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EL CORAZON DE LAS TINIEBLAS

¿Qué pasa en una ciudad “desarrollada” a fin de milenio cuando se interrumpe un servicio tan básico e indispensable como la electricidad? Radar analiza los escalofriantes agujeros negros de responsabilidad cívica (de parte de la empresa, del gobierno nacional y de la ciudad, y también de la oposición) que dejó al descubierto el apagón y la solidaridad ciudadana que evitó que la catástrofe llegara aún más lejos.

Por MARCELO BIRMAJER

Las estadísticas demostraron que, durante el apagón que dejó sin luz a Nueva York durante 25 horas en 1977, se incrementaron notablemente las relaciones sexuales: nueve meses después se produjo un record de nacimientos conocido como el "Baby Boom". No se necesitaron estadísticas, en cambio, para confirmar los desmanes: saqueos, robos, destrozos, violaciones. Tampoco para medir la respuesta de la empresa y el Estado: la empresa debió indemnizar con rapidez a los damnificados por unasuma superior a los 350 millones de dólares.

No se sabe si la obligada oscuridad habrá funcionado para los jóvenes porteños afectados como un afrodisíaco, además de como una catástrofe; pero ya puede decirse sin dudas que el grueso de los perjudicados han mantenido un comportamiento social encomiable. No ha habido robos, ni riñas ni desmanes provocados por la falta de luz. La furia ha sido dirigida únicamente contra la empresa (y, en menor medida, contra el Estado) y de un modo altamente civilizado. La clase media porteña, tan vapuleada por todo tipo de intelectuales, ha demostrado una vez más su don de gentes.

Bastaba un breve zapping por los canales televisivos para descubrir que, incluso en esa situación insostenible, los porteños no perdían su tono: al menos dos de las mujeres entrevistadas (una de ellas con su hijo en un cochecito) respondieron a los periodistas con letras de tango poco divulgados, quejándose en rima. Una ciudad puede jactarse de tales mujeres.

Los hombres, por su parte, evaluaban la situación con ironía y furia contenida. Con preocupación pero sin pánico, iracundos pero pacíficos. Exceptuando a los inescrupulosos —que en los primeros días de la crisis vendían velas y botellas de agua a precios estrafalarios—, los porteños de los barrios a oscuras resultaron luminosos en medio del desastre.

TORMENTA SIN PILOTOS

¿Cuál es la obligación de una empresa que brinda servicios públicos, sino saber comportarse frente a una crisis? Proporcionar luz a cambio de dinero es un privilegio que le han otorgado por medio de la concesión. En otras palabras, su obligación es saber comportarse cuando esta relación —luz por dinero—, por algún motivo, se interrumpe. Ya sabemos qué hace la empresa cuando algún usuario, por el motivo que fuera, no logra pagar la factura en el plazo de un mes: lo priva del servicio. Ahora bien: ¿qué es lo que hace la empresa cuando no logra brindar su servicio? Lo ha demostrado Edesur en los primeros diez días de crisis: nada. No tenían pensado absolutamente ningún tipo de respuesta para resarcir inmediatamente al usuario al que dejaron injustificadamente sin servicio.

En su aparición televisiva del jueves 18, Daniel Martini (gerente de relaciones de Edesur) ofreció un paliativo cínico y vergonzoso: ¡permitirles a los usuarios pagar sin recargo, hasta el 15 de marzo, todas las boletas recibidas hasta el 15 de febrero! Era agregar una burla al oprobio. Este brulote conceptual —¡ofrecer no cobrar punitorios luego de dejar a media ciudad sin luz durante días!— revela la completa imprevisión de Edesur y su nula capacidad para tratar con los usuarios cuando la relación luz por dinero se interrrumpe.

¿No previeron un fondo de reserva para indemnizar inmediatamente a los vecinos, para ayudar económicamente a paliar la situación? ¿No hay un mínimo estudio de la empresa acerca de cómo colaborar con los ancianos, con las madres con hijos, con los que no pueden subir y bajar escaleras? No, no lo hay.

Durante los primeros diez días de la crisis, la mayoría de los vecinos afectados no recibieron ni generadores eléctricos, ni dinero ni ayuda sustancial de ningún tipo por parte de la empresa que los había condenado a esas condiciones de vida. Incluso en el contexto de ese accidente injustificado, incluso con el desperfecto técnico sin arreglar, la empresa pudo haber hecho mucho —o, al menos, algo— para aminorar el sufrimiento de la población afectada. Hizo todo lo contrario.

En su Historia del siglo XX, Eric Hobsbawm sostiene que Adam Smith pudo postular su teoría de que las sociedades avanzan gracias al deseo de prosperidad económica de cada individuo, solamente debido a que los individuos desean mucho más que prosperidad económica. Si todo lo que las personas desearan fuera prosperidad económica individual,el mundo sería una jungla y la prosperidad individual, imposible. Gracias a instituciones como la familia, sostiene Hobsbawm, al deseo de trascendencia, a la idea de futuro, a normas que exceden amplia y espiritualmente lo económico, es que los individuos pueden convivir en sociedades capitalistas con democracia y preocuparse especialmente por su prosperidad económica.

Los directivos de Edesur han demostrado en estos días que la única norma válida que conocen es la de extraerle dinero, como sea, al resto de las personas. Y su devoción religiosa y exclusiva a esta norma ha provocado que dejen de constituir una empresa capitalista para transformarse en un ente inclasificable: parece que en las últimas décadas ha prosperado una cierta generación de ejecutivos, unidimensionales hacedores de dinero, que ignoran que, para hacer dinero decentemente, es necesario saber hacer algo más que dinero.

Parecen haber sido educados en conceptos etéreos de marketing y merchandising, mercadeo y mercachifle, pero no han rendido ni una sola materia de la carrera —indispensable para brindar un servicio público—: qué hacer cuando algo sale mal.

No lograron recorrer un solo paso de la distancia que va de escribir saluditos en la contracara de una abultada factura, a meter los pies en el barro para ayudar a las personas a las que habían sumido en un caos sin salida. No han leído a Churchill ni a ningún piloto de tormenta.

En la misma aparición televisiva del jueves 18, frente a un muy enojado César Mascetti, Daniel Martini reveló también la profundidad del divorcio de estos ejecutivos con la realidad. Fue cuando Mascetti le preguntó si no tenían un grupo de bomberos listos para hacer frente a cualquier emergencia.

—No —le contestó Martini—. Nosotros nos manejamos como las más modernas empresas del mundo: no somos como esas empresas antiguas que llegaban a tener al personal durmiendo en la misma fábrica.

(Paradójicamente, mientras trabajaban en el arreglo de este desperfecto, los operarios manuales debieron dormir, con sus palas a la espalda, en la calle, junto a la subestación Azopardo.)

—Pues revisen su sistema —replicó un soliviantado Mascetti— porque no ha funcionado.

—Estamos a la altura de las empresas más modernas del mundo —contestó sin un gesto de risa Martini. Y agregó, orgulloso de su sistema: —Con telecomando.

El hombre estaba anteponiendo la idea de progreso al progreso real. El progreso real no es imitar los sistemas de las ciudades más modernas del mundo; el progreso real es brindar luz ininterrumpidamente. En sus protestas de efectividad y modernidad, Martini excluía la lógica y la realidad de su discurso.

Lo que no admite dudas, a esta altura de los acontecimientos, es que si la empresa ha impuesto hasta ahora la relación única y sin atenuantes —luz por dinero—, lo mismo debe valer a la inversa: si no brindaron luz, deben entregar dinero. La empresa tiene que pagar. Aun a costa de las fortunas personales de sus directivos. De lo contrario, estamos frente a una de las estafas más escandalosas desde el retorno de la democracia.

EL ESTADO DE LAS COSAS

A partir de la defección de la empresa, la responsabilidad de brindar luz y obligarla a resarcir a los ciudadanos por los daños materiales y morales recae sobre el Gobierno. Los argentinos no votaron a una empresa de luz; votaron un gobierno que se encargaría de administrar y brindar, como mínimo, los servicios básicos. Hasta ahora, la presunción lógica era que Edesur era un elemento a través del cual el Estado cumplía con mantener la energía eléctrica dentro de la Ciudad de Buenos Aires. Pero corremos el riesgo de que el Estado se transforme en el medio a través del cual Edesur se quede con la plata de los ciudadanos sin brindarles el servicio. Depende del Estado poner a Edesur en la encrucijada: o paga su deuda de más de cien millones de dólares o queda convertida en una asociación delictiva, de lo que ya la acusó el titular del Ente Regulador de Energía, Juan Legisa.

Si el actual gobierno nacional no es capaz, como mínimo, de garantizar la luz a los ciudadanos y lograr que se les pague al menos la totalidad de sus pérdidas materiales, habrá que concluir que la sola idea de tener luz será un tema a dirimir en las próximas elecciones. Lo que nos lleva a la oposición.

Un pequeña cantidad de militantes de una pequeñísima agrupación de izquierda pro-trotskista se acercó a una de la subestaciones de Edesur, alrededor de la cual protestaban los afectados. El resultado fue que los afectados se dispersaron: no querían asociarse a la protesta ideológica de los militantes. La pequeña agrupación se opone, desde siempre, a la sola idea de privatización. Ha postulado y postula que la luz debe ser un servicio brindado exclusivamente por el Estado, sin ningún tipo de intermediación privada. Y aquí se plantea una contradicción sin salida: si esta oposición cree que el Gobierno es enemigo del pueblo e incapaz de controlar a los capitales privados, ¿cuál sería la ventaja de que la energía eléctrica estuviera estatizada? ¿Por qué debemos suponer que un Estado incapaz de controlar una empresa de luz sería capaz de proveer directamente ese servicio?

De este lado del modelo, en cambio, nos encontramos con la oposición mayoritaria, la Alianza, ubicada en dos franjas muy dispares de responsabilidad: por un lado, De la Rúa, como jefe de Gobierno; por el otro, Graciela Fernández Meijide, diputada por la provincia, y Chacho Alvarez, diputado por la Ciudad. Los tres principales referentes de la agrupación opositora, que ha obtenido sus mejores resultados electorales precisamente en esta ciudad. Lo primero que deberíamos señalar al respecto es un sinsentido semántico de la expresión "jefe de Gobierno". La expresión suena un poco holgada para quien, declamadamente, no tiene en sus manos la posibilidad de garantizar la luz, ni el gas, ni el agua ni la seguridad de la población de la ciudad de Buenos Aires. Tal vez el jefe de Gobierno electo debiera buscar un título menos ampuloso, que reflejara con mayor precisión la cortedad de las reales responsabilidades a su cargo.

Por lo pronto, su primer spot televisivo posterior a la crisis consistió en aclararnos que la responsabilidad no era suya y que se sumaba a los reclamos de los afectados. Pero ésa era la posición esperable por parte de los afectados, no de un jefe de Gobierno.

Jurídicamente, todos lo sabemos, la responsabilidad sobre la energía eléctrica recaía en el gobierno nacional, y no sobre el gobierno de la Ciudad. Pero, ante un imprevisto de esta naturaleza, ¿dónde está la osadía política y civil? ¿No puede un jefe de Gobierno provocar un movimiento inesperado, una movilización política transformadora, una presión política insoportable sobre la empresa defraudadora?

Nuevamente, ¿cuál es la función de un jefe de Gobierno, si no es conducir a sus electores en tiempos de crisis, llevarlos a las soluciones cuando las cosas funcionan mal? Pensemos el escenario de De la Rúa al revés. Ahora que el incendio del sur del país coincide con una Buenos Aires a oscuras, no es difícil plantear una hipótesis aún más trágica: supongamos que, antes de la postulación de De la Rúa a jefe de Gobierno, la ciudad padeciera falta de luz, de agua y de gas. ¿Se postularía igual? ¿Cómo hubiera hecho, entonces, para organizar sus festivales de Buenos Aires No Duerme (ahora no duerme, pero por displacer), Buenos Aires En Zapatillas y Buenos Aires Vivo? ¿Cómo hubiera hecho para cuidar las muy pocas plazas que logra cuidar? ¿Se hubiera postulado de todos modos? ¿Se postuló, quizás, bajo la presunción de que todo funcionaría bien y no existirían crisis? ¿Cuáles son sus objetivos como jefe de Gobierno, si no está en sus manos la posibilidad de garantizar el mínimo de bienestar para los ciudadanos de la ciudad cuya jefatura de gobierno ejerce?

Son preguntas que no se responden con la estática de los cargos, sino con la dinámica de la acción política y civil. Lo cierto es que ningún ciudadano tiene la obligación de responderlas ni de saber cómo salir de este berenjenal. Pero, si no se tienen estas respuestas previamente, ¿para qué postularse a un cargo público?

CUADRO DE SITUACION

Buenos Aires era una linda ciudad. Una hermosa ciudad. A la altura, sin duda, de las más atractivas ciudades del mundo. Pero su belleza y donaire dependen simbióticamente de la luz eléctrica. A diferencia de Roma, París, Madrid, que tuvieron horas gloriosas de su historia como ciudades sin energía eléctrica, Buenos Aires apenas conoce menos de un siglo como capital de la Argentina sin luz eléctrica. Su esplendor está directamente relacionado con la proliferación de luz en todos los hogares. Podría decirse lo mismo, en principio, de cualquier otra gran ciudad del mundo actual. Pero en Roma, París o San Francisco —para citar sólo tres ejemplos— no se corta la luz (y, si se corta, dura a lo sumo diez horas; no diez días). Pero Buenos Aires sin luz, incluso en verano, no parece ofrecer paliativos: no ofrece ruinas históricas que puedan recorrerse a la luz de la luna, su río deja mucho que desear. Sin luz, se marchita hasta volverse sórdida. Europea en su elegancia pero norteamericana en su dependencia del progreso, Buenos Aires sin luz luce abandonada y da la impresión de que es irrecuperable.

Los barrios desiluminados, por motivos no del todo racionales, semejaban un apocalipsis de historieta. Los vecinos encendían fuego en el suelo e intercambiaban historias desventuradas. Una vereda estaba con luz y la de enfrente a oscuras. La avenida Rivadavia, por ejemplo (la más larga del mundo), a la altura de la estación de subte Loria, cortaba en dos al barrio: del lado de las tinieblas, por la noche se veían papeles quemados, gente sentada en los umbrales, policías, bomberos, accidentes, niños en peligro por las veredas a oscuras. Del lado de la luz, mientras tanto, la vida continuaba como si nada: los videoclubes ofreciendo diversión a los iluminados, los bares recibiendo a los refugiados, incluso los semáforos funcionando. Resultaba sorprendente que sólo un trozo de avenida separara de un modo tan tajante dos modos tan distintos de vivir. Si uno pudiera hacer de esto un capítulo de La dimensión desconocida en lugar de una catástrofe real, no desperdiciaría la idea de que una avenida separa no sólo espacialmente sino también temporalmente dos manzanas: basta con cruzarla para acceder del siglo XIX al XX o viceversa.

La cercanía entre el luz y el sin luz, en las veredas donde la división era mucho menos tajante —en una casa había luz, en la de al lado no— provocaba mudas suspicacias. ¿Acaso, Ignacio, el técnico de televisores, en cuyo local pueden verse simultáneamente cuatro programas de aire matinales, ha tirado un cable a una fuente de energía eléctrica que el resto del barrio desconoce? ¿Pedrito, el fiambrero, le paga a un fulano para que le mantenga la lamparita prendida? Cuando venía la cuadrilla, y uno debía explicar desde qué día no tenía luz, en qué lugar de la cuadra sí había y a qué hora había comenzado el corte, no podía dejar de sentirse un buchón, como si estuviera acusando a los que sí tenían luz de quién sabe qué pecado de buena fortuna.

Aunque la luz eléctrica apenas lleva un siglo en la al menos seis veces milenaria historia humana, nos hemos acostumbrado a ella como si hubiera nacido con el hombre. Gracias a la energía eléctrica, millones de personas han alcanzado una longevidad imposible hace cien años, y no podrían renunciar a la energía eléctrica sin renunciar al mismo tiempo a sus vidas. En estos días, esa relación —vital o fatal, según suceda— se hizo notable. Los ancianos que quedaron atrapados en pisos altos, los cardíacos que temían por su vida a cada instante, los enfermos cuyas vidas dependían de los medicamentos que guardaban en la heladera, los incapacitados para subir o bajar escaleras, los niños al arbitrio de enfermedades infecciosas por falta de agua o por la cercanía con alimentos que se pudrían, recordaban un tiempo en que los más débiles estaban mucho, mucho más cerca de la muerte y la desgracia.

El confort incentiva el individualismo y una sana indiferencia, mientras que las penurias nos obligan a encontrar las ventajas de vivir en comunidad. La oscuridad logró que los vecinos se miraran a la cara como escasas veces lo hacen en tiempos de luz. En más de un edificio alto, los porteros escribieron a mano (las impresoras no funcionaban) y pegaron con cinta adhesiva carteles piso por piso: "Sea solidario, ayude a los demás a subir las escaleras". Las puertas de los departamentos se mantenían abiertas y la gente charlaba en los pasillos. Se compartía el agua, y los que tenían teléfono no eléctrico lo prestaban con una generosidad inusual. Sobre la mesa de un bar con luz —porque el sin luz tiene muy presente dónde sí hay luz— alguien había abandonado una revista con una desmesurada Moria Casán en tapa. ¡Moria Casán, qué maravillosa mujer! ¡Qué ejemplo de exuberancia, de desacato físico! Ella no necesita luz eléctrica para resplandecer. El fluido humano la recorre como lo que sea que da vida a los tubos fluorescentes. Su carne siempre generosa provoca vibraciones eléctricas en los varones argentinos. "Dénme a Moria Casán, sin luz, y yo me arreglo". La oscuridad, aun en estas sórdidas condiciones, también tiene algo de erótico: los solteros sin luz se miran de otro modo. ¿Por qué no dejar surgir esa moderada excitación, producto de la fatalidad, del roce diario en las escaleras, de la transpiración constante, de la falta de todo salvo de las ganas de vivir? Impulsos que sólo irrumpen en aquellos que conocen el secreto de que las relaciones entre las personas son algo más que estafas.