Un hombre alto, con un frac impecable, camina por los pasillos de la Opera. Llega al palco del doctor Seward y se presenta. Dice: Soy el Conde Drácula. No sólo Seward está en el palco, también hay una joven pareja de enamorados, Mina Murray y John Harker. La conversación, quizás inevitablemente, se desliza hacia el tema de la muerte. Drácula, entonces, dice: Morir. Estar realmente muerto. Eso debe ser glorioso. Sorprendidos, los interlocutores del Conde sólo atinan a balbucear algunas incoherencias. Drácula, cuando ya se apagan las luces de la sala, dice una frase tan enigmática como la anterior: Hay peores cosas que la muerte esperando al hombre.
Ontología del vampiro La escena mencionada pertenece al mítico film Drácula, que dirigió Tod Browning en 1931, con Bela Lugosi vistiendo para siempre la capa del Conde. De las dos frases que hemos citado es posible hacer algunas sugerentes lecturas. La primera pertenece al mundo existencial del vampiro; la segunda, al sociológico-histórico. Cuando Drácula dice que morir, estar realmente muerto debe ser glorioso, expresa la condena ontológica del vampiro: existir como algo que no existe, vivir como algo muerto, no reposar jamás. Con frecuencia, el vampiro reflexiona sobre la inmortalidad, y hasta suele sugerir que es un don maravilloso que él concede a sus víctimas. Mi sangre ahora corre en sus venas. Y ella vivirá como yo he vivido durante los siglos que vendrán, dice Drácula de Lucy Weston.
La inmortalidad del vampiro es un agravio y una amenaza para los mortales. Es un agravio porque los mortales morirán, y antes envejecerán, se marchitarán de modo inexorable. Y es una amenaza porque quien enfrenta al vampiro, o es perseguido y maldecido por él, jamás tendrá reposo, pues menos lo tiene el vampiro, de aquí la perpetuidad de su maldición.
Pero quien más padece la inmortalidad es el vampiro. Vivir para siempre, vivir de la sangre de los otros, huir de la claridad, dormir en un ataúd, en tierra no consagrada, no saciarse jamás, ser una sed inacabable, poseer a una mujer sólo al costo de matarla, son algunos, no todos, de los ásperos trazos existenciales del vampiro.
Así, el vampiro es un héroe romántico. Es un solitario perenne. Un amante imposible. Un ser pálido, nocturnal, memorioso pero no sabio. O, al menos, inútilmente sabio, pues su sabiduría no le sirve para cambiar su destino. Sólo la muerte podría entregarle el reposo que busca, pero todos sabemos que el vampiro jamás morirá, porque ya murió. De ahí que, en su neblinosa interioridad, agradezca, aun doliente, el estacazo final y libertador del sagaz doctor Van Helsing.
La segunda frase del Conde (Hay peores cosas que la muerte esperando al hombre) pertenece, dijimos, al ámbito sociológico-histórico. Es una lectura nada infrecuente. Se tiende a ver en los films de terror vaticinios de terrores más desmesurados que aún aguardan a la humanidad. El gabinete del Dr. Caligari, film expresionista de 1919, film, claro está, alemán, dirigido por Robert Weine, siempre fue analizado centrando la perspectiva en sus características anticipatorias. ¿Qué anuncia, en 1931, Drácula cuando dice: Hay peores cosas que la muerte esperando al hombre? Anuncia todos los horrores que aguardan de ahí en más a la humanidad. Desde la Segunda Guerra Mundial hasta Vietnam. Desde Hiroshima hasta la guerra del Golfo.
Este tipo de interpretaciones son habitualmente efectivas porque en los films de terror siempre se habla de la vida y de la muerte, de lo claro y de lo oscuro, del adentro y el afuera, del Bien y del Mal, y esto ocurre en todas las épocas históricas. Digamos, entonces, que más que anticipatorios o proféticos, los films de terror son metafísicos. Se preguntan y trabajan sobre las realidades últimas y permanentes de la existencia humana.
Veamos, por ejemplo, la temática del adentro y el afuera. Uno de los mecanismos efectivos de los films de terror consiste en debilitar las barreras que el adentro ha construido para impedir la irrupción del afuera. En Drácula, el doctor Van Helsing anuncia una situación de extremo peligro cuando dice: Drácula está en la casa. He aquí el terror: Drácula no sólo ha salido de su tumba (lugar en el que se supone los muertos deben permanecer, ya que para eso se los entierra) sino que ha penetrado en la casa, en el ámbito seguro de la casa, sin embargo precario para defendernos del horror. ¿Por qué se cierran tantas puertas, se giran llaves, se colocan barrales o se cierran las persianas en las películas de terror? Para impedir la irrupción del afuera.
Estas leyes del género (como toda legalidad instituida) desafían la imaginación de los guionistas. Es muy difícil decir algo nuevo sobre los vampiros. Tal vez sea imposible. Tal vez los esfuerzos más osados sólo logren acentuar una que otra de las características establecidas. Por ejemplo: James Woods (en la película que nos convoca) recomienda a su compañero cazavampiros olvidarse de todas esas mariconadas del cine y de los vampiros con frac y acento europeo. También lo recomienda Wesley Snipes en Blade. Sin embargo, en las dos películas se mantienen otras constantes del género. El vampiro que enfrenta Woods es imponente y, si bien no usa frac o capa, usa un camperón negro del Far West que se ve tan, si se me permite utilizar esta palabra cara a Marechal, ominoso como el tradicional vestuario del Conde. Y en Blade es Snipes (el caza-vampiros pero vampiro él mismo) quien calza un sobretodo de cuero negro que no puede sino remitir a la deslumbrante y tradicional capa de Drácula. Pero no conviene anticiparnos. Sobre todo cuando el viaje de ida es tan deleitable.
La vieja guardia Al Drácula de Tod Browning se le suele objetar su origen teatral. Browning se basó más en la obra de teatro de Hamilton Deane y John Balderston que en la novela de Bram Stoker. También se suele decir que el Drácula hispano de George Melford (que se rodó a pocos días de la versión de Browning, con los mismos decorados y en español) es superior. Recomiendo descreer de estas malvadas interpretaciones. Si el film de Browning tiene algo de teatral (transcurre en escenarios cerrados) esto no hace sino engrandecerlo: consigue una atmósfera opresiva, un trabajo con el adentro y el afuera que genera amenaza y miedo constantes. La primera aparición de Drácula es magnífica: se lo ve saliendo de su ataúd, en la soledad de su castillo, junto a sus mujeres vampiras, que lo miran sumisas. Luego, cuando recibe a Renfield (que es la primera víctima del Conde, ya que éste lo ha convocado para ordenar su biblioteca), Lugosi desciende las escaleras iluminándose con un candelabro y la estética expresionista llega a sus mayores alturas: Soy Drácula. Sea usted bienvenido. Lugosi sonríe y uno sabe que a Renfield sólo puede esperarle lo peor. Renfield, además, está interpretado por Dwight Frye, quien lo hizo mejor que nadie. Y algo habrá tenido que ver Browning en esto.
Supongo que debo aceptar que el género de terror no empieza con el Drácula de Browning. ¿Quién podría negarlo? Sabemos que el género de terror empieza con la otra gran película de la Universal que se filma en 1931: Frankenstein. Su director, el absolutamente genial James Whale, hizo todo mejor que nadie en esa película. Se filmó sólo diez meses después que el film de Browning-Lugosi y catapultó a la fama a Boris Karloff.
Muchos amamos y odiamos simultáneamente este film. El mundo se divide y se ha dividido en muchas cosas. En romanos y cartagineses, por ejemplo. En rusos y norteamericanos. En libremercadistas y keynesianos. En incluidos y excluidos. Se ha dividido y se divide en todas estas y muchas cosas más. Pero el mundo, para siempre, se dividirá en lugosianos y karloffianos. Lugosi actúa mal, habla con acento, fracasó hasta la ignominia, se autodestruyó con las drogas y murió olvidado como un perro. Karloff actuaba bien, era un caballero inglés, nunca perdió su cartel (Peter Bogdanovich le ofreció un espléndido papel en Targets en 1968) y murió como un señor venerable. Bien, es hora de decirlo: yo soy lugosiano. Para mí, Lugosi es sublime aun en el abismo. De aquí que defienda el Drácula de Browning. Porque ahí Lugosi llegó a la cumbre y eso los lugosianos lo agradeceremos siempre.
Frankenstein es mejor, pero es de Karloff. Lugosi rechazó el papel porque no tenía sex-appeal. Porque era más maquillaje que actuación. Fue el gran error de su vida. Hubiera logrado dos cosas: 1) que Karloff no saltara a la fama; y 2) un papel memorable. Pero Lugosi se sentía muy sexy haciendo al Conde, y el monstruo del doctor Frankenstein le pareció un muñeco sin gracia. Habría de arrepentirse siempre. Para su mayor condena, años después terminó haciendo el papel de Frankenstein, sólo que su monstruo era ciego, había perdido la vista en el incendio de la secuela anterior, pero -con los cortes que sufrió el film- los espectadores no se enteraban de esto, por lo cual Lugosi parecía excesivamente torpe en su caracterización. Uno lo ve (el film es Frankenstein contra el Hombre Lobo, de 1943) y se dice: ¿Qué está haciendo? Frankenstein es torpe pero no ciego. Y sí: en esa versión es ciego. Y Lugosi estaba haciendo un ciego, pero nadie lo sabe. Sin razón aparente, Lugosi se lleva todo por delante y se ve ridículamente sobreactuado. Muy triste. Por suerte, luego vendría el justiciero de todos los lugosianos, Tim Burton, y pondría las cosas en su lugar: no hubo no habrá otro como Bela.
La Universal hizo otros intentos: John Carradine y Lon Chaney Jr. Si alguien recuerda hoy a John Carradine, no lo recuerda porque se puso la capa del Conde, sino porque fue Hatfield, el jugador de aire sureño que viajó con John Wayne y Claire Trevor en La diligencia. Carradine hizo un par de esas películas en que la Universal (en un intento algo desesperado por golpear en la taquilla como en tiempos mejores) mezclaba todos sus monstruos: Drácula, Frankenstein y el Hombre Lobo. No tuvo suerte ni jamás la tendría. En cuanto a Lon Chaney, fue Drácula en El hijo de Drácula, 1943. Una buena película en la que el Conde lucía un extraño bigote. Chaney nunca volvió al ataúd del supremo vampiro. Lo esperaba su propio ataúd, en el final de una carrera aún más decadente que la de Lugosi. Todavía no apareció su Tim Burton y sospecho que no aparecerá nunca.
Llegó el momento de decirlo: seré un lugosiano, pero Lugosi jamás me metió miedo. Accedí a Lugosi de grande, cuando los vampiros eran una experiencia estética, intelectual. El vampiro de mi infancia, el que me aterrorizó hasta morir, el que me visitó en mis oscuras pesadillas fue Christopher Lee. Nadie duda de que el Drácula de Terence Fisher (Horror of Dracula, 1958) es una de las más excepcionales películas de terror jamás filmadas. Es inglesa, es de los estudios Hammer. Pero la flema inglesa no existió en la Hammer. Sus productos fueron desbocados, contundentes, sin medias tintas sino llenos de ella. O, más exactamente, llenos de sangre.
Si los films de vampiros siempre implican el tema de la sangre, fueron las producciones de la Hammer las que la exhibieron, de una vez para siempre, a raudales. No había sangre en el Drácula de Browning-Lugosi. Tampoco en los de Carradine ni en el de Chaney Jr. Para decirlo claramente: no había sangre ni colmillos en las películas de la Universal. Lugosi aparece con colmillos en algunas fotos de representaciones teatrales, pero nunca en la pantalla. Hay, cronológicamente hablando, un par de películas mexicanas en que el vampiro lleva colmillos antes que Lee luciera los suyos, pero el primer vampiro que recorre el mundo y aterroriza audiencias con sus colmillos, sus ojos inyectados en sangre y su expresión de bestia humana rugiente y letal es Christopher Lee.
Lee es alto, tiene casi un metro noventa, la capa le cae estupenda, sus cejas son gruesas, su nariz afilada y, luego de morder a su víctima, levanta su cara y la sangre, abundante y espesa, corre desde sus comisuras hasta su mandíbula. Además, los films de la Hammer eran en apabullante technicolor. Ahora no sólo veíamos la sangre, también veíamos su color. Y si el Drácula de Browning-Lugosi no tenía música incidental (salvo algunos fragmentos tomados de El lago de los cisnes), la música del Drácula de Lee era espeluznante. Era de James Bernard y destilaba sangre en cada acorde. Hoy, los años pasaron. Pero siempre que, por medio del vértigo del zapping, me encuentro con alguna escena de este Drácula, sigo de largo. Es tan intenso el terror que llega desde los años tempranos, está tan metido el miedo que sentí en La Falda, Córdoba, durante unas vacaciones de invierno en que vi el film y luego tuve que volver al hotel a través de unos caminos serranos que siempre me habían parecido serenos y bucólicos, y ahora eran sombríos y amenazantes y despiadados en su soledad, que jamás me atreví a ver otra vez, entera, esta película. Porque, esa noche, hasta los grillos tenían el aullido de los lobos.
La inmortalidad del vampiro
es un agravio y una amenaza para los mortales. Es un agravio porque los mortales morirán (antes envejecerán, se marchitarán de modo inexorable). Y es una amenaza porque quien enfrenta al vampiro, o es perseguido por él, jamás tendrá reposo. Pero quien más padece la inmortalidad es el vampiro. Vivir para siempre, de la sangre de los otros, huir de la claridad, dormir en un ataúd, poseer a una mujer sólo al costo de matarla, son algunos de sus ásperos trazos existenciales. |
Si una película de vampiros es tan buena como buena es la muerte del vampiro, el Drácula de la Hammer llegó, también en esto, más lejos que sus predecesoras. Es así: Drácula, huyendo del Dr. Van Helsing (un maravilloso, inspiradísimo Peter Cushing, que supera incluso al Edward Van Sloan del film de Browning), llega a refugiarse en su castillo. Van Helsing le da alcance y se trenzan en furiosa contienda. Drácula es más fuerte, todo indica que será el vencedor. Pero Van Helsing, desde el piso, a punto ya de recibir la mordedura del final, advierte que los primeros rayos del día se filtran por el cortinado inmenso del ventanal de la sala. Consigue librarse de las garras del Conde, se trepa a la larga mesa de madera lustrosa y se arroja, deslizándose, en busca del cortinado, para colgarse de él, abrirlo desmedidamente y permitir que el sol entre a raudales. Nadie lo ignora: la luz del día aniquila a los vampiros. De este modo, Drácula muere calcinado, entre estertores atroces, y queda reducido a cenizas. De esas cenizas, diez años más tarde, volverá. De la mano de la Hammer, y de Lee. A ésta la vi en el General Paz de Belgrano. Su título, en español, fue Drácula vuelve de la tumba. Yo ya era un grandote boludo, pero no bien empezó la película me arrepentí de haber ido. El viejo terror seguía intacto como todavía sigue hoy. Por decirlo todo: salvo Videla, a nadie, en este mundo, le tuve tanto miedo como a Christopher Lee.
Sólo existe la sed Después, mucho después, en 1984, en un teatro de Washington, vi a Martin Landau echar al vuelo la capa del Conde y exclamar: ¡Criaturas de la noche! ¡Qué música hacen!. Landau estaba destinado a ser Lugosi, a que Tim Burton le diera el papel de su vida (esto dijo cuando recibió el Oscar), a revolcarse en el barro con un pulpo de goma, a exclamar Beware! Beware! pronunciando a la húngara esa doblevé, a inyectarse, a morir solo, a ser llorado por el peor director de la historia del cine. Ed Wood es, en su modo inspirado y conmovedor, una película de vampiros. Porque es la gran película sobre Bela Lugosi. El director Juan José Campanella dice que el film debió terminar cuando Lugosi muere. Si no fuera porque, de ser así, perderíamos la escena entre Ed Wood y Orson Welles, le daría la razón. Y tal vez la tiene: porque Burton bien pudo colocar esa escena antes de la muerte de Lugosi. Como sea, Ed Wood es el gran homenaje que el cine le debía a Bela. Y cuando Martin Landau, formidable actor, recibe el Oscar, Bela debe haber sonreído en su tumba: ¡que un actor se gane un Oscar por ser Bela Lugosi! Qué ironía: ningún actor, tal vez, estuvo más lejos del Oscar que Bela Lugosi, pero Landau lo gana por interpretarlo.
Drácula es, luego de Sherlock Holmes, el personaje de ficción que más ha aparecido en el cine, de modo que será hora de dar el salto y llegar al presente, dejando en el camino a muchos otros que deberían ser mencionados. Tanto Frank Langella como Leslie Nielsen han hecho Drácula. Entre los dos, me quedo con Leslie Nielsen. Su parodia del Conde, en el film de Mel Brooks (que sigue muy fielmente la versión de Browning-Lugosi) es más que apreciable. Aquí, Drácula llega a una fiesta y se quita su sombrero. Sólo que el sombrero es el aplique de pelo blanquiñoso que se pone Gary Oldman en la versión de Coppola.
¿Qué quiso hacer Coppola? Su Drácula es el de mayor romanticismo. Narra una historia de amor desesperado. El Conde se enamora de Mina Murray (Winona Ryder) hasta la eternidad. No sólo el comienzo es brillante (la historia de Vlad Dracul, el empalador), sino el final: esa muerte de amor, ese encuentro de la inmortalidad en la muerte que sólo el vampiro puede entregar a su amada, es el intento más hondo de romantizar, por decirlo así, la figura del vampiro. Todo esto cambia con John Carpenter, y no podía ser de otro modo.
Hay un relato de Carpenter que lo pinta de modo impecable (que pinta, en verdad, a todo cinéfilo que se enamora del cine por medio de lo maravilloso). Es así: En 1953, mi mamá me llevó a un cine de Rochester, Nueva York, a ver It Came from Outer Space en 3-D. La primera toma que me acuerdo de la película es un plano general de un paisaje desierto: la cámara panea mientras un meteorito cae desde el cielo. El segundo plano es el meteorito viniendo directamente hacia la cámara y explotando. En 1953 ese meteorito salió de la pantalla y reventó en mi cara. Abandoné a mi madre y corrí por el pasillo del cine totalmente aterrorizado. Pero, cuando había llegado a la salida, ya estaba enamorado del cine (tomado de Cine bizarro, el libro de Diego Curubeto editado por Sudamericana).
Esta búsqueda del placer a través del terror se instalará en el cine de Carpenter para siempre. Y también el tema de la amistad entendido a la manera de Howard Hawks. Porque así como Carpenter vio Llegaron del Espacio Exterior, también vio Río bravo y antes Río rojo. Se deleitó tanto con Montgomery Clift y John Ireland comparando sus pistolas (préstame la tuya, dame la mía) como con el meteorito que cae a la tierra. Las amistades viriles le darían consistencia a muchos de sus mejores films. Ahí está Asalto al Precinto 13 y, ahora, Vampiros.
El mundo se ha dividido en muchas cosas.
En romanos y cartagineses. En rusos y norteamericanos. En libremercadistas y keynesianos. En incluidos y excluidos. O en lugosianos y karloffianos. Lugosi actúa mal, habla con acento, fracasó hasta la ignominia, se autodestruyó con las drogas y murió olvidado como un perro. Karloff actuaba bien, era un caballero inglés, nunca perdió su cartel y murió como un señor venerable. Bien, es hora de decirlo: para mí, Lugosi es sublime aun en el abismo. |
Vampiros es un film sobre las amistades viriles y sobre la corrupción eclesiástica. James Woods y Daniel Baldwin son cazavampiros y son amigos. Maximilian Schell es un obispo canalla y descreído, que prefiere la inmortalidad de los vampiros a la de Dios. Vamos por partes: creo que Daniel Baldwin no merece ser amigo de James Woods, ya que Woods es un genio y Baldwin un gordinflón poco agradable. Entre los placeres que entrega Vampiros, está el de ver otra vez a James Woods en un protagónico. Flaco, con la cara poceada, con un rictus de desdén en la boca, carajeador, duro, Woods es de lo mejor que ha dado Hollywood en las últimas dos décadas. Tuvo un tumultuoso affaire con Sean Young (la destellante chica de Blade Runner y Sin salida, que está muy, pero muy pirada) y esto le cuesta casi la vida y la carrera. Créanme: veo The Gossip Show en E! Entertainment y sé lo que digo. Ella, Sean, ahora hace películas pornosoft de clase B y, sospecho, no tiene regreso. Pero James está aquí, entero, tan formidable actor como siempre, dirigido por Carpenter y reventando vampiros sin piedad.
En una, digamos, primera lectura, supongo que este retorno de los vampiros obedece a la crisis de hipótesis de conflictos que padece Hollywood. Si los marcianos, en los cincuenta, eran los comunistas, estos vampiros de los noventa no sé muy bien qué diablos son. Son, sí, muy malos. En Blade, Wesley Snipes los revienta sin asco y hasta se traslada a ¡Rusia! para continuar liquidándolos. Frost (Stephen Dorff), el vampiro que combate Snipes, es exhibicionista y bisexual, como debe ser todo vampiro de los noventa que se respete. Y Snipes parece más un karateca que Van Helsing. Y aunque en el film se dicen frases que pretenden calar en las honduras del género (por ejemplo: Tarde o temprano, la sed siempre gana), todo no pasa de ser un mamarracho pretencioso y olvidable.
Carpenter, no. Woods (Jack Crow) recorre tierras de Nuevo México en busca de nidos de vampiros. Encuentra uno, los mata a todos (exponiéndolos a la luz), pero no mata al Master. El Master se llama Valke y viste un camperón al estilo de los cowboys de Sergio Leone, pero negro. Valke es poderoso. Woods se consagrará a buscarlo para destruirlo. Lo encuentra, pero detrás de Valke aparece el Cardenal Alba (Maximilian Schell, que está bien, claro, ¡pero tan lejos de El juicio de Nuremberg!), quien le dice que está del lado de los vampiros, ya que no sabe si Dios existe, su fe se ha debilitado, quiere la inmortalidad y sin fe, ¿cómo lograrla? Adivinaron: convirtiéndose en un vampiro. A Woods, en cambio, le importa poco la inmortalidad. Tanto, como para gritarle a Valke: Sos inmortal, pero hace seiscientos años que no se te para la verga. Una frase, creo, que hubiera ofendido a Lugosi.
Y si -según ha sido establecido- una película de vampiros es tan buena como buena es la muerte del vampiro, hemos llegado al punto flojo de Carpenter. Woods había dicho ya que los vampiros no eran mariquitas con frac que hablan con acento europeo. Tampoco le temen a la cruz, ya que la jerarquía eclesiástica está con ellos (creo que la Iglesia no recibía un ataque tan directo desde El Padrino III). ¿Cómo habrán de morir? Todo converge a la luz diurna. Es lo que ambicionan estos vampiros: caminar al sol, como todos los humanos (la cuestión del sida serpentea en estos films sin un abordaje fuerte, creo). De este modo, Woods, como lo hiciera Cushing en el gran Drácula de la Hammer, liquida a Valke rompiendo un techo de maderas y dejando entrar el sol descomedidamente. Valke se achicharra con tanta prolijidad como Christopher Lee en los cincuenta. Y Woods le da tiempo a su amigo Baldwin para que se reponga junto a la chica y se aleja a decapitar cadáveres de vampiros junto a un curita bueno, diciendo chistes, de buen humor, disfrutando del final feliz.
Van Helsing en Balcarce 50
En 1988, Carpenter hizo un film de bajo presupuesto y claramente político. Se llamó They Live (Sobreviven). Aquí, los marcianos malos no eran comunistas como en los cincuenta, sino capitalistas que explotaban miserablemente a los seres humanos. Carpenter luego declaró que había intentado hacer un film sobre los republicanos, sobre el reaganismo. Una lectura socioeconómica del vampirismo puede detectar a muchos de ellos en situaciones de poder. Son esos personajes que el pueblo, con esa ruda simplicidad que lo caracteriza, llama chupasangres. ¿Dónde están sus nidos? ¿Dónde debe buscarlos el cazavampiros para darles su merecido? ¿Dónde debe atacarlos Van Helsing con sus estacas purificadoras? Bien, si Van Helsing viniera por aquí, uno podría orientarlo. Uno podría decirle: Vea, doctor, agarre por Diagonal y siga derecho. Va a encontrar una plaza. Una pirámide, a la que llaman de Mayo. Siga derecho. Ahí se va a encontrar con una casa de color rosado. Bueno, entre nomás. Y lleve muchas estacas. Muchas, doctor. Se van a hacer una fiesta. Van Helsing pregunta: ¿Encontraré algún Conde?. Y uno contesta: Ninguno, doctor. No hay ningún Conde, pero están todos los vampiros.
Que nadie se ofenda: es sólo una película. Una más de vampiros, estacas y cruces. Que todavía no se hizo y tal vez no se haga nunca. Aunque si se estrena, juro que no me la pierdo.