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Vale decir


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la peste
Imágen del corto "SkinHitler" realizado por Gabriel Dreyfus para el Centro Simon Wiesenthal

¿Cuál es el desencadenante del neonazismo actual? ¿La paranoia y la frustración económico-social? ¿La falta de legislación de Internet que ofrece un inesperado circuito para la divulgación de la xenofobia? ¿O hay detrás una raíz existencial: el llamado germen “holocausta”, que en determinadas situaciones sociales se libera y es capaz de producir genocidios? A propósito del estreno de la película American History X, donde Edward Norton mereció una nominación al Oscar por su actuación como un furioso skinhead, Osvaldo Bayer y el rabino Daniel Goldman analizan para Radar el fenómeno neonazi y los límites entre la libre expresión y el estímulo a la intolerancia.

Por OSVALDO BAYER Desde Bonn

Habrá sido por el 81 u 82. Soriano vino a Berlín y lo fui a buscar a la estación Zoo. Luego tomamos el subterráneo y estábamos conversando cuando en una estación subieron unos doce skinheads con botas negras y ropa de uniforme, algunos de ellos con viejísimas chaquetas de la Wehrmacht de Hitler. Formaron en el pasillo y se pusieron a cantar una marcha nazi: Kamerad, wir marschieren und stürmen, / Für Deutschland zu sterben bereit / Bis die Glocken von Türmen zu Türmen / Verkünden die Wende der Zeit! (“¡Camarada, marchemos y vayamos al ataque dispuestos a morir por Alemania hasta que las campanas de torre en torre anuncien el cambio de los tiempos!”).

Iban con latas de cerveza en la mano. De pronto se hizo silencio y el más grande de todos tiró su lata al suelo, que cayó parada sobre su fondo. Luego levantó su pierna derecha y le dio un tacazo preciso. La lata quedó reducida a la altura de una moneda. El miedo cubrió de silencio la escena.

En ese momento, Soriano, curioso, me preguntó: “¿Aquí es siempre así?”. Le contesté rápido y con un murmullo: “No hablés, que ahora van a buscar extranjeros”. Y fue así. Fueron avanzando en el pasillo y mirándonos uno por uno, buscando algún africano o algún turco. La rampa de selección de Auschwitz... El silencio era absoluto. La próxima estación era la única esperanza. De pronto una viejita que estaba leyendo el diario lo plegó, los miró desafiante (los subterráneos berlineses tienen los asientos paralelos a las vías de manera que todos los pasajeros dominaban con su vista la escena) y les dijo: “¿Por qué no se dejan de molestar? La gente va a trabajar, cosa que no hacen ustedes. ¡Déjense de pavadas!”.

Y se produjo el milagro: los gandules se miraron y el más grande murmuró con una especie de ronquido en la garganta: “¡Vamos, esta vieja de mierda no entiende nada!”. Los tipos miraron a la vieja como nietos que se sienten injustamente llamados al orden. Y se bajaron. Todos respiramos aliviados y sonreímos a la anciana con reconocimiento. Ella, en tono de abuela maestrita, nos dio la lección así: “Con estos no hay que callarse, hay que enfrentarlos”.

La rodeó el aplauso. Le traduje a Soriano las palabras de la vieja. Él, también aliviado, sonrió y me dijo: “Una anécdota ideal para una revista feminista”. Sé que tiempo después, en el regreso, no pudo con su genio y contó la anécdota agregándole detalles jugosos de su portentosa imaginación, como solía hacer él, que novelizaba la realidad. Por ejemplo, había agregado que después de oír la canción nazi y antes que interviniera la viejita, “Bayer y yo nos pusimos a cantar la marcha de San Lorenzo”.

Pero, agregados aparte, cuando el pasado jueves vimos con mi mujer American History X en el Metropol de Bonn (la sala vacía, sólo una veintena de jóvenes con pelo de apenas un centímetro de largo, es decir, no cabezas rapadas, sino a la moda última) y vi la escena donde el “skinhead” protagonista le hacer morder el cordón a un negro y de inmediato le da un tacazo que le aplasta la cabeza, me acordé del subte de Berlín y de la lata de cerveza reducida a la altura de una moneda. Y me metí en el film. No voy a hablar aquí de la película como tal -con sus logros pero también con sus patéticos oportunismos à la Hollywood-, pero sí del tema que trata. Este film sirve para eso, para dejarnos en la gran discusión de la sociedad hoy. Es un film para mostrar en colegios y en universidades, con el fin del debate. De decirnos: todas las sociedades del primero, segundo y tercer mundo muestran estas lepras, empecemos a preguntarnos por el origen de ellas.

El público alemán no ha ido a ver American History X. Las críticas del periodismo no la han dejado muy bien. Clasificada sólo como “aceptable”. Tal vez porque no necesitan ir al cine para ver una realidad que tienen ante sus ojos. Poco antes del estreno, en Cottbus, un grupo de neonazis skinhead corrió a dos negros africanos y a un argelino desde un café, el argelino buscó refugio en una casa de departamentos que tenía como entrada una puerta de cristales. Lo rompió a puntapiés para meterse adentro, pero uno de los vidrios le cortó venas y arterias en la parte posterior de la rodilla. Y murió en la escalera, desangrado, tratando de detener la sangre con las manos. Pero la vida se le escapó con la catarata roja por la escalera. Uno de los negros siguió corriendo hasta encontrar un policía, que como primera medida, en vez de socorrer al que se iba en sangre, esposó al africano y lo llevó a la comisaría. Bajo el principio: primero procedo, después pregunto. En el film norteamericano está bien expresado este aspecto de esas sociedades cuando un negro en la cárcel, que se hace amigo del protagonista, explica que fue condenado a seis años de prisión por robarse un televisor, mientras el blanco recibió sólo tres años por haber matado a tiros a dos negros. O cuando se explicita que el protagonista recibió las enseñanzas de odio racista de su propio padre, un uniformado. Los skinheads -tal cual los describe el film y la realidad- conforman una secta, donde sus dioses son buscados en el walhalla del derrotado nacionalsocialismo alemán, con todos sus ritos, sus banderas, sus cánticos, sus símbolos. Su seducción. Sus discursos, hoy, parecen calcados de la hueca filosofía del doctor Goebbels, cuando con su impecable retórica enseñaba a odiar al extranjero y hacer de su país un paraíso de brutales resentidos. Sus abuelos se colgaron de esa secta porque se les prometió trabajo y hacer, de un país derrotado, una potencia. Sus nietos, los de cabeza afeitada, la mayoría sin trabajo, en una sociedad opulenta pero no para todos. Una sociedad que importó turcos de acuerdo con principios capitalistas: más oferta de trabajadores, más barata y mejor la mano de obra. Lo dijeron los políticos y los ministros: “Sin los tamiles de Ceilán, la industria hotelera alemana no podría existir; con personal alemán, los precios subirían a las nubes y ningún turista vendría”. Abaratar los costos. Argumento ya conocido que hoy repiten los grandes consorcios: si suben los costos, nos vamos a Asia. Fue entonces cuando los barrios propios se poblaron de hombres de idiomas extraños, y de extraños olores de comidas que no se integraban a la gama de los aromas locales. Además, el sistema iba desarraigando a los menesterosos de otros mundos que comenzaron a empujar por entrar en los países maravillosamente blancos donde todos podían comprar, comprar. Comenzaron a verse turbantes por la Kurfürstendamm y hombres de piel negra donde sesenta años atrás habían desfilado los rubios muchachos marchando hacia el olimpo que de pronto quedó en imagen congelada en las tierras del Este. Los de turbante y piel fueron acusados de quitar trabajo cuando el verdadero cirujano había sido el sistema. Y fueron víctimas no sólo los sin trabajo sino también los que habían perdido con la sinopsis despiadada que separa la sociedad en pobres y ricos, o en rápidos y lentos, o en prácticos y soñadores.

Pero el sistema que había traído a los extranjeros para abaratar productos fue el primero que, cuando sobró la mano de obra, marcó a los culpables de todos los males de la sociedad: los extranjeros. Es la Democracia Cristiana, en Alemania, el partido que representa al sistema económico reinante quien ahora niega dar la ciudadanía alemana a los que hace dos, tres décadas llegaron para limpiar, cavar, hacer calles, poner ladrillos, y ser protagonistas del destajo. En Estados Unidos se tuvo el trabajo esclavo con los negros traídos de Africa, y ahora sus descendientes tienen la culpa de todos los males de una sociedad ávida y corrupta. Y los hispanos que entran por la frontera y abaratan los costos van primero en las estadísticas de la silla eléctrica.

Los primeros skinheads surgieron en Londres, por los fines de los sesenta. Producto de los barrios obreros del este londinense. Comenzaron por afeitarse las cabezas para diferenciarse de los izquierdosos melenudos que hablaban de revolución social y de que todos los seres humanos de distinto pelaje somos hermanos. Además, la cabeza lisa servía muy bien para el deporte preferido que comenzaba: la guerra en las calles. Y porque, pelados, su aspecto daba miedo, parecían muñecos malditos. Los sábados, el lugar de combate se trasladaba a las tribunas del fútbol. Reproducían la violencia que veían en los productos norteamericanos de cine y televisión. Los que fueron convirtiéndose en líderes les hablaban de virilidad, de fuerza que da la camaradería, el sentirse soldados disciplinados, era como sentirse todos los días enrolados en la mítica Legión Extranjera -sueño de aquellos adolescentes que no habían bebido nunca amor-, que se convertía en una legión contra los extranjeros.

El discurso que al principio del film dice con gran juego actoral y precisión el protagonista, y por el cual demuestra que la culpa de todos los males la tienen negros e hispanos, parece convincente a través de tanta demagogia y mentira. Quien lo ha visto a Le Pen en sus intervenciones con un vocabulario que parece obtenido en un diccionario del infundio y la falsedad, comprende por qué llega a cierta “gente común”, proclive siempre a explicar su fracaso a través del odio.

El film recurre al final a una escena profundamente dramática y patética que iguala en brutalidad y violencia a negros y blancos. Es una lástima que el guionista no haya sugerido el paso del arrepentido neonazi hacia los otros grupos de skinheads, los “redskins” que a fines de la década del 80 integraron en Estados Unidos el SHARP: Skinheads Against Racial Prejudice (Skinheads contra prejuicios raciales). Este movimiento que inmediatamente tuvo un gran incremento -principalmente en los antiguos estados de la ex Alemania comunista- adoptó una línea ecologista y antirracista. Un conocido volante de ellos sostenía: “Un skinhead no puede ser racista, ya sólo porque sería perverso entusiasmarse por la música negra y por otro lado combatir contra los músicos por el color de su piel y su cultura. Un legítimo skinhead sigue bailando siempre ska y reggae y no apalea a ningún extranjero”.

Poco a poco se está notando un cambio: los chicos que a los quince años adoptan la estampa de un skinhead sí prefieren la derecha, porque allí aprenden a pegar y a marchar como soldados. Luego, los más inteligentes se dan cuenta de la barbarie del pensamiento fascista y más allá de los veinte años de edad cruzan la calle para integrar los grupos que tienen ideales distintos del mero pegar.

Pero eso es todavía un indicio y una esperanza. Mientras tanto, las tensiones creadas por el sistema injusto no se educan como antes en las organizaciones sindicales o culturales -con sus bibliotecas, conjuntos filodramáticos y conferencistas- anarquistas o socialistas sino con botas y cabezas calvas, camperas negras y cerveza, doc Martens y puñetazos, tatuajes y patadas.

Tratar de mejorar el sistema desde adentro es difícil, más fácil es que el comisario de la seccional nos diga que los culpables de todo son los bolitas, los tome presos y los despache de regreso. Nunca voy a olvidar a un delegado de la Policía Federal en Río Gallegos que me dijo, por allá, en los años setenta: “Chilote que veo por la calle sin hacer nada, lo agarro del forro del culo y lo tiro del otro lado de la frontera”. Me miraba convencido de su profundidad patriótica. Un sistema político humano -por lo tanto inteligente- hubiera concebido un sistema donde todos hubieran podido vivir en sus paisajes y sus costumbres. Eso ya es imposible. American History: X nos muestra -con sus más y sus menos- una de las caras de ese mundo creado por un régimen humano. Que sirva para abrir los ojos. Y para dejar de esperar la utopía con los brazos cruzados siendo sólo testigo y no protagonista.


ODIAR AL OTRO

Por DANIEL GOLDMAN

En la cultura humana surgen cada tanto parentescos sombríos que impregnan como ondas todos los órdenes de la vida. Así como de repente todo es “retro”, súbitamente todo pasa a ser “neo”. En materia de prejuicio y un poco más, el nazismo se rehabilita hoy en día como una neo-versión adaptada y traducida de los diversos órdenes ontológicos del odio. En otras palabras: a partir de problemas no resueltos de un presente, terminan resurgiendo problemas del pasado. La globalización, en este sentido, los ayuda y acompaña. Osvaldo Bayer da cuenta permanente desde Alemania de la brutal violencia xenófoba y antisemita (que, como nos recuerda Daniel Cohn-Bendit, siempre van juntas como nombre y apellido) en un país donde el preconcepto racista se aproxima al 35 por ciento de la población. La propia Francia, cuna de la liberté-égalité-fraternité, revela en sus encuestas más recientes que dos de cada cinco franceses tienen sentimientos xenófobos. Y Jean-Marie Le Pen crece allí en la misma medida que en Italia crece la Liga Lombarda, un movimiento altamente sofisticado que articula el accionar de la extrema derecha peninsular. Este movimiento, considerado un pequeño grupúsculo de trasnochados durante el final de los 80, hoy cuenta con setenta escaños en el Parlamento, y hasta colabora con la ex Falange española para reivindicar las ideas del dictador Franco. Considerar que estos grupos son un parvulario cuyos integrantes afloran solamente de hogares problemáticos, sin ningún basamento cultural e ideológico, salvo la paranoia y la frustración, es minimizar irresponsablemente la cuestión.

EN LA ARGENTINA TAMBIEN SE CONSIGUE La Argentina, crisol de razas, tiene vasta experiencia en modas retro y neo, guardando para sí la vergüenza de haber sido, pero el dolor de seguir siendo. Como anécdota retro, basta citar el origen de la célebre expresión “yo argentino”. Surgida como consecuencia de la Semana Trágica del 19, cuando los jóvenes skin de antaño, pitucos y cajetillas, presuponían que todo individuo de chiva era judío, al acercarse a quienes no lo eran para tirar sus barbas, éstos levantaban sus manos y vociferaban así su condición nacional “diferente”: “¡Yo argentino!”. Ese “yo argentino” parte de una premisa de supuesta imparcialidad para evadir el imperativo animal de destrucción a todo aquello que no se tolere. O que simplemente compita: recordemos que la línea entre neutralidad y complicidad es tan delgada como la de tolerancia e intolerancia.

En el dolor de seguir siendo, esta ola neo-legalizante que apela a la expulsión de los indocumentados, sin duda alguna resulta un caldo de cultivo para estos grupos que sostienen la ideología de la “Supremacía Blanca”, y que por unos días permanecerán tranquilos: hasta que la Corte evalúe si lo que hicieron los skins con Claudio Salgueiro fue simplemente una travesura, si sus expresiones fueron sólo una especie de sapukay nacionalista (un “grito de guerra”, tal la expresión de la Cámara de Casación que anuló la sentencia a los tres skinheads condenados el año pasado por atacar a Salgueiro) o una violación a la Ley Antidiscriminatoria.

El socio en crisis del Mercosur padece hoy por hoy los mismos síntomas: en las grandes urbes como Sao Paulo y Río se reproducen grupos que bregan por la expulsión de los nordestinos y los sin-tierra. Lo grotesco es que uno puede ver gente de raza negra en esos actos levantando su brazo derecho y gritando Heil Hitler! Son las paradojas de la moda y la ideología.

LA DECADENCIA DEL IMPERIO AMERICANO Nuestro gran país del Norte, lejos de quedar exento de esta costumbre, ostenta una considerable mácula: el tristemente célebre Ku-Klux-Klan. Pero el prejuicio no empieza ni termina ahí. Antes de que los chicanos y latinos fueran objeto furioso de deportación para las autoridades californianas, las anécdotas contra el que no fuese blanco, alto y rico abundaban en las páginas de los diarios. El sociólogo norteamericano Bernard Srieke relata en uno de sus libros que, durante la época en la cual los inmigrantes chinos eran requeridos para los trabajos más duros, humildes y mal pagos en la costa oeste de los Estados Unidos, la prensa del momento alababa a estos hombres y mujeres con términos incondicionalmente simpáticos: “Nuestros más dignos ciudadanos de adopción son precavidos, sociales y, por sobre todo, respetuosos de la ley”. Pero, cuando en 1860 se produce la gran transformación industrial de California, los nuevos inmigrantes blancos entran en competencia laboral con esos mismos chinos y el estereotipo se modifica rápidamente. El chino pasa a ser “violento, criminal, sucio, antipático, vicioso”. Y, a medida que la sobreabundancia de mano de obra provoca las primeras huelgas, el estereotipo se transforma en una categoría tan aborrecible que los dos grandes partidos políticos, opositores entre sí, acuerdan en la siguiente frase: “Protejamos a nuestras tierras de la barbarie mongola”.

Dicho de otra manera, existe la tolerancia en la medida en que los intereses económicos sean beneficiosos, pero permitir al chino su participación en pie de igualdad social resulta imposible. (¿No nos pasa lo mismo a nosotros con los coreanos que “intempestivamente han invadido nuestros barrios y escuelas más prestigiosas”? Las comillas encierran una expresión hecha pública por un respetable conciudadano porteño.)

La pregunta clave frente al tema del prejuicio es: ¿el desencadenante es solamente económico-social, o hay detrás una raíz existencial? El ensayista Fernando Reatti desarrolla una breve tesis alrededor de este asunto, sosteniendo que existe en el ser humano un germen “holocausta”, que en determinadas situaciones sociales se libera y es capaz de producir genocidios. Este germen es intrínseco a la raza humana. Sea esto verdad o no, del psicoanálisis podría interpretarse que la cultura resulta la mejor forma de neutralizar gérmenes como el “holocausta”.

HISTORIA SE ESCRIBE CON X A los norteamericanos parece preocuparles hoy una nueva manifestación del prejuicio: el neo-rapadismo está invadiendo sus hogares. El brote intranquiliza a tal punto a la honrada sociedad de prejuiciosa conciencia que la ha llevado a apelar a uno de sus más clásicos mecanismos de control: que Hollywood trate el tema. El producto en cuestión se llama American History X, un film presentado como denuncia áspera, con actores de renombre y nominación al Oscar incluida (para Edward Norton, el protagonista) pero realizado a la manera de esos telefilmes dirigidos a adolescentes y a padres de clase media baja que “no conocen en qué círculo se mueven sus hijos”.

La historia es simple: Derek, un líder skinhead, detenido por haber asesinado de manera sanguinaria a dos miembros de una pandilla negra, se arrepiente de su pasado. Al salir de la cárcel intenta proteger a su hermano menor de la ideología nazi, cuando éste sigue sus pasos. El mundo que lo rodea no es tan sencillo y el desenlace pretende demostrarlo. Llena de contradicciones difíciles de resolver, la película se escalona en escenas paradigmáticas. Derek no es ningún bobo, pero se vuelve xenófobo a partir de la muerte de su padre, un bombero americano de clase media, a manos de una pandilla negra. En un racconto que muestra una conversación familiar, el padre le dice al hijo mayor que no debe creerles a los profesores negros que tratan de meter en la cabeza de sus alumnos blancos la idea de “acción afirmativa” y cita como ejemplo los dos bomberos negros que ingresaron en su unidad, a pesar de tener menos puntaje que otros dos candidatos blancos, para equilibrar la cuota multiétnica de la unidad. Ese mensaje y la muerte posterior del padre liberan en el protagonista el “germen holocausta” que comentábamos previamente. (Dicho sea de paso, el año pasado la TV local nos brindó la imagen de varias madres bramando expresiones antisemitas del tipo “¡Judíos de mierda, lo de la AMIA fue poco!”, al momento de conocerse la sentencia en el juicio a sus hijos skinheads por haber arremetido a golpes contra el chico que creyeron judío.)

Pero las paradojas de la sociedad americana no pueden dejar de aparecer en la pantalla. En la cárcel, después de haber sido traicionado y violado por sus colegas neo-nazis, Derek recibe la visita de su antiguo profesor negro de literatura y llega la escena culminante de la película. El profesor somete a Derek a un cuestionamiento que culmina con la siguiente pregunta: “¿En qué te ayudó a vos toda esa ideología de extrema derecha?”.

En esas situaciones, asustan las pedagógicas preguntas individualistas, tan características de una sociedad como la norteamericana. ¿Qué ocurría si la respuesta era afirmativa, es decir si Derek hubiese dicho que la ideología nazi desarrolló en él un compromiso que lo constituía esencialmente? ¿Dónde está lo malo para el otro, el flagelo que correlativamente representa el neonazismo para la sociedad? Si el protagonista de la película no hubiese sido violado y traicionado en la cárcel, ¿en qué terminaban él y la película?

Es cierto, como dice Michael Ryan en su libro Camera Política, que “el cine como tal resulta una propuesta de cambio, y hasta los filmes más conservadores encierran potencialmente un camino progresista”. También es cierto que el cine es sólo una pieza más dentro de la gran aspiración social a un mundo sin xenofobia. ¿Cómo superar el odio al otro? Los académicos no se han puesto de acuerdo para responder la pregunta. Unos proponen una legislación que ponga orden. Pero el problema es que la ley sólo reprime el odio, no lo elimina. Otros apelan a la educación. Pero educar lleva mucho tiempo, y puede ser que una didáctica útil para una generación sea obsoleta para la siguiente. Lo mejor de la película American History X es que, a pesar de ella misma, de su mediocridad, sirve como un disparador efectivo para plantearse, otra vez, la pregunta. Y ésa ya es una ayuda social importante.

Dos escenas de la película: Norton en la cárcel entablando amistad con un negro y ascendiendo del infierno skinhead, y Edward Furlong recibiendo lecciones de neonazismo mientras su hermano mayor está preso.
Derecha: una manifestación de skinheads en San Pablo en 1989, celebrando los 100 años del nacimiento de Hitler.

American psycho

 El portagonista de American History X es Edward Norton, un actor que con sólo cinco películas consiguió una de las carreras más sólidas y prometedoras de los últimos tiempos.

Algunos actores -los mejores- aparecen de golpe. Edward Norton apareció cuando Richard Gere ya estaba harto de ver desfilar a más de dos mil cien actores y lo eligió de inmediato como su antagonista en La verdad desnuda. Gere necesitaba un actor relativamente desconocido que pudiera encarnar a un psicópata capaz de simular con increíble eficacia a un tartamudo inocente. Cuando ya empezaba a pensar en Johnny Depp, Brad Pitt o alguna otra “intensa” luminaria holly-woodense, apareció Norton con el número 2101. Y, además de una nominación al Oscar como mejor actor secundario y un Globo de Oro, consiguió pasar del tartamudo al psicópata con una elasticidad magistral.

“Me interesan los papeles no porque el personaje esté en los antípodas de lo que yo pienso, sino por la distancia emocional que él mismo tiene que recorrer dentro de sí para ser lo que es”, dice Norton, graduado en Historia en Yale, hijo de una familia de constructores de la costa Este norteamericana, actor off-Broadway hasta los veintiséis años y protagonista de una carrera meteórica de sólo cinco películas. Luego de La verdad desnuda, Woody Allen le ofreció el papel de novio naïf en Todos dicen te amo (donde la distancia emocional se acortaba porque estaba Tim Roth, funcionando como perfecto polo opuesto y emotivo en la lucha por Drew Ba-rrymore). Acto seguido, encarnó con milimétrica sobriedad al abogado de Larry Flynt (y aprovechó la filmación para conquistar a Courtney Love).

Por esa misma época, David McKenna estaba escribiendo una película sobre skinheads: “Me crié en pleno estallido del punk, por lo que viví en un momento de mucha intolerancia. Entonces se me ocurrió escribir sobre los incitadores, pero manteniendo como eje de la historia la idea de que un tipo no nace racista, sino que es algo que se aprende del ambiente en el que crece. Sobre todo de la familia”. McKenna pasó horas entrevistando skinheads y yendo a sus reuniones: “Los documentales que había visto no me convencían. Estaba harto de escuchar skinheads que parecían estúpidos y hablaban como tales”. Norton aceptó el papel en cuanto leyó el guión. Él sería el hermano mayor, el skinhead que desciende a los infiernos de la cárcel y emerge redimido. McKenna respiró aliviado cuando Edward Furlong aceptó ser el hermano menor, huérfano y descarriado que se rapa la cabeza y se devora Mein Kampf en su afán por seguir los pasos de su idolatrado hermano mayor.

Lo de Edward Furlong abarca más tiempo pero es más corto: después de su poderoso debut en Terminator 2 (1991), se dedicó a modelar para Calvin Klein y a aparecer en películas tan desparejas como Cementerio de animales 2 y Little Odessa, haciendo siempre lo mismo, básicamente: hijo adolescente y atormentado por su familia disfuncional (habrá que esperar el estreno de Pecker, donde interpreta a un fotógrafo en la incursión de John Waters en el mundo de la moda). American History X se estrenó en Estados Unidos, a fines de noviembre del año pasado, en apenas veinte salas de todo el país, quizás por haber sido calificada como prohibida para menores de 18 años. Algo que Amnesty International se propuso desafiar, al proyectarla en buena parte de los colegios secundarios norteamericanos y reposicionarla a tal punto que la película terminó cosechando una inesperada nominación al Oscar: para Edward Norton en el rubro Mejor Actor Protagónico. En cuanto se anunciaron las nominaciones, comenzó a correr el rumor de que Norton, cuando vio la versión lista para estrenar de American History X, consideró que no recibía suficiente pantalla y, con la anuencia de la productora, se encerró en el cuarto de montaje y salió con una nueva versión en la que era el centro de la película. Queda por preguntarse si el celuloide descartado hacía más sólida la película.

 
Edward Furlong en American History X

 En Internet no hay censura. Irónicamente, eso la convirtió en uno de los lugares predilectos de los neonazis para promocionarse, divulgar sus manifiestos y reescribir una historia que niega el Holocausto. Pero si se teclea “nazi” en casi cualquier buscador, también puede aparecer la página de un grupo punk cordobés.

Por Horacio Bernades

Libertad de opinión. Créase o no, si se teclean esas tres palabras en cualquier buscador de Internet, se irá a parar a la revista online que edita el partido de Alejandro Biondini. Quien, junto con Alejandro Franze, es el más notorio nazi argentino. Desde hace unos años, grupos neonazis de todo tipo y pelaje han ido copando la red, aprovechando que en Internet no hay legislación ni filtro para la propagación de ideas, por extremistas, intolerantes o racistas que sean. Los números cantan: en un buscador como Altavista, bajo la palabra “nazi” aparecen nada menos que 235.750 referencias. No todas esas homepages encierran apologías del nazismo. Pero un alto porcentaje, sí. Las palabras claves para ingresar a este submundo digital son: neonazi, nacionalismo, skinheads, revisionistas y supremacistas. Estas dos últimas se refieren, respectivamente, a quienes niegan la existencia del Holocausto (también conocidos como negacionistas) y a quienes propugnan la “Supremacía Blanca”. Los servidores argentinos, sin embargo, tienden a hacerse los bobos frente a la cuestión. Si se teclea “Supremacía Blanca” en el buscador de Clarín, inaugurado hacia fines del año pasado, aparecerán sites sobre Bahía Blanca, Rata Blanca y un videoclub llamado Casablanca, pero nada de Supremacía. En el mismo buscador, bajo la palabra “neonazi”, no aparece nada. Mientras que, si se busca “nazi”, surgen referencias como Banca Nazionale del Lavoro, Tima Illuminazione (una fábrica de artefactos de iluminación halógena) y Madonnazing, un site de fans de Madonna. Un sitio llamado “Código Morse” parecería, a simple vista, parte de la cargada. Pero no: se trata de la homepage del grupo punk cordobés del mismo nombre. Una de sus canciones se llama “Laura es una nazi”, y la letra empieza así: Siempre está sola por las tardes ... y por las noches tiene frío. Nadie a ella quiere hablarle, ni siquiera ser su amigo. Pero nunca deja de sonreír, sola y todo ella siempre está feliz. Porque es una nazi, nazi de verdad. Finalmente, se llega al site del Partido Nuevo Triunfo. Ahí sí, la cosa empieza a tomar color, porque ése es el nombre de la organización de Biondini. La página se abre con una consigna. “Si eres camarada, te saludamos: ¡Brazo en alto!.” Desde la red anuncian, además, la próxima salida a kioscos de su revista Libertad de opinión. El acontecimiento tendrá lugar en los primeros días de abril.

La edición online de marzo de Libertad de opinión incluye, entre sus temas de tapa y la ficha de afiliación al Partido, una encuesta realizada entre 134 lectores de su revista. La pregunta es: “¿El nacionalsocialismo puede volver?” El 71 por ciento de los encuestados respondió que sí (lo que delata una inesperada falta de fe incluso entre las propias huestes). Además de “apoyar la libertad de expresión en Internet”, la revista incluye un “Panteón de los Héroes” (asesinados por el sionismo judío, aclaran). Parte del site del Partido Nuevo Triunfo son también su programa de gobierno, un “Mensaje de nuestro líder”, la “Proclama de los Camisas Pardas” (donde se anuncia que “en 1999 la Casa Rosada será la nueva Casa Parda de todos los argentinos”) y la “Marcha del Despertar Argentino”. Una de sus estrofas dice así: El débil burgués se amilana/ el judas extiende su hiel/ mas ni el rojo que agita en las sombras/ podrán (sic) con su odio esta vez. Su programa de gobierno está basado en las consignas “soberanía política, independencia económica y justicia social”. Este último apartado incluye la “formación de cada argentino desde la niñez con granítica moral nacionalista” y el “desmantelamiento de la red homosexual, drogadicta y corrupta que hoy infecta la Argentina”.

Desde el site de Biondini puede accederse, a su vez, a una enorme cantidad de sitios “hermanos” de todo el mundo, que incluyen a la proscripta organización “Orgullo Skinhead” del Uruguay, organizaciones falangistas españolas, el MSI italiano (nueva denominación del viejo partido fascista), el American Front, El Frente Nacional de Le Pen y nacionalistas rusos, entre otros. Desde todos estos sitios se extiende la red nazi, gracias a los gruesos listados de links que cada uno de ellos incluye. Abundan, dentro de estos sitios, los dedicados a negar o relativizar el Holocausto, con pretensiones seudocientíficas y, en muchos casos, un tono de sobria autoridad académica. En “Student Revisionist Resource”, el visitante puede escuchar (vía Real Audio) una conferencia del notorio filonazi británico David Irving, cuya tesis más conocida es que durante la Segunda Guerra no se exterminó a seis millones de judíos... sino apenas a cuatro millones. Hay sitios de mujeres arias, de chicas skinheads, montones del renacido Ku-Klux-Klan, otros en los que se llama a las “minorías blancas” a levantarse contra las mayorías negras, mestizas, chicanas, judías. Hasta existe una “Nazi Children Home Page” (“Página de niños nazis”), que es de origen noruego y llama a asumir el pasado de sus padres, “criminalizados por la opinión pública”. Además, quien quiera comprar discos nazis puede hacerlo, así como también remeras (en un raro brote de humor negro, una de ellas promociona “La gira europea de Hitler, 1939/1945”) y videos. Como se dice en una de estas páginas, “por primera vez, Internet da los medios para que los particulares y las pequeñas organizaciones puedan competir con el monopolio de los medios”. Ventajas que da la libertad.