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Vale decir


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El lunes pasado -a la edad de 79 años y luego de haber sufrido durante media década el mal de Alzheimer- murió la escritora británica Iris Murdoch. Tesoro nacional en su país, admirada en todas partes, varias veces propuesta al Nobel de Literatura y virtualmente desconocida para el lector argentino (su necrológica no apareció en casi ningún diario), esta Dama del Imperio Británico -distinción que le otorgara la reina Isabel II- descolló en el campo de la novela y de la filosofía a lo largo de demasiados libros que, por suerte, ahí están, ahí seguirán estando.

Por RODRIGO FRESAN

Al principio de un libro, un hombre está sentado frente al mar con un cuaderno de notas a su lado. Entonces, no de inmediato, sino al cabo de unos dos minutos, cuando la vista se ha acomodado al resplandor, ve un monstruo que se alzaba entre las olas. Al final de otro libro, otro hombre corre por un bosque, huye de algo, huye de todo y de sí mismo cuando, de improviso, un rayo de luz cae desde las nubes taladrando su cabeza para cambiarlo para siempre. Los dos son hombres “malos”, difíciles, terribles. Los dos son atípicos héroes -pero típicos dentro de la cosmogonía- de libros de Iris Murdoch. Los libros pueden llamarse El mar, el mar o El discípulo del filósofo. Da igual: los dos son obras maestras y -como suele ocurrir a los verdaderos grandes escritores- son el mismo libro, el mismo tema, la misma incógnita repetida una y otra vez, con diferente voz pero igual intensidad: ¿ser o no ser? Y, una vez aclarado esto, ¿por qué?.

A la hora de redactar ese trajinado monstruo que supo ser el Canon Occidental, Harold “Frankenstein” Bloom no dudó en incluir y comparar a Iris Murdoch con George Eliot aunque, en realidad, esta irlandesa de rostro leonino y feroz, nacida en Dublín en 1919, posiblemente sea la más dedicada y eficiente traductora del espíritu de Shakespeare a nuestros tiempos. Como en las comedias y tragedias del autor de Hamlet, las novelas de Iris Murdoch -más de treinta, a las que se le suman volúmenes de poesía, teatro y filosofía, todas y cada una manuscritas, nunca tipeadas a máquina o en computadora- se organizan, siempre, a partir de un reparto donde cada rol está claramente establecido en el primer acto por el solo placer de sacudirlo a la altura del segundo acto y patear el tablero con ganas antes de que el telón, más que caer, se derrumbe sobre los sufridos y azorados intérpretes. Así, un grupo de personas casi siempre resignadas a la influencia entre diabólica o divina de un personaje de una contundente ausencia, un ser superior -filósofo o científico o religioso o escritor o pintor o todo eso al mismo tiempo- que no demorará en aparecer con modales de Deus Ex Machina. En las tramas de Iris Murdoch, lo sobrenatural de la rutina bailaba sin problemas con lo más cotidiano de lo fantástico. Todos sus libros (en nuestro país, Murdoch fue editada de a gotas por Emecé y Sudamericana, mientras que supieron llegar impuntuales e imperfectas versiones españolas en Versal, Alianza, Destino y Ediciones B, que aún pueden conseguirse en contadas mesas de saldos) gozan de cierto sadismo y -detalle importante- invitan al sadismo del lector, que sólo necesita ser despertado con algunas pocas cosquillas o demasiadas bofetadas. El mundo según Murdoch -como el mundo según Shakespeare- no es exactamente nuestro mundo, pero se las arregla para contenerlo y comprenderlo por completo. Y para que, además, quede espacio para hacernos pensar sobre esas cosas que nunca se nos habían ocurrido -o nunca nos habían ocurrido- hasta entonces.

LA ENFERMEDAD Hay algo terrible en imaginar a Iris Murdoch víctima del mal de Alzheimer, acaso la enfermedad más terrible que puede ocurrirle a un escritor. No porque ella se hubiera referido al asunto en uno de sus mejores libros -El mensaje al planeta- adjudicándoselo a un pensador perfecto a quien todos sospechan como celoso guardián de una verdad definitiva, sino porque toda la literatura de Iris Murdoch gira, también, alrededor de la práctica de la buena memoria y el saber adquirido pacientemente a lo largo de años de lecturas y de vida. No es casual entonces que -muchos años de profesora en Oxford y Cambridge- sus novelas se pudieran leer como iluminadoras clases abiertas sobre el pensamiento occidental y sus ensayos -con títulos aparentemente intimidantes como Metafísica como una guía para la moral- se disfrutaran como un buen thriller de ideas. La reciente aparición de Elegy for Iris, memorias entre conmovedoras e impúdicas de su marido desde siempre, el académico John Bayley, elevan la historia de un amor muy poco murdochiano en su incondicional felicidad y precipita desde las alturas la dolorosa desintegración de una escritora que, primero, empieza a comprender que algo raro está ocurriendo para, casi enseguida, demasiado rápido, dejar de comprender todo y convertirse en una dócil sombra de la peligrosa luz que alguna vez fue. Algo de eso se intuía ya en El dilema de Jackson -la última, breve y, ahora, comprensivamente ligera novela de Murdoch- donde la simplicidad de la anécdota, las marchas y contramarchas de una boda, apenas escondían un aire de despedida.

LA CURA A menudo, en las novelas de Iris Murdoch, alguien aquejado por una misteriosa enfermedad sin cura -una enfermedad del cuerpo o del alma- se repone como por arte de magia o prepotencia de milagro. Desde que se hizo público el padecimiento de Iris Murdoch, uno no podía sino fantasear con la idea de Iris Murdoch volviendo desde el otro lado para seguir escribiendo, como de costumbre, mejor que nunca.

En una entrevista que le hizo en 1990 la revista The Paris Review, Iris Murdoch ya pensaba en sus libros como formas alternativas de lo medicinal: “La lectura de grandes libros es algo muy bueno para cualquiera. En cuanto a los míos, me gustaría que la gente disfrutara leyéndolos, y que se sintiera un poco mejor después. Una novela legible es un regalo para la humanidad; proporciona una ocupación inocente. Cualquier novela distrae a la gente de sus problemas y del televisor y hasta puede inducir a reflexionar sobre la vida humana, el carácter, la moral. Así que me gustaría que la gente pudiera leerlas. Me gustaría también que las entendieran; algunas de mis novelas no son para nada fáciles. Se puede ser generoso y honesto en el arte, y un monstruo en casa. Me gustaría ser comprendida y no brutalmente malentendida. Hasta donde yo sé, la literatura existe para ser disfrutada, para que la gente sea capturada por ese goce”.

La ya mencionada El mar, el mar -ganadora del prestigioso premio Booker de 1978- terminaba: “En esta atestada peregrinación de demonios que es la vida humana, ¿qué he de esperar ahora?”. La respuesta a semejante interrogante -ese ¿ser o no ser? revisitado una y otra vez, todas las veces que sea necesario- está en cada una de sus novelas.
Gracias por eso, por todo, y hasta la vista, Iris Murdoch.