Desde
adentro, el trip ricotero como nadie lo contó
DE AMOS,
ESCLAVOS VIOLENCIA Y MENTIRAS
Nadie sabe cómo ni por qué, pero pasa.
Y cada vez más seguido.
Una excursión para ver a los Redondos adonde sea termina casi siempre
en reporte de guerra o algo parecido.
Mientras la policía y Crónica TV se relamen cada una
en lo suyo,
pibes que son de verdad no future tiran trompadas a la oscuridad
y la banda se encierra en su propio y a esta altura inexplicable hermetismo;
las bandas, esos desangelados que son los descamisados de la era menemista,
insisten en este amor incondicional que cada vez se vuelve más
peligroso.
Todo un palo, ¿no?
FERNANDO
DADDARIO
El
fin de semana largo y ricotero empieza y termina con la misma imagen,
convertida en postal por la escenografía de la estación
de trenes de Constitución: la guardia de infantería de la
Policía Federal despidiendo y dándoles la bienvenida a los
fans de los Redondos. A cuatrocientos kilómetros o a cuatrocientos
metros del lugar donde debe concretarse el verdadero ritual de Patricio
Rey, se verifica otro muy distinto, el de una realidad que excede largamente
el rock, y que se convierte en un círculo vicioso sin salida aparente.
Medio millar de detenidos, un chico que podría quedar ciego, otro
que corre peligro de quedar parapléjico, un centenar de jóvenes
con balazos de goma, un sargento herido de bala, un par de autos incendiados,
otro par de negocios saqueados, Crónica TV, Duhalde,
el intendente Aprile, son engranajes de un viaje alucinado, motorizado
a través de una peligrosa química que incluye una mística
inexplicable, dosis de frustración, violencia irracional (pero
no gratuita) y una pizca de rocanrol auténtico.
Ahí,
en el 504, van los últimos mohicanos, dice Víctor
Estancate, inspector del tren que sale de Constitución el sábado
a la 1 de la mañana. Se refiere al último vagón,
clase turista, donde nadie (ni él, ni la policía privada
contratada especialmente para el asunto) se atreve a entrar. La salida
del tren divide al mundo entre la buena gente y los ricoteros. Los primeros,
alarmados por la cercanía del aluvión zoológico,
se refugian en los pullman, que tienen calefacción y perfume a
desprevenidos turistas de fin de semana largo. Un cartón de vino
barato, una remera rockera y/o la piel morena son los carnets involuntarios
que utilizan los gendarmes del tren para ubicarlos. Del vagón 401
al 504, territorio tomado. ¿Qué pasa allí? Todo.
¿Y por qué no? Mauro, de 22 años, Berazategui, dice
que todo empezó antes de la salida del tren anterior. Acá
estamos todos tranquilos, pero en el de las once y media de la noche había
pibes que porque los veían con un cartón de vino les pedían
documentos y como no tenían se los querían llevar en cana.
Otros querían colarse en el tren. Pintó la infantería
y empezó el quilombo. Yo estoy acá desde las diez, otros
vinieron después y tratamos de no hacer bardo hasta poder subir
al tren. El viaje parece consumirse en cánticos interminables,
vapores dulzones y alcoholes duros. Un par de grafitis en las paredes
de uno de los vagones dan testimonio del momento que se vive: La vida
sin los redondos es matar el tiempo a lo bobo, o Redondos, mi único
héroe en este lío.
El tren llega a Lezama, un pueblo casi fantasma, donde debe cruzarse con
otro vehículo que viene de Mar del Plata. Algunos bajan al andén.
El lugar es un páramo, mucho más a las cuatro de la mañana.
Si nos obligan a bajar acá, es peor que caer en cana,
dice uno de los pibes. No, todo bien, acá me quedo a vivir,
estás todo el día fumado y chau, le contestan con
brutal honestidad. Mientras discuten alternativas, el tren arranca. Un
maquinista alterno cuenta que quiso pasar por el andén 502 y un
par de mujeres le robaron ropa y dinero. Sus compañeros lo gastan,
mientras toman un café en la confitería convenientemente
cerrada al paso de las huestes de Atila. El mismo maquinista cuenta también
que le avisaron que cuando llegara el tren a la zona de Viboratá,
se fijara si no había algún cuerpo tirado en las vías.
Es que en el tren anterior parece que tiraron a uno, pero yo no
vi nada, informa. Uno de los policías privados advierte,
entre risas ajenas: La próxima vez, los metemos a todos en
trenes de carga, y para que se diviertan les damos garrafas con kerosene,
seguro que van a viajar más felices ...
Mar del Plata los espera. El resto de los fans y la policía también.
El frío duele, hay fogatas en La Rambla, en las plazas. Los pibes
se juntan en las esquinas. Son muchos. Algunos manguean unas monedas para
el vino. Otros no. Simplemente están. Y esperan. Un grupito de
cuatro espera al lado de una panadería. Entran dos y toman
prestado una torta de chocolate y una tarta que parece ser de ricota.
Las comen en la esquina. Ya habrá tiempo para correr. En La Rambla,
otro grupo de chicos canta. Unotiene una guitarra vieja. Yo me vine
a Mar del Plata sin una moneda, pero no de mala onda. Vine así
porque no tengo una moneda, y lo único que me cabe es ver a Patricio
Rey y a Quilmes. Soy HIV (sic), y ni voy a ver laburos porque sé
que no me van a tomar y aparte sé que soy un poco bardo. Y si te
digo que estoy sin una moneda es así, nada, ¿eh? Me colé
en el tren, acá la piloteamos para comer y esas cosas y después
en el show voy a ver qué onda. Si no puedo entrar no importa, yo
a los Redondos los sigo a todos lados ..., cuenta Claudio, que dice
tener 17 años y parece un par más. Pronto se acercan sus
amigos. ¿A vos no te mandará la yuta, no? pregunta
uno de ellos al cronista.
¿Qué onda? A la tardecita, el barrio que circunda el Patinódromo
parece lo que se ha visto por la tele de Kosovo. Sin la CNN, pero con
Crónica TV, es decir, escabrosamente real. La secuencia es así:
adentro del estadio hay cientos de chicos con entradas fotocopiadas (en
San Miguel un chabón nos cobraba tres pesos por cada entrada trucha,
dirá luego un pibe, ya adentro). Afuera del estadio hay cientos
con entradas auténticas que no pueden entrar. Y unos cuantos más
que no tienen entradas ni auténticas ni truchas, y que quieren
entrar igual. La policía se relame. Ha llegado su turno. Responde
a la primera avalancha con metralla de balas de goma y granadas de gases
lacrimógenos. En la avenida Juan B. Justo todos corren: policías,
fans, los autos que tuvieron la mala idea de pasar por allí. Desde
los patrulleros, camionetas policiales y celulares, los vestidos de azul
apuntan y tiran, al bulto. Total, son redondos. ¿Quién va
a responder por ellos? ¿El Indio?
Los chicos no son santos, claro. Prenden fuego un auto, luego otro, destrozan
un patrullero a botellazos. Algunos festejan, otros ni pueden ver la hazaña
porque tienen los ojos enrojecidos de gas lacrimógeno. El gas obliga
a correr sin ton ni son. Las balas no dejan lugar a opción. Cualquier
columna, casa familiar o colectivo abandonado puede ser el mejor o el
peor lugar donde guarecerse. Ahora le toca a una mueblería. Entre
seis se llevan un sofá (¿?).
Como emergente de una pesadilla interminable, desde lejos se escuchan
los acordes de Queso ruso, aquel clásico que habla
de los muchos marines de los mandarines/que cuidan por vos las puertas
del nuevo cielo. En medio de las balas y los gases, los desangelados
arengan Oh, vamos los Redo.... Surrealismo, pero del peor.
El cronista consigue entrar finalmente por una puerta alternativa, donde
los empleados de seguridad no tienen escopetas pero sí palos y
cinturones. Adentro del patinódromo empieza otro mundo. La gente
está contenta, canta y baila. Las banderas (74, en total) lo testifican:
Vivimos temiendo despertar de este sueño, o Luzbel
te dio la sangre/y te llamó Patricio/y nuestras almas te coronaron
Rey en este infierno encantador. ¿La banda? Una aplanadora.
Cada día suena mejor. ¿Las bandas? Gritan: Indio,
Indio, Indio, huevo, huevo, huevo, como si el Indio fuera Giunta.
O Chicho. Son dos horas de show. Sube Willy Crook. Los pibes lo aplauden
porque lo presentó el Indio. Se escucha La bestia pop,
Vamos las bandas, Criminal mambo (impresionante
Skay, como en todo el concierto) y Ji ji ji, todo de un saque.
Parece increíble que semejante fiesta tenga su contracara en la
realidad que se vive afuera, como si fueran dos mundos distintos. Cuídense
en la calle, es la escueta despedida-consejo del cantante.
En la calle, precisamente, la policía (que estuvo un rato tranquila
porque se le habían acabado las balas, cosa que se pudo comprobar
en el momento del reabastecimiento) tira un par de tiros,
por inercia nomás. Los fans están exhaustos de tanto sueño
y pesadilla. Una parada en algún autoservicio y a dormir, en la
calle o en la playa. O directamente en el tren, mientras llegan de Buenos
Aires los contingentes ricoteros de recambio. La estación está
llena de cadáveres. Algunos se pierden el tren porque no están
en condiciones de despertarse. Una señora, convenientemente instalada
en el pullman, le pregunta al guarda: ¿Usted está
seguro de que no pasarán? Le juran que no, que están
encerrados ensus jaulas clase turista. ¡Bajen las persianas,
que van a empezar a tirar piedras!, grita otra mujer cuando el tren
ya salió de la ciudad. Señora, ¿quién
va a tirar piedras, si los ricoteros están adentro del tren?.
Pregunta sensata. Caza de brujas: Ojo que estos dos también
son de los redonditos ricoteros (sic)... cruzan información
las señoras. En el viaje de vuelta no hay tiros. Sí, mucha
resaca. En Constitución está otra vez la Infantería,
a la caza de otra guerra, que no se produce, quizá porque ya es
demasiado tarde (6 de la mañana) o demasiado temprano. No se sabe.
La escena se repite hasta el final del día, a medida que llegan
más trenes.
Hay demasiadas cosas que no se saben ni se explican cuando algún
inquieto lanza la preguntita del millón: Che, ¿por
qué se arma quilombo en los shows de los Redondos?
EL OTRO
PAIS
EDUARDO
FABREGAT
Ocurre
cada vez que algún funcionario menemista, del Gran Jefe para abajo,
aparece frente a un micrófono o una cámara para detallar
las bondades de vivir en esta Argentina modernizada de fin de siglo: para
el resto de los mortales, la apreciación es bien diferente, y se
sabe que hay otra Argentina que el discurso oficial nunca acepta. Ese
otro país es el que queda de manifiesto en los shows de Patricio
Rey y sus Redonditos de Ricota. Un país del que nadie quiere hacerse
cargo, pero el mismo al que los políticos suelen recurrir a la
hora de buscar votos. La Argentina real.
Parece bastante claro que los disturbios que ahora se produjeron en Mar
del Plata exceden largamente los márgenes de un recital de rock
y sus asociaciones con las drogas y el libertinaje. Los Redondos aglutinan
a todas las tribus rockeras, pero esa gente no vive en función
de un pentagrama: hacia la misa ricotera se dirigen los jóvenes
que el menemismo dejó en la zanja, sin trabajo, con un sistema
educativo rengo, ciego y golpeado y un futuro negro, desesperados por
saberse afuera de todo y al borde del estallido. Jóvenes que, además,
descreen de toda forma de militancia política, que en el pasado
servía para vehiculizar el reclamo social.
Las crónicas de la mayoría de los medios suelen pasar al
costado de ese estado de las cosas, concentrándose en la comprobación
de que el rock es un antro de perdición y violencia, y que las
bandas ricoteras son su expresión más acabada. Pero en esto,
por más balas de goma y garrotazos que reciba el perro, no se acaba
la rabia. Si los Redondos decidieran hoy mismo dejar de tocar, que apareciera
un nuevo foco de estallido sería sólo cuestión de
tiempo. En los 70, la disconformidad produjo militantes convencidos,
tanto como para tomar las armas si era necesario. A fines de los 80,
el instinto de subsistencia se tradujo en saqueos a supermercados. Hoy,
los desangelados a los que el Indio se refirió más
de una vez persiguen el placer de ver a su grupo favorito, pero eso no
borra sus sufrimientos cotidianos, sino que es más bien el contrapeso.
Quedarse fuera de la fiesta musical (incluso el solo hecho de participar
de la previa, como lo demuestran los disturbios en el tren ricotero) es
suficiente motivo para producir la chispa, y eso es a su vez suficiente
para que la policía en este caso la Bonaerense, nada menos
cumpla con su histórico rol de represión, con el aporte
de la seguridad contratada por el grupo. La ecuación es lógica,
siniestra e inevitable.
En este nuevo aquelarre quedan, por otro lado, interrogantes conocidos.
En 1995 en la 9 de Julio y en 1996 en Parque Chacabuco, los festivales
que recordaron la muerte de Walter Bulacio fueron oscurecidos por hechos
de violencia similares, y al día siguiente las cámaras registraban
montañas de tetra briks y comerciantes lógicamente enfurecidos
por los destrozos. Pero nadie se planteaba por qué esos mismos
comerciantes no habían presionado a sus colegas gastronómicos
para evitar la venta de alcohol. También, y más allá
del estofado social, cabe preguntarse por qué los mismos Redondos
hicieron sus shows y no acusaron recibo de lo sucedido: una sola frase
del Indio llamando a la cordura podría haber atenuado la beligerancia
de la gente. El ejemplo más claro sucedió en Olavarría,
cuando la prohibición del intendente Helios Esseverri hizo temer
lo peor, y sin embargo bastó con que Solari hiciera uso del micrófono
para que las bandas se desconcentraran en paz.
En este entramado no hay solución fácil. Responder a la
situación exigiendo una mano dura es equiparable con
el pedido de orden en los últimos meses de Isabel Perón,
y no hace falta puntualizar aquí cómo terminó ese
reclamo. Los que quedaron fuera del obsceno festival riojano están
en carne viva, y toda vez que se produzca un hecho que los agrupe -sean
los Redondos, un partido de fútbol o lo que pinte estarán
en condiciones de exhibir su descontento. El vandalismo, la violencia,
la intoxicación sin límite, son irracionales. Pero la masa
no se encuentra enun callejón sin salida por elección. Y
convertirlos en carne de cañón dos veces suena a demasiado.
SETECIENTOS
Escena:
martes a la tarde, el Indio Solari llega de Mar del Plata a Aeroparque
y es sorprendido por un par de cronistas televisivos. Entre molesto y
asustado por las cámaras y esa táctica stopper que han desarrollado
los periodistas que hacen notas a la salida de algo, se inicia el diálogo
mientras él camina hacia la calle.
Solari: Esto viene con un planteo social que es mucho más
grave. Nosotros estamos tristes, te imaginás que nadie puede estar
contento que pasen estas cosas...
¿Cómo lo tomaron cuando se enteraron de todo esto?
S: Sinceramente... Discúlpenme, no tengo nada que decir.
¿Qué pensás de la decisión de no
dejarlos tocar en Mar del Plata?
S: Tendrán que defender intereses, supongo, de los comerciantes...
Es una cosa que hay que resolverla de otra manera, esto es un problema
social mucho más serio y más grave.
¿Vos creés que pasa por ahí?
S: ¿Vos qué pensás? ¿O vos pensás
que los chicos nacen malos? Discúlpenme, no quiero hablar...
Lo que pasa es que los incidentes fueron graves y queríamos
saber la opinión de ustedes...
S: Bueno, ya te di mi opinión. Eso es lo que creo yo.
¿Pero a ustedes les preocupa?
S: Pero qué te parece... ¿Vos pensás que a
mí me pone feliz que pase todo esto?
Bueno, pero la solución ¿por dónde pasa?
S: No... Un grupo de rock no puede hacer un planteo social. Sobre
15.000 chicos había 700 que son marginales... Pero marginales no
en el término despectivo, están marginados de la sociedad.
Son unos chicos que se roban un ventiluz.
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