951, cuando hacía dos
años que había vuelto con Horkheimer a Alemania, pero las
fechas que puntúan sus tres partes (1944, 1945, 1946-1947) delatan
que el libro gira sobre los goznes de la década americana.
Minima moralia está dedicado a Horkheimer, y el mismo Adorno, en
el prólogo, admite haber empezado a escribirlo el 14 de febrero
de 1945, en ocasión del cumpleaños 50 de su amigo. Obra
maestra de un escritor perdido entre funcionarios, según
lo definió Jürgen Habermas, el libro encarna de una manera
singular, perturbadoramente oblicua, el gesto inaudito que Nicolás
Casullo advierte en ese exiliado que sobrevive mal, como desubicado, en
el medio que le ha dado asilo: el aparato institucional de las ciencias
sociales norteamericanas, las vísperas del capitalismo avanzado.
Es como si Adorno girase la cabeza y descifrase a contrapelo, en
la penumbra del bien, al enemigo que desde ese momento importaba:
la cultura de las lógicas y fines civilizatorios salvadores,
escribe Casullo. Sin duda habla de la Dialéctica del Iluminismo,
donde Adorno y Horkheimer, prófugos del exterminio nazi, diagnostican
un proceso cuyos efectos prometen ser igualmente drásticos: el
formidable cambio social que implican la industrialización de la
cultura y el avance massmediático. Ese giro de cabeza,
sin embargo, está también en Minima moralia, aunque en un
estado negativo, como en ausencia. Al reflexionar sobre la
violencia que lo desterró (el colapso, el Holocausto, todo lo que
transformó a la vida en vida dañada, esa experiencia
indecible más allá de la cual ya no hay experiencia), Adorno
vuelve una y otra vez sobre el gran trauma que partió en dos el
cuerpo del siglo XX, pero también abre la posibilidad de pensar
la variante de aniquilación que insinúa la sociedad del
espectáculo: menos un apocalipsis puntual, como el hitleriano,
que un devenir apocalíptico, las formas más o menos atroces
de futuro que se abren para esa prisión al aire libre en
la que el mundo está convirtiéndose. Hitler
está vivo, escribe Adorno cuando la guerra ha terminado.
La vida mutilada, el verdadero objeto de Minima moralia, es la vida
que no vive, esa esfera de subjetividad desgarrada que la filosofía
siempre desdeñó y que ahora, cuando el fascismo ha hecho
que la totalidad y la barbarie sean finalmente sinónimos, Adorno
reivindica como una posible tierra de asilo para el potencial contestatario.
Minima moralia es el retrato de la vida privada después de la catástrofe.
Página tras página, con un encarnizamiento que no cede,
Adorno, testigo de la extinción, cataloga todo lo que está
desapareciendo en el tejido de la experiencia intersubjetiva. Su mirada
es microscópica, pormenorizadora, de un detallismo que roza la
frivolidad, lo que explica perfectamente que Marcel Proust sea el autor
que más se le cruza en el camino. Lejos de las grandes categorías
y los niveles macro de análisis, lejos también
de los objetos oficiales del pensar, Minima moralia sigue las huellas
que ciertas prácticas, hábitos, gestos y hasta objetos dejan
cuando agonizan, sentenciadas por una mutación social que reemplaza
toda autonomía por una suerte de delirio de unanimidad. La casa
burguesa, los modales, la cortesía, la alusión como figura
del lenguaje cotidiano, el tacto como arte de la distancia, los regalos:
cada una de esas banales instancias domésticas funciona en el libro
como el punctum en el que Adorno lee la metamorfosis de la experiencia.
Tropieza con un par de pantuflas y anota: Las pantuflas están
diseñadas para meter los pies sin ayuda de la mano. Son símbolos
del odio a inclinarse. Se detiene frente a una ventana corrediza,
una puerta de heladera o de auto, y deduce el modo en que la violencia
de la tecnificación esculpe los gestos humanos, obligándolos
a volverse precisos y adustos y a olvidar, también, cómo
cerrar una puerta de forma suave, cuidadosa y completa. Como Walter
Benjamin, al que tantas veces excomulgaron del marxismo por cultivar el
vicio interpretativo de la alegoría, Adorno va del signo (práctica,
hábito, gesto, objeto) a la nueva configuración de la vida
sin pasar por ninguna mediación, arrastrado por una intuición
a la vez salvaje y rigurosa, esa mezcla de conocimiento, experiencia subjetiva
y forma estética que alguien, más tarde, llamaría
una imaginación exacta.
No es casual, pues, que los textos de Minima moralia sean breves, y que
sólo los ordene un lábil principio cronológico. El
mismo Adorno, todavía demasiado hegeliano, se resistía a
considerarlos aforismos; los llamaba conversación,
forma laxa, menos regida por una coherencia teórica explícita
que por un principio de montaje, por medio de la que pretendía
lograr lo mismo que perseguía reuniendo su elegíaco corpus
de nimiedades cotidianas: resistir al sistema y a su exigencia
de totalidad. Roland Barthes, treinta años después,
se habría conformado con llamarlos fragmentos: ráfagas
altamente condensadas, pero no de pensamiento, ni de sabiduría,
ni de verdad (como en la máxima), sino de música.
Antología de intermezzi musicales, Minima moralia es un Adorno
puro; es decir: un libro cuyo pesimismo brilla con una inteligencia insoportable,
y cuyos desalientos confirmados por más de medio siglo de
historia, revitalizados por un espectro de herederos que va de los Situacionistas
al combativo tándem de Alexander Kluge & Oskar Negt son
ásperos, vibrantes como descargas eléctricas. Un libro-duelo,
sí, sentimental y anacrónico (los
epítetos son de Adorno), pero un libro cuyas páginas más
frágiles y lastimadas todavía conservan la violencia suficiente
para raptar, hoy, el pedazo de experiencia que describían hace
más de medio siglo. Alguna vez, para elogiar a Benjamin, Adorno,
que no era rencoroso, escribió que todo aquello sobre lo
que escribía se volvía radioactivo. El que lo dice
lo es.
Crónica
de la incomodidad
Por
Daniel Link
Theodor
Adorno nació el 11 de setiembre de 1903 como Theodor Ludwig Wiesengrund-Adorno
en la ciudad alemana de Frankfurt am Main. Para obtener la visa norteamericana,
siguiendo el consejo de sus amigos, en 1938 Adorno suprimió su
primer apellido por las resonancias judías del Wiesengrund paterno.
Adorno creció en el seno de una familia burguesa europea. De su
madre italiana (María Calvelli Adorno era cantante lírica)
le viene su gusto por las artes (pero esto es tan típico
que bien puede ser imaginario). Entre 1918 y 1919, con 15 años,
Theodor toma cursos con Sigfried Kracauer, uno de los fundadores de la
teoría cinematográfica. En 1919 estudia composición
con Bernhard Sekles; en 1921 cursa estudios de Filosofía, Musicología
y Psicología en la Universidad de Frankfurt. Comienza a escribir
críticas musicales en la prensa. Conoce a Walter Benjamin en 1923,
con quien establece una estrecha amistad discipular. Ambos
quedan igualmente deslumbrados por Historia y conciencia de clase del
húngaro Georgy Lukács. A través de él, conocen
los escritos de Simmel, otra de las lecturas decisivas del joven Adorno.
En 1924, obtiene su doctorado en Filosofía con una tesis sobre
Husserl. Al año siguiente se traslada a Viena, donde toma clases
de composición con Alban Berg y clases de piano con Eduard Steuermann.
Desilusionado con el irracionalismo hegemónico en el
círculo de Viena, vuelve a Frankfurt en 1926 y comienza su tesis
de habilitación sobre Kant y Freud, tesis que será rechazada
por la Universidad de Frankfurt (lo mismo le sucedería a Walter
Benjamin en Berlín y, años después, a Roland Barthes
en París, lo que demuestra la incomodidad institucional ante ciertas
formas del pensamiento crítico).
En 1927, Adorno intenta las primeras síntesis entre crítica
musical y crítica ideológica, una de las obsesiones de su
vida. Entre 1928 y 1931 es redactor de la revista vienesa de música
Anbruch. En 1931, finalmente, obtiene su habilitación con una tesis
sobre Kierkegaard, que se publica en 1933, el mismo día en que
Hitler sube al poder.
A pesar de la aceptación universitaria, Adorno prefiere ingresar
al Instituto de Investigaciones Sociales, dirigido por Max Horkheimer,
donde trabajaba también Herbert Marcuse. Siendo uno de los más
privilegiados vástagos de la República de Weimar, Adorno
siempre eligió la incomodidad.
Para escapar del nazismo, el Instituto se muda a Ginebra en 1934. En el
período 1934-1937, ya en el exilio, Adorno trabaja como advanced
student en el Merton College de Oxford (Inglaterra). Se casa con
Margarete Karplus. En 1938 se traslada a Nueva York, donde continúa,
junto con Max Horkheimer, con la labor del Instituto de Investigaciones
Sociales. Trabaja con una energía inaudita en numerosos proyectos,
incluida su colaboración con Thomas Mann para su Doktor Faustus.
Participa del Princeton Radio Research Project. En 1941 se traslada a
Los Angeles, donde permanecerá hasta 1949. En colaboración
con Horkheimer publica la Dialéctica del Iluminismo, una crítica
feroz a la razón moderna, instrumentalizada por su propia dinámica
y puesta al servicio de los sectores más reaccionarios de la sociedad.
A partir de 1944 integra el Berkeley Project sobre la naturaleza y extensión
del antisemitismo. En 1953, con cincuenta años, Adorno abandona
definitivamente los Estados Unidos y regresa a Frankfurt, donde publica
Minima Moralia y Filosofía de la nueva música. Se incorpora
al refundado Instituto de Investigaciones Sociales, del que se hará
cargo en 1959, cuando Horkheimer se retire de la vida académica.
A propósito de los episodios de mayo del 68, tiene serios
desacuerdos con los estudiantes. El 31 de enero de 1969 abandona el Instituto
debido a la intervención policial en los claustros. Muere el 6
de agosto de 1969 de un infarto cardíaco mientras terminaba, en
Suiza, su Teoría estética.
Luces
de Adorno
POR
D.L.
Cada año, más de dos mil jóvenes argentinos ingresan
en la carrera de Comunicación en la Universidad de Buenos Aires
con el masivo anhelo de convertirse en alguien: un periodista, un publicista,
un universitario. Todos ellos quieren ser únicos y, desde el comienzo,
no hacen sino aprender los límites de esa imposibilidad. El nombre
que, para ellos y para siempre, lleva esa imposibilidad de individuación
en las sociedades de masas es el de la Escuela de Frankfurt, cuyos textos
constituyen los platos obligados del banquete introductorio a las teorías
de la comunicación y la cultura. Marcuse, Horkheimer, Benjamin
y, por supuesto, Adorno van suministrando la cuota de pesimismo necesario
para irritar a sucesivas generaciones de jóvenes educados en la
barbarie tecnológica.
Hacia el final de su vida, Adorno renunció a las clases que dictaba
en el Instituto de Investigaciones Sociales (el nombre oficial de la Escuela
de Frankfurt), enfrentado a muerte con los estudiantes del 68, que
habían invadido sus oficinas en reclamo de un mundo mejor (para
el escritor italiano Alberto Arbasino, Adorno murió de contestación,
precisamente). El sabio alemán, que junto con sus compañeros
frankfurterianos había inventado la teoría crítica
y la dialéctica negativa como formas de rechazo total del presente
tal como es, debía enfrentar ahora un coro de párvulos
que le reclamaban que afirmara la revuelta. Adorno se retiró a
Suiza a terminar de escribir su obra mayor, la Teoría estética.
Todos y cada uno de los libros de Adorno son un monumento al rigor conceptual
y al pensamiento libre y, por eso mismo (en estos tiempos de pensamiento
débil y canalladas culturales), difíciles. Su
Teoría estética, compendio de una vida entera de sabiduría,
tal vez sea su libro más dificultoso, dificultad agravada por una
traducción intransitable (cuando Adorno piensa en la música
aleatoria, por ejemplo, el traductor español escribe música
casual) y el sencillo hecho de que Adorno murió antes de
terminar de escribir esa brillante y sombría colección de
fragmentos sobre el arte y la cultura, editados por Gretel Adorno y Rolf
Tiedmann.
Pero lo más difícil de entender en este Adorno terminal
tal vez no sean sus argumentaciones en una obra prácticamente
póstuma no es de extrañar que Adorno elija dialogar, digamos,
con el mismísimo Hegel, en el celestial trono de la filosofía
sino propiamente el radical punto de vista que la Teoría estética
sostiene.
Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente...,
ni siquiera su derecho a la existencia: tal el célebre comienzo
de la Teoría estética. En esas dos líneas está
cifrada la posición de Adorno: el arte encuentra dificultades para
subsistir en el contexto de una avanzada sociedad de consumo. Todos y
cada uno de los fragmentos que integran la Teoría estética
(una fabulosa colección de aforismos, podría pensarse) subrayan
esa inminencia de desaparición del arte (la música, la literatura,
las artes visuales), que ni siquiera el impulso vanguardista alcanza a
salvar. Muy por el contrario, para Adorno el arte nuevo no
hace sino llevar la crisis del arte en el siglo XX mucho más lejos.
Lo curioso, lo sorprendente, lo inquietante es que treinta años
después de su formulación, los pronósticos de Adorno
se sostienen y esa inminencia (va a desaparecer) vuelve con
toda su fuerza tenebrosa. No porque el arte realmente vaya a desaparecer
sino porque sólo puede progresar a la sombra de la amenaza (hegeliana)
de su propia desaparición.
La negatividad del arte, su única fuerza, es lo que
lo enfrenta a la cultura. Si la cultura (para Marcuse) tiene un carácter
puramente afirmativo (exige ser afirmada y eso es precisamente lo que
la convierte en un dispositivo de captura), el arte (para Adorno) sólo
puede existir en la negación de la cultura: El arte es la
antítesis social de la sociedad y no se puede deducir inmediatamente
de ella.
El pensamiento de Adorno funciona en constelaciones o ráfagas,
como la música (Schoenberg) o la literatura (Beckett) que le gustaban
y que usa cada vez que necesita dar un ejemplo en las poco ejemplificadoras
páginas de su Teoría estética.
Acusado de elitista, antidemocrático, oscuro, cada una de sus frases,
sin embargo, ilumina como un estallido de luz estroboscópica esa
necesidad de ser uno mismo que el capitalismo avanzado ha
transformado en la única certeza ético-política.
Y lo que se ve, bajo esa iluminación intermitente, son las formas
cadavéricas de una noche de brujas, el shopping de la irracionalidad,
la inmoralidad de la cultura.
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