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El gran Lebowski de los hermanos Coen

Hermanos Coen

Después del éxito de Fargo, los hermanos Coen decidieron filmar una película menos ambiciosa pero tan buena como las anteriores. El gran Lebowski es el más reciente capítulo de su continuo recorrido por el cine de los ‘30 y los ‘40. En medio de una trama enloquecida, hippies cincuentones, veteranos de Vietnam psicóticos, actores porno nihilistas y una pintora feminista terminan bailando coreografías dignas de la era dorada del musical. Y todo contado al ritmo errático de un fumador de porro compulsivo.

Por Hernán Ferreiros

Está claro que para los hermanos Coen el cielo debe ser un lugar muy parecido al Hollywood de los años ‘40. O por lo menos, ése es el paraíso que intentan recobrar en todos sus films. En su carrera hay dos líneas fundadoras. Primero, los policiales: en casi todas las películas de los Coen puede rastrearse algo de Chandler, Spillane y Hammett (De paseo a la muerte era una mezcla exacta de Cosecha roja y La llave de cristal) y desde luego, algo de las películas basadas en la novela negra. Segundo, las comedias: se podría pensar el resto de su cine como un aggiornamiento de las screwball comedies dirigidas por Howard Hawks. Personajes como el de Jennifer Jason Leigh en El gran salto o el de Julianne Moore en la flamante El gran Lebowski son sólo variaciones de la Susan Vance de Katherine Hepburn en La adorable revoltosa de Hawks. Simplemente sangre, De paseo... y Fargo, con todas sus diferencias, están cargadas de guiños, citas y plagios a los clásicos del film noir. Educando Arizona, El gran salto y Lebowski hacen lo propio con el cine de Hawks y Capra. Barton Fink, su película más inclasificable, cita otro género hoy olvidado pero increíblemente popular hace cincuenta años: las historias de luchadores. Claro que esos films no son muy importantes en la trama. Pero sí vale la pena notar, en cambio, que Barton Fink transcurre en el Hollywood de 1941, cuando directores como John Huston empezaban a imponer una mirada, un estilo a las películas de género. Mientras esto ocurría, en la película, el protagonista queda condenado al horror del cine industrial de clase B, películas absurdas hechas y disfrutadas por personajes por lo menos aterradores. En ese cielo también hay lugar para el infierno.

El gran Lebowski, su nueva película, no abandona su fijación con esta década ni estos dos géneros recurrentes en su filmografía, sino que los suma y les agrega un componente nuevo: el musical.

CITA A CIEGAS Desde luego, los Coen no son los únicos cineastas obsesionados con el pasado. Cuando el término “posmodernidad” se puso de moda y sus exégetas del Reader’s Digest explicaban que se había llegado al agotamiento de las posibilidades narrativas y no quedaba más que repetir el pasado, Hollywood tomó esta vulgata como un vale todo. Cualquier memorioso podrá confirmar que a finales de los ‘80 buena parte de las películas norteamericanas con pretensiones estaba llenas de citas muy poco veladas a Hitchcock, Huston, Hawks, Ford y así hasta llegar incluso a Eisenstein y más allá. Tal revisión del cine era encarada de dos maneras distintas. La más común era innecesaria, banal y totalmente sorda a los significados de este gesto: se citaba para contagiarse por ósmosis de algunos de los valores de la fuente y para adular a los espectadores que pudieran reconocer la cita.

La otra forma de revisitar el pasado, mucho menos frecuente, se dio bajo el signo de la ironía. O sea, poniendo distancia y ejerciendo ciertas intervenciones sobre el material utilizado. Es un modo radicalmente opuesto al anterior. El primer gesto es vicario: quien cita reconoce la autoridad del otro texto y quiere ubicarse bajo su protección. El segundo es destructivo: la ironía desautoriza a su objeto, lo ridiculiza, lo pone por debajo de quien la ejerce. Los Coen sólo citan de este modo. Y el efecto que esto produce en los espectadores es, ante todo, gratificante: en el cine uno se identifica primero con la mirada de la cámara, y en las películas de los Coen nadie está por encima de esta mirada. Sus films no hacen más que confirmar nuestra inteligencia, cultura, buen gusto y gran sentido de humor. Jamás producen un conflicto. Jamás desestabilizan a su público. Desde luego, esto no quiere decir que no sean efectivamente películas inteligentes, ingeniosas y divertidas. Sólo que también, aunque de un modo mucho más sofisticado que, por ejemplo, una de Stallone, son complacientes de un modo casi igual de descarado.

EL PEQUEÑO LEBOWSKI La nueva entrega de los dos hermanos es, claramente, una película menor. Como si luego del torbellino que produjo la recepción de Fargo hubieran dado unos pasos hacia atrás en su carrera, como si no estuvieran listos todavía para seguir levantando la apuesta.

Sin demasiados motivos, la historia transcurre durante 1990, en plena Guerra del Golfo. Curiosamente, esta película quedaría mucho mejor situada dentro de la filmografía de los Coen si la hubieran realizado hace nueve años, en el momento en que transcurre. El protagonista es un tal Jeff “Dude” Lebowski (Jeff Bridges), “el hombre más holgazán de todo Los Angeles”, según lo presenta la narración en off. Los días de este Lebowski, que no es el del título, transcurren entre partidos de bowling y prolongados baños de inmersión matizados con porros y grabaciones del canto de las ballenas. “Dude” es un náufrago de los ‘70, la definición literal de un “beach bum” (los desocupados de Los Angeles que pasan el tiempo en la playa), y una persona que no suele hacerse demasiados problemas. Al menos hasta que dos matones lo confunden con el Lebowski del título. Cuando se dan cuenta de su error, como una pequeña venganza, orinan sobre la alfombra del living de Dude. Incentivado por Walter (John Goodman), un veterano de Vietman al borde de la psicosis, Dude decide exigir una compensación por el daño al otro Lebowski, un millonario paralítico de Beverly Hills. El encuentro entre el pequeño y el gran Lebowski termina en un pacto de negocios: la esposa veinteañera del millonario fue secuestrada, ¿acaso Dude estaría dispuesto a entregar el dinero del rescate (a cambio de una cantidad, desde luego)? Pero la intervención del pequeño Lebowski no hace más que multiplicar los problemas del millonario. Quien, por otro lado, tampoco es lo que parece.

NIHILISMO, PORNO Y TECNO-POP Los secuestradores bien podrían ser un grupo de alemanes nihilistas (“No creemos en nada”, exclaman como un grito de batalla) que trabajan en películas porno luego de fracasar en el negocio de la música. La tapa del único álbum de la banda (se ve apenas un momento: podría haber sido la portada del peor disco de Kraftwerk) es un punto muy menor del relato pero que evidencia un mérito indiscutible de los hermanos: su capacidad para evocar y parodiar un género, una época, una estética o un grupo social, con sólo un detalle, que por lo general aparece en el lenguaje. Lamentablemente, el oído perfecto para los diálogos, casi lo mejor que tienen, es lo primero que se pierde con el subtitulado.

Los alemanes podrían ser cómplices de otro personaje fuerte: la hija del gran Lebowski (Julianne Moore), una feminista militante devenida cultora del action painting que plantea la posibilidad de que la esposa de su padre se haya autosecuestrado para quedarse con dinero de la familia. A esta altura del relato, Dude no sólo es incapaz de entender quién es quién sino que hasta perdió la valija con el rescate y sospecha que un niño de catorce años, hijo de un viejo guionista de televisión confinado a un pulmotor, puede ser el cerebro detrás de todo.

Como queda claro, éste es uno de esos relatos que siguen el principio “más es más”: la acumulación de extravagancias es la piedra fundamental de su estructura. La concepción de la buena narración como un mecanismo de relojería (causa y efecto, cada nuevo acontecimiento será inevitable y sorprendente a la vez) no es aplicable a este film. Aquí el relato parece librado al azar y prolifera libremente en cualquier dirección. No hay una verdadera progresión en los acontecimientos, ya que las líneas narrativas son abandonadas inconclusas y reemplazadas por otras que salen de la galera en la mitad de la película. El tono del film se establece desde el comienzo, cuando la voz en off se embarca en un relato y luego pierde el hilo de lo que venía diciendo. El gran Lebowski es un film lleno de sonido y furia contado por un fumón compulsivo, al ritmo disperso y apático del porro.

En esta película por primera vez los Coen coquetean con un género clásico que venían evitando: el musical. Pero cuando deciden visitar este rubro no piensan en su estado actual, es decir, en el videoclip, o en el musical hippie tipo Hair, afín a estos personajes. Los Coen eligen parodiar los musicales de la década del ‘30 y ‘40, específicamente las exuberantes coreografías de Bubsy Berkeley para la Warner y la MGM: números de baile de inspiración surrealista donde los cuerpos de las bailarinas se volvían desde pétalos de flores palpitantes hasta figuras geométricas trompe l`oil. La película está puntuada por fantasías y sueños que se burlan con gracia de esas escenas legendarias. En el contexto de este film, la inclusión de números de baile no hace más que incrementar el pastiche, ese todo vale, ese nada puede ser tomado en serio, ese vacío que es el centro de la película y, tal vez, de un modo un poco más solapado, de toda la obra de los hermanos Coen.