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Jueves 16 de Diciembre de 1999
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De cómo Los Piojos son la mejor consecuencia de la cultura stone argentina

Goles son canciones

Una banda de amigos de la secundaria que creció a fuerza de sensibilidad –para mirar, para entender, para describir, para tocar– hasta convertirse en síntoma clave de la época.
En la esquina de un barrio cualquiera en donde Jagger, el Che, Luca y Maradona significan algo parecido y despiertan la misma admiración, ellos le pusieron música a los días en la vida.
Así coronan una campaña de diez años, con más victorias y goles a favor que otra cosa.

ESTEBAN PINTOS
Producción: Pablo Plotkin

Que los chicos quieren rock está claro desde antes que Los Ratones Paranoicos titularan así un disco, tal vez el más afortunado de todos los que hayan grabado. El tema es cómo se da lo que se pide. La variante Los Piojos reúne ciertas condiciones básicas para satisfacer la demanda y un plus de inspiración y actitud que los sitúa por encima del promedio general de la oleada. La idea de que este rock dominante, futbolero y barrial –aguantista en exceso, también–, generó nuevos términos en la relación público-artista suena certera: el de arriba del escenario es como el de abajo (en algunos casos, apenas puede parecerlo, pero con eso le basta). Entonces la distancia que históricamente sirvió para potenciar el mito del rock and roll, aquí y allá, se borró, al menos en la Argentina menemista de los últimos diez años. El aluvión, entonces –que no es zoológico, vale remarcarlo–, cubrió todos los terrenos posibles e incluso fue incorporado a un circuito de difusión no convencional en algunos casos, u directamente aborrecido, en otros.
Los Piojos son de un barrio (Spinetta y Cerati también, todos los son, ojo), les gusta el fútbol (a veces, medio en broma medio en serio, dicen que “antes que una banda de rock, somos un equipo de fútbol”) y son, viven, andan por ahí, como cualquiera de los miles de pibes que van a verlos. Por ejemplo, los que van a ir a la cancha de Atlanta mañana. El quinteto formado en el colegio Rivadavia para tocar versiones más entusiastas que otra cosa de los Rolling Stones cumple los requisitos exigidos –vaya a saber por quién y para qué– para ser considerado “de verdad”. ¿Con eso basta? No. Si no hubiera habido en el medio un puñado de canciones certeras para entender de qué va la “cuestión”, y un directo lo suficientemente impactante como para sumar presencias en una larga marcha que recorrió la ciudad desde San Telmo profundo (Arpegios) hasta Núñez (Obras) y de ahí hacia Floresta y Villa Crespo (All Boys, Atlanta), todo lo demás no tendría sentido. En sus canciones, la mayoría de ellas historias dotadas de una poesía simple pero profunda a la vez, Andrés Ciro abre la puerta a una imaginería urbana que reúne amores, reviente, resacas, personajes, pensamientos volátiles y pequeñas utopías personales. Gente que espera el tren para ir a trabajar y gente que ve pasar el tren mientras se cuelga pensando en nada. Chicos de risa fácil y pequeños héroes anónimos, noches largas y felices, mañanas cortas y tristes. Y lo ha hecho a caballo de una identidad musical que se hace atractiva en la variedad. Es rock and roll, claro, pero también es murga, candombe y cadencia tanguera. Al fin y al cabo, la música del Río de la Plata de los últimos treinta años. Alguien tenía que hacerlo.
“Una vez, en un hotel en Puerto Madryn, Pity y yo entramos a una habitación en la que había dos somiers. Pity me dice ‘¿quiénes más vienen a la habitación?’. Pensó que íbamos a tener que dormir dos en cada uno y en realidad, no, había uno para cada uno. ‘Llamá a la recepción y pedí un champagne’, dijo él. Estábamos acostumbrados a compartir las camas”, cuenta Oscar Sofio, tradicional sonidista de la banda, y la pequeña anécdota reafirma la sensación inicial. Los Piojos han vivido estos años, vertiginosos seguramente –que tu canción se haga popular de verdad a la vez que pelee un puesto de ranking con Enrique Iglesias, debe ser fuerte, en ambos casos y por varias razones–, desde una serena perspectiva no exenta de desconfianza, legado tal vez de cierta ortodoxa ideología ricotera. Sufrieron por la exposición de sus canciones más famosas (“El farolito” y “Verano del 92”) y no pudieron creer que ambas formaran parte de compilados del tipo “enganchados brasileños”. Aún hoy pesa una suerte de condena tácita sobre las dos, el tiempo lo borrará todo. Se negaron a participar del programa de Juan Alberto Mateyko, El muñeco y así resignaron una buena paga por un ratito de playback. Siempre han preferido un bajo perfil de exposición en la farándula del rock y hasta se han molestado por haber sido los “artistas del mes”, una vez en MTV. De hecho,las puertas abiertas tras el impacto masivo de Tercer arco ya están cerradas y no hay retorno. Ese debe ser un pequeño triunfo para ellos de estos últimos dos años. Que la gente siga estando ahí, que los ojos indeseables se hayan posado en otro lugar y que la tan temida exposición ya no sea tal. “¿Para qué?, si así estamos bien” podría resumirse.
“En la época en que me ofrecieron si quería ayudar, era solamente vender las entradas con numeritos en Arpegios. Por más que para la gente de afuera sean “Los Piojos”, para mí son los mismos de siempre. Es un grupo de amigos. Ahora alquilamos los micros con camas para ir al interior, pero me acuerdo una vez que fuimos con micro de línea a Córdoba, y se inundó todo el micro: flotaban los bolsos, las guitarras”, cuenta Maru, amiga y testigo de la evolución de la banda. La vida pública de Los Piojos ha transcurrido en estos diez años por esa vereda. Han tocado por Bulacio, por las Madres y se han prendido en cuanto recital solidario hubiera que dar (incluso, compartieron, sin saberlo, un pequeño escenario montado sobre la avenida Belgrano, en la puerta de Página/12). Una canción nueva, todavía no grabada, “San Jauretche”, cierra el círculo de una definida postura ideológica, nunca partidaria. Andrés Ciro solía abrir los conciertos de hace un par de años con el Himno nacional con su armónica y las banderas celestes y blancas adornan la liturgia de cada show: un sentido nacional y popular bien entendido, sin desbordes ni desviaciones peligrosas. Suerte de nacionalismo maradoniano que se marcó a fuego en la década, iniciada con aquella puteada de Diego ante las cámaras del planeta, el día de la final del mundial 90. Hijos directos de una cultura representada en aquel gesto, los que van a sus shows y los que dan los shows, creen en lo mismo. Tal vez, los miles que se movilizan por la ciudad y alrededores cada vez que Los Piojos tocan, con banderas dispuestas y ánimo entonado para escuchar “Tan solo” una vez más, representan el sector juvenil postergado pero no resignado de estos tiempos. El tajante “yo acá, vos allá” de esta década hizo que se cerraran las filas en torno a pequeños símbolos de resistencia y esperanza a la vez, lejos ya de los grandes ideales de los setenta. En los noventa, más que nunca, una enunciación del tipo “una bandera que diga Che Guevara, un par de rocanroles y...(lo que sigue en el cantito)” dice más que varios slogans. El tiempo de discurrir sobre las implicancias de tal postura, brutalmente honesta, no ha llegado todavía.