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Con La vida es bella, el cómico italiano
Roberto Benigni consiguió mucho más que una simple
película cómica. Para muchos una idea genial, para
otros una osadía injustificada, la historia de un padre que
engaña con un juego a su hijo para ocultarle que están
en un campo de concentración plantea el dilema de siempre:
cuáles son los límites del humor. En las
páginas que siguen, dos visiones sobre el polémico
film y éxito mundial a estrenarse el próximo 18 de
febrero; una entrevista con Vincenzo Cerami, mano derecha de
Benigni; y dos textos del actor, director y escritor: uno que le
valió la condena del Vaticano por despotricar contra Dios, y
otro donde explica porqué el Holocausto también puede
ser una buena comedia.
Hay una diferencia
sutil pero importante, definitiva, entre decir ¡Qué
bello es vivir! y decir La vida es bella. Las dos frases son
títulos de películas. Una, la primera (una
traducción más justa de su título original
sería ¡Es una vida maravillosa!), está dirigida
por Frank Capra, un ítalo-norteamericano. La otra, la
segunda, está dirigida por Roberto Benigni, un
ítalo-italiano. Las dos se parecen, sin embargo, en algo: las
dos ofrecen –como centro– historias de héroes
atípicos con finales que los redimen y los engrandecen, y las
dos están construidas alrededor de la posibilidad del milagro
como algo cierto. La diferencia radica en que una, la primera, se
apoya sobre la tragedia de un solo individuo y la otra, la segunda,
sobre una tragedia universal. La maravilla del film de Capra
–su grandeza– reside en la imposibilidad de resistirse y
no involucrarse con la tragedia de un pobre hombre; la astucia de la
de Benigni radica en que –desde el vamos– uno sabe que
le va a resultar imposible no involucrarse con esa tragedia porque
–tal vez, casi seguro– esa tragedia sea la única
tragedia absoluta de toda la historia de la humanidad: ahí
los buenos son buenos y los malos son malos. Como en un cuento de
hadas o, si se prefiere, en un cuento de brujas. Y Benigni
–que quiere todo y lo quiere ya– va más lejos
todavía: empieza contando un cuento de hadas que, el
espectador ya lo sabe, no va a demorar en convertirse en un cuento
de brujas. Grandes momentos de la película: en Roma o en el campo
nazi Guido sólo quiere hacer reir a su hijo.
La tesis/vehículo de la película de
Benigni es atendible y no es las primera vez que se utiliza: el
humor como resistencia, la risa como arma. El Guido Orefice de
Roberto Benigni no es, tampoco, el George Bailey de James Stewart.
Pensar en la gracia de Bailey como algo más cercano a Keaton
mientras que la gracia de Orefice es definitivamente Chaplin.
Guiño atendible: el número en el uniforme de Benigni
es 0737, el mismo que utiliza Chaplin en El gran dictador, su film
gracioso sobre nazis graciosos. “Charlie Chaplin ha
influenciado todo lo que he hecho y lo que haré. Él es
el Príncipe de todos los comediantes del mundo. Chaplin es
nuestro Miguel Angel”, declaró Benigni. No está
de más aclarar aquí que Benigni no invoca el nombre de
su Dios y de su Príncipe en vano: hay por lo menos tres
momentos en La vida es bella –las escenas del milagro
múltiple de la Virgen, la de la traducción
simultánea, y la del perverso diálogo con el oficial
nazi adicto a los acertijos– por los que Chaplin no hubiera
vacilado en empeñar bombín y bastón. No son un
simple homenaje, son una perfecta modernización del
fenómeno. Y Chaplin trabajaba, fundamentalmente, con la
suspensión de la verosimilitud. Los que se quejaron
–muchos y bastante– sobre cierta irrealidad a la hora
del retrato de los nazis y de la vida en un campo de
concentración se olvidan de que el comandante en jefe de esos
campos no es Adolf Hitler sino el gran dictador del film de Chaplin.
Lo que puede llegar a escandalizar del film de Benigni no es su
efectismo manipulador sino su implacable inteligencia a la hora de
reírse de lo que nadie se había atrevido a
reírse todavía. El verdadero y acaso terrible
mérito del film de Benigni es que, bueno, es una
película para reírse y que, probablemente, el mejor
chiste de todos se esconda, apenas, en su título. Y Benigni
es, bueno, un tipo gracioso. Y, como los graciosos en serio, Benigni
es alguien muy inteligente dispuesto a –muertos Marcello
Mastroianni y Federico Fellini– reclamar para sí el
sitial de Gran Italiano For Export Fin de Milenio (más o
menos lo que es Gerard Dépardieu para Francia, Antonio
Banderas para España y Hugh Grant para Inglaterra). La vida
es bella es, convengamos, el pasaporte perfecto para conseguirlo y
no es casual que empiece a bordo de un auto italiano sin frenos para
terminar arriba de un rotundo tanque norteamericano. La vida es
bella –contemplada como maquiavélica operación
de mercado– ya consiguió lo que se proponía con
creces: pasarle por encima a todo y a todos por prepotencia de su
anécdota blindada y a prueba de balas. La visión de
Benigni besando los zapatos de Martin Scorsese al recibir el Gran
Premio del Jurado en la última Edición de Cannes dice
más que millones de palabras. Dice: me salió tan bien
la cosa que hasta me dan premios y puedo payasear un poco. Astuto y
todo parece indicar que esto es sólo el principio. Mostrarse
hasta el hartazgo, para que no queden dudas, como tipo
cómico. Y en las astutas palabras de Benigni: “La vida
es bella no es una comedia sobre el Holocausto; es una
película sobre el Holocausto dirigida por un comediante.
Más allá de que la gente sienta que esta
película debió haberse filmado o no, en este momento
de mi vida era lo único que yo podía hacer. Y
volvería a hacerlo. Es la obra que más amo de mi vida
profesional. De acuerdo, es el más perturbador de los
oximorones: chistes camino a la cámara de gas. Pero
también es una historia de amor. Es lo mejor que pude hacer
hasta ahora”. Hasta ahora, Benigni no hizo poco. Hijo de
una numerosa y humilde familia toscana, compartió cama con
sus hermanas hasta los doce años, fue entregado a un
monasterio para su entrenamiento como sacerdote hasta que
–escena digna de una de sus películas– el
monasterio fue arrasado por una inundación. De ahí,
fuga con circo itinerante, ingreso a compañía de
teatro avant-garde en Roma y –empezamos– monólogo
polémico sobre la vida sexual en la Toscana, que lo convierte
en el stand-up comedian de moda y, desde finales de los 70,
popularísimo tesoro nacional italiano. La vida es bella es la
segunda película de mayor éxito en toda la historia
italiana –la primera es Titanic–, y sus aventuras en el
extranjero (especialmente su perfil indie con Jim Jarmusch en Bajo
el peso de la ley y Una noche en la tierra, más que su
cuestionable reemplazo de Peter Sellers como hijo del inspector
Clouseau) casi siempre lo han dejado en un sitio noble o, por lo
menos, interesante. Lo mejor de ambos mundos: muy famoso y muy de
culto. Y, sí, Benigni, además, de gracioso y astuto es
interesante. Y, como todo lo interesante, no resiste términos
medios: se lo ama o se lo odia. Y es muy fácil odiar a
Benigni, sobre todo presentando como evidencia a La vida es bella.
Si para muchos, antes de La vida es bella, Benigni ya era “una
insoportable amalgama de tics y bromas torpes”, después
de su magnum opus Benigni es, además, “un ser obsceno
al que resulta imposible perdonar”. Para los que lo aman, en
cambio, La vida es bella es la consagración definitiva de un
cómico devenido humanista: cartas de miles de niños
agradeciéndole su perfecta introducción al tema del
Holocausto, premios de reconocimiento en Israel, ex prisioneros de
Auschwitz que lo abrazan llorando por las calles del mundo y
sobrevivientes que para honrarlo plantan árboles con su
nombre en Jerusalén. En su carrera,
Benigni nunca le esquivó el bulto a los personajes
complicados. A veces, alguien es confundido con un capomafia o
alguien es confundido con un asesino sexual, por ejemplo.
Confusión es el leit-motiv del humor Benigni y, en La vida es
bella, Benigni aplica una interesante vuelta de tuerca a su sistema:
aquí es Benigni quien decide confundir a su hijito
construyéndole una versión alternativa de la realidad
donde los nazis son los malos en un juego por puntos que transcurre
en esa plaza que es un campo de concentración. Un absurdo, de
acuerdo, pero no un absurdo mayor que el que llevó a Hitler
al poder y permitió –entre otras cosas– que a
Benigni, durante un almuerzo, se le ocurriera una idea tan buena
como terrible –una idea astuta e interesante– para una
película de título inquietante. Una película
llamada La vida es bella.
La moral del cómico
Por
ALAN PAULS
Oda a la
manipulación, gran relato del triunfo de una voluntad, La
vida es bella podría ser la versión invertida,
económica y vagamente histórica –esto es:
italiana– de The Truman Show. Ambas son películas
monoconceptuales: giran alrededor de una idea, una sola idea
desafío, extrema, casi imposible, que primero despierta
incredulidad, luego asombro y por fin, cuando el film consigue
llevarla a cabo, la admiración que merecen ciertas proezas
deportivas. ¿Cómo hace un hombre para hacerle creer a
otro que la vida televisiva que vive es la vida real? Esa es la idea
de The Truman Show. Y la de La vida es bella responde como un eco:
¿cómo hace un padre para que su hijo no sepa que
está en un campo de concentración? Como el de Peter
Weir, el film de Roberto Benigni describe el poder anestésico
de la ilusión, su capacidad, a la vez, de engaño y de
preservación, y también subraya que ese poder nunca
resulta tan eficaz como cuando se ejerce sobre un tipo peculiar de
sensibilidad o de desamparo: la infancia. En la vida real Jim
Carrey podría ser el padre de Giorgio Cantarini, el
pequeño coprotagonista de La vida es bella, pero en la vida
química del celuloide, que a veces es tan bella como
fraudulenta, podría ser su hermano menor. En The Truman Show
hay un Padre Malo (Ed Harris), todopoderoso y maquinador, sin la
menor propensión a la alegría; el de La vida es bella
(el mismo Benigni) es igualmente todopoderoso y maquinador pero
Bueno (como lo prueba su extraordinario talento para el slapstick).
Menos importantes que las afinidades, esas diferencias son
sólo de matiz y no impedirán que ambas
películas pasen a la historia como aportes entusiastas al
género del paternalismo cinematográfico. Para los
espíritus competitivos, sin embargo, es obvio que el film de
Benigni lleva cierta ventaja. Weir, para urdir el complot que
mantiene ciego a Truman Burbank, debe empujar la historia del mundo
hacia un futuro más o menos cercano, verosímil pero
caro; debe inventar (y explicar) grandes innovaciones
tecnológicas, debe postular estados de sociedad e imaginar
cosas que todavía no existen (un estudio de televisión
del tamaño de una ciudad, por ejemplo). Qué desvalidos
resultan todos esos artificios comparados con los de La vida es
bella, tan ahorrativos y tan “humanos”. A diferencia de
Weir, Benigni retrocede al pasado (la Segunda Guerra Mundial), a una
parte del pasado (el fascismo, los campos de concentración,
el Holocausto) que, inscripta como está en el sentido
común de los espectadores, no le exige ningún esfuerzo
explicativo, y confía la misión de ilusionar (en el
sentido de engañar, pero también de dar esperanza) a
los meros recursos de su cuerpo, a su extraordinaria falta de
timing, a los estrépitos de su voz, a ese conjunto de
estrategias italianas que se conoce como histrionismo. Como es
su costumbre, Benigni interpreta aquí no a un personaje sino
a dos: a Guido Orefice, librero torpe, esposo adorable y padre
sacrificial, y al Actor Cómico, suerte de arquetipo universal
del humor que Benigni parece llevar consigo a todas partes, no
importa cuál sea el guión que lo convoque. En el caso
de La vida es bella, sin embargo, el sacerdocio encantador de
Benigni, a menudo gratuito, parece alcanzar su justificación
última, su razón de ser humanista: en el contexto
atroz del campo de concentración, el histrionismo y la
seducción cómicos tienen una función redentora:
falsear, malversar, engañar, sí, pero para hacer
posible la sobrevivencia. Digno de un McGiver simbólico, que
resuelve problemas y amenazas con súbitos ardides teatrales,
el método del Actor Cómico –reemplazar lo real
por un juego, traducir el horror a la jerga convencional de los
entretenimientos infantiles– demuestra ser muy eficaz en la
ficción, para preservar al pequeño Giosué, y a
menudo conmovedor para los espectadores. Pero también es un
método mecánico, abrumador, maníaco, tan
maníaco como la verborragia de Benigni, empeñada en
demonizar el silencio –cualquier forma de silencio– y en
huir de él saturando de palabras todo vacío.
Así, heroico y admirable, el Actor Cómico es
también –sigue siendo– un notable prodigio
narcisista, alguien constantemente acosado por la posibilidad de no
ser mirado, una criatura (y una moral) despótica que
sólo puede ser eficaz a condición de infantilizar el
mundo (los adultos, la historia, incluso el exterminio) según
el imaginario condescendiente del paternalismo. En rigor, los
mejores momentos de La vida es bella son aquéllos en los que
Benigni abandona la épica de la persuasión, el
voluntarismo desenfrenado de Guido, y se entrega a un placer
más errático, que interroga el horror histórico
por la vía aparentemente “desafectada” del
lirismo: la invención de un estupor. Más que de
situación, el hallazgo es de tono: el film se afirma en una
suerte de media voz, de frágil duermevela, a mitad de camino
entre la lógica de las ficciones infantiles (“Dale que
...”) y la denegación traumática (“esto no
puede ser verdad”, “estoy soñando”). La
perplejidad de Guido ante el doctor Lessing, el médico
alemán del campo, que a pasos de la cámara de gas
daría todo lo que tiene por resolver una adivinanza
ridícula; la caminata nocturna de Guido con Giosué
dormido (el momento más felliniano del film); el rostro
extraordinario de Dora (Nicoletta Braschi), la esposa de Guido, cuya
belleza ida, como de sonámbula, parece reflejar (no traducir,
ni maquillar, ni embellecer, como hace Guido) todo el horror que
nadie soportaría ver de frente.
Contra Dios
El 18
de setiembre de 1983 Roberto Benigni despotricó largamente
contra Dios, la creación y el pecado original delante de
setecientas mil personas en la Fiesta Nacional de la Unidad que tuvo
lugar en Reggio Emilia, y cerró su discurso con un
“ahora hablará otro cómico”,
refiriéndose al austero Enrico Berlinguer, secretario del
Partido Comunista, a quien Benigni llevó en andas hasta el
centro del escenario. Su intervención estuvo a punto de
acabar con una política de años del Partido Comunista
Italiano dirigida a un entendimiento con los grupos
católicos. Además, Benigni sufrió una condena
de seiscientas mil liras por blasfemia y otras cuatrocientas mil de
multa por expresarse en “términos soeces”. Fue
absuelto, en cambio, del cargo de “vilipendio a la
religión del Estado”. Y aunque el año pasado
Benigni se reconcilió con la Iglesia Católica, cuando
vio junto al papa Juan Pablo II La vida es bella, Radar reproduce un
fragmento del monólogo sobre Dios tal como lo
pronunció el actor en el ’83.
Por
Roberto Benigni
Quiero hacer un
breve paréntesis en relación a la economía
divina. Nuestro Señor, creo, podía habernos ayudado
desde el principio. Yo creo en Él, porque nunca se sabe.
Total si existe, existe, y si no existe, no jode. Pero si existe,
digo: somos cinco mil millones de personas: ¡con todos los
planetas que hay tenía que meternos a todos en éste!
Es como si un padre tuviera veinte hijos y un edificio de cincuenta
pisos y decidiera encerrarlos a todos en el garaje. ¿De
qué estamos hablando? Nos tendría que haber ubicado un
poco mejor. Pero no. Nuestro Señor es un capitalista, y
todos estos planetas son un abuso. Pura especulación
planetaria. De hecho, cuando Galileo los descubrió, el Papa
lo hizo arrestar enseguida. Lo hizo pasar por idiota y le dijo:
“¿Cómo es ese asunto de que la Tierra
gira?”. Galileo dijo: “Es la Tierra la que gira
alrededor del Sol y no como dicen ustedes”. Entonces el Papa
dijo: “¿Pero éste es idiota? ¿Vieron
alguna vez una casa girar alrededor de la
estufa?”. Naturalmente, además de crear a los
hombres, Dios ha construido a los animales, los vegetales y los
minerales: un quilombo tan grande que ya no se entiende nada. Pero
cuando los hombres se enojan, viene el diluvio universal.
Después Noé tiene tres hijos: Sem, Cam y Jafet. Los
tres son hombres y dan lugar a las distintas razas. Al rato, Dios lo
llama a Moisés y le dice cuáles son las cosas que se
pueden hacer y cuáles las que no. Las cosas que se deben
hacer son los diez mandamientos; las que no se deben hacer son los
siete pecados capitales. Ahora bien, yo estudié bien estos
siete pecados capitales y son las cosas más abominables del
mundo. Y Dios las hace todas. La soberbia, por ejemplo: si hay
alguien soberbio ése es Él, el ser
perfectísimo, poderosísimo, presentísimo.
“Comparado conmigo”, dice, “Nembo Kid es un
imbécil y a Buda lo saco de taquito”. Hace falta un
poco más de humildad. El mismo nombre: Dios. Hubiese elegido
un nombre más humilde. Hubiese dicho: “Soy Guido, no
habrá otro Guido más que yo”; o si no:
“Ayúdense entre ustedes que Guido los ayuda a
todos”, o “Llueve porque Guido quiere”. Si fuese
más humilde sería más simpático. La
ira: no hay nadie que se enoje más que él.
¿Adán y Eva arrancaron una manzana? Madre mía,
se enojó como un loco. “¡Fuera! ¡Tu
trabajarás con el sudor de tu frente! ¡Tú
parirás con dolor! ¡Fuera!”. Una manzana yo me la
pago, no hay por qué enojarse de esa manera. Está
bien, incluso admito que uno se puede enojar por una manzana, pero
después se le pasa. Ah no, a Él no se le pasó.
Van dos millones de años y nos seguimos bautizando por culpa
de esa manzana. La lujuria: no quiero entrar en asuntos privados,
pero somos todos hijos suyos, ¿o no? Somos cinco mil millones
de personas, ¿o no? La avaricia: no hay nadie más
avaro que Él. Al pueblo elegido –los
judíos– les prometió un pedazo de tierra hace
dos millones de años. “Sí, aquella tierra la
prometí, pero nunca dije que se las iba a dar”.
¿O sí? Los diez mandamientos. Ésa sí
era una buena idea. Sólo que los hizo a favor del rico.
Convengamos que es más fácil ir al infierno para los
pobres que para los ricos. Por ejemplo, a Agnelli, el dueño
de la Fiat, con todo el dinero que le han dejado, le dicen:
“Honra al padre y a la madre”. ¿Y qué va a
decir? “Gracias madre, gracias padre. Cuando mueran lo agarro
todo yo”. O no desear las cosas de los demás:
también es algo muy fácil para Agnelli, porque si todo
es suyo, ¿qué va a desear? En suma: Nuestro
Señor debería ocuparse un poco más de los
problemas del proletariado. Porque nuestro creador consiguió
que no nos insertáramos en el mundo moderno de manera
homogénea. Él podría conseguir enseguida que
estuviéramos mejor. Tomemos los inventos, por ejemplo.
¿Por qué no nos hizo descubrir enseguida la
calefacción, evitando que mil millones de personas murieran
de frío en el pasado? ¿No podía? Creó a
Adán, tomó una costilla suya e hizo a Eva. O sea que
bien podía agarrar, no sé, una oreja de Eva y hacer
una estufa. Así quedaban los hombres con una costilla menos y
las mujeres sin una oreja, y aunque hubiese hecho falta gritar un
poco, habríamos estado mucho mejor, ¿no? Durante siglos se
comió carne cruda y hubo miles de virus. ¿No
podía ayudarnos a descubrir antes la penicilina y los
antibióticos? No, prefirió esconderlos en los hongos.
Y eso es tener una mentalidad de revista de crucigramas. ¿A
quién se le ocurre ir a buscar los antibióticos en los
hongos? Hay gente que los buscó durante toda su vida y no los
pudo encontrar. Es como si yo les escondiera el jabón a mis
hijos: van a lavarse y no lo encuentran, entonces se agarran tifus y
cólera, y se mueren. Al final, para divertirme, les digo:
“¿Saben dónde había metido el
jabón? Debajo de la toalla, ja, ja, ja”. Pero ellos ya
están muertos. Entonces, ¿qué nos quiere decir
con eso? Nos quiere decir: “Me cago en ustedes”.
Traducción: G. P.
Contra el diablo
Para la edición italiana de
“La vita è bella” (Einaudi, 1997), Roberto
Benigni escribió un prólogo del que Radar reproduce un
fragmento, y en el que el guionista, director y actor explica por
qué eligió el Holocausto para ambientar su
película y por qué las cámaras de gas no
aparecen en escena y sin embargo están en la
película.
Por Roberto
Benigni
Por qué, dirán ustedes, hacer reír con
una cosa tan trágica como el máximo horror del siglo.
Porque ésta es una historia “desdramatizada”.
Porque aún en el horror está el germen de la
esperanza, y hay algo que resiste a todo, a cada destrucción.
Pienso en Trotsky y en todo lo que sufrió esperando a los
sicarios de Stalin encerrado en un bunker en la ciudad de
México. Pienso en que, sin embargo, mirando a su mujer en el
jardín, él escribió que a pesar de todo la vida
es bella, digna de ser vivida. Reír nos salva. Nos deja
ver el otro lado de las cosas, el lado surreal y divertido. O al
menos ayuda a imaginarlo. Nos ayuda a no ser despedazados, a
resistir y a pasar la noche, aun cuando parece demasiado larga.
Y así surgió este film fantástico, casi de
ciencia ficción, una fábula en la que no hay nada de
realismo ni de neorrealismo. Y en la que tampoco es necesario buscar
nada de eso. Porque mucho más que los detalles de la locura
del nazismo, lo que nos interesaba contar en La vida es bella era el
drama emocional que vive una familia dividida traumáticamente
en dos. Porque además, ¿quién dijo que esos
horrores son sólo del nazismo? El verdadero problema es que
estos horrores pueden repetirse siempre. Se repitieron, por ejemplo,
en Bosnia. ¿Quién nos asegura que no van a repetirse
otra vez si no estamos atentos, si no nos enfrentamos a esta locura
riéndonos, con una sonrisa liberadora? Las cosas que se
sacralizan se convierten en peligrosas. Mejor reírse de ellas
antes. En este film los horrores no se ven porque el horror,
cuanto más se lo imagina, peor es. Como enseña Edgar
Allan Poe: jamás hay que espiar el horror desde el ojo de una
cerradura. Bastan algunos detalles en el aire para que la gente
sienta que hay un ahorcado. Como en los cuentos que nos daban miedo
cuando éramos chicos. Por todo esto La vida es bella no es
un film estrictamente sobre el fascismo o el nazismo y su
caída. Es la experiencia humana de Guido, de Dora y de su
hijo, Giosué. Eso es lo que se ve: una familia despedazada
que intenta desesperadamente sobrevivir en medio del exterminio; el
contraste entre sus ganas de ser felices a cualquier precio y la
monstruosidad que los rodea. Y eso es lo que no se ve: las
monstruosidades. El campo de concentración tampoco es
particularmente identificable con uno de los muchos y verdaderos
campos que existieron, pero corresponde a nuestro imaginario, al
horror que todos llevamos dentro. La violencia está, los
muertos están y también están las
cámaras de gas, pero quedan al margen de la escena. En el
aire. Mientras en la pantalla hay un padre con su
hijo. Quién sabe si un poco de la mirada de Giosué
logrará penetrar en el espectador. Quizá penetren
algunas de esas cosas que, a fuerza de no nombrarlas, a veces
aparecen. O quizá los campos de concentración y el
horror del exterminio de los judíos, a través de este
juego de irrealidad, vuelvan a asombrar, a parecer, justamente,
imposibles. Pero por sobre todo, el film es un himno a todos
nosotros, que estamos condenados a amar la vida, a la fuerza: porque
la vida es bella.
Traducción: A. M. P.
Roberto y Yo
Vincenzo Cerami,
coguionista de Roberto Benigni en varias obras de teatro y en las
películas Il piccolo diavolo y La vida es bella, habla de
cómo es trabajar con él desde hace más de
quince años.
“Roberto
es una rara mezcla de gracia refinada y al mismo tiempo popular. Es
un gran lector de filosofía, un apasionado de la
criptografía, conoce de memoria El Infierno del Dante y
Orlando furioso de Ariosto, y tiene una mentalidad fuertemente
matemática, hasta geométrica incluso, algo que se
traduce en su comicidad. Y además es buen tipo”, dice
Vincenzo Cerami, la persona con la que Roberto Benigni
escribió La vida es bella. ¿Qué los
llevó a imaginar esta
película? –Charlábamos del Holocausto muy
seguido, aunque sin pensarlo en términos de trabajo. En esas
conversaciones Roberto hablaba de su padre, Luiggi Benigni, que
había estado prisionero en un campo de trabajo durante la
guerra, en Alemania. Me contaba que todas las noches y casi como un
rito, cuando se reunían alrededor de la mesa para cenar, el
padre narraba algún episodio que había sucedido en el
campo. Lo extraño era que Luiggi no usaba un tono
trágico, y hasta hubo veces que hizo reír a sus hijos
con alguna de esas historias. Él decía que
había que tener en cuenta que su padre era muy pobre, que
desde muy joven había trabajado como ferroviario dieciocho
horas al día, muchas veces bajo la lluvia, y que en cierta
medida su paso por el campo de trabajo no había cambiado
tanto la tragedia que era su vida. Pero no dejaba de asombrarnos que
una persona pudiera cada noche recordar algo tan terrible sin caer
en el dramatismo. ¿No sintieron que se metían en un
terreno peligroso al escribir la película en tono de
comedia? –Claro. Desde el principio sentimos una buena
dosis de miedo. Por eso, luego de haber trabajado casi cinco
años en esta historia, nuestra gran prueba fue la primera
proyección que ofrecimos para la comunidad judía de
Milán, que nos habían ayudado muchísimo en la
investigación. Después, cuando la película ya
se exhibía en toda Italia, vino la consagración en un
festival de Jerusalén. ¿Qué más
podíamos pedir? Fue la prueba más contundente de que
no nos habíamos equivocado. ¿Qué fue lo
más difícil de resolver? –La estructura,
porque de eso dependía buena parte del equilibrio de la
historia. Así como la guerra marcó un antes y un
después en la vida de cada una de las personas que la
padeció, así decidimos dividir el film: en dos partes
muy marcadas. La primera aborda la historia de dos amigos que
sueñan con una vida promisoria (uno que quiere ser poeta y
otro tener su propia librería) y la historia del amor entre
dos personas comunes. La segunda parte abarca el horror, el terror
ante la separación, ante la pérdida de aquello que
más amamos. Además del trabajo como guionista y
como director, Benigni es el actor principal, ¿qué
aportó al film su actuación? –Creo que el
personaje cómico es en general bidimensional. Es decir, es un
cuerpo al que se lo dota de psicología e ideología.
Roberto no sólo funciona todo el tiempo en esas dos
dimensiones, sino que naturalmente tiene la pureza de la comicidad,
que es un poco la divagación de la nada, una especie de pompa
de jabón, que se ve, se disfruta de inmediato, impacta, y de
pronto
desaparece.
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