Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
Volver 




Vale decir


Volver

El planeta de los simios

Por José Pablo Feinmann

Tal vez la Argentina sea el único país de este planeta en que la palabra gorila haya tenido (porque ya no lo tiene) un significado político unívoco. Con la palabra gorila los peronistas señalaban a quienes no lo eran, o a quienes eran anti, o a quienes eran considerados (sobre todo en los ‘70) “reaccionarios”. Ocurrió luego algo a la vez caótico e irrefutable: los peronistas se volvieron gorilas, o antiperonistas y, en grado superlativo, reaccionarios. O, al menos, se volvieron eso que en los ‘70 se consideraba reaccionario.

La palabra “gorila” aplicada a la política surgió de un programa radial que llevaba por nombre “La revista dislocada”. En ciertos pasajes del programa, con ritmo selvático se cantaba: “Deben se’ los gorilas, deben se’, que andarán por ahí”. Vaya uno a saber por qué la palabrita se extendió a todos quienes eran antiperonistas (que, en 1956/57, cuando se emitía el programa, eran multitudinarios en un país oligárquico-liberal en que el peronismo estaba proscripto). Años más tarde, durante los fragorosos ‘70, los jóvenes de la izquierda peronista, en los actos masivos, comenzaban a dar saltitos y a gritar imperativamente: “El que no salta es un gorilón”. Si uno analiza con calma esta consigna le encuentra un contrasentido, porque los gorilas, definitivamente, saltan. Andan a los saltos por todos los lados. De lo cual coherentemente se deduce que el que es gorila es el que salta, no el que se queda quieto y sereno sobre sus pies mirando a los demás entregados a la exaltación de lo selvático (King Kong o Joe Young andan todo el tiempo a los saltos, y son inmensos gorilones). Luego, durante el Mundial del ‘78, la consigna se transformó en “el que no salta es un holandés”. De donde vemos que no saltar lo puede convertir a uno en cualquier cosa: desde un gorila a un holandés. O sea, si estás en la Argentina, mejor saltá.

KING KONG Kong era un gorila muy grande, el más grande de todos. El tamaño siempre tiene que ver con los gorilas. Por decirlo claramente: los gorilas, siempre, son grandes. Uno ve a la chica de Joe, que es rubia, tiene naricita respingona y boquita colagenada (Charlize Theron, a quien próximamente veremos en Celebrity, la última de Woody Allen), que adora a Joe y lo llama una y otra vez por su cálido nombre, o lo llora cuando lo cree muerto y el gorila no se mueve hasta que sí, se mueve y entonces ella dice otra vez “Joe”, pero ahora contenta, y se lo lleva a una reserva ecológica donde vivirán felices, ella y el enorme gorila y el novio que la chica conquistó en América, y ella retoza con Joe y luego lo deja suelto y libre, y ella corre hacia los brazos de su novio americano y le sonríe y le dice algo que no puede ser sino la única frase que puede decirle para tranquilizarlo, para hacerle saber que el cambio de pareja será posible, ella le dice: “No te preocupes. Lo que importa no es el tamaño”. Y él, ahora tranquilo, también sonríe feliz.

King Kong fue un proyecto algo marginal de la RKO y se constituyó en uno de los iconos centrales de la cultura popular del siglo XX. Hollywood no sólo lo realizó, sino que es parte de la trama de la película: porque es un productor de Hollywood precisamente, Robert Amstrong, el que decide viajar a una isla misteriosa (las islas siempre son misteriosas, las islas siempre representan la aventura, lo desconocido, lo azaroso) en busca de un enorme gorila que, le han sugerido, habita en ella. Sagaz, el productor lleva un recurso infalible: una rubia californiana. Kong había visto muchas cosas en esa isla, pero nunca una rubia. Ella es Fay Wray, la más célebre scream-girl de la historia del cine. (Hay, en Doble de cuerpo de De Palma, una escena de casting de scream-girls. Ahí puede comprobarse lo difícil que es saber gritar con miedo, con terror frente a una cámara. Fay logra sus mejores momentos de actriz, quizá los únicos, cuando grita. ¡Y cómo!.) La rubia cautiva al gorila (la Bella y la Bestia, tema recurrente en el film) y el empresario lo apresa y se lo lleva al show-business. Todo esto es conocido: Kong se enfurece, pulveriza sus cadenas y sale a dar una vuelta por Nueva York, rompiendo todo. En cierto instante asoma su caro tapor una ventana y descubre a Fay. Codicioso, la mira y se la lleva. (También en Tarántula, de Jack Arnold, la inmensa araña miraba a Mara Corday a través de una ventana. Juro que la araña de Tarántula no lograba la tierna expresión de Kong: un insecto no es un gorila. Un gorila se enamora, un insecto te pica.) Ahora, con su rubiecita amada en su inmensa mano, Kong trepa a las alturas del art-decó: trepa al Empire State y aparecen los aviones, como mosquitos insidiosos. Uno no lo puede creer: porque Kong es enorme y está enamorado. Y los aviones son máquinas y son ínfimas al lado de la majestuosidad del gran simio sentimental. Sin embargo, lo matan. Y, luego de soltar a Fay, Kong cae desde lo alto del Empire State (donde no llegó Deborah Kerr para encontrarse con Cary Grant y donde, luego de varios sustos, sí llegó Meg Ryan para encontrarse con Tom Hanks, y ojo con la secuela, que no vale nada) y se revienta la crisma contra el pavimento y Robert Amstrong, un poco como lavándose las manos, dice la enigmática frase final, más cargada de lecturas que las aparatosidades metafísicas de El séptimo sello: “Fue la Bella quien mató a la Bestia”.

OTROS MONOS Fay Wray no tuvo una carrera frondosa, ni interesante. Estuvo en la cumbre sólo cuando estuvo ahí con Kong: en lo alto del Empire State. Sin embargo, hizo otra peli excepcional, dirigida por uno de los directores de King Kong: Ernest B. Shoedsack (el otro era Merian G. Cooper). La película es El juego más peligroso (The Most Dangerous Game, 1932). Muchos no la vieron pero vieron su inspirada remake de los cincuenta: Huida al sol (Run for the Sun, 1956). Este film deleitó las tardes de los jóvenes que se formaron viendo Cine de Súper Acción por Canal 11. La pasaban a cada rato. Tenía un reparto de lujo: Richard Widmark, Jane Greer (sí, la de Retorno al pasado) y el distinguido Trevor Howard. Hay una escena (la gran escena, la culminación de la culminación) que nadie olvida. Widmark se pasa toda la peli con una bala que no sabe si sirve o no. Tampoco uno sabe por qué diablos la lleva. Pero esto es lo de menos. En el final, Howard (que carga un rifle impecable) acorrala a Widmark en un galpón. La cosa parece acabarse. El héroe (que aquí es Widmark, que hace de bueno) va a morir. Pero no. Widmark mete la bala en el ojo de la cerradura, la ajusta, agarra una piedra y golpea. Si no quieren creerlo no lo crean, pero la bala no sólo funciona: se le mete a Howard entre ceja y ceja. ¿Qué tenía de genial ese disparate? Que nadie que haya visto esa película olvida esa escena. Y las películas se hacen para muchas cosas, pero sobre todo, como el arte en general, para ser inolvidables.

O digan si no es inolvidable El monstruo y la joven (The Monster and the Girl, Stuart Heisler, 1941), un film que parece, al comienzo, una de gángsters y termina siendo una de gorilas. Es así: unos gángsters arrojan a una desdichada joven a los senderos oscuros de la prostitución. Pero habrá de ser vengada. Un “científico loco” traslada el cerebro de su hermano muerto a la cabeza ... de un gorila. Y le ordena al gorila liquidar a los pérfidos que deterioraron el honor de la señorita. Y el gorila -con impecable rigor- despedaza a todos los integrantes de la banda. El “científico loco” es George Zucco, a quien yo le tenía pánico porque en La mano de la momia era el malvado egipcio (los egipcios no siempre son malos en las películas de momias, que son todas, por supuesto, imperialistas), Zucco era el malvado egipcio que le devolvía la vida, con unas hojas extrañas que echaban un humito abominable, a Kharis, la momia vengadora. Pero juro por mi honor (o por lo que de él aún pueda quedar) que El monstruo y la joven es la más loca y original película de gorilas que haya hecho Hollywood. (Incluso, confieso, la he plagiado: insensibles y tal vez extraviados o tontos productores de TV han recibido un guión de mi autoría que se llama Gath y Chaves contra la banda del Escorpión Negro. En él, el escorpión negro, que desea, claro, dominar al mundo, secuestra a un montonero a quien llaman El Lobo Peralta. Pero el tipo está muy ablandado. Y El Escorpión Negro lo necesita para que mate a unos cuantos ex compañeros de la organización que están en el gobierno. Entonces le abre la cabeza y le inyecta licantropina en el cerebro. Esta droga hace del Lobo Peralta, literalmente, un lobo. Un hombre-lobo que sale durante las noches de luna llena a matar traidores y conversos. Créase o no, esta brillante idea -brillantemente afanada del film de Stuart Heisler- no seduce a los productores de los canales. ¡Así anda nuestra TV!.)

En 1949 la RKO lanza la secuela de King Kong. Se llama Mighty Joe Young (aquí El Gran Gorila), dirigida por el mismo director de King Kong (Ernest Schoedsack). No está mal. Pero el gorila es más chico y la señorita ya no es Fay Wray. Aunque se las trae: es Terry Moore. Terry no hizo mucho en cine, pero erizó a los soldados norteamericanos en Corea y le sacó muchos millones a Howard Hughes, ya que demostró haber sido su esposa. Siempre hubo algo pecaminoso en Terry. O, creo, eso imaginaba yo cuando tenía cinco años, por ahí. No parecía una señorita respetable como Fay. Con lo cual, desde luego, Terry no sólo inquietaba al gorila sino, muy especialmente, a los reprimidos niños de los años cincuenta, para quienes una foto de Alfonsina Storni era lo más parecido a Pamela Anderson que podíamos conseguir.

En El gran gorila (cuya remake por parte de Disney, Joe el gran gorila, y su estreno durante estos días en Buenos Aires han sido el disparador de estas afortunadas, quisiera creer, líneas) hay un muchachito bueno. Es el gran Ben Johnson. Ustedes saben quién es: es Sam el León de La última película, el film de Peter Bogdanovich. Y es parte de ese grupo de magníficos actores secundarios que exhibió John Ford en sus películas (Ward Bond, Walter Brennan, John Ireland). Johnson, en El gran gorila, es el buenazo que se queda con Terry y con el gorila. Porque, a diferencia de King Kong, El gran gorila (que, ojo, no es la biografía del almirante Rojas) tiene final feliz. Esa fue la nueva apuesta de RKO: que el simio esta vez no terminara aplastado contra la jungla de asfalto, sino devuelto a su hábitat, feliz y con Terry, que era tan nueva que podía con los dos: con Ben y con Joe Young. O eso creía yo en esos febriles años de 1952, cuando Terry Moore o Jayne Mansfield o Mamie Van Doren empezaron a interesarme más que el Billiken. Vaya uno a saber por qué.

Luego vino El fantasma de la calle Morgue (Phantom of the Rue Morgue, 1954), basada en el texto de Poe, claro, y con Karl Malden en el protagónico, haciendo el papel que había hecho Lugosi en la primera versión. Era en 3-D y en sangriento technicolor, y los crímenes del gorila saltaban de la pantalla hacia uno, y el gorila también. Por la misma época se estrena La bestia negra (Gorilla at Large, Harmon Jones) que transcurre en un circo, lugar apropiado si los hay para meter a un gorila en un plot. Los protagonistas eran Cameron Mitchell (antes de hacerse picadillo con las drogas, el alcohol y, en fin, la vida) y Anne Bancroft (antes de conocer a Mel Brooks, quien, a esta altura de los hechos, creo que perjudicó su carrera tanto como el alcohol a Cameron, tipo querible si los hay, que la peleó hasta el fin, laburó en “El gran chaparral” y hasta llegó a lucirse en Mi año favorito, junto al enorme Peter O’Toole, que de empinar el codo podía dar clases hasta al bueno de Cameron). La bestia negra es una joyita en donde, además de Cameron y Anne, están, créase o no, Raymond Burr (el gran Perry Mason), Lee G. Cobb (que ya había hecho de Willy Loman en La muerte de un viajante, que ahora va a hacer Brian Dennehy y pienso ir a verlo aunque tenga que vender mi maldito gato persa para juntar unos mangos) y Lee Marvin (que, acertaron, todavía no había hecho Los doce del patíbulo). Algunos, porque hay gente así, dirán: ¿Y dónde carajo consigo La bestia negra? ¡Y yo qué sé! Pero yo estoy escribiendo una nota sobre gorilas en el cine y La bestia negra es una de las mejores. Y, además, si usted no puede conseguirse una película en la que trabajan Anne Bancroft, Cameron Mitchell, Raymond Burr, Lee G. Cobb y Lee Marvin, vea, es hora de empezar a cuestionarse algunas cosas. Luego viene El planeta de los simios (Planet of the Apes, 1968, Franklin J. Schaffner). Es muy buena y tuvo muchas secuelas, todas inferiores como suelen ser las secuelas, salvo las de Frankenstein y El padrino. Pero El planeta de los simios tiene uno de los más grandes errores de la historia del cine. Alguien dirá: “Por supuesto, le dieron el papel a Charlton Heston”. No, Charlton está bien. Se trata de otra cosa: Heston es George Taylor, un astronauta cuya nave, luego de un complejo viaje interespacial, choca con un planeta desconocido. Ahí, él y los suyos descubren que el planeta está dominado por unos inteligentes simios que persiguen y controlan a seres humanos. Todo sigue así hasta que, en el final, el astronauta Heston descubre junto al mar, como despreciable chatarra, un enorme pedazo de la Estatua de la Libertad y comprende que el planeta en que ha estado todo este tiempo es la Tierra luego de una devastación nuclear. ¡Vamos! ¿Ni una sola vez se le ocurrió mirar para arriba? ¿Un astronauta no mira, de vez en cuando, las estrellas? Y si las mira, ¿no descubre por su ubicación dónde diablos está? Alguien dirá: “Por eso lo pusieron a Charlton Heston. Porque sólo un tronco como él no mira hacia arriba, no ve la constelación de Orión y dice: ¡Esto es la Tierra!”. Puede ser.

JOE YOUNG No es admisible mencionar siquiera el King Kong de 1976, con aquel enorme gorila diseñado por Carlo Rambaldi (quien luego tendría más suerte con E.T.), producción de Dino de Laurentiis y Jessica Lange en el papel que había hecho Fay Wray. Es una película mala, decididamente mala. Casi le cuesta a Jessica su carrera y sólo un actor tan divertido como Charles Grodin salvaba algunos pasajes. En 1979 trajeron el mono por estos parajes. Era plena dictadura militar. Lo pusieron en la Rural y los niñitos miraban ese gigante tonto, torpe y casi inmóvil sin entender de qué se trataba.

1988, en cambio, es un excelente año para el cine de gorilas. Se hace el que quizás es el más elegante, el más exquisito film que les está dedicado: Gorilas en la niebla (Gorillas in the Mist, Michael Apted). Tiene efectos especiales de Rick Baker (el genio del cine de gorilas) y una interpretación espléndida de la espléndida Sigourney Weaver, nominada ese año como mejor actriz protagónica por este film y como mejor actriz de reparto por Secretaria ejecutiva (no ganó en ninguna de las dos). Sigourney despliega toda su seducción y su amor por los gorilas tiene la carga erótica que tuvieron Fay Wray o la pecaminosa Terry Moore, pero añade algo que ni Fay ni Terry podían dar: inteligencia. Y qué duda cabe, el talento de una actriz infalible.

Así llegamos a Joe, el gran gorila. Es un producto Disney con adecuado final feliz. Era claro que Disney no podía hacer una secuela de King Kong por su oscuro final, depresivo, amargo. Sí podía, en cambio, hacer una de Mighty Joe Young, que terminaba bien. La secuela Disney cuenta con un actor de lujo, que se llama Bill Paxton y que todos recordarán como el tipo que investiga al transatlántico hundido en Titanic, el que habla con la viejita y permite que el relato se despliegue. Paxton zafa pero la chica no. Se llama (creo que ya lo dije) Charlize Theron y habrá que verla en otras cosas (en Celebrity, por ejemplo, cosa que ya dije también, creo). Aquí, Charlize se limita a quererlo mucho al mono. A darle abrazos y besitos y hasta dormitar en su regazo. Todo muy tierno. Yo la vi en la calle Lavalle (que se parece, cada día más, a Blade Runner o tal vez ya es su remake) y en el Monumental, con un público bullanguero, festivo, que cuando Joe Young resucita en brazos de Charlize estalla en jocundas carcajadas. Lo mejor -lo mejor, lejos- es la secuencia en que Joe se irrita por la alarma de un automóvil y se le sienta encima hasta destrozarlo. Ya lo confesé en una contratapa: esta ciudad está acosada, martirizada por las alarmas de los coches. Si Joe Young se paseara por aquí y destrozara algunos de esos autazos que destrozan los oídos de los sufridos habitantes de la ciudad, gran favor nos haría. Hay muchos efectos especiales en Joe, los rugidos del gorila te ponen la piel de gallina, te fruncen ya saben qué, los destrozos están dentro de la modalidad de estos tiempos (es decir, son muchos y ruidosos) pero están lejos de King Kong como ninguna otra lo estuvo, salvo la que deterioró retrospectivamente el prestigio de Jessica Lange. Como sea, si no se hubiera hecho, yo no habría encontrado la deliciosa excusa para recordar tantas y, a menudo, tan buenas películas de gorilas. Por este camino tangencial tendremos que encontrarle su mérito.

Por último, en tantos films de gorilas hemos asistido, creo, a un desfile de eso que se llama zoofilia, es decir, amor por los animales. Qué duda cabe: Fay Wray, Terry Moore, Jessica Lange (quien llega, con dolor, a decirle a Kong: “¡Lo nuestro es imposible!”), Sigourney Weaver y la Charlize de Joe Young tienen todas un indisimulable metejón con sus respectivos gorilas. Eso es zoofilia. También los paisanos argentinos tienen fama de zoófilos. Miguel Briante lo sabía muy bien y tenía pequeñas y brillantes narraciones para ilustrar la cosa. Cierta vez, luego de un homenaje a Cortázar, fuimos a cenar y Miguel deslizó algunos de esos relatos. Uno sobre un gaucho que nunca confesaba sus hábitos sexuales. En rueda de paisanos lo aprietan un poco: que diga, caramba, algo sobre la cuestión. El paisano se toma su tiempo y luego, como reflexivo, dice: “Seco el culo “e perro”.