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DESDE LA IRA, PASANDO POR EL
AMOR, HASTA LA ESTUPIDEZ Las pasiones predominantes varían a lo largo de la historia y, según el autor de esta nota, en nuestra época prevalece la pasión desesperada e inútil de los despojados de todo.
Por Lucio Cerdá * ¿Cómo se expresa la pasión? ¿Cuál es su figura habladora? En definitiva, ¿cómo responde a los imaginarios de su época? Si puede teorizarse el deseo como una figura que sostiene lo humano en todos los tiempos, no puede pensarse lo mismo para esa construcción expresiva que dialoga con aquello visible de una sociedad que constituye su horizonte de sentido, y que se denomina pasión.Lejos de la idea de un sujeto trascendental, hoy intentamos comprender cómo se configura ese constructo histórico llamado subjetividad: preguntarse por la gestualidad pasional puede entenderse como un recorrido posible por un verdadero catálogo histórico de las culturas. En el espacio de subjetividad puede hablarse de lo pasional como un gran aparato significante, un código expresivo de alta densidad semántica, una construcción subjetiva que responde a una historicidad definida. Las pasiones, entonces, no se expresan ni significan siempre del mismo modo, pues se hallan íntimamente condicionadas por los imaginarios sociales y las prácticas sociales que los legitiman. En este punto, es necesario distinguir el concepto de subjetividad de aquel otro, más universal, de aparato psíquico, que remite a teorizaciones más a salvo de modificaciones sociohistóricas y que pensamos integrando el primero. Es posible reconocer el estilo pasional de cada época, dado que las pasiones gustan de inscribirse en los bordes de lo aceptado, en los límites de lo que habitualmente permite entender qué valora y qué pregona una sociedad determinada. Quien expresa la pasión es un sujeto trágico, que provoca turbulencia donde habitualmente hay quietud, que ejerce el grito donde se murmura; pero también es cierto que la figura expresiva, la escena en la que se inscribe el sujeto apasionado es una resultante de su época resaltada por lo que se calla y se dice, por lo que se hace y se omite, por lo que se piensa y aquello, impensable, que espanta. No hay pasiones que no sean testigos del universo de sentido que configura una sociedad: la tragedia griega pudo existir como cruce del discurso mítico con la emergencia del ciudadano que hacía propias las contradicciones de un mundo nuevo. La vida pasional de los griegos pivotea alrededor de la menis, la ira emblemática de Aquiles, que distingue la conducta del héroe. La palabra menis significa "indignación": ella organiza la subjetividad heroica, junto con otras significaciones que expresa el término thymós, la respuesta colérica que se erige en defensa del honor. El yo antiguo se configura --señala Mario Vighetti-- como sujeto de pasión, que practica como ideal el equilibrio para atemperar la ira y así convertirse en hombre libre. Se trata de una política de configuración de la subjetividad. Distinto es el entramado pasional del Medioevo, donde se conjugan de manera brutal las tradiciones "bárbaras" con la reconversión de la cultura latina llevada a cabo por los movimientos monásticos y la no menor influencia de la civilización islámica. La nueva subjetividad que encontramos en el siglo XII puede entenderse como un recorrido desde la Grecia clásica, donde lo colectivo fue reconocido como relevante, hacia un individualismo incipiente y teológico, ligado al programa personal de la salvación cristiana. Allí, la pasión amorosa destella como terreno de combate de los fuegos de la salvación. Apresurémonos a señalar que la pasión amorosa de la que se trata poco tiene que ver con las resonancias imaginarias con que la entendemos hoy. Los textos que tematizan el amor son escritos en su inmensa mayoría por hombres, generalmente hombres de Iglesia y ligados a los dueños de la tierra; hombres de armas y clérigos poderosos. De las gentes comunes, nada sabemos o casi nada. Allí se encuentran los escritos de Bernardo de Claraval, las cartas de Pedro el Venerable a Eloísa --historia emblemática junto a Abelardo--, el mito de Tristán e Isolda, la poesía trovadoresca que canta el amor cortés. Este último término refleja la distinción medieval entre corte y villa: el amor villano es cópula y procreación; el amor cortés es cosa reservada a espíritus ociosos. Señala Octavio Paz que por ello los poetas lo llamarán fin amors, amor refinado. Podríamos seguir puntuando momentos definidos de figuras pasionales que destaca la historia cultural. Pero, en cuanto a nuestra época, ¿qué podemos intuir sobre lo pasional? El filósofo español Rafael Argullol lo señala con agudeza: el hombre de nuestro tiempo parece alguien que vive sin enigmas ni ulterioridades. En el reino de los simulacros, juega con las emociones narradas en televisión, en el gusto de espiarlas en la pantalla con la tranquilidad de saber que la conmoción, si la hay, no durará mucho ni obligará a otra cosa que a acariciar el control remoto. En ese mundo la subjetividad no es otra cosa que un cúmulo de sonrisas de héroes y reinas que nada importante han hecho ni les interesa hacer: contribuyen, sí, a trivializar todo gesto que no esté dirigido a los únicos habitantes reconocidos hoy: los consumidores. Cierto es que pueden verse otros dibujos pasionales por allí: el gusto despiadado por el poder, sin otro objeto que el goce del bastón de mando; el afán incontinente por el dinero, con el agregado imprescindible de su lucimiento ante los otros. Pasiones vicarias y espejales, goces que denuncian un placer solitario y mezquino, masturbatorio. Sin lazo social que permita un horizonte de sentido compartido, puede verse también la pasión desesperada e inútil de los despojados de todo, los excluidos y olvidados que buscan de cualquier modo un lugar en el mundo, a veces violentamente, sin nada que ganar ni que perder. Este tiempo los ha convertido en miserables del mundo y les otorga, con la complicidad de las iglesias una única ilusión: venerar figuras religiosas para pedirles que, por milagro, les sea otorgado aquello que debiera ser derecho consuetudinario: un trabajo, un sustento, un porvenir. Todos los tesoros están guardados por dragones, decía Bellow; el problema es que ya nadie cree en dragones. Todo lo hermoso es difícil, sentenció Spinoza, pero es claro que nadie busca complicaciones inútiles. Nuestra subjetividad se halla interpelada, como pocas veces en la historia, por mutaciones difíciles de mensurar. En todo caso, en este fin de milenio pueden leerse indicios alarmantes de una época impiadosa y, lo que es peor, estúpida. Será necesaria una lucidez que, como decía Breton, nos exigirá pasearnos por el mundo con el ojo en estado salvaje. * Psicólogo. Profesor en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora.
NUEVA VUELTA DE TUERCA EN EL DEBATE SOBRE
ETICA PROFESIONAL Por José E. Nesis * A partir de las últimas notas publicadas en torno de la ética en el ejercicio del psicoanálisis me permito algunas reflexiones que considero pertinentes. Desde ya que no es mi propósito aquí continuar con el debate acerca de la cuestión planteada sobre los abusos en la práctica del psicoanalista o del terapeuta, aunque parece algo retrógrado hoy en día incluir la responsabilidad de los pacientes como parte de este tópico. Abordaré cuestiones mucho más básicas. La idea de que "regulación" es una palabra démodé en estos tiempos --citando a la nota de Korman-- no se debe a mi entender a la tendencia actual neoliberal sino que responde a la modalidad que gran parte de los psicoanalistas argentinos le han impuesto a su práctica. Se trata, en efecto, de un quehacer que respeta pocos de los derechos de los pacientes. Aunque no hagan al fondo de una discusión ética, podrían enumerarse algunos ejemplos que ocurren con mayor o menor frecuencia, según el caso: la no exposición de los títulos habilitantes, la no explicitación de que el psicoanálisis es una de las posibilidades que el paciente tiene para abordar el tratamiento de su dolencia y no la única, la omisión de estadísticas y pronósticos sobre psicopatologías (cuando los pacientes lo solicitan), las denominaciones con las que firman sus artículos ("psicoanalista" es ambiguo para quienes no están en el ámbito y no expone validación académica ni sanitaria; aun los doctorados omiten decir que son doctorados en psicología generando intencionalmente o no semejanza con los médicos, sean estos últimos doctorados o no), etc. Por supuesto que podrán aparecer varias explicaciones para esto. El "compromiso con el psicoanálisis", las diferencias entre psicoanálisis y psicoterapia, etc., inentendibles para los ciudadanos legos que desconocían su condición de "analizantes" en lugar de pacientes, y sólo aceptadas por estudiantes de psicología y psicoanálisis o por personas que se someten, no como parte de una tendencia neoliberal, sino probablemente como un componente de la tendencia anómica argentina, es decir una tendencia a la ilegalidad en todos los ámbitos. Parece probable por un lado que estas características de la práctica resulten extensivas a la mayor parte del ámbito psi y no sólo al psicoanálisis. Por otra parte, estos comentarios no pueden generalizarse y abarcar a todos los profesionales. Pero de hacer referencia al menos a un porcentaje importante de ellos, creo que se justifica revisar estos temas para evitar riesgos de desprestigio que afecten injustamente a pacientes, profesionales y a la misma potencialidad terapéutica del análisis. El psicoanálisis no puede descansar sobre los laureles que alguna vez tuvo en defensa de la búsqueda de la verdad y el compromiso con altos valores, sino que debería revisar su rol social en tanto puede devenir en encubridor y reproductor de problemáticas generadoras de patología y sufrimiento. La discusión es larga, pero vale la pena. * Psicólogo. Miembro del Comité Editorial de la revista Perspectivas Bioéticas (Flacso).
Una respuesta Por Isidoro Vegh * La discusión es larga pero vale la pena. Que hay psicólogos que gustan del guardapolvo porque su ideal es el médico es un hecho. Que desgraciadamente comparten con críticos de otras especialidades, que reclaman del psicoanálisis los mismos certificados que la sociedad exige de los deudores de Hipócrates, es otro hecho. El que después de cien años, y por errores que convalidó una tradición posfreudiana de analistas, se sigue equiparando la cura analítica al tratamiento médico. Que en ambos casos el sujeto acuda por un dolor, un sufrimiento con el que no puede, tiende a borrar que para el médico los análisis los indicará él como complemento de su tacto y su mirada, mientras que para el analista la palabra del sujeto, "su" análisis será determinante. Y su ejercicio es función del deseo del analista: no cualquiera estará dispuesto a escuchar la palabra hasta el extremo de su ausencia, cuando el dolor, el sexo y la muerte interroguen al paciente pero también a él, al analista. Freud lo indicó: para eso el analista precisa pasar por su propio análisis. De eso, ¿qué certificado se puede dar? Pero es válido que la sociedad reclame una garantía que los analistas podemos y por lo tanto debemos dar: que no creamos en el valor del certificado no se equipará a la renuncia por las pruebas (distinción que debo a la colega Alba Flesler). Un analista debe dar testimonio, hacer sus pruebas de su pase por el análisis. Es lo que algunos analistas intentamos, en estructuras que hacen del pase, su institución. (El pase es un procedimiento inventado por Jacques Lacan para que el analista que llegó al final de su análisis pueda dar testimonio de su pase de la condición de analizante a la de analista. Si da pruebas de esa operación, es nominado Analista de la Escuela: A.E.) * Psicoanalista. Ex presidente de la Escuela Freudiana de Buenos Aires (EFBA).
SOBRE UN RECIENTE ESTRENO TEATRAL Por Alicia Merajver de Hartmann * La obra Murx, una velada patriótica, de Mathias Lilienthal, que se representó en el reciente Festival Internacional de Teatro en Buenos Aires (por la compañía Volksbuhne, con dirección de Christoph Marthaler), deja un mensaje ambiguo; los espectadores aplauden reverentes después de compartir durante dos horas y media esa velada patriótica. Así como la película La vida es bella, de Benigni, suscitó divergencias, ¿no merece Murx... alguna pregunta acerca de cómo se piensa el texto, ya que al teatro se lo ha definido siempre como político? La puesta tuvo la virtud de incluir al público: algunos cantaban bajito los himnos nazis; todos se vieron envueltos en el final, donde las luces se apagaban lentamente y a la vez escuchaban una canción sobre la grandeza de Alemania. ¿Ironía, sarcasmo, advertencia sobre el futuro? En el decorado aparecen enormes hornos, que sugieren la cremación, y a la vez la escena está llena de radiadores, en aparente alusión a que en la República Democrática Alemana faltaba calefacción. ¿cuál es el efecto de esto en el público? ¿Puede homologarse la falta de calefacción con el Holocausto?Las notas de una canción judía (¿gitana?, ¿rumana?) hacen serie con los himnos nazis, después de haberse escuchado con voz monocorde las espantosas torturas de ¿campo de concentración?, que nos conmueven por lo padecido tiempo después en la Argentina. El tono despertó risas, lo cual no condice con el carácter de réquiem con que también se nominó a Murx: la muerte, el estrangulamiento (traducción de la palabra Murx en alemán). Un réquiem merece el silencio del dolor. Pero el fenómeno de masas es ineludible, insiste Freud, y amenazante en todo grupo humano. Nos permite gozar de aquello que lo sabemos pero a veces lo olvidamos no tiene perdón. * Psicoanalista.
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