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SOMOS TODOS REDONDITOS

Tengo una costilla clavada en el bazo del único jubilado que viaja en un colectivo: los otros cincuenta mil ocupantes matan mosquitos a manotazos en el techo mientras ¿cantan? sobre un par de Che Guevaras y una bandera para fumar, o algo así. Consigo desclavármela cuando el vigoroso anciano se pone a saltar junto al resto. Me apeo. Es viernes por la noche, y unos amigos me llevan en coche al concierto de un tal Patricio. Una hora de atasco les sirve para ilustrarme sobre su banda, que resulta ser todo un superclásico.

Los Grateful Dead argentinos, me dicen. Guau.

El stadium rock, ay, ya casi no se estila en España. y me entran ganas de abrazar a la policía montada cuando la veo. Calles cortadas, vallas, chalecos antibalas y la Cruz Roja: como volver a la escuela, pero a lo bestia. No pierdan estas tradiciones entrañables, como nosotros.
Esquivamos los cadáveres, las botellas de plástico y las bostas de caballo, subimos unas escaleras y contemplamos una plaza de toros inmensa tomada por los cincuenta mil del principio. Claro está, continúan dando saltos. Desde arriba, la vista es impresionante: Frase Típica de Extranjero, pero ya me disculparán. Los recitales de Grateful Dead olían a pachuli; éste apesta a pólvora de bengala. Bueno, y a porros (primera semejanza). Cuando se apagan las luces, no sé por qué, me acuerdo del público de la carrera de Ben Hur, y cuando creo que de un momento a otro veré aparecer al Papa o a Arafat sale a escena un señor calvo y rarito como Michael Stipe, aunque mejor alimentado. Se mueve peor, también.

El tal Patricio y sus tocayos tienen letras como en acertijos, aunque con el clamor no se entienden mucho. Ni falta que hace. La gente los adora: corean hasta la lista de la compra, lanzan cohetes y se golpean el pecho descamisados. Como en las peregrinaciones a La Meca, sólo que auspiciadas por la FIFA o por Quilmes. Es fascinante: a ratos le hacen olvidarse a uno de lo que suena. Y eso tampoco es justo, hombre. Se nota que la banda es veterana por los distintos palos rockeros que toca (bien), y se nota que el teclista aún no domina el libro de instrucciones del sampler cuando lo conecta y el escenario se queda a oscuras. Pero vuelven a los acertijos de tres acordes y todo se arregla. Algunos comentan que fue un poco frío, demasiado tranquilo: ¿qué consideran cálido por aquí? Quizá para compensar, a la salida unos agentes me toman por un atracador de bares. Debí haber abrazado a aquel caballo de la policía montada. Eso habría estado Redondo.

MARC LLORENS*

*Periodista catalán, redactor de varios medios musicales de Barcelona y colaborador habitual de la revista -que aquí se consigue- Rock de Lux. Eventualmente, Marc está radicado en Buenos Aires y en esa condición trata de acercarse a todo aquello que tenga que ver con la idiosincrasia rockera argentina. Desde ese punto de vista es que aceptó escribir algunas de sus sensaciones después de ver a los Redondos, el viernes pasado.