Primero quisieron contar la historia del teatro universal, pero se dieron cuenta de que era demasiado. Entonces, a partir de la historia de la familia Marrapodi, se conten-taron con narrar casi trescientos años del teatro argentino: la obra parodia todos y cada uno de los géneros populares que hicieron época en estas pampas. De la zarzuela al teatro de revistas. Y además es divertida. Por DOLORES GRAÑA El hecho de que el primer registro escrito de actividad teatral en la Argentina no haya sido una colorida reseña del evento sino un edicto judicial que ordenaba encarcelar en forma inmediata al responsable del espectáculo (o sea, al Primer Actor y dramaturgo por ofender a las autoridades con su Primera Obra), debería ser muestra suficiente de que el teatro no las iba a tener muy fácil por estas tierras. Los Macocos, uno de los grupos formados en la década del &lsquo80 y que persiste unido en la actualidad, integrado por Gabriel Wolf, Marcelo Xicarts, Daniel Casablanca, Martín Salazar y el director Javier Rama, decidió demostrar que las cosas no han cambiado demasiado en trescientos años. Como al fin y al cabo La fabulosa historia de los inolvidables Marrapodi es una fábula argentina, la obra es precisamente la historia de los que nunca lograron hacer ni esa obra ni la Historia. EL ETERNO DRAMA &ldquoEn principio queríamos contar la historia del teatro universal, pero nos dimos cuenta de que el tema nos superaba, así que decidimos limitarnos a la Argentina. Partimos de una familia de artistas llamada Marrapodi, que eran unos personajes que ya teníamos, y los utilizamos para armar una especie de comentario a la historia de los géneros populares. Aunque la familia es inventada, todos los datos son reales, tomados de la historia del teatro argentino que escribió Adolfo Casablanca, el padre de Daniel. Para saber verdaderamente cómo eran las cosas, leímos muchas obras, entre las que encontramos El amor de la estanciera, de la que tomamos el conflicto&rdquo, dice Marcelo Xicarts. El conflicto al que alude esta obra pionera &ndashprimer sainete del que se conserva la letra, de autor anónimo y estrenada en el año 1792&ndash, y como casi todas las primeras cosas, es un prodigio de simplicidad: la hija de un estanciero en apuros económicos ama a un gallardo muchacho pobre, a la vez que es asiduamente cortejada por un hidalgo adinerado. La joven, entonces, debe enfrentarse al dilema de elegir el amor o salvar a su padre (quien, por el contrario, no tiene ningún tipo de dudas de que su hija debe casarse por dinero). La obra (la imaginaria, no la real) comienza con el arribo desde la Madre Patria de la familia Marrapodi, cuyos integrantes se encierran a escribir la obra que deciden estrenar oficialmente en honor al virrey. Epoca: postrimerías del siglo XVIII. Como ya se dijo, el primer estreno criollo terminó en la cárcel, pero los Marrapodi nunca cejaron en el intento de volver a estrenar su única obra y, retomando ese espíritu, los Macocos idearon un original mecanismo escénico: adaptaron esa obra a la larga lista de géneros que azotaron estas tierras desde el Virreinato hasta la década del &rsquo70 de este siglo; o sea, en sentido amplísimo, desde la declamación de acto escolar hasta el teatro de revistas. La letra es la misma. Los personajes son los mismos. ¿Cuál es entonces la gracia de ver a los Marrapodi repitiéndose a sí mismos una y otra vez? La gracia la aportan sus lejanos descendientes los Macocos, que aprovechándose de que el público empieza a reconocer lo que sucede en el escenario, se lucen interpretando las variaciones sobre un mismo papel, según lo que exija cada género que, por supuesto, está caricaturizado hasta el infinito. MIRTHA Y LOS PODESTA Cuando se habla de familias de artistas en el teatro argentino, el apellido Podestá es invariablemente el primero que viene a la mente, pero, en el caso de esta obra, la historia está dedicada a intérpretes con bastante menos lustre: &ldquoNosotros nos reímos del término Teatro Nacional, porque dada la extensión de nuestra historia parece ridículo y pomposo. Con respecto a esto, quiero aclarar que en una nota salió que yo había dicho que Mirtha Legrand había trabajado con los Podestá, lo que no es cierto. Lo que dije fue que ella había conocido a una de las últimas descendientes de la familia, Blanca Podestá. Lo que significa que estamos muy cerca de los orígenes del teatro&rdquo, dice Xicarts. &ldquoO que Mirtha está muy grande&rdquo, acota Daniel Casablanca. &ldquoNo, en serio, es una forma de darle un lugar a toda esa gente que jamás logró nada. Y de hecho, ni los Podestá fueron tan famosos. En realidad, nosotros somos los Marrapodi en más de un sentido, porque la gente nos reconoce cuando salimos en una nota y cinco minutos después ya ni se acuerdan. El teatro es un poco así, porque no existe forma de registrar cómo viven una función el público y los actores&rdquo. LOS MARRAPODI SON ARGENTINOS Cuando el incauto espectador arriba al hall de la Sala Cunill Cabanellas, se encuentra con una exhibición de lo que, a simple vista, se asemeja a un compilado de la feria de San Telmo de los domingos al mediodía: diarios viejos, programas con manchas de humedad, lámparas a gas, máscaras de papier mâché. El dudoso estado de conservación es quizás lo que atrae a los espectadores, como si fuera la auténtica marca de que todos esos elementos han terminado sucumbiendo físicamente a años de uso intensivo e imprescindible. Los más curiosos descubren que todo es parte del legado de los Marrapodi, viejos momentos de una ilustre carrera que nunca fue más allá del ensayo general, y entonces se sugestionan: el Teatro Nacional ha decidido por fin rendir homenaje a sus orígenes. &ldquoMucha gente nos pregunta dónde conseguir las obras completas de los Marrapodi&rdquo, dice Daniel Casablanca. &ldquoAdemás, aprovechamos que el público cree que en el San Martín sólo hay teatro del serio, para que la gente dude si lo que contamos pasó en realidad o es todo invento nuestro&rdquo, agrega Gabriel Wolf. Las peripecias de los Marrapodi se sienten tan probables, tan argentinas en su mezcla de mala suerte, ingenuidad y oportunismo, que la obra pronto cobra una dimensión casi sociológica, y se convierte en la prueba definitiva de cuán arraigada está la simpatía por el perdedor en el inconsciente colectivo nacional. Aunque podría pensarse que el uso de la parodia para comentar los géneros populares es tan snob como la pompa y circunstancia de la que se burla el grupo al comienzo de la obra, el hecho de estar en un teatro como el San Martín termina logrando la suspensión de la lógica necesaria para la aparición de los Marrapodi, a la vez que dota de cierta aprobación &ldquooficial&rdquo y legitima toda esta debacle. ¿O no? La respuesta, lacónica, es de Daniel Casablanca, encargado de todos los personajes femeninos de la familia: &ldquoMucha gente piensa que es en joda, pero es un homenaje en serio&rdquo. HABIA UNA VEZ UN CIRCO Es notable descubrir lo alejados que están los comienzos del teatro del glamour que ostentan muchas superproducciones teatrales en la actualidad: a mediados del siglo pasado, el amor de la jovencita se ha trasladado desde las afueras de la Gran Aldea al campo, en donde los circos itinerantes presentaban larguísimas épicas gauchescas entre números de malabarismo y maravillas humanas sobre caballos no siempre amigables. Los Marrapodi han reemplazado al hidalgo español por un terrateniente británico y en lugar del malévolo estanciero hay un símil de Inodoro Pereyra con bastantes menos luces que su predecesor, para terminar perdiendo sus ya ínfimas pretensiones de arte cuando su empleador decide que le molestan los gritos y que mejor prefiere la pantomima (que, en esta era pre-Marcel Marceau, no era una muy buena noticia para el público). Por suerte, con el cambio de siglo vuelve la letra, y los Marrapodi descuellan en la interpretación de la zarzuela (lejos, lo más desopilante del espectáculo), el sainete, el grotesco y el &ldquorealismo argentino&rdquo, en donde Martín Salazar entrega a un doble de Rodolfo Ranni (incluido el ademán marca registrada de pasarse el vaso de whisky por la frente). Pero la historia de los Marrapodi se detiene con el ocaso del teatro de revistas, cuando los monólogos políticos eran reemplazados por las providenciales noches de casamiento, lunas de miel, valijas de dinero que cambian de mano sin solución de continuidad, matrimonios y algo más. Así, la obra no llega al boom del teatro independiente de principios de los &lsquo80 que, a primera vista, podría haber sido otro bocado para la filosa parodia de Los Macocos. &ldquoElegimos géneros populares que tuvieran cierta estética compartida, y parodiar los &lsquo80, de donde salimos nosotros, hubiera sido imposible, porque todo era distinto entre sí: los Melli no tenían nada que ver con nosotros, ni con la Organización Negra, ni con Las Gambas al Ajillo. Necesitábamos géneros que reflejaran fielmente la época en la que habían surgido y que estuvieran muy arraigados en la memoria de la gente. Por eso el teatro político, el infantil, el experimental y las obras importadas desde Broadway terminaron quedando afuera de la obra&rdquo, dice Daniel Casablanca. ORGANIZAR EL CAOS La fabulosa historia de los inolvidables Marrapodi es la primera obra de los Macocos con un texto escrito en forma previa a las improvisaciones, lo que ciertamente es un hito en el grupo: &ldquoLa obra la escribí con Jorge Maronna (de Les Luthiers) y fue una experiencia fantástica, porque insistía siempre con la pulcritud y el uso de las palabras y que todo el mundo entendiera absolutamente todo lo que pasaba. Antes pensábamos que si algo nos hacía reír a nosotros era gracioso, pero con él nos dimos cuenta de que las cosas no eran tan fáciles, de que el humor no es automáticamente universal. Y Jorge tiene la capacidad de ponerse en blanco y escuchar una y otra vez su propio texto, y decir no entiendo nada. Así, de a poco, fuimos puliendo las escenas para que todo el público, los que conocen de teatro y los que no, pudieran entender lo que decimos&rdquo, dice Marcelo Xicarts. La otra novedad, además de trabajar con una persona ajena al grupo, es la ventaja de contar con toda la infraestructura de un teatro oficial: &ldquoEn lugar de pedirle a un conocido que te construya la escenografía porque te hace precio, acá uno puede delegar tranquilo y dedicarse a lo que mejor sabe hacer&rdquo, dice Javier Rama, el director. &ldquoEn el momento en que elegimos hacer esta obra, sabíamos que había que montarla en el San Martín, tanto porque la temática no era apropiada para una sala comercial y por el hecho de que tenía que ser autorreferencial&rdquo, dice Casablanca. Mientras preparan una versión de Androcles y el león, de George Bernard Shaw junto a Jorge Maronna, los Macocos batallan con un piloto de televisión, medio en el que nunca estuvieron como grupo. &ldquoEl problema es que en el teatro un chiste nos dura siete meses y en la TV, un minuto&rdquo reconocen. Por su parte, los Marrapodi no han accedido a los cambios en el teatro del último cuarto de siglo, pero de hacerlo, los Macocos afirman que esta nueva versión estaría a tono con lo que se usa: &ldquoAlgo tipo ART... pero no tan prolijo&rdquo. Desde el 5 de febrero, de miércoles a sábados a las 21.30 y los domingos a las 21 en el Teatro San Martín, Corrientes 1530. |