los claustros, esa escuela de carácter: aquellos polvos (1799).
las chicas con el culo en la cabeza: ya tienen asiento (1799).
los atractivos del hombre maduro: qué sacrificio! (1797)
la tercera edad según goya: mucho hay que chupar (1799).
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La muestra de grabados y aguatintas de Goya presentada en el Bellas Artes propone una paradoja, que acaso es un problema. El espectador sabe que contempla la obra más secreta y demoníaca de uno de los mayores pintores modernos: no obstante, el espectáculo lo deja frío. Allí está, ante sus ojos, el grabado original de El sueño de la razón engendra monstruos, entrevisto cien veces en reproducciones que hacían añorar ese original; allí están la bruja con el sexo y el ano atravesados por un palo de escoba, las horrendas viejas desdentadas, el niño usado como fuelle para apagar un candil; allí están los aterradores desastres de la guerra. Uno puede acercar la cara hasta percibir detrás del vidrio los trazos más íntimos de aquel miniaturista del infierno. Ve, incluso, los sellos que atestiguan que eso es un Goya. Pero no siente que la autenticidad agregue nada a lo que ya conocía antes de entrar.
EL EFECTO EXPOSICION La decepción, por supuesto, no tiene que ver con Goya: nadie precisa haber mirado un cuadro en su vida para comprender que el hombre que soñó esas figuras era un genio, el más desenfrenado que dio la pintura española. La decepción es intelectual: uno termina por preguntarse cuál es la diferencia estética que existe, en la plástica, entre ciertas perfectas reproducciones y la cosa que dio lugar a ellas. Salvo el agregado puramente psicológico de saber (o creer) que ahí está el original, no parece sumar nada. De hecho, la pequeñez de los grabados y su número conspiran contra lo que Poe llamaría el efecto de la exposición. Para decirlo sin vueltas, la muestra resulta vagamente incómoda. Es mucho más goyesco un buen libro de Los Caprichos -pequeñas láminas de idéntico tamaño que terminan abrumando por su monotonía, al ser expuestas en una pared- que cualquier formidable exposición de museo. Sin las referencias históricas, sin la conciencia de la España inquisitorial, hambrienta, que dio tema a esas figuras, sin la novela de don Francisco de Goya y del imperio en ruinas, las paredes y la caminata no consiguen reemplazar a un fiel libro de grabados.
EL HOMBRE QUE NO REIA CON ALEGRIA Por fortuna, no es todo. Hay cuatro pinturas: a tres de ellas se las ve al entrar. Dos son prodigiosas y serían suficientes para argumentar que, al menos en el caso del óleo, el original posee todavía una cualidad estética que va más allá de su valor económico como ejemplar único. Me refiero a El incendio del hospital y al Baile popular bajo el puente. Ahí no sólo se ve lo que Goya era capaz de hacer con el color, con los conjuntos humanos y sobre todo con la luz, sino que se percibe la huella del pincel, su movimiento, se siente el espesor y hasta la deliberada brusquedad del trazo. Uno debe reprimir la tentación de tocar esos cuadros, de palpar las rugosidades de la tela. Que Goya manejara con esa libertad su mano en la España del siglo XVIII es tan misterioso como que Cervantes o Shakespeare trataran la palabra como lo hicieron, en su propio siglo (no he visto nunca un original de Tintoretto, pero tengo la sospecha de que eso mismo se siente ante sus óleos). La cuarta pintura es un cuadrito expuesto entre Los Caprichos, de asunto religioso y bastante pueril, que sirve al menos para comprender hasta qué punto Goya era incapaz de llevarse bien con las estampitas de la Inquisición.
Goya podía inspirar horror, piedad, sabía adelgazar su pincel y pintar niños y niñas con una serenidad casi angélica, o hacer que un coloso fuera colosal sin necesidad de referirlo a ningún otro volumen, pero daba la impresión de no reír con alegría. Tal vez porque la pintura es muda, tal vez porque él era sordo, y un hombre que no oye la risa sólo ve muecas. En la última sala, a la izquierda, está uno de sus pocos grabados genuinamente cómicos: el de las mujeres y las sillas. No importa lo que el propio Goya y los expertos hayan dicho de él; el capricho sólo puede leerse de una manera: esas chicas tienen el culo en la cabeza.
LA HEREJIA FORMIDABLE En la última sala de la derecha, un prodigio de luz: Huyendo entre las llamas. No es necesario buscarlo. Basta recorrer desde lejos la pared con la mirada, y la luz estalla como un grito. Para conseguir eso con un aguatinta de unos centímetros, hacía falta algo más que ser un dibujante y un pintor de genio: hacía falta ser Goya. Perdido en una de las salas transversales, uno de la guerra (No se puede mirar), pudo merecer la augusta soledad de una pared completa. Se ve a los fusilados, pero sólo a ellos. No se advierte siquiera que son los fusilados, hasta que el ojo resbala hacia la derecha. Cuatro o cinco rayas paralelas, insidiosamente asomadas desde el borde, nos llaman desde allí: son los fusiles. Nada de fusiladores: sólo esas rayas. No hay asesinos; es la frialdad abstracta de la muerte la que mata. Uno siente que entre esos condenados pudo estar Josef K, con los brazos en alto, pensando: Como a un perro. Ese pequeño grabado dialoga tan claramente con Los fusilamientos, que la lucidez de Goya no podía ignorarlo. Al hacer abstracción de los asesinos cometió su más espléndida y formidable herejía: puso allí a Dios.
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