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Y cuando llegue el año dos mil, he aquí que dos tercios de las computadoras se detendrán, y dos tercios de las máquinas que nadan por el aire chocarán, y dos tercios de los barcos se hundirán, y dos tercios de los bancos quebrarán. Apocalipsis 2000, 25 18.

Por LEONARDO MOLEDO

Prendo la computadora, cliqueo sobre el reloj, lo adelanto hasta el 31 de diciembre de 1999, a las 23 horas, 59 minutos, y empiezo.

Un fantasma recorre Europa... no, no era eso. A ver: “un colapso general acecha desde el corazón de las computadoras”, ahí va mejor, pero quizás sea mucho. Tal vez “un peligro late en el corazón informático de la sociedades occidentales” –eso es menos alarmista– “y nadie se pone de acuerdo en la interpretación del electrocardiograma”: un poco médico, pero bueno. Aunque no, tal vez eso no sea lo suficientemente apocalíptico. Veamos: “a las doce de la noche del 31 de diciembre de este año, las computadoras enloquecerán y el mundo dejará de existir”. Eso, eso es. Lo justo, nada estridente.

Entonces: a las doce de la noche del 31 de diciembre de este año, las computadoras enloquecerán y el mundo dejará de existir. O por lo menos, El Mundo Tal Como lo Conocemos. Los fuegos artificiales del final tienen sigla y todo: Y2K (Y de year, 2 de dos, K de kilo –mil en griego–), que resume los terrores informáticos a consumarse cuando todas las computadoras que controlan nuestra sofisticada civilización tecnológica se detengan, y el mundo advenga a un nuevo milenio en el que nada ya funcionará. Y esto es lo que ocurrirá: habrá un crack del sistema bancario y reinará el caos en los sistemas de seguridad social; los aviones que la soberbia humana quiso hacer competir con el Altísimo chocarán en el aire; y en los hospitales que la caridad del neoliberalismo olvidó, los tomógrafos se detendrán despavoridos (aunque sean privados) y faltará el pan en cada mesa; y faltarán el combustible y la electricidad; y las ciudades quedarán a oscuras por sus pecados y los ascensores se detendrán en entrepisos insólitos –a medio camino entre dos milenios.

Entre el Apocalipsis y Cenicienta

El Y2K o “bug (bicho) del año dos mil” oscila entre los horrores del Apocalipsis y el modesto suspenso de Cenicienta: ocurre que las computadoras almacenan sólo los dos últimos dígitos del año, y cuando, a las doce de la noche del 31 de diciembre del 1999, el año devenga 2000, y el “99” se transforme en “00”, no sólo la carroza volverá a ser un zapallo, sino que además la computadora que controla el correcto funcionamiento de ese zapallo será incapaz de devolver a Cenicienta a su casa. Y junto a ella, millones de computadoras alrededor del mundo creerán estar en el año 1900 y enloquecerán. O por lo menos no serán capaces de arreglárselas con la ambigüedad y entrarán en pánico como Hal, la supercomputadora de 2001: Odisea espacial, que no podía soportar el terrible peso de su secreto. Como las computadoras controlan las grandes redes de funcionamiento de la sociedad occidental, neoliberal y casi cristiana, y como hay chips enterrados en el fondo de casi todos los aparatos, todo dejará de funcionar.

¿Cuánto hay de real en la amenaza de hecatombe? Enrique Beltrán, ingeniero en sistemas y director de Consultoría en Seguridad informática y Auditoría informática de Price Waterhouse Consultant, dice: “Los microchips en general tienen un timer que calcula la fecha, y al encontrarse de golpe, por decirlo de alguna manera, con que retrocedieron 99 años, es muy probable que se detengan o comiencen a funcionar de manera extraña. Y como estos chips están en buena parte de los aparatos conocidos, pueden fallar hasta las cafeteras. Junto a las cafeteras, fallará el sistema entero, en una especie de Götterdämmerung, como si se realizaran de pronto todos los sueños de la contracultura: el retorno a la naturaleza, el derrumbe de nuestra civilización tecnológica: ningún grupo de hackers o movimiento contestatario antitecnológico imaginó jamás nada semejante. Y como hoy por hoy todo tiene precio de mercado, sortear el desastre de este nuevo apocalipsis costará alrededor de un millón de millones de pesos. O más.

–¿Qué cifras de inversión se están manejando en el mundo?
Beltrán: –Es muy difícil conseguir números. Hace dos años el Gartner Group calculó unos seiscientos mil millones de dólares para resolver el tema del bug, pero me parece que esa cifra ya ha sido ampliamente superada. Me consta que grandes bancos norteamericanos gastaron mil millones de dólares sólo en este tema y otro que gastó cuatrocientos millones.

–¿Cuáles?
Beltrán: –No lo puedo decir.

El pecado original Hace más o menos medio siglo, quienes trabajaban en las balbuceantes computadoras de entonces luchaban con la falta de espacio y de memoria y eran capaces de dar su vida por ahorrar un bit: ¿qué necesidad había de guardar el año entero en cada fecha? ¿Por qué desperdiciar preciosos lugares de memoria guardando un uno y un nueve si se sabía que los años mil novecientos eran eternos y el dos mil no llegaría nunca? En los años 50 se inventó un lenguaje de programación llamado COBOL, que se generalizó –como el Windows hoy en día– en el mundo de los negocios y que, según la visionaria sabiduría de la época nunca sería superado por nada ni por nadie. A medida que proliferaron las computadoras, se generalizó también la obsesión por ahorrar espacio: suprimir las dos primeras cifras del año era algo cantado, y el “19” desapareció. Al fin de cuentas, no importaba: una computadora que leyera “123199” sabría que las últimas cifras corresponden al año 1999. Pero lo que inmediatamente se deduce es que si lee “010100”, la computadora tomará esa fecha por el 1 de enero del año 1900, y si el programa sigue algún tipo de secuencia controlada por el reloj o el almanaque (como en el caso de los intereses de la cuenta de un banco, o de los vuelos programados en un aeropuerto, o en el manejo de las historias clínicas de un hospital), inmediatamente se registrará una discontinuidad de cien años hacia el pasado.

–¿Cuál puede ser el eslabón más problemático de la cadena?
Gustavo Pedemonte, director del Proyecto Milenio para el grupo Telefónica: “Creo que las centrales eléctricas, en especial las nucleares. Estas industrias tienen sofisticados sistemas de control con mucho hardware y están en un lugar determinante en la cadena de producción: si no hay electricidad nada funciona.

El silencio de los inocentes

Por supuesto, quienes diseñaron aquellos pesados sistemas del principio se dieron cuenta, pero el año 2000 estaba lejos y creyeron que el mejoramiento de las técnicas de computación arreglaría el problema mucho antes de que apareciera. Efectivamente, los progresos fueron mucho más rápidos de lo que nadie hubiera soñado (al fin y al cabo, una calculadora de bolsillo de hoy es más poderosa que las grandes máquinas de entonces), pero nadie cambió el asunto de los dos dígitos. Hacia fines de los 50, las tarjetas perforadas dieron paso a la cinta magnética, y las válvulas a los circuitos integrados (los chips). Así, la potencia de las computadoras se multiplicó y su tamaño empezó a disminuir. Pero no se modificó la costumbre de los dos dígitos. En 1964, IBM introdujo el sistema 360, compatible con todo tipo de diskettes y disketteras, impresoras y periféricos, independientemente del tamaño de la computadora o su potencia, y se impuso con la misma prepotencia totalitaria que el Windows hoy (para desarrollar el sistema 360, IBM gastó más o menos lo mismo que lo que había costado fabricar la bomba atómica, y su efecto fue bastante parecido: IBM barrió con la competencia y se convirtió en la referencia obligada del mundo de la computación, siendo a éste lo que Microsoft es hoy al software).

Pero se siguieron conservando los dos dígitos: el almacenamiento de información era todavía muy caro. A nadie se le ocurrió (la historia bromea) que los precios iban a caer en semejante picada (se redujeron más de mil veces). Para, de paso, mostrar la capacidad de anticipación de los economistas (que deciden sobre nuestras vidas, haciendas y países, y en cuyas manos estamos) el actual titular de la Reserva Federal norteamericana, Alan Greenspan, que alguna vez había dirigido una consultora económica, admitió: “Soy uno de los culpables. Yo escribía esos programas en los 60 y los 70 y estaba muy orgulloso de ahorrar espacio evitando el ‘19’ adelante. Pero jamás pensé que esos programas fueran a durar”.

Los profetas

En 1967, Robert Bremer (uno de los creadores del lenguaje ASCII) se unió a un grupo de especialista que urgió a la Casa Blanca a tomar manos en el asunto. Pero en aquellos tiempos prelewínskicos, el National Bureau de Standards de Estados Unidos sólo escuchó al Departamento de Defensa norteamericano, que opinó que había que seguir con los dos dígitos. Más: en 1970 se anunció que los dos dígitos serían el sistema de notación para las agencias federales norteamericanas. Cuando Bremer trató de probar por el lado privado, sólo recibió burlas: el 2000, en todo caso, pertenecía al lejano futuro y no había que preocuparse por ello. Y así, como capas superpuestas, programa de COBOL sobre programa de COBOL, empezaron a acumularse y, progresivamente, a dirigir el funcionamiento de casi todos los sistemas automáticos, las previsiones de las compañías de seguros, los sistemas bancarios.

A mediados de 1984 se publicó La crisis de las computadoras: cómo evitar el colapso del año 2000, escrito por un matrimonio que, al intentar calcular la deuda de una hipoteca en el 2000, sufrió un accidente “tipo Y2K”: cuando los cálculos llegaron al 2000, la computadora que usaban se reseteó en el 1900. Dos años más tarde, una advertencia llegó desde Sudáfrica, donde Chris Anderson, experto en computación, tuvo un accidente parecido. Pero eran voces aisladas predicando en el desierto.

Y sin embargo, con cada computadora nueva, el problema se tornaba más serio: en 1991 había en Estados Unidos 62 millones de computadoras. Pero además, con el desarrollo del sistema informático, que se propagaba en redes y que remataría en Internet, nadie se detuvo en un problema tan trivial como el de los dos dígitos.

Pero el tiempo corría: una de las primeras organizaciones que se percató de la dificultad fue el Sistema de Seguridad Social norteamericano, que se quedo estupefacto cuando las máquinas empezaron a rechazar los programas de pagos cuando la fecha iba más allá del 2000 (cada mes tenían que enviar pagos a 45 millones de personas). En 1994, cuando encararon el problema y quisieron revisar 35 millones de líneas de programa, el trabajo llevó tres años. El Pentágono, por su parte, tenía cientos de millones de líneas de programas, veintiocho mil sistemas automáticos, y un millón y medio de computadoras en red, muchas de ellas manejadas por lenguajes de programación antiguos que ya nadie entendía. Las computadoras que controlaban el inventario de bienes del ejército desactivaron por su cuenta dos mil cuatrocientos ítems, cuyo almacenamiento y fecha de expiración estaban vinculados con los dichosos dos ceros. También las compañías de seguros, con planes que iban más allá del 2000, habían advertido la dificultad, pero eran incapaces de solucionarlo: el costo de arreglar los programas ascendía a millones de dólares, cifra que no estaban en condiciones de pagar de un saque. Recién en 1998 se formaron comisiones especiales para defenderse del bug Y2K, lo cual demuestra, de paso, que ni aun en la capital del imperio se ven las cosas tan claras.

Previsiones tecnológicas

Que un problema en apariencia tan sencillo pueda provocar semejantes problemas parece ir en contra del sentido común: al fin y al cabo, sólo consiste en agregar dos dígitos a las fechas almacenadas en las computadoras. Pero ocurre que esas fechas desarregladas aparecen en millones de líneas de programas, enterrados bajo otros millones de programas –muchos de los cuales están escritos en lenguajes de programación obsoletos que hoy pocos entienden– , y no hay tiempo material ni dinero disponible para solucionarlo. Los programadores empiezan a cotizarse muy alto, pero aun así no son suficientes para descifrar la totalidad de los programas almacenados antes de que llegue la fecha límite (se calcula que arreglar los sistemas informáticos sensibles al 2000, sólo en Estados Unidos, llevaría cinco meses de trabajo full time de los casi dos millones de programadores norteamericanos).

Es comprensible, hasta cierto punto, que el error se haya mantenido, porque siempre la tendencia es que aquello que está funcionando mal, pero funcionando, o que sólo amenaza con causar problemas en el futuro (cercano o lejano), se deja tal como está: es más caro mejorar un sistema que mantenerlo en un estado de mal funcionamiento, y especialmente cuando se trata de unidades de decisión chicas; en el fondo son situaciones parecidas a las que se plantean en el terreno ecológico: cualquier empresa que decidiera dejar de contaminar por su cuenta (mientras las otras siguen haciéndolo) sería barrida inmediatamente del mercado por los costos de transformación.

Pedemonte dice: “Muchas precauciones podrían haber sido tomadas a tiempo, sobre todo con las empresas más chicas. Las compañías grandes en general han comenzado a trabajar hace mucho. Las medianas recién ahora se están dedicando y las chicas todavía no empezaron”. Beltrán agrega: “La mayoría de las empresas tienden a resolver sus problemas, pero no estoy seguro de que todas lleguen. Aunque, por ejemplo, es difícil que las de aviación tengan problemas. A lo sumo se les caerá alguna reserva. La Boeing, por ejemplo, está controlando todos los aviones, y si algo no anda bien no los van a dejar despegar. Las eléctricas, si no arreglan sus máquinas pueden llegar a tener cortes de luz y problemas de facturación. Y las pequeñas empresas tendrán que comprar un par de PC nuevas y actualizar los programas que tengan y seguirán funcionando”.

Es algo parecido a lo que en Teoría de Juegos se llama “dilema del prisionero”: en una situación de equilibrio no óptimo, la decisión económica más racional –desde el punto de vista individual– consiste en dejar las cosas como están mientras funcionen medianamente: si una empresa tiene que gastar cuarenta millones de dólares en arreglar sus computadoras, y ante el riesgo de endeudarse definitivamente por ello, sencillamente no lo hace y sigue como puede mientras el sistema funcione.

Milenarismo y colapso

Gran parte del escándalo alrededor del bug del año 2000 es real, pero también una buena parte responde a la vieja tradición del milenarismo cristiano, según la cual al llegar el año 1000, o al cumplirse un plazo prefijado desde la Creación, adveniría el Anticristo y una época de caos se abatiría sobre el mundo entero hasta que las fuerzas del bien triunfen definitivamente. La secularización de las sociedades modernas deja poco lugar para este tipo de movimientos, pero la versión informática se adecua perfectamente a la tradición. Y es una de las fuentes del movimiento Y2K, que explica el hecho de que haya quien acumula alimentos y planee encerrarse a aguardar (y tal vez a sobrevivir) el colapso del mundo, muy a la manera en que, durante los primeros 60, los norteamericanos construían refugios antiatómicos en los jardines y los mostraban por televisión. Pero hay otra vertiente interesante.

Y es la siguiente: una civilización tan altamente tecnologizada y centralizada puede colapsar al destruirse uno de sus engranajes centrales. Si todas las computadoras verdaderamente dejaran de funcionar, el mundo occidental se vería en un serio problema. No está mal recordar, por ejemplo, lo que ocurrió durante el período de expansión colonial, más precisamente durante la conquista de América: fueron los estados altamente organizados y avanzados (el Estado inca, el estado azteca) los que se derrumbaron con un soplo (fuerte, en verdad), mientras las naciones nómades y dispersas (como la araucana o la sioux) resistieron de un modo mucho más efectivo. De manera parecida, y en cierto modo, se puede entender el colapso de la Unión Soviética: un golpe (o una falla letal de funcionamiento en el centro), y adiós. Un poco de esto alimentó los terrores de la Guerra Fría y “el día después” (mucho más justificados por cierto), y alimentó novelas de ciencia ficción en los 50, de las cuales la más paradigmática es, quizás, El día de los Trífidos, de John Windham.

Después del Apocalipsis

¿Por qué se alzan tantas voces anunciando un desastre? Para Pedemonte hay un gran negocio atrás: “El anuncio de problemas de transporte, energía, etc., son una excelente excusa para vender productos. Pero incluso, por lo que yo escuché, nadie habla más que de algunas semanas de desorganización. En Telefónica los planes terminan en agosto del ‘99. En ese momento ya deberíamos haber arreglado las cosas”. Para Enrique Beltrán la amenaza era real, “pero ya se tomaron muchas medidas para evitar que se concrete”.

Daniel Yankelevich, doctor en informática, profesor asociado en la FCEyN-UBA y socio de la empresa Pragma Consultores, dice: “El problema del año 2000 se conoce hace muchos años, y se empezó a estudiar y prevenir hace bastante. Por otro lado, es verdad que hay empresas que no hacen nada al respecto y que pueden tener problemas: desde un par de días sin poder facturar hasta problemas graves en la prestación de servicios”.

–¿Puede haber situaciones sociales incontrolables como falta de alimentos o de energía?
Yankelevich: “Puede haber algunos cortes de luz o servicios, pero nada significativo”. Bueno, bah.

Miro fecha y hora: en mi computadora, son ya son las cuatro de la mañana del 1º de enero del 2000. Nada ha pasado.
Click.
Apago.
En el 2099 volvemos a hablar.