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UNA LECTURA CRITICA PARA
UN DIAGNOSTICO CADA VEZ MAS FRECUENTE
Tuve ataque de pánico, igual que él
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Una paciente se había
autodiagnosticado ataques de pánico:
el análisis pudo vincular sus síntomas con su relación con el padre y su dificultad
para llegar a ciertos lugares.Pánico: Ahogo, mareo,
palpitaciones, temblores musculares, sofocación, sudoración, náuseas,
despersonalización, escalofríos, miedo a morir... |
Por Gabriel Eduardo
Bayeto *
Alicia, en una entrevista
en el hospital, contó haber leído un reportaje a León Gieco donde el famoso músico
relataba haber padecido un ataque de pánico: A mí me pasó lo mismo. Tuve ataques
de pánico, dijo la paciente.
Con cierto desconcierto, quise chequear aquello que en ningún momento se me hubiera
ocurrido diagnosticar en aquella chica.
La psiquiatría actual ofrece una sorprendente síntesis de los elementos a considerar
para el diagnóstico del ataque de pánico. En su libro Trastornos por ansiedad, Alfredo
Cía define la crisis o ataque de pánico de la siguiente manera: Son episodios
espontáneos y repentinos de ansiedad o terror intensos, acompañados por síntomas como
palpitaciones, disnea, mareos y una sensación de desmayo, muerte o descontrol
inminentes.
Agrega ese texto que para calificar como un ataque de pánico a estas crisis, se
deben presentar como mínimo 4 de los 13 síntomas de ansiedad panicosa durante un
episodio único, a saber: falta de aliento (disnea) o sensaciones de ahogo; mareo,
sensación de inestabilidad, sensación de pérdida de conciencia; palpitaciones o ritmo
cardíaco acelerado; temblores o sacudidas espasmódicas musculares; sudoración;
sofocación; náuseas o molestias precordiales; despersonalización o desrealización;
adormecimiento o sensaciones de hormigueo en diversas partes del cuerpo; escalofríos;
dolor, opresión o molestias precordiales; miedo a morirse; miedo a volverse loco o perder
el control.
Alicia había venido a la guardia del Centro de Salud Mental Nº 3 junto con una prima.
Manifestó tener frecuentemente una serie de sensaciones de intenso miedo, mareos, falta
de respiración, náuseas; contó que no podía salir a la calle sola: Voy a algún
lugar y siento que no llego. Estos estados incluían ideas de que se iba a morir. La
paciente llamaba a estos accesos la cosa. Cuando ocurrían: Me viene la
cosa. Ella se mostraba tímida, era de poco hablar y se definía como muy callada.
Con todo lo dicho, tenemos una serie de elementos que se adaptan fácilmente a las
definiciones expuestas anteriormente, aunque también es cierto que ya desde su
presentación Alicia nos anuncia algo que va más allá de cualquier generalidad.
Alicia vivía con sus padres, a quienes ayudaba en su negocio de bazar. Comentó que
últimamente no realizaba actividades ni salía, había dejado sus estudios y sentía
excesiva preocupación y miedo por su salud. Había consultado distintos médicos, se
había hecho distintos análisis sin que apareciera ninguna anomalía. Le recetaron un
medicamento que finalmente no tomó.
En su primera entrevista, relató un recuerdo de adolescencia: en mitad de una fiesta de
cumpleaños, se había desatado una tormenta, y su padre se había presentado para
alcanzarle un piloto de su casa, lo cual le produjo una inmensa vergüenza ante sus
compañeros: Me dio mucha bronca y estuve tres meses sin hablarle. Al contar
este suceso, se angustió y lloró.
Empezó a hablar de su padre: Mi papá siempre está mal, se la pasa yendo al
médico, siempre tomando pastillas, siempre se queja de todo, siempre se siente mal.
Respecto de su madre, ella nada que ver, hace de todo en la casa, se ocupa de
todo. No obstante definió a su madre como una persona bruta, que cuando
era chica a veces le pegaba.
Durante las entrevistas trajo muchos recuerdos infantiles ligados a sus miedos en el
presente: cuando era chica sentía mucho miedo a la noche cuando estaba por dormirse;
muchas veces pensaba que se iba a morir; en la escuela era muy vergonzosa y casi no
hablaba en clase, cuando estaba en un cumpleaños quería volver a la casa.
Poco antes de la consulta, ella había terminado una relación de pareja que había durado
un año y cuyo final fue poco claro: él pidió un tiempo yno la volvió a llamar, ella
quiso llamarlo varias veces pero no se animó; salió después con otros chicos pero no
pudo dejar de extrañarlo.
Luego de las primeras entrevistas surgió un sueño, en el cual ella se despertaba tarde y
no llegaba a su cita conmigo en el hospital. Al respecto contó que cuando era chica a
menudo soñaba que llegaba tarde al colegio y que cuando iba al secundario soñaba que
tenía que ir a clase y se le hacía tarde. Otra vez, tampoco llegaba.
Hasta aquí, hay una irrupción atípica de sensaciones en el cuerpo, una serie de temores
permanentes y angustia; interrogada al respecto, aparece un conflictiva y quejas referidas
a su padre. Alicia siempre le recriminó sus actitudes temerosas e hipocondríacas, a lo
cual su padre respondía: Cuando seas grande vas a saber lo que es.
Alicia denuncia en su padre un estilo muy poco resuelto a la hora de manejar su vida:
Toda su vida bajo las polleras de la madre, jamás hizo nada sin consultarla.
También cuenta que el padre tuvo durante muchos años una novia, que lo dejó; A
los tres meses conoció a mi mamá y se casó enseguida. Alicia infiere que su padre
se casó para no quedarse solo.
El material empieza a develar algo del orden de la identificación respecto del síntoma
paterno.
Una presentación clínica como ésta nos ubica en la encrucijada entre el discurso
médico-psiquiátrico y el discurso del psicoanálisis. Se pone aquí en evidencia el
enfrentamiento entre una modalidad caracterizada por establecer generalidades teóricas,
teniendo en cuenta fundamentalmente el componente fenomenológico, versus una modalidad de
intervención basada en la especificidad de cada caso en su dimensión singular.
Tal vez el caso en cuestión no sea el mejor ejemplo clínico para ilustrar lo que la
psiquiatría considera un ataque de pánico, pero, seguramente, al contener los requisitos
mínimos establecidos por ella, nos permite captar varias de las implicaciones de su
discurso, ya sea desde la transmisión social de éste, ya sea desde los efectos de una
terapéutica, y, en última instancia, desde las consecuencias de su aplicación.
Alicia nos conduce paradigmáticamente de un discurso a otro: desde las consultas
médicas, los análisis clínicos, hasta su consulta a la guardia de nuestro Centro; desde
la exposición de su cuerpo al saber del Otro, hasta la apuesta a la palabra desplegada en
su mayor expresión y con la riqueza significante que nos guiará durante la cura.
Muchas veces, la primacía o la popularidad de un discurso genera efectos penosos porque
condicionan la dirección de un tratamiento hacia la utilización innecesaria de
medicación. Alicia desobedeció la indicación farmacológica, eludiendo así, no sólo
cuestiones que se refieren a la línea paterna, sino también el mandato del discurso
médico.
Los enunciados de un paciente contienen, muchas veces, aspectos de la subjetividad que
obedecen a representaciones socialmente construidas de lo normal y lo patológico. Nombrar
el padecimiento bajo estos significantes, que son parte del discurso social, puede otorgar
a los pacientes una especie de alivio. Alicia nombra a su padecer la cosa en
un principio, pánico después. Poner un nombre allí donde hay algo
enigmático otorga a la sujeto algo, en el lugar donde no sabe de sí misma. Y, junto a
esos ataques de temores y sensaciones extrañas, la curiosa sensación de no poder
llegar. Hay un posterior despliegue de la cadena significante. Entre las dos formas
de decirlo aparece aquello que la hace sujeto, representada por aquellos significantes a
los cuales, a través de sus preguntas intente quizá querer llegar.
* Miembro del Equipo de Emergencias del Centro de Salud Mental Nº 3 Arturo Ameghino. El
texto anticipa un artículo que se publicará en el próximo número de la revista
Psicoanálisis y el Hospital, El diagnóstico en la práctica analítica.
MECANISMOS PRIMITIVOS AL SERVICIO DEL PODER
Clinton todavía usa pañales
Por David Slavsky *
Mientras el país más
poderoso del mundo efectúa una intervención bélica argumentando la necesidad de detener
la violencia en otro punto del planeta, en su propio territorio aconteció una horrorosa
masacre, perpetrada por alumnos de una escuela secundaria contra otros estudiantes, con el
posterior suicidio de los agresores.
Es al menos curiosa la advertencia a padres y jóvenes que hizo el presidente Clinton:
Tenemos que aprovechar esta ocasión para repetir una vez más a todos los niños de
Estados Unidos que la violencia es mala. Reclamó a los padres, en clara
disociación con sus propios métodos, que den el ejemplo mostrando cómo resolver
pacíficamente sus desacuerdos, acusó a la televisión como causante de la
violencia juvenil y recomendó a los padres proteger más a sus hijos contra las
imágenes violentas que corrompen la percepción de los jóvenes y les impiden ver las
consecuencias de la violencia.
¿Deberán los padres impedir a sus hijos ver series televisivas o les prohibirán mirar
los noticiosos que muestran los bombardeos con muerte y mutilación de civiles?
Si pensamos en los efectos sobre la subjetividad de los jóvenes, la lógica maniquea de
las series o películas en las que hay buenos y malos como esencias encapsuladas, es
similar a la lógica con la que la población norteamericana digiere esta nueva
intervención higiénica. Es muy poco lo que saben acerca de la historia y circunstancias
del país atacado, básicamente que hay un personaje despiadado al que hay que
escarmentar.
Esta capacidad de doble mensura moral o doble standard puede explicarse desde
lo que conocemos respecto al psiquismo individual y colectivo. Las organizaciones
psíquicas tempranas se estructuran sobre la base de un doble standard: el
niño muy pequeño tiende a autoidealizarse; lo bueno y positivo es él, lo malo está
afuera, en lo otro. Freud lo sintetizaba en la expresión todo lo bueno es yo, todo
lo malo es no-yo.
El psicoanálisis resultó maldito para la también autoidealizada cultura, no sólo por
desencubrir cuestiones acerca de la sexualidad, sino también por atreverse a describir el
funcionamiento psíquico de la infancia como no perecedero. Todos nosotros conservamos, de
manera latente, modos de procesar afectos y pensamientos propios de estadios infantiles, y
que en otro nivel fueron superados. Hay determinadas circunstancias, interiores o
exteriores a nosotros, que motivan un retorno ocasional o duradero al tipo de lectura de
la realidad que tuvimos, quizá todavía usando pañales.
Son múltiples las razones por las que necesitamos volver a idealizarnos como individuos o
como grupos. Las frustraciones, los fracasos, las heridas a nuestro amor propio las
compensamos así, suponiendo que lo malo, peligroso, imperfecto, está fuera de nosotros.
Este recurso es una de las bases del desarrollo de sentimientos e ideas asentadas en la
intolerancia, el prejuicio, la discriminación. Puede generarse individualmente pero
adquiere fuerte sustento cuando se instala en grupos, pequeños como en el caso de Denver,
o en grandes masas como ocurrió con el nacionalsocialismo en Alemania.
Que un niño, para mantener su equilibrio anímico, precise depositar lo malo fuera de
sí, no contiene ningún peligro: él no tiene capacidad para atacar destructivamente esa
exterioridad, sólo hacerlo en la fantasía. Pero cuando una sociedad entera o gran parte
de ella necesita autoidealizarse, el problema es grave. Y si esto ocurre en una nación
con gran capacidad de fuerza y destrucción, el debilitamiento de la autocrítica puede
aproximarla a una zona de riesgo impredecible, para los otros y también para sí.
* Psicoanalista. Docente universitario.
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