Detrás del ruido y furor de un año que recién empieza pero que ya viene viciado de eleccionismo full-time en la pantalla del televisor, persiste el silencioso país que no miramos, o el que no miran aquellos que deberían mirar. En este caso, lo que no se quiere ver es doble y revela las dos caras extremas de un problema que, ya pisando el año 2000, va a definir en buena parte el país que seremos en el siglo XXI: de un lado, chicos rurales y urbanos al margen de la educación; del otro, una universidad estatal también bajo la línea de la pobreza. A veces el país silencioso se deja ver de una manera notable. Este es uno de esos casos (no el único, hay mucha gente trabajando) en que una de las caras mira frente a frente a la otra y da lugar a un resultado sorprendente. Dos investigadoras del CONICET con sede en el Instituto de Lingüística de la UBA, Ana María Borzone de Manrique y Celia Rosenberg, produjeron junto a Eulalia Flores (maestra de la Puna y promotora del Programa Yachay de OCLADE) un libro de lectura atípico: Las aventuras de Ernestina, un libro etnográfico que respeta y recoge las diferencias culturales y apuesta a que los chicos puedan romper el círculo repetido del analfabetismo y del fracaso escolar: cómo enseñar a leer y escribir a quienes la escuela oficial expulsa. Con el libro y el proyecto ya listos desde hace más de un año, su implementación duerme el sueño de los justos en los cajones de los organismos oficiales. Mientras tanto, esos chicos al margen de la escuela oficial sobreviven con un esfuerzo enorme y, entre los 10 y los 13 años, la vida los convierte irremediablemente en adultos. Así como los docentes e investigadores que enseñan y producen ciencia y conocimiento (también con un esfuerzo enorme) al cabo de los años se sienten acobardados y sufren el natural desgaste de aquella gente que se considera que debe trabajar por vocación.
¿Cómo empezó esta investigación sobre el fracaso escolar?
-Surgió de la misma realidad. Padres y madres de las comunidades collas de Salta y de Jujuy no querían que sus hijos repitieran su experiencia de analfabetismo y le pidieron ayuda a la Fundación OCLADE (Obra Claretiana Para el Desarrollo): sus hijos no aprendían a leer y a escribir aunque hubieran pasado por la escuela. Los padres padecen en su vida diaria las consecuencias del analfabetismo: no pueden hacer un reclamo ni presentar una solicitud, no pueden manejarse en los hospitales ni en ningún tipo de institución pública. El proyecto no surgió de la teoría, sino de un problema práctico que se deriva de una necesidad social. Nosotras, como investigadoras, desarrollamos teoría a partir de esta experiencia.
¿El sistema oficial no alcanza para que esos chicos aprendan a leer y escribir?
-El sistema oficial rechaza a estos chicos, en tanto no considera las diferencias cultu-rales. Los deja de lado. Nosotras enfocamos la cuestión desde el punto de vista etnográfico: estudiar al chico en situaciones reales y concretas. Eso permite recuperar su lenguaje, sus modos de interactuar, sus conocimientos y su forma de aprender. Es decir: su capital sociocultural. El sistema oficial, al no tenerlo en cuenta, no incorpora.
¿Cómo se ponen en contacto con la gente que ya estaba trabajando allí?
-Los integrantes del Programa Yachay de OCLADE, dirigido por Alicia Torres, consiguieron una financiación de la fundación holandesa Van Leer y abrió un concurso de proyectos. Nos invitaron a participar porque conocían nuestro trabajo sobre fracaso escolar, nuestra propuesta de alfabetización temprana y los buenos resultados que habíamos obtenido en su aplicación a un grupo de chicos de cinco años que provenían de un barrio urbano muy humilde e iban a un jardín de la zona de Retiro. Nuestro proyecto, que resultó el elegido, tomó como eje a los mismos chicos collas de entre tres y siete años de las comunidades de Pueblo Viejo, Paicone, Suripugio y Poscaya, en la Puna: ellos eran no sólo el centro excluyente de interés sino nuestra fuente de datos. Analizamos su desempeño lingüístico, comunicativo y cognitivo en el hogar, en la comunidad y en la escuela.
¿Cómo fue este trabajo de campo?
-Fue un trabajo exhaustivo que llevó meses de convivencia con los chicos y sus familias, de grabaciones constantes y de seguimiento de los chicos con un grabador durante todo el día. Estas observaciones y grabaciones abarcaron todo lo que el chico hacía; en su casa y en la escuela; tanto los que iban a primer grado como otros más chicos que asistían a un jardín comunitario con mamás cuidadoras. La zona carece de jardines de infantes oficiales: es el Programa Yachay el que creó y sostiene estos jardines comunitarios, que son los únicos que dan apoyo a las familias acompañándolas en la educación inicial de sus hijos. Es necesario subrayar una y otra vez que estas comunidades viven muy por debajo de la línea de la pobreza. Comparten con grandes zonas del país, rurales y urbanas (cada vez más, lamentablemente) el triste privilegio de estar en el mapa de la extrema pobreza. Las carencias de estas zonas llegan a límites desconocidos para la gente de clase media urbana; tal vez un dato pueda sintetizarlas a todas: el índice de desnutrición infantil alcanza allí el 7 por ciento. Si hay una salida para estos chicos es darles una educación que les sea suficiente para romper el círculo de pobreza y analfabetismo repetido por sus padres y abuelos.
¿La pobreza es lo que provoca el fracaso escolar?
-No vamos a negar algo tan obvio como que la pobreza afecta la vida de estos chicos, en tanto sufren carencias materiales de todo tipo. Pero el núcleo del problema del fracaso escolar está en otro lado. Todo el trabajo de campo (cien días completos de observaciones) puso en evidencia que la escuela, al no estar preparada para reconocer e incorporar a sus prácticas el capital cultural y lingüístico que los chicos traen del ámbito familiar, no ha podido elaborar estrategias pedagógicas adecuadas a la realidad de estos chicos. Se produce entonces una fractura muy grave entre la forma de aprender y de comunicarse que los chicos practican en el hogar, y los estilos de aprender y de comunicarse que deben practicar en la escuela.
¿Por qué?
-Porque los chicos aprenden de manera experiencial y la escuela oficial enseña de manera abstracta. Hay diversidades culturales y sociales que hay que tomar en cuenta desde el vamos. La diferencia significa sólo eso: diferencia, no desnivel jerárquico entre culturas. Hace mucho que se sabe que, lingüísticamente hablando, todos los chicos son iguales, sea cual fuere su grupo socio-cultural o étnico: a la edad de cinco años todos han adquirido la gramática básica. Es decir: saben todo lo que tienen que saber de su lengua. La diferencia se da, o empieza a darse, en los niveles comunicativos. Los chicos se comunican de diferente manera, porque en sus hogares se habla frente a ellos y se les habla de diferente manera según el grupo sociocultural.
¿Estas diferencias no se contradicen con aquel lema de una escuela igual para todos?
-Evidentemente entran en contradicción, no en el sentido democratizador de la frase sino en otro punto. En las prácticas de los maestros de escuela oficial subyace una concepción piagetiana: todos los chicos siguen exactamente los mismos caminos en el aprendizaje; por lo tanto, la escuela debe brindar a todos la misma enseñanza. Esta concepción lleva a desestimar las raíces socioculturales del desarrollo cognitivo y lingüístico infantil y, por lo tanto, a desconocer las diversidades culturales a la hora de pensar cómo debe ser la escuela. Puede sonar a paradoja, si proponemos un alto nivel de alfabetización para todos, no la misma escuela para todos. Pero es una falsa paradoja: creemos que la única vía para alcanzar igualdad en los resultados es que la alfabetización parta del mundo social del chico, ayudándolo en la construcción de nuevos conocimientos. Hay que pensar una escuela diversa, una escuela que atienda a las diferencias.
¿Una regionalización de los contenidos de la enseñanza?
-No sólo eso. Implica, sobre todo, un ajuste de estrategias en función de las características de los chicos. Por ejemplo, en los hogares de las comunidades collas predomina un estilo de enseñanza y de aprendizaje basado en la experiencia y en la participación directa de los chicos en situaciones reales de trabajo y de juego. En la escuela oficial, en cambio, predomina la enseñanza de conceptos abstractos, como ya dijimos, y de habilidades descontextualizadas. Por ejemplo, si el método con el que se enseña a leer y a escribir es el de letras y palabras aisladas (del estilo palabra generadora), un chico de clase media urbana seguramente aprenderá sin dificultades por tres motivos: 1) porque ya sabe por la experiencia de su casa en qué consiste la escritura y ya ha participado en situaciones de lectura y escritura; 2) porque está acostumbrado a la enseñanza directa, que es la forma empleada habitualmente por sus padres, y 3) porque ya ha ingresado al proceso de alfabetización en su casa. Por el contrario, si se emplea la misma metodología con los chicos collas, tendrán serias dificultades. Porque en su hogar no han sido testigos de esta actividad antes de ir a la escuela: nadie leyó o escribió frente a ellos en sus primeros años.
¿Esta situación se da sólo en ambientes rurales o también en ambientes urbanos?
-Se da en cualquier ambiente cuyas características no entren en lo que puede llamarse la cultura de la escuela oficial. Pero adquiere una mayor gravedad en las escuelas rurales: porque los maestros no tienen una preparación especial para desempeñarse en plurigrado (varios grados juntos a cargo de un solo maestro, habitual en zonas rurales); y además están alejados de las ciudades que proveen los cursos y la información. La gravedad de esta situación puede explicarse con la formulación de un concepto que es el eje de nuestra investigación: el fracaso escolar es un doble fracaso. El caso de los chicos collas es el de muchos otros grupos rurales y urbanos que no comparten la cultura de la escuela. Es decir: en primerísimo lugar no comprenden lo que la escuela les da porque sus parámetros de vida y de experiencia son otros y la escuela no los contempla. El paso de estos chicos por la escuela puede ser descrito como un doble fracaso: no sólo porque en un gran porcentaje no terminan los años de escolaridad obligatorios, sino porque, aun cuando los completen, el bajo nivel de lo adquirido no les sirve para desempeñarse en su comunidad de origen ni les alcanza para tener acceso a una sociedad urbana altamente tecnificada. Apenas pueden leer y sumar.
¿Qué respuesta se pueda dar a este problema?
-Una política nacional de equidad en las oportunidades educativas: que todos los ciudadanos alcancen un alto nivel de alfabetización.
¿Qué significa, a un año del 2000, un alto nivel de alfabetización?
-No sólo el dominio de la escritura sino el de los conocimientos necesarios para el análisis crítico de la realidad y para la inserción participativa en ella. Pero si la escuela oficial deja afuera a estos chicos a edad tan temprana, ¿a qué clase de inserción pueden aspirar?
Según sus autoras, Las aventuras de Ernestina es un libro de lectura etnográfico que recoge y enlaza, como si fuera una novela, episodios de la vida cotidiana de una nena colla de seis años. Bidialectal e intercultural, este libro de lectura tiene un claro objetivo: evitar la fractura entre el hogar y la escuela. La mayoría, por no decir todos los libros que circulan en el ámbito escolar de la zona, muestran la vida cotidiana de un chico urbano estereotipado: su modo de hablar, sus costumbres y su entorno familiar y social son por completo ajenos al mundo de referencia rural de los chicos collas, sobre todo porque el lenguaje utilizado no les es familiar, dicen Manrique y Rosenberg. El libro (ilustrado por el dibujante salteño Fabián Nani) adhiere a la necesidad de que el chico vea su habla escrita para que se dé cuenta de que la escritura es lenguaje. Por eso Las aventuras de Ernestina incorpora la variedad dialectal que hablan los chicos y al mismo tiempo los introduce en el dialecto estándar y en la cultura mayoritaria. Según Manrique y Rosenberg, las diferencias lingüísticas se transforman en dificultades lingüísticas, y juegan un rol capital en el problema del fracaso escolar. En el noroeste argentino se habla una variedad del español fuertemente marcada por el sustrato quechua, con una cultura y tradiciones muy marcadas. Es por eso que la narradora del libro -Laly, una maestra que conoció a Ernestina- emplea el dialecto estándar, mientras que en las transcripciones de los diálogos de Ernestina y otros miembros de su comunidad, se respeta la variedad hablada por los collas, para promover la valoración de una cultura y de un dialecto que la escuela oficial no considera.
Las autoras de Las aventuras de Ernestina llevan un año y medio haciendo gestiones ante el Plan Social Educativo del Ministerio de Educación de la Nación, el INAI (Instituto Nacional de Asuntos Indígenas) de la Secretaría de Desarrollo Social y los gobiernos de las provincias de Salta y Jujuy, para que el libro de lectura se imprima y llegue a la práctica. La propuesta no sólo fue aceptada y aprobada, sino reconocidos sus méritos y la urgencia de su implementación, pero se posterga la asignación de fondos con cada cambio de los titulares de gestión de la Secretaría de Desarrollo Social. Mientras la propuesta duerme en un cajón, la Red de Apoyo Escolar (una ONG que atiende a dos mil chicos de barrios del conurbano bonaerense y cuyos centros tienen una estructura de plurigrado) está aplicando la propuesta de Manrique y Rosenberg, con un libro gemelo al de Ernestina llamado Las aventuras de Tomás, con las mismas características pero ambientado en un entorno urbano. El año pasado se hizo la implementación piloto con el único esfuerzo de los maestros colaboradores, y se comprobó que los chicos alcanzaron un rendimiento muy superior a otros años en lectura y escritura, y que hubo también un cambio evidente en el desempeño de los maestros que se apropiaron de la propuesta. Este año, con un módico apoyo financiero de la Fundación Antorchas y de la Fundación Bunge y Born, la experiencia se va a extender a otros centros.