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Stanley Kubrick (1928-1999)

El resplandor

Según Kirk Douglas y casi todos los actores que trabajaron a sus órdenes, era "una mierda". Una mierda con talento. Cada una de sus películas visitó un género y en todos dejó una marca indeleble: desde el noir de Casta de malditos al bélico de La patrulla infernal y Nacido para matar, pasando por la adaptación de grandes novelas (Lolita, La naranja mecánica, Barry Lyndon), el absurdo anticipatorio (Doctor Insólito), el terror contemporáneo (El resplandor) y, por supuesto, la ciencia ficción (2001). José Pablo Feinmann despide a Stanley Kubrick revisitando, una por una, las películas que lo convirtieron en una leyenda del cine.

Por JOSÉ PABLO FEINMANN
 
 

stanley kubrick junto a sue lyon, la adolescente de catorce años que eligió para lolita.
 
 

 
 
el pequeño kubrick ilustrado: arriba, la naranja mecánica (1971) y 2001: odisea del espacio (1968). abajo: casta de malditos (1956) y dr. insólito (1964).

 
 

 
 

 
 

 
 

Kirk Douglas, un actor que tuvo mucho que ver en la carrera de Kubrick, escribió una autobiografía, ese especie bastarda de literatura donde todo egomaníaco se da el gusto de hablar de sí durante doscientas o trescientas páginas haciendo girar todos los sucesos del mundo alrededor de su vida. Douglas, que es un poderoso egomaníaco, se dio ese gusto y escribió en su autobiografía, horriblemente titulada El hijo del trapero: "Hay mierdas con talento y mierdas sin talento. Stanley Kubrick es una mierda con talento". Es la opinión de muchos; sólo que suele disfrazarse con frases como "obsesivo", "perfeccionista", "implacable", "exigente" o "solitario empedernido". Kubrick fue todo eso. Ocurre que se puede ser todo eso y, siéndolo, ser una mierda. Por ejemplo: si uno es Stanley Kubrick y está rodando El resplandor y un actor negro entrado en años que se llama Scatman Crothers tiene que salir de un auto y cerrar una puerta, y uno le hace hacer eso setenta y cinco veces -insisto: setenta y cinco veces-, uno, qué duda cabe, es un perfeccionista y un obsesivo. Pero también es una soberana mierda.

Ocurre que el cine es una de las cosas menos democráticas de esta tierra. Tiene una férrea estructura piramidal cuya punta más alta corresponde al director. Ahí, disfrazados de genios, obsesivos y perfeccionistas, muchos se permiten excesos innecesarios: hacerle cerrar setenta y cinco veces una puerta a un actor, por ejemplo. De este modo crean su propia leyenda. Y también sus propios enemigos. Kirk Douglas odió toda su vida a Stanley Kubrick. Supongo que tampoco Scatman Crothers lo tendrá junto a su corazón. Tal vez, como dice Douglas, Kubrick sea una "mierda con talento". Pero las películas se hacen con talento. Y cuando uno va al cine y detiene a un espectador que sale, no le pregunta si el director es un buen tipo. Le pregunta si la película es buena. Y Stanley Kubrick, admirablemente, jamás hizo una que no lo fuera.

UN MALDITO DIRECTOR Kubrick hizo cuatro films en blanco y negro, Casta de malditos, La patrulla infernal, Lolita y Doctor Insólito (me refiero a los que hizo para estudios, cosa que deja aparte a sus dos primeros largos: Fear and Desire y Killer's Kiss). Pudo hacer Casta de malditos porque lo ayudó un personaje decisivo en su carrera, ex compañero del servicio militar, un tipo de talento que haría, luego, algunas impecables películas: James B. Harris. Sabemos que uno de los encantos y, sin duda, uno de los talentos de Kubrick ha sido el de navegar por distintos géneros dejando en todos una marca indeleble. Casta de malditos (The Killing, 1956) le debe mucho al John Huston de Mientras la ciudad duerme (The Asphalt Jungle, 1950), y Kubrick no tenía problemas con eso. No creo que Casta de malditos sea un homenaje a la película de Huston, ya que va más allá de una intención tan modesta como ésa en los parámetros de Kubrick. Pero hay vínculos deliberados: la luz, el blanco y negro, la elección de un reparto de segundos y la elección, como protagónico, de un segundón memorable, Sterling Hayden.

Casta de malditos se estrenó en 1957 en la Argentina, en el cine Plaza. Quedaba al lado de una pizzería que se llamaba El Rey y al lado de un cine para niños que se llamaba Mundial, donde pasaban muchos dibujos de El Super Ratón. El Plaza era un cine berreta. Ahí no se estrenaban películas de Clark Gable, Gary Cooper o Spencer Tracy. No, pasaban sólo películas que lindaban con la clase B o incurrían decididamente en ella. Casta de malditos era un clase B. Tenía uno de los más exquisitos elencos de clase B de la historia del cine: Vince Edwards (sí, el que luego haría Ben Casey), Jay C. Flippen, Marie Windsor (¡diosa!, ¡diosa!), Ted De Corsia (el malo de La ciudad desnuda, de Jules Dassin), Elisha Cook Jr. (¡ídolo! ¡genio!), Joe Sawyer (el de tantas y tantas) y Timothy Carey (que volvería a estar glorioso como uno de los fusilados de La patrulla infernal). ¿Qué hace grande a este film? Su estructura narrativa, su guión espléndidamente delineado por Kubrick y Jim Thompson, nada menos. Hay una voz que narra en off, en el estilo de la serie televisiva Dragnet. La trama sigue a distintos personajes que hacen distintas cosas a la misma hora, en el mismo momento, hasta que todos convergen al final. Todos los personajes de la película son perdedores y todos sabemos que van a terminar por perder una vez más. Si esto les suena a Tarantino, acertaron. Perros de la calle es tan deudora de Casta de malditos como Casta de malditos lo es de Mientras la ciudad duerme.

Creo que, a esta altura de los tiempos, ya son muchos los que han visto este film. Ya no es un producto menor, clandestino, que se daba en el Plaza y que veían sólo los pibes como yo, que amaban los policiales y, simultáneamente, los dibujitos de El Super Ratón y las porciones de muzzarella con fainá de la pizzería El Rey. Hoy, Casta de malditos es un film que desborda prestigio y en el que los críticos se han detenido en todos sus variados, infinitos planos. Yo sólo me detengo en uno, el que más poderosamente me llega desde las lejanías de la infancia: nunca había visto a una mujer tan malvada como Marie Windsor, nunca había visto a un hombre tan patético, cobarde, mínimo y a la vez trágico como Elisha Cook Jr. Ella tenía treinta y cuatro años, había estado excelente en otro memorable clase B (The Narrow Margin, 1952, cuya remake hizo Gene Hackman con la efímera Anne Archer) y era una de las más malvadas chicas del cine. Hay una escena en que, mientras arroja palabras crueles y desdeñosas hacia Cook, su marido, se pinta las pestañas con rimmel, escupe el pincelito y lo agita dentro del estuche plateado. Es, simultáneamente, abominable y maravillosa. ¡Qué actriz! No era linda, nunca pasó a protagonizar nada importante, pero en Casta de malditos está inolvidable. Como Elisha Cook Jr., a quien ustedes recordarán como el granjero que enfrenta a Jack Palance en El desconocido y muere sobre el barro, acribillado, o como el encargado del siniestro edificio en que transcurre El bebé de Rosemary (y, si no lo recuerdan, no es problema mío). Elisha ofrece una interpretación demencial, llegando a los abismos de la humillación y emergiendo de ahí con una furia tan desmedida, asesina, que es la que da el título original de la película: "La matanza". Porque es así: Elisha, el pobre tipo, el patético marido engañado, los mata a todos. Menos a Sterling, que agarra el dinero y corre hacia el aeropuerto sólo para descubrir que la fatalidad tiene muchos rostros.

EL PRECIO DEL TALENTO Casta de malditos consolidó a Kubrick ante los ojos de los estudios. Pero su siguiente proyecto fue tan problemático, tan escandaloso, que nadie quería agarrarlo. Sólo cuando Kirk Douglas dijo que aceptaba el protagónico, el film pudo hacerse: La patrulla infernal (Paths of Glory, 1957) es uno de los más grandes films que se hayan hecho contra la guerra y el militarismo. También aquí el productor es James B. Harris y el guionista Jim Thompson, junto con Kubrick. Transcurre durante la Primera Guerra Mundial, esa guerra de trincheras que Kubrick aprovecha para recorrer con travellings que fueron asombrosos en su momento y que hoy, todavía, deslumbran (los travellings en las trincheras de La patrulla infernal equivalen al vértigo de la steadycam en los pasillos del hotel abandonado y fantasmal de El resplandor). Un regimiento francés es lanzado a la toma de una colina dominada por los alemanes. El ataque fracasa y los generales, para ocultar su responsabilidad, atribuyen el fracaso a la cobardía de los soldados y piden a los encargados de las unidades que elijan un hombre para ser fusilado ejemplarmente. Cada uno elige al que más odia, al que más lo inoportuna o es testigo de su cobardía (uno de los fusilados es Ralph Meeker, el estupendo Mike Hammer de Bésame mortalmente, el gran film de Aldrich). La patrulla infernal (que tiene unas inolvidables escenas, pero sobre todo la del final, ésa de los soldados y la chica alemana, no sé si recuerdan) es la gran consagración de Kubrick y lo entrega a la expectación del mundo. Sin embargo, su próximo film es uno que empezó a filmar otro director, el notable Anthony Mann, quien con sólo El precio de un hombre (The Naked Spur, 1953) tiene su parcela en la inmortalidad. Ocurre que Mann tuvo problemas con Kirk Douglas y fue despedido. Douglas hizo llamar a Kubrick, esa "mierda que tenía talento", con tal de sacar adelante el film. Y Kubrick lo sacó, pese a Douglas y pese a Tony Curtis y pese a todo el cartón pintado y el horrible maquillaje. El film es Espartaco y no sé si se le debe atribuir excesivamente a Kubrick. Mann rodó una parte nada desdeñable y el hiperegocéntrico Douglas metió mano en todo (a Douglas le gustó tanto el traje de Espartaco que, al año siguiente, se lo puso para ir al Carnaval de Río; parece que no se pudo divertir mucho). La cosa es que Kubrick la pasó tan, pero tan mal que se fue, sin más, de Hollywood. Su destino fue Londres, donde habría de permanecer hasta los setenta años, cuando murió.

COMO MANEJAR ACTORES Con Espartaco, Kubrick pierde a su productor y a su coguionista, Jim Thompson. Como dije, James B. Harris hizo algunas cosas por su cuenta, entre ellas una peli sobre la Guerra Fría, apenas al año siguiente de Doctor Insólito, es decir, en 1965, que se llamó Al borde del abismo (The Bedford Incident) con Richard Widmark, Sidney Poitier y Martin Balsam. (Ésta no la busquen. No está en ningún lado. Yo la tengo, pero no la presto.) Una vez en Londres, Kubrick se mete con la gran literatura y aborda Lolita. Pero la Lolita de Kubrick no tiene doce años como la de Nabokov, sino quince. Una concesión muy grave. Hubiera sido preferible no hacer la película si Lolita no podía (por la censura, por los estudios, por los idiotas de toda clase) tener doce años. Kubrick la hizo igual y la hizo como hizo todo en su vida: bien. Pese a todo. Pese a Sue Lyon, y con James Mason, Shelley Winters y Peter Sellers a favor.

Con Peter Sellers hace después la célebre y celebrada Doctor Insólito. Sellers casi se le escapa de las manos por su pasión por hacer distintos personajes, pero Kubrick supo manejarlo. Con Kirk Douglas había aprendido que los actores son muuuuuuuy difíciles y hay que controlarlos, para bien de todos. Sobre todo, tal vez, de ellos. Doctor Insólito tiene grandes actuaciones de Sterling Hayden, haciendo un dislocado general que responde al bizarro nombre de Jack D. Ripper, y de George Scott. Y de Sellers, claro. Nadie, jamás, olvidará la escena del final: ésa en que Slim Pickens (el mayor "King" Kong) se lanza al espacio con una bomba atómica, galopándola al estilo rodeo.

CUANDO DIOS LLEGO AL CINE 2001, Odisea del Espacio es la más grande película de ciencia ficción jamás filmada. Esa barra rectangular ofrece una imagen poderosa de lo absoluto. Nunca vi nada más parecido a Dios en el cine: inmutable, perfecta, impávida. No echa fuego, no destella ni le dictan a Charlton Heston los diez mandamientos, pero es Dios, es lo absoluto, lo que siempre permanece, lo que es idéntico a sí mismo en su perfección. Además, pocas cosas han sido más temibles que la computadora Hal. Y esa música fascistoide de Richard Strauss entregó una grandiosidad estremecedora. La naranja mecánica se mete con la violencia, con Beethoven y con Cantando bajo la lluvia. Nunca pude ver bien esta película. En este maldito país se prohibió obstinadamente y, luego, cuando la dieron, ya no era lo mismo, como tantas cosas que nos quitaron. Barry Lyndon (1975) es una exquisita apuesta de Kubrick. Para muchos, excesivamente exquisita, pictórica. Mentira, es una gran película. Es literaria, es larga, tiene un narrador omnisciente en off, tiene a Ryan O'Neal en un papel tal vez demasiado complicado para un actor tan lineal, pero tiene un poderoso tempo narrativo, unos encuadres deslumbrantes, música inolvidable y, quién podría olvidar esto, una fotografía de John Alcott como pocas veces se da. Alcott ilumina escenas enteras sólo con luz de velas y consigue climas asombrosos. Insisto, gran película. No superada por Nacido para matar (Full Metal Jacket, 1987). Aunque, ¿alguien se anima a decir que su primera parte no es sencillamente genial? Entre tanto, Kubrick se va transformando en un ogro secreto. Hay pocas fotos de él, no da entrevistas. Casi no lo vemos envejecer. ¿Hace algo más? Sí, el film se llama Eyes Wide Shut. Convoca a Londres a la célebre pareja Cruise-Kidman y, como era de esperar, los trastorna con avances y retrocesos. Ellos hablan maravillas de él. Se tienen que instalar en Inglaterra durante más de un año. Ella, entre tanto, termina Retrato de una dama con Jane Campion y hace teatro, desnuda. Después lleva la pieza a Broadway y enloquece a todos. Se lo debe a Kubrick. Es por Stanley Kubrick que los neoyorquinos han visto tan exhaustivamente el bello culo de Nicole Kidman. Tal vez no sea uno de sus menores méritos. Por fortuna, hay alguien en el cast de Eyes Wide Shut que garantiza muchas cosas; muchas más, diré, que la promocionada pareja de tórtolos: la gran Jennifer Jason-Leigh. El film, qué duda cabe, será promocionado como el testamento de Kubrick.

EL SEÑOR KUBRICK HA ABANDONADO EL EDIFICIO Me pregunto si habrán logrado recordarla, ya. A la última escena de La patrulla infernal, digo. Les dije que era inolvidable, de modo que deberían recordarla. No digo exactamente la última, ésa en que Kirk Douglas cierra la puerta luego de ordenar que le den unos minutos más a su regimiento antes de partir otra vez hacia el frente. No, la anterior: ésa en que una jovencita alemana aparece frente a los soldados franceses y empieza, muy suave, muy dulcemente, a cantar una canción en alemán. Los soldados ríen, le dicen obscenidades. Ella sigue cantando. Tan bajo, tan dulce como empezó. Los soldados empiezan a escucharla. El silencio gana el recinto. Los soldados se animan a tararear la canción, a seguirla emocionados. Todos saben que están por salir hacia el frente, hacia la muerte. Algunos lloran lágrimas lentas y espesas; otros tragan y tragan y sus cuellos flacos se estremecen; otros se pasan una mano por la cara, limpiándose esa humedad irresistible que se les desliza desde los ojos. Nunca olvidé esa escena. Nunca olvidé a esa joven actriz que hacía la joven alemana. Nunca más la vi en ninguna película. Se llama Suzanne Christian. Kubrick se casó con ella y fue su esposa durante cuarenta años. Es ella quien salió a decirles a los periodistas que su marido había muerto. Descanse en paz, maestro.