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ESTALLA EL VERANO

Postales de Cosquín, ese otro país

Madrugadas campestres

Cada año, el festival de folklore más famoso y televisado del país convoca todo tipo de personajes y provoca todo tipo de situaciones. Con mayoría de jóvenes, por supuesto. Pibes que son tan del palo como uno de Flores o Martín Coronado, sólo que al ritmo de chacareras o de un grupo que parece ser la versión “altiplano” de Pink Floyd. Ah, y nada de Soledad.

A la hora en que los relojes de todo el país indican que es muy tarde y en Cosquín la vida recién empieza (alrededor de las cinco de la mañana, aproximadamente), un puñado de jóvenes ensayan junto al río la primera zapada de la noche: una guitarra algo desafinada deja escapar una zamba de Peteco Carabajal, excusa y argumento para que se ensaye el enésimo brindis con tinto y un par de parejitas concreten las insinuaciones del día anterior. Sólo se trataría, entonces, de una cuestión de slogans. El sex, drugs & rock and roll que patentó Ian Dury un par de décadas atrás se vería tamizado por el criollismo coscoíno y trocaría en un espontáneo sexo, vino y chacarera. Aunque en Cosquín, pueblo argentinísimo liberado por la música (aunque a veces den ganas de oprimirlo con un poco de silencio), tampoco habría que descartar el tercer ítem del slogan original. Ni el segundo.

“Para que esto sea rocanrol sólo falta la histeria”, dice Cristian, un artesano de 19 años que viajó por primera vez a Cosquín. Llegó haciendo dedo, como corresponde en estos casos, y durante los nueve días que duró el festival vivió junto con otros colegas en un galpón abandonado, “luqueando con el caretaje que viene a comprar boludeces y viviéndola después con los chabones del palo”. Los chabones del palo, aunque tienen poco que ver con los chabones del palo que van a ver a La Renga, están en la peña del Dúo Coplanacu, o merodean por ahí. El arquetipo del folklorista argento, tanto el viejo (Horacio Guarany, Los Chalchaleros, etc.) como el joven (Los Nocheros, Facundo Toro y un etcétera cada vez más largo y tonto), que regala cotidianamente la pantalla de ATC, se diluye inexorablemente en la postal que se dibuja allí. Es una suerte de neohippismo telúrico: chicos y chicas de evidente extracción universitaria del interior, mucha ropa hindú, pelos largos, barbas de cuatro días, remeras del Che, bijouterie rockero-psicobolche y una pila interminable de botellas vacías (49 por ciento de cerveza, 48 por ciento de vino tinto, 3 por ciento de gaseosas indican los guarismos de una consultora coscoína al cierre de esta edición) conforman la coreografía vital que envuelve el santuario: la improvisada (pero insustituible) pista de baile.

Allí pasa todo lo que tiene que pasar antes de que pasen las cosas. “Esto es como Cemento, pero piola” dice Cristian, el artesano, y no puede disimular el porteñismo que le brota por todos lados, aunque intenta torpemente un paso de chacarera. A su lado, Mariano, de 23 años y nacido en Santa María del Valle de Punilla, lo mira con cierta sorna. Nunca fue a Cemento, pero sabe lo que es, y piensa que los porteños siempre intentan explicar todo con Buenos Aires como parámetro. “Acá los guasos bailan porque les gusta. Si te podés levantar una mina, mejor. Pero si aparece una gorda espantosa y tiene onda, bailás igual. Y lo mismo al revés. Cristian me dice que en Buenos Aires no pasa eso y que en los recitales de rock primero tenés darla vuelta con algo a la mina para levantártela. Acá no es así, pero no sé por qué”. Arriba del escenario está tocando el Bicho Díaz, nacido en la Quebrada de Humahuaca y radicado en Córdoba. Su grupo, La Eléctrica Folklórica, es una especie de Pink Floyd del altiplano, con arreglos progresivos y una atmósfera ácida para envolver sonidos de sikus, quenas y guitarras distorsionadas. Entre el público, la mayoría escucha, unos pocos están en otra y un puñado baila a la usanza de las tribus norteñas, y se les nota el dialecto cordobés estudiante de antropología.

El folklore alternativo es un ghetto en Córdoba. Pero un ghetto cada vez más grande. El Dúo Coplanacu (salvando grandes e insalvables distancias, serían algo así como los Redondos de hace 15 años) lleva vendidas más de 10 mil copias de su segundo CD, Paisaje, y en su peña convocó a unas 10 mil personas a lo largo de nueve noches que no terminaban con el amanecer. Son referentes de una movida que ya los excede. A su alrededor se mueven decenas de grupos y solistas “independientes” que no andan mendigando contratos con las multinacionales que compraron el boom del otro folklorejoven. Igual que en el rock, ¿no? Rumi Kami, Cosecha de Agosto, Emiliano Zerbini, María de los Angeles Ledesma, Marilina Mozzoni, Fernando Barrientos y José Ceña son sólo algunos de los nombres que forman parte de la movida. Ricardo Moreno (27 años, coscoíno), de quien se dice que es uno de los mejores bailarines de Córdoba, se la ha pasado armando y desarmando grupos de rock y de folklore. “Ahora -señala- estoy formando una banda de heavy-folklore. Una cosa más densa, algo así como lo que hizo Iorio con Flavio. Creo que el folklore debería pasar por ahí.”

Lejos de la histeria que generan los genuinos exponentes del falso folklore joven (Los Alonsitos, Facundo Toro, Los Tekis, y demás émulos de Ricky Martin), Nidia, de 16 años, se gana unos pesos pintando remeras con frases de distintos poetas, desde Pablo Neruda a Silvio Rodríguez, pasando por Cátulo Castillo. El año pasado trabajó durante el festival como mesera en una peña y la estafaron. Dice que en su vida apareció primero el folklore, a través del baile, y después el rock. Y ahora son las 9 de la noche en los suburbios del balneario Azud Nivelador, un buen horario para otra ronda de mate y chacarera. Deja su mochila quechua en las rocas, y baila con unos amigos una chacarera del Cuchi Leguizamón. Después habrá tiempo para que se asuma rockera, pero no de Marilyn Manson ni de Korn, sino de lo que ella entiende como rock: “Sui Generis, Seru, Almendra... y también los Redondos”.

Un rato después, en la patriótica plaza Próspero Molina, el doctor Miroli, con la aprobación del caricaturesco Julio Maharbiz, arenga a la gente valiéndose de una interesantísima parábola que compara, con una poética finísima, la blancura de la luna coscoína con la blancura de la cocaína. No se sabe si es a favor o contra. Alrededor de la Plaza pasan otras cosas, pero -por suerte- ATC no está allí para mostrarlo.

Prefabricado

Luciano Pereyra tiene 17 años. Tiene, además, la suerte de vivir en Luján, donde también vive Horacio Guarany. En un asado de esos que organiza el veterano folklorista se conocieron las dotes folklóricas del muchacho, y Guarany, que no tiene un pelo de tonto, se lo llevó a EMI, su sello discográfico. Allí rebotaron a Abel Pintos, el chico de 13 años que apadrina León Gieco, pero se dieron cuenta de que Luciano podía funcionar, oponiendo su imagen a la de Soledad, propiedad de Sony. Le hicieron firmar contrato y le pusieron un productor exclusivo, que lo fue moldeando. Le arreglaron un look pibe-sencillo-de pueblo, sin revoleo de poncho. ¿La música? Lo que se impone en las grandes oficinas del género: folklore romántico, especial para las chicas. Ya ganó el Premio Consagración en Jesús María, y en Cosquín se fue ovacionado. Luciano es un típico producto del folklore oficial y por ahí se convierte en otro fenómeno de masas. Por ahora, es lo que en el rock tantas veces ya se ha visto. Y tampoco será el último.

FERNANDO D’ADDARIO
Desde Cosquín

Tres lugares, tres ambientes

Electrónica de primera

Buenos Aires siempre tiene ese no sé que... Hasta los domingos que no tienen fútbol ni otra cosa que hacer/mirar. Basta con recorrer la ciudad desde la Boca hasta el centro para encontrarse con un trío de opciones adecuadas a los sentidos inquietos. Aquí, una hoja de ruta para no deprimirse antes del lunes tan temido.

La señora come con tranquilidad sus rabas, sentada mirando hacia el escenario armado en la vereda frente a la Fundación Proa, en la Boca. No es la única que se dedica a ese menester en el restaurant que comparte vereda con la Fundación. Enfrente, en la vereda que hace las veces de costanera del Riachuelo, pasean familias bien descansadas, turistas entusiastas y jóvenes un tanto aburridos. Pero a los que les va llegando la hora. Es un domingo soleado por la tarde, y ya se han ido acallando los acordes tangueros que asoman unos cincuenta metros más allá, casi exactamente frente a Caminito. Ahora es el turno de los jóvenes modernos y contemporáneos, que han copado la vereda de la Avenida Pedro de Mendoza opuesta a la orilla. De un lado está el río, con sus pintorescos barcos semihundidos clásicos de la Vuelta de Rocha; del otro un curioso escenario que semeja al mismo tiempo una cabaña de alpinista, una falsa tribuna popular y, efectivamente, un escenario. Desde esa llamativa construcción cuadrada y oscura --un proyecto experimental de arquitectura que, según explica la gacetilla de rigor, lleva por nombre La Máscara de la Medusa y fue realizado por el norteamericano John Hedjuk-- entran en acción los músicos y dj’s del ciclo “Música Proa Concierto 99”, denominación oficial de los conciertos de verano de la Fundación, un evento que ha transformado al barrio en un punto de encuentro dominguero para los modernos porteños desde hace ya más de un año. Y que, durante este verano aguado y poco activo, hace las veces de punto de partida para los Domingos Electrónicos ‘99 que supimos conseguir.

Durante el año que pasó, Buenos Aires ha logrado dar entidad a una pequeña generación de rockers activos y alternativos, una reducida pero fiel tribu urbana que responde a grupos y solistas varios, muchos de ellos presentes en el compilado Indice Virgen, uno de los más importantes lanzamientos independientes del ‘98. Pero, más allá de los nombres de los grupos, esta tribu urbana es reconocible gracias a los lugares en los que se aquerenció: el C.C. Rojas, la Alianza Francesa, el Observatorio o el Podestá, por nombrar sitios (infaltables semana a semana en la cartelera del No) que durante el año permitieron armar un recorrido que no se circunscribía al fin de semana. Claro que todo tiene un límite. Llegaron las vacaciones y, zas, no hay ni una fecha, ni un lugar de encuentro salvo el tantas veces aguado y tan popular Buenos Aires Vivo, o su símil bonaerense, cariñosamente apodado Buenos Aires Bobo por los propios músicos. Aunque hay una excepción: la de los domingos. Tanta excitación semanal durante el año se ha traducido durante el verano en apenas un recorrido dominguero. Que comienza antes de que caiga el sol en la Boca, sigue en un lugar llamado Cubic --la invención más extraña y más festejada del domingo porteño-- y termina pasada la madrugada en La Cigale, un bar que deviene discoteca electrónica durante un rato, como para terminar un día movido. Y tan de moda que hasta la revista Show On --esa que te impide quedar como un huevo duro-- está a punto de lanzar una nota banalizando la recorrida. Que es la rareza de este verano: Electrónica de Primera, todos los domingos todos.

Pero mejor volver al ejemplo inicial de este último domingo: siete de la tarde, sol que se está yendo pero aún insiste con lo suyo, y la señora de las rabas que escucha atenta la música. “¿Cómo se llaman estos chicos?”, le pregunta al cronista del No. “Victoria Abril”, es la respuesta. Se nota que el nombre la desorienta un tanto, porque vuelve a preguntar. Después calla y come. Desde el escenario, el cuarteto --revelación en la última encuesta de este suple, al punto de amenazar en algún momento con el primer puesto-- intenta lo suyo con su timidez característica, acrecentada por la luz diurna y las miradas ajenas. A pesar, incluso, de la compañía de Sebastián Mondragón (Estupendo) y Gonzalo Córdoba (Suárez) como músicos invitados, con lo que el sexteto resultante adquiere características de mini-supergrupo. Pero es difícil soltarse a bailar en la vereda de Proa,ante tanta mirada curiosa de comensales, paseantes e incluso pasajeros de algún colectivo que queda atrapado en el tránsito de Pedro de Mendoza. Para ellos, sus ventanillas devienen apropiado balcón para sorprenderse ante el devenir de músicos y/o bailarines. “Era mejor cuando esto se hacía en la terraza”, añora alguien entre el público. Es cierto: la vista era mejor, y había algo de privacidad al aire libre. Pero alguien recuerda también cuando un vecino airado, harto de los ruidos, subió las escaleras del edificio para tirarle por la cabeza su instrumento al músico de turno. Algo que no puede pasar en la legalidad formal y democrática de la música en la calle. Aunque en la Boca nunca se sabe. No deja de ser un tanto quebradiza la paz lograda entre la cantina, los tangueros de antes de las seis y los electrónicos del anochecer.

Para los entendidos, la llegada de la noche indica que hay que poner proa hacia Cubic, una suerte de discoteca/bar amateur y clandestina ubicada en pleno centro porteño. La dirección (secreta) pasa de boca en boca sin publicidad alguna y con la seducción del secreto. Es el lugar para seguir bailando. “Me acuerdo que la primera vez que decidimos abrir, a mediados del año pasado, hicimos unos volantes a mano con la idea de repartirlos entre los habitués de Proa”, cuenta Marcelo, uno de los tres responsables de Cubic. “Pero cuando llegamos se habían ido todos. Así empezamos.” Cubic es, en realidad, un departamento amplio --”4-o Confitería”, se lee en el portero eléctrico-- ubicado en un edificio con tres pisos de cocheras y luego mayoría de oficinas, que en los fondos tiene un gran patio techado con pileta. Durante la semana funciona como gimnasio, pero los domingos se transforma en un agradable ambiente para terminar el día. Esa siempre fue --al menos-- la idea de los anfitriones, que llevan un triángulo plateado en sus ropas y se entusiasman/divierten cultivando una jerga seudo-espiritual. Es una de las cosas más divertidas de Cubic: cuando se ingresa al lugar, la bienvenida queda a cargo de Iván, un portero muy particular. “Si es la primera vez que vienen, no se asusten”, dice en la puerta una chica para la que esta vez es, efectivamente, la primera vez. Pero a la que le aconsejaron precisamente eso.

El lugar es sencillo y acogedor, aunque sólo como lo sería una eventual pileta de Mau-mau. Cubic tiene algo retro, y su modernidad no es tan contundente. Gran parte de los presentes, de hecho, parece sentarse en sus lugares esperando que algo suceda. Otros fuman, absortos. Recorre el lugar una paz de ciencia ficción, gobierno mundial y lunas de Júpiter. Unos pocos nadan en la pileta a los gritos, molestando a los demás. “Esto antes no pasaba”, concluye un habitué de los viejos tiempos. De disfrute secreto de pocos, Cubic ha pasado a ser el lugar de moda del domingo, lo que trae aparejados algunos problemas a la satisfacción por el trabajo bien hecho de sus responsables. “A mi me gusta que no haya tan poca gente como para que me aburra, pero tampoco que haya tantos que no puedas ni caminar por el lugar”, dice Marcelo. “Y eso estuvo pasando últimamente. Y la única solución que se nos ocurrió fue subir el precio de la entrada.” Poco democrática pero efectiva, la novedad hizo otra vez habitable al lugar. Aunque los 8 pesos que cuesta ahora acceder al lugar resultan un tanto caros, sobre todo si se tiene en cuenta que no incluye consumición alguna. Y lo único que compensa semejante costo es la moda. En su mutación de lugar cool a lugar de moda, Cubic aún no tiene entidad legal alguna. “Vamos a ver qué hacemos, porque queremos crecer”, dicen sus dueños. “Ser un centro cultural es una opción, pero aún no tenemos nada claro.” Salvo Iván, el portero místico, para quien no hay oscuridad en el mundo. El final del domingo llega con la Bulímica Audiotique de La Cigale, una confitería cerca de Córdoba y el bajo. Allí coincide mucho público de Cubic, que se queda sin lugar donde ir cuando éste cierra a las 24 (para no molestar a ningún vecino) junto a varias caritas que se vieron en Proapero para las cuales los 8 pesos del futuro centro cultural son algo excesivos. Sus “domingos de jam electrónico” --eso asegura un volante-- son ni mas ni menos que tan entusiastas como la mejor disco. Al menos así sucedió el domingo pasado. El lugar es pequeño, pero igual se puede bailar hasta las 2, hora límite para el fixture electrónico. Eso sí, allí no hay rabas ni señoras gordas. Y todo el mundo sabe que Victoria Abril es un grupo de rock además de ser una actriz española. Ah, éramos tan cosmopolitas, domingueros y electrónicos.

MARTIN PEREZ
Desde Buenos Aires