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La historia y las prohibiciones del Carnaval porteño

EL RESTAURADOR DEL CARNAVAL El primer gobierno de Juan Manuel de Rosas reacomodó la estructura social: el negro y el gaucho fueron centro de su política de gobierno. Las interpretaciones vienen, como siempre, de un lado u otro: el Restaurador le daba a su gobierno un tono populista para disimular el control absoluto y ganar adeptos en los más humildes, según la versión liberal; o los marginados y postergados de siempre encontraban en él a un protector, según la historia revisada y, a veces, aumentada. Lo importante es que ambas versiones coinciden en la explosión del candombe y el carnaval.

No sin limitaciones en cuanto a los usos y las costumbres, las “naciones negras” se lanzaron a las calles y Buenos Aires estuvo de fiesta. Hasta el mismísimo Alberdi, desde el semanario La Moda, escribió: “Gracias a Dios que nos vienen tres días de regocijo, de alegría”, para concluir, en el mismo artículo, redoblando la apuesta: “Ni que fuera de cristal la moral para romperse de un huevazo”. Para esa época, estaban prohibidos los huevos de avestruz pero no los de gallina. Sin embargo, esta felicidad del bueno de Alberdi no fue compartida por todos. Vicente Fidel López padeció de acusomas y escribió: “Lo oímos como un rumor siniestro desde las calles del centro, semejante al de una amenazante invasión de tribus africanas, negras y desnudas. La lujuria y el crimen dominaban la ciudad con el fondo musical del tam-tam africano”. Está claro que al hombre no le caían bien ni los negros ni la fiesta. José M. Ramos Mejía, con su patológica preocupación por las multitudes argentinas, escribió años después El Carnaval de Rosas, que dice más o menos así: “La licencia, la impunidad usada durante esos tres mortales días, se hacía sentir sobre las clases cultas con crueldad y permitían ejercer venganzas: entrar en las casas y manosear a las mujeres, cortar los faldones de las levitas y castigar la soberbia de los señores”.

El desprecio y el racismo, que emanaba de la pluma de los miembros del grupo de jóvenes ilustrados, tuvo su desquite simbólico: el martes de carnaval, conocido como Día de entierro, se quemaba un muñeco de paja con fuertes connotaciones unitarias.
Tanto López como Varela, algunos de los emigrados durante el gobierno rosista, sólo tuvieron que esperar hasta 1844 para que Rosas, el mismo y no otro, firmara el decreto de prohibición. El carnaval tuvo que esperar a que Sarmiento sea presidente.

EL EMPERADOR DE LAS MASCARAS Si bien en 1854 se reanudaron las celebraciones en el Teatro Argentino, había tanta policía controlando, tanto reglamento “para evitar los abusos que suelen cometerse con la careta, por lo que se permite sólo usarla de día y en las horas de juego y de noche dentro de los salones”, que la fiesta se creyó domesticada.

Pero la adoración al dios Momo volvió cuando Sarmiento estrenó la banda y el bastón presidenciales. Ya desde sus años de exilio en Santiago de Chile añoraba los tres días “en que todo el mustio aparato de la terca etiqueta y gravedad española cedían a impulsos de torrentes de agua que en todas las direcciones se cruzaban. ¡Días de verdadera igualdad y fraternidad!”. Fue, entonces, el 9 de febrero de 1869 cuando Buenos Aires tuvo su primer corso. Las calles elegidas fueron Hipólito Yrigoyen entre Bernardo de Irigoyen y Luis Saénz Peña y sólo participaban las comparsas. Éstas estaban formadas por blancos, que cantaban y tocaban guitarra, bandurria y violines. Entre las más famosas estaban “Sociedad de negros”, “Los negritos esclavos”, “Negros argentinos” y un puñados de nombres por el estilo. Así se divertían los muchachos de antes porque estas comparsas estaban integradas por lo más rancio de la sociedad porteña, que de negro sólo tenían el tizne de la cara.

Sarmiento, que era un hombre que sabía divertirse, impulsó el carnaval y participó activamente de esa fiesta: en 1873, los integrantes de la comparsa “Los Habitantes de la Luna” le entregaron una medalla de estaño, donde el perfil del ilustre sanjuanino se ve disfrazado de emperador. Emperador de las máscaras es el título que recibe por parte de la comparsa.

A su vez, la inmigración europea trajo su propia forma de carnaval, lucían sus trajes típicos e interpretaban su música. Según Mauricio Kartum: “Las formas más importantes provenían de los italianos (que podían llamarse ‘José Verdi’ o ‘Marina Nacional’) y de los españoles (‘Orfeón gallego’, ‘Orfeón de Plata’). Esto generó más de una polémica tanto dentro de la elite antinmigratoria como entre los negros que se sentían desplazados de los que eran sus trabajos”.

A fines de la década de 1870, Buenos Aires era Babel y los negros cantaban: “Ya no hay sirviente / de mi color / porque bachichas / toditos son; / dentro de poco, ¡Jesús, por Dios! / bailarán cemba / en el tambor”.

SIGA, SIGA EL BAILE El siglo diecinueve termina pero el carnaval sigue. Y nace la murga que Kartum describe en su artículo Del candombe a la murga: “A pesar de su condición de prima pobre, la murga tiene el honor de heredar las características populares del candombe. Nace en las barriadas. Usa trajes de arpillera coloreada. Asume la percusión como único instrumento musical. Elabora una clave coreográfica de complicadas figuras que desempeñan a la perfección el papel de contraseña”. El Centenario de la Revolución de Mayo se festejó con todo y 1910 fue el año: veinticinco corsos cortan el tránsito y desfilan hasta el diario La Prensa para competir por el premio a la mejor comparsa.

Los inmigrantes siguen llegando y las cifras lo corroboran: 125.951 extranjeros se suman a los 821.293 habitantes de la ciudad. Nace la murga picaresca y el doble sentido está a la vista; basta recorrer los nombres de las agrupaciones: “La familia Largavientos”, “Salamín sensa pulita”, “Los amantes de las chicas bien”, entre otros.

LA MURGA DE LOS DESCAMISADOS Luego de la crisis de 1930, la murga se fue transformando y durante el primer gobierno peronista se vistió de obrero y golpeó los bombos tan fuerte que molestó a más de uno. Ezequiel Martínez Estrada, quien literalmente se brotó durante el peronismo, escribió: “La patota puede ser considerada como una comparsa sin disfraz y a rostro descubierto”, y añora los carnavales de la marquesa y el trovador frente a “la arpillera del murguista y la chancleta del cocoliche”. Los corsos de 1947 se llenan de las murgas más famosas: “Los bohemios”, “Los cabezones”, “Averiados de Palermo” y muchas más, que sólo se silencian respetuosamente en 1953, año en el que la señora pasó a la eternidad.

La Revolución Libertadora de 1955 regula el accionar de las murgas con edictos policiales que establecía cómo y cuándo se debían usar los disfraces y las comparsas debían blanquear en la comisaría a todos sus integrantes.

AHI LLEGA EL AVION Coco Romero es el coordinador del Area de Culturas Urbanas del Centro Cultural Rojas, director de la revista El Corsito y se dedica a la investigación sobre la murga y el carnaval desde hace 20 años. Título y trayectoria que le permiten explicar ciertos fenómenos sociales: “El carnaval nunca está disociado del estado colectivo de la comunidad. Por lo tanto, el 20 de junio de 1973 se puede considerar como la murga más grande que haya tenido la Argentina”. El regreso de Perón convocó cuatro millones de personas, Romero estuvo allí: “Se veían miles de tipos con bombos y colores, cantando y enloqueciendo por la vuelta de Perón”. En esta manifestación, él encuentra muchas similitudes con la murga: “La murga es un grupo que se junta detrás de un color o una identidad determinada, barrial, política o cultural, construye un repertorio y lo canta”. El final es conocido: se puso en escena y a los tiros las diferencias entre los seguidores de López Rega y los montoneros. Los manifestantes corrieron, gritaron y muchos murieron en esa jornada. El avión nunca llegó al aeropuerto.

AQUI NO PODEMOS HACERLO Por decreto 21.329, desde el 9 de junio de 1976 hasta la fecha, están suprimidos los feriados del lunes y martes de Carnaval. Si no hay fecha, no hay carnaval: “No se puede organizar la fiesta si no se sabe el día. Si bien alguna gente de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos tiene interés y hay mucha gente participando en el fenómeno, sigue faltando algo. El problema es qué”, analiza Romero. Las respuestas son múltiples: es posible que no haya una decisión política fuerte, o que no le cierren los números a los empresarios. Pero para ser precavidos y no caer en manifestaciones al extremo optimista del estilo “¡El carnaval nunca va a morir!”, y recibir como respuesta la misma que Borges le dio a Silvio Soldán sobre la inmortalidad del tango (“Mire, Soldán, ha caído el Imperio Romano”), debemos observar el fenómeno en la actualidad.

De los talleres han salido las nuevas murgas, urbanas y de clase media: “Los Quitapenas”, “Los Duendes de la cortada de Caballito”, “Los Traficantes de Matracas”. Desde 1988 funcionan en el Rojas los talleres que coordina y dicta Coco Romero, que desestima la polémica entre murgueros tradicionales y talleristas: “Lo importante es el espacio de encuentro y este fenómeno de la murga, que estaba muerta. Si el barrio no funciona como lugar aglutinante, será el taller, la sociedad de fomento, la plaza o cualquier otro”. La incorporación participativa de las mujeres es otro elemento a tener en cuenta porque siempre fue un espacio muy masculino. Además, la murga ingresó a los colegios y es parte de la actividad curricular de algunos jardines de infantes. Elementos que suman y arrojan buenos augurios para la vuelta de la serpentina, el agua y el papel picado.

El pronóstico de Domingo Faustino Sarmiento, como buen Emperador de las Máscaras, no podía ser más alentador: “El carnaval no puede ser extinguido. Es tradición de la humanidad, que se perpetúa a través de los siglos. Es una compensación a las sujeciones diarias que la sociedad impone”. El 15 y 16 de febrero de este año, la ciudad de Buenos Aires no tuvo corso, no tuvo agua y no tuvo luz. Pero Sarmiento no tenía porqué saberlo.