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El Fontana que supimos conseguir

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La obra del argentino-italiano Lucio Fontana (1899-1968) es tan contradictoria como paradójica. A caballo entre dos mundos, dos continentes y dos siglos, Fontana no sólo es uno de los grandes artistas de nuestra época. También es, simultáneamente, un precursor de vanguardias y un escultor del siglo pasado. Su retrospectiva actual en el Centro Cultural Borges muestra casi excluyentemente la faceta decimonónica de Fontana (la que existe en manos de coleccionistas argentinos), pero deja entrever con media docena de obras la visión de un artista que sería pionero de todas las vanguardias de posguerra hasta fin de siglo.

Por FABIAN LEBENGLIK

Hasta 1949 fue un escultor del siglo pasado. En sentido literal -nació en 1899-, pero también en sentido simbólico: a partir de ese momento, su propia obra relegó su producción anterior al siglo diecinueve. Pero así como aquella obra inicial, académica, funciona como una especie de cierre del arte escultórico de la modernidad, la obra posterior de Fontana, la de vanguardia, la de sus últimos veinte años de vida -murió en 1968-, produce un corte y funciona como una puerta a la contemporaneidad, porque anticipa casi todos los movimientos y tendencias de la segunda mitad de este siglo: Fontana fue un pionero del arte abstracto y el arte conceptual; su obra anticipó el minimal art, el arte ambiental y las instalaciones; el uso de la luz de neón lo convirtió en precursor del arte óptico, el arte povera y el arte cinético.

Pero hay una paradoja aún más sorprendente: Fontana se anticipó a sí mismo. Los manifiestos (modalidad iniciada en 1946 con el Manifiesto blanco de Buenos Aires, pensados por él pero generalmente redactados por discípulos y colegas) proponen conceptos e innovaciones que todavía él mismo no había experimentado en sus trabajos. Todo el desarrollo de su obra parece contenido en la pregunta: ¿Cómo volver de un lugar que no tiene retorno?

CORTANDO TELAS A NAVAJAZOS La era del tajo y la incorporación del espacio a la tela es un gesto tan contundente que pareciera no tener retorno. Sin embargo, durante la producción más intensa de sus cortes y agujeros, Fontana hizo los bocetos -absolutamente figurativos- para la puerta del Duomo de Milán y, por si eso fuera poco, realizó una Madonna que hoy forma parte de la colección del Vaticano. Revolucionario y religioso, barroco y minimalista, tradicional y vanguardista, figurativo y abstracto, Fontana fue además un artista consagrado por el fascismo durante la década del treinta. Pero de todas esas cosas, aparentemente sin retorno, supo volver.

El Centro Cultural Borges acaba de inaugurar una exposición retrospectiva de la obra de Fontana para celebrar el centenario del nacimiento del artista (la misma finalidad tuvo la cronología biográfica del crítico italiano Giovanni Joppolo que la Fundación Klemm editó el año pasado y el homenaje que prepara la Fundación Proa). La retrospectiva reúne alrededor de setenta obras que pertenecen, todas, a colecciones argentinas. Es por lo tanto una exposición del Fontana argentino, del más académico, y sólo se exhiben unos pocos cuadros italianos, de los tajeados y agujereados, aquellos con los que se lo asocia inmediatamente.

LA IDA Y LA VUELTA Lucio Fontana nació en Rosario (Santa Fe) en febrero del último año del siglo pasado y es la tercera generación de escultores de la familia. A los seis años vuelve a Milán y, como su padre y su abuelo, comienza dedicándose a la estatuaria, la escultura monumental y funeraria. Admiraba a los futuristas, especialmente al genial Boccioni. Como ellos -nacionalistas furibundos, armamentistas y adoradores del maquinismo que hicieron de la acción una teoría, del arte una milicia-, se alistó en el ejército para intervenir en la Primera Guerra Mundial. Sale de las trincheras gracias a una herida que, además de sacarlo del frente, le depara una condecoración. De retorno en la Academia de Bellas Artes de Brera (Milán), le escribe a su padre en Rosario una carta en la que critica el voluntarismo manual de la mayoría de los escultores y enuncia una de las claves de su pensamiento: “Sus obras carecen de carga conceptual. Las ideas, en Italia, se forjan abordando nuestra manera de pensar”. Las convicciones de Fontana parecen forjarse a partir de una renuncia a las convicciones del mundo. Por insistencia paterna vuelve a la Argentina y se queda siete años, tiempos sombríos en Italia, donde se impone el fascismo. En 1924 abre un taller en Rosario y gana un concurso para realizar un relieve a la memoria de Pasteur para la Universidad del Litoral. En la Argentina de esos años, sin mercado de arte y prácticamente sin coleccionismo, la única posibilidad para los escultores era participar en los salones oficiales y aspirar a encargos públicos. A eso se debe la decisión de volver a Milán en 1928. Apenas llega, le escribe a su padre una carta envenenada por lo injustos que habían resultado esos años en su país natal: “Soy argentino y es mi deber fecundar a esos imbéciles -no creas que peco por exceso de orgullo o delirio de grandeza-, pero cuando se ven ciertas cosas es lógico hablar así”.

EL HOMBRE NEGRO La figura reinante del arte fascista en Italia era Mario Sironi y el grupo Novecento. Mirar y pensar el arte exclusivamente desde la ideología reduce infinitamente la perspectiva estética, pero la ideología no puede dejarse de lado, en especial en el caso de Sironi, quien -como D’Annunzio o Marinetti- formó parte del núcleo estético del fascismo y fue el pintor oficial de Mussolini. El Duce y Sironi luchan “por un arte italiano puro, inspirado en las fuentes más puras, decidido a prescindir de todos los ismos e influencias importados, que tan seguido han falsificado los rasgos esenciales de nuestra raza”. Como todo populismo (de izquierda o de derecha), los fascistas transformaron en reglamento el arte ampuloso, grandilocuente, monumental, propagandístico y alegórico. Todo eso condimentado con un poco de metafísica. En 1927 Sironi funda el Sindicato Lombardo Fascista para las Bellas Artes, donde Lucio Fontana exhibirá permanentemente desde 1928, cuando abandona la Argentina. La obra que presenta Fontana es coherente y funcional con el fascismo: venera el arte etrusco y del Imperio Romano, usa lo arcaico como raíz ideológica para la religiosidad y la glorificación nacional.

Fontana esculpe desnudos masculinos y femeninos en yeso y bronce. Pero va dejando atrás la pauta estrictamente realista. Aunque realiza obras en sintonía con el régimen -un “Auriga”, un “Caballo Rampante”, una “Victoria Fascista”, y más adelante un “Discóbolo” y un “Campeón Olímpico”-, esculpe su célebre “Hombre Negro”, una obra perdida donde ya se insinúa el abstraccionismo. La “Victoria fascista” cae tan bien en los círculos oficiales que es invitado a exponerla en la Bienal de Venecia de 1930, totalmente dominada por Mussolini, que paseaba fascinado entre centenares de amanuenses que modelaban estatuas grecorromanas. En ese mismo año Fontana presenta su primera muestra individual y pasa a formar parte del círculo de la galería Milione de Milán, que difunde la obra de las vanguardias abstractas: Kandinsky, Klee, Gris, Arp, Joseph Albers.

EL ARTE DEGENERADO En 1934, en ese clima de contacto con la avanzada del arte europeo, realiza varias esculturas abstractas, en mármol y alambre. Pero durante la década del treinta Fontana es un artista italiano que está a las puertas de la consagración. Invitado a los principales salones y muestras oficiales, en 1935 no sólo firma el manifiesto sino que además participa de la “Primera Muestra Colectiva de Arte Abstracto Italiano”. Su vuelco al abstraccionismo empieza a cerrarle puertas porque es mal visto por el régimen. El arte abstracto era “degenerado” e ilegible para la percepción que los funcionarios tenían respecto de la percepción de las masas. Como en todas sus etapas, Fontana recorre caminos de ida y vuelta: ese mismo año decide abandonar la abstracción (la retomará recién doce años después, cuando vuelva a Italia en la posguerra, después de una nueva estadía en la Argentina militarista y populista del preperonismo y del primer peronismo). Con la fe de los conversos, presenta un grupo escultórico monumental profascista y gana un concurso oficial que tiene como jurado a Mario Sironi, entre otros. Hacia fines de la década, cuando la guerra ya asoma inevitable, comienza a perfilarse en Italia una resistencia cultural contra el fascismo: Fontana frecuenta también esos círculos, siempre guiado por su propia lógica, la de la prepotencia de trabajo. Expone en París -en la galería de Kandinsky- y conoce a los surrealistas, dadaístas y a Brancusi. A los cuarenta años, el artista vuelve a la Argentina, para alejarse de la Segunda Guerra Mundial.

TODO A PULMON El clima cultural y político argentino acentúa la veta académica y decimonónica de Fontana. En poco tiempo se convierte en un artista tan clásico como consagrado: gana premios oficiales, recibe encargos de todo tipo y se afirma en los círculos de poder, que adoran la tradición y el orden en el arte. Las dos terceras partes de la exposición del Centro Borges pertenecen a esta etapa, que paradójicamente no es la que transformó a Fontana en Fontana (es decir, en uno de los grandes artistas de este siglo). Por eso, se trata de una muestra argentina en más de un sentido: no sólo porque está integrada por colecciones exclusivamente argentinas -que realizó aquí o que fueron compradas por argentinos- sino porque es una muestra en donde “se hizo lo que se pudo”, “hasta ahí”, “a pulmón”, “con lo poco que se tiene”, “haciendo de tripas corazón” y “en la medida de nuestras posibilidades”. En síntesis: el Fontana que supimos conseguir. De ese Fontana se pueden rescatar muchas obras, algunas de las cuales están exhibidas: las cerámicas y terracotas, por ejemplo, donde el material tiene una vibración y una “indefinición” inquietantes (esto se ve en “La morocha” o en las cerámicas que evocan el fondo del mar). Lo demás tiene un interés meramente arqueológico e historiográfico.

Volviendo al clima cultural de estas pampas, en la década del cuarenta se estaban gestando todos los grupos de la vanguardia argentina que harían eclosión a mediados de la década. En 1945 Fontana enseña escultura en la Escuela de Bellas Artes y en 1946 funda un taller de enseñanza artística con Jorge Romero Brest. Por allí sí campea el espíritu vanguardista. Con un grupo de fieles discípulos redacta el célebre Manifiesto Blanco: el principio del corte, simbólico pero al mismo tiempo bien real, que lo lleva a tajear la tela (poco tiempo después y ya fuera de la Argentina) para abrir una nueva dimensión en el arte contemporáneo. “Concebimos la síntesis como una suma de elementos físicos: color, sonido, movimiento, tiempo, espacio, integrando una unidad psicofísica”, dice el Manifiesto Blanco. “El cartón pintado y el yeso erecto ya no tienen sentido.” Para festejar la publicación del manifiesto, Fontana y sus discípulos organizan un extraño evento (podría decirse que el gran artista fue también un precursor de los happenings de los años sesenta) en el que toman un terreno baldío y hacen proyecciones sobre las paredes en ruinas. Como suele suceder, el happening fue intervenido y abortado por la policía, también anticipando a su modo el rol que tendría dicha institución en los happenings que vendrán veinte años después.

ADELANTADO A SI MISMO Fontana deja la Argentina en 1948 y pasa los últimos veinte años de su vida en Europa. Esos son los años cruciales, que lo convierten en un artista visionario y que están casi ausentes en la retrospectiva del Borges, salvo por media docena de ejemplos. Apenas llegado a Italia funda el Espacialismo, hace las primeras telas tajeadas, los increíbles “arabescos” de neón (de doscientos metros), las intervenciones y ambientaciones, la superposición de telas hasta lograr efectos ópticos, los techos y pisos agujereados de los proyectos arquitectónicos que realiza con un grupo de arquitectos. “Ni pintura ni escultura”, escribe. “Continuidad del espacio en la materia. El arte acaba de concluir una era y se dispone a nuevas experiencias utilizando todas las técnicas modernas: el neón, la televisión, el radar, la era y el arte espacial, siguiendo, como siempre, los caminos creativos del hombre.” El año concreto del corte en la tela es 1949. A partir de allí empieza lo mejor de la historia de Fontana, que aquí -en el Borges y en esta nota- prácticamente no se cuenta. O, mejor dicho: que espera el momento oportuno para ser contada.

“Lucio Fontana: profeta del espacio”,
exposición retrospectiva en el Centro
Cultural Borges, Viamonte y San Martín,
hasta el 4 de mayo. Entrada: $2.17