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Abelardo Castillo habla
de �su� evangelio
Cuestión
de fe
Debieron
pasar muchos años y muchos libros hasta que Abelardo Castillo se permitiera
reencontrarse con uno de sus temas favoritos. Con la publicación de El
Evangelio según Van Hutten retoma la figura de Cristo con el mismo grado
de provocación que lo hizo en su primera obra teatral: pero, en la trama
de esta novela, una idea revolucionaria del cristianismo sobrevuela el
mundo convulsio-nado de la Guerra Fría, a partir de un secreto que jamás
se reveló. En diálogo con Radar, el autor sí revela los secretos literarios
y los fervores religiosos que lo llevaron de regreso a El otro Judas cuarenta
años después.
POR
CLAUDIO ZEIGER
Iba a ser sacerdote. Tenía catorce años,
estudiaba en un colegio de los salesianos en Ramos Mejía y planeaba,
al volver a su ciudad natal, San Pedro, entrar en el seminario. Abelardo
Castillo lo sabemos ahora no fue sacerdote. Pero aun hoy no
le parece ningún disparate creer que podría haber llegado
a serlo. En verdad, no encuentra grandes objeciones a ese destino que
pudo haber tenido, salvo una muy personal: Me parece que no tengo
la suficiente disciplina interna para ser un buen sacerdote, que es más
o menos el mismo motivo por el que no me pude afiliar ni militar dentro
de un partido político. A los veinte años ya había
anotado en mi diario que sentía que no podía estar en la
Iglesia porque no encontraba cristianos allí dentro, y que no podía
estar en el Partido Comunista porque no había comunistas allí
dentro.
Lo cierto es que Castillo no tuvo un rapto religioso pasados los sesenta
años, que desembocó en la publicación de El evangelio
según Van Hutten. Más bien, esta novela vino a saldar una
vieja deuda de juventud, que comenzó cuando el joven salesiano
decidió abandonar la fe, y siguió unos años después
con la publicación de su primer libro, la herética
obra de teatro El otro Judas. Queda para un poco más adelante la
explicación de por qué finalmente el hombre llamado Castillo
no fue sacerdote. Por ahora, nos sumergimos en una trama que, para aquellos
que identifiquen a Abelardo Castillo con los sesenta y la mítica
revista El Escarabajo de Oro, puede resultar muy sorprendente.
VAN HUTTEN NO HA MUERTO Un arqueólogo uruguayo de prestigio
mundial, llamado Estanislao Van Hutten, a quien se creía muerto
desde los 80 (en verdad, hay una lápida que así lo
certifica) pero que en realidad está vivo y se encuentra oculto
en La Cumbrecita. Un historiador sin cátedra y aficionado al ajedrez,
que llega hasta ese pueblo perdido escapando de unos problemas personales
que apenas se insinúan en la trama aunque la novela esté
narrada en primera persona, para involuntariamente devolver al presente
el siempre controvertido asunto de quién fue verdaderamente ese
nazareno llamado Jesús. Y, en medio, una silenciada conspiración
de las más altas esferas religiosas del mundo para ocultar, en
pleno descubrimiento de los rollos del Mar Muerto y la relación
de Jesús con la secta de los esenios, un hallazgo explosivo: el
belicoso evangelio escrito supuestamente por el propio Jesús, cuyos
contenidos deben ocultarse como sea al convulsionado mundo de la Guerra
Fría.
¿Novela histórica? Poco y nada. En las páginas centrales
de El evangelio..., Castillo se sometió a los rigores de la reconstrucción
histórica, cuando traslada la acción a Palestina, de 1947
a principios de los 60. Por lo demás, su libro es una composición
coral, compuesta por diálogos de raíz teatral y con un fondo
de misterio policial. Aunque cabe aclarar que lo de policial
se debe más a cierto perfume detectivesco que a la
estructura: El evangelio... es un libro de misterios que se van descifrando
por boca de los diferentes personajes involucrados en la trama, forzados
por un narrador que llega desde afuera y accidentalmente se convierte
en el testigo peligroso al que le atribuyen más poderes de los
que él mismo cree tener. O como se dice en un momento en la novela:
Es, en cierto modo, una novela policial escrita por el Espíritu
Santo. Hay muertos, incluso hay muertos. Pero cuando se le señala
a Castillo que más de uno de sus lectores se sorprenderá
por verlo sumergido de tal manera en materia religiosa, el sorprendido
es él: Creo que en realidad es el libro más personal
que escribí. No hay una sola idea de este libro que en el fondo
yo no comparta.
COMO VINO LA MANO Por empezar, y utilizando un giro típico
de su prosa, Castillo confiesa: Con los años aprendí
a escribir deliberadamente sencillo. En efecto, el estilo de su
novela es límpido y, para no repetir el adverbio, se podría
definir como engañosamente sencillo: la sencillez del resultado
no delata sencillez en la producción. Casi todo lo contrario. Castillo
recuerda que empezó a escribirlo como un cuento largo pero que
más adelante se dio cuenta de que corría el riesgo de que
le pasara como con la monumental Crónica de un iniciado, su anterior
novela: Pensé: me va a exceder, y cuando vaya por la página
500 voy a tener noventa años, si es que llego a los noventa. Entonces
decidí sintetizarla, dejar una cantidad de temas afuera y centrarme
en los personajes principales. Y sí, los diálogos los pude
resolver aplicando lo que había aprendido escribiendo teatro.
Después de una serie de intentos que fueron interrumpidos, sobre
todo por la muerte de su padre, Castillo se largó con todo en 1992.
En ese momento sentí que quería escribir una especie
de policial con los rollos del Mar Muerto, que crearon una gran cantidad
de conspiraciones y ocultamientos. El problema más grave que yo
tenía no era contar la historia de los rollos o volcar mi idea
del cristianismo. El problema era hacer una trama novelística con
eso. Y una prosa barroca o suntuosa sumada a ese tema volvería
las cosas decididamente... plúmbeas. Lo primero fue poner un narrador
que no fuera un escritor, para alivianar la prosa, y ver después
cómo pasar la información sin hacer grandes injertos. Entonces
caí en el teatro. Los diálogos son deliberadamente teatrales,
porque el teatro es el único lugar donde podés pasar información
cuando los personajes, en verdad, se están dedicando a otra cosa:
a discutir, por ejemplo.
EL ENCUENTRO IMAGINADO Mucho antes de arribar a la deliberada
sencillez actual, Abelardo Castillo irrumpió en la literatura por
una puerta poco frecuente para los escritores argentinos: en 1957 estaba
terminando su primera obra de teatro, a los veintidós años.
El tema de esa obra era uno de los que recupera lateralmente El evangelio
según Van Hutten: Judas no traicionó a Jesús. Aquella
obra se llamó El otro Judas y fue premiada por un jurado que presidía
para La Gaceta Literaria Humberto Costantini, escritor que luego se acercaría
a El Escarabajo de Oro, pero que era de una generación anterior.
(Breve digresión imperdible: en una revelación digna de
figurar en una historia de la literatura argentina, Castillo cuenta que
en verdad escribía cuentos realistas para mostrárselos a
Humberto Costantini pero que en el cajón se iban acumulando los
relatos fantásticos, esos que podría mostrar cuando
el socialismo ya reinara sobre la tierra o por el contrario, cuando fuera
totalmente imposible).
En 1956, antes inclusive de El otro Judas, Castillo tuvo la primera visión
de que algún día iba a escribir algo relacionado con lo
evangélico. Fue cuando leí un libro formidable de
Edmund Wilson, que se llama Los rollos del Mar Muerto y que hoy todavía
sigue siendo uno de los libros más notables que se hayan escrito
sobre el tema, viniendo además de un crítico literario con
una prosa soberbia como Wilson. Pero además fue el primer tipo
fuera de la arqueología que visitó el desierto de Judea
y escribió, primero unos artículos publicados en el New
Yorker y después el libro, señala Castillo. Su novela
abre con una soberbia cita de Wilson sacada de ese libro precisamente:
El paisaje desértico que rodea al Mar Muerto es monótono,
imponente y terrible... Las colinas no sugieren rostros de dioses ni de
hombres. Uno de mis compañeros, que conocía bien Palestina,
me dijo: Nada, fuera del monoteísmo, pudo salir de aquí.
Castillo aprovechó a ese amigo anónimo citado
por Wilson para inventar el encuentro de su personaje con el autor de
El castillo de Axel, atribuyéndole a Van Hutten ese comentario.
Puntada final: el nombre del arqueólogo, que según se cuenta
en la novela nació en Uruguay, es un homenaje a un personaje de
Horacio Quiroga, un tal Van Houtten, protagonista de un cuento de Los
desterrados y uno de los más sanguíneos y de más
fuerte personalidad concebidos por Quiroga.
CASI SACERDOTE El otro origen del libro tiene menos que ver con
la literatura que con la educación de su autor. O sea, vuelta a
la cuestión que había quedado en suspenso: por qué
casi, pero no, Abelardo Castillo iba a ser sacerdote. Yo tuve, por
decirlo de algún modo, una sólida formación religiosa.
Estudié en el colegio Wilfrid Baron de la orden de Don Bosco, un
colegio salesiano de Ramos Mejía. Hasta alrededor de los quince
años, yo quería ser sacerdote. Iba a terminar la primaria
en el Don Bosco y cuando me fui a San Pedro pensaba entrar en el seminario.
La vida me llevó por otros caminos, pero además la fe se
retiró de mí, o yo la abandoné cuando leí
a Descartes, el Discurso del método, algo que hice siendo un adolescente.
Cuando llegué a la prueba ontológica de la existencia de
Dios tuve una especie de revelación al revés: sentí
que el Dios en el que yo creía no era ése, que mi Dios era
absolutamente indemostrable (una teoría que le pasé a mi
personaje) y que, si había que demostrarlo, era porque había
un gran malentendido. El argumento ontológico de San Anselmo, tan
matemáticamente perfecto, terminó de destruir mi fe. Mi
Dios era el de la infancia: uno que no estaba muy preocupado por cómo
se comportaba la gente, y que no estaba al alcance de nosotros.
Un amigo de la juventud de Castillo había abandonado el seminario
por una razón muy terrenal: se había enamorado de una chica.
En cambio yo simplemente sentí un día que Dios no
existe, y al mismo tiempo me di cuenta que eso no tenía la menor
importancia. Por eso el personaje de Van Hutten tiene una fe tan arbitraria.
Dice algo así como: Crea si quiere y, si no, no crea. ¿Qué
le va a pasar a Dios si usted no cree? ¿Qué le va a pasar
a usted si no cree en Dios?. El colegio religioso le dio también
un contacto muy estrecho con los textos bíblicos. En el colegio
teníamos una materia que era Historia Sagrada, una lectura profunda
de la Biblia. Aparte, tenía un director espiritual que era una
inteligencia muy avanzada y, como yo tenía un carácter más
bien agresivo, me daba a leer vidas de sacerdotes aventureros, esos que
se iban a curar leprosos, para ganarme por el lado más salvaje
de la fe.
Esa educación también serviría como fuente de inspiración
para el erudito, aventurero y cascarrabias Van Hutten. Estos eruditos
son muy frecuentes dentro del ámbito de la Iglesia, y también
los arqueólogos son personas muy eruditas. Casi todos mis profesores
durante la educación religiosa eran personas de esa clase de formación.
Yo era muy chico pero recuerdo que mi director espiritual era una persona
así. Yo le planteaba determinados problemas y él me explicaba
que eso excedía mi comprensión, pero al mismo tiempo me
tiraba una cantidad de libros por la cabeza. Pero eran tipos de una enorme
amplitud, formados en la tradición jesuita. La educación
religiosa daba esa posibilidad de una formación erudita y extraordinaria.
Basta pensar que Copérnico fue un monje. La Iglesia después
los quemaba o los dejaba ciegos como a Galileo, es cierto, pero era el
lugar de la inteligencia. Newton sale de la más dura educación
religiosa: incluso se supone que ha quemado textos que ponían en
contradicción sus creencias religiosas.
LA CUMBRECITA En resumen: la historia estaba, la bibliografía
sobre los rollos del Mar Muerto también (Castillo, puede decirse,
tiene todos los libros sobre el tema, incluida la única traducción
conocida de los textos esenios), la educación religiosa serviría
como trasfondo y, por encima de todo, había un núcleo literario
que le permitiría a su autor seguir profundizando en el tema de
su primera obra teatral. Si algo faltaba era un paisaje para sumar a aquel
desierto donde nada podía surgir salvo el monoteísmo. Y
Castillo lo encontró relativamente cerca en la Argentina
pero en un lugar que se preciaba hasta hace muy poco de ser un secreto
para iniciados de otras latitudes.
Castillo se levanta de repente y vuelve con un puñado de fotografías
y mapas que se trajo de sus visitas a La Cumbrecita. Las fotos corroboran
que el paisaje es una aldea alpina trasplantada vaya a saberse cómo
en medio de la sierra cordobesa llena de espinillos. En el mapa más
viejo figura un arroyo que ahora se llama La Cumbrecita con
su nombre original: Mussolini. Es a ese lugar semifantástico adonde
llega el historiador de El evangelio según Van Hutten para descubrir:
1) que él (Van Hutten) no ha muerto; y 2) que Él tampoco
ha muerto.
La primera vez que fuimos con Sylvia, unos veinte años atrás,
en invierno, el tipo que nos llevó hasta La Cumbrecita escuchaba
marchas alemanas en el taxi, cuenta hoy Castillo. Hay un cementerio
con muchos muertos alemanes, algunos con grado militar, porque esa zona
era ideal para ocultarse y los caminos para llegar eran casi intransitables,
aunque ahora está más turístico. A ese taxista, en
el libro, lo convertí en un húngaro, esposo de una judía
muerta por los alemanes, que está esperando que algún día
llegue el asesino, porque piensa que tarde o temprano ese nazi terminará
apareciendo en La Cumbrecita. Los datos religiosos y los datos del lugar,
salvo algunos detalles (por ejemplo, no le puse nombre al hotel para no
herir sensibilidades), son todos documentados.
LA PALABRA EVANGELIO Castillo dice que nunca se paró a
pensar en el lector de esta novela. O sea: si sería su lector habitual
o uno de otra clase, que, atraído por el tema de Jesús y
los rollos del Mar Muerto, se sumergiría en la trama sin más.
No lo pensé porque nunca pienso en eso, dice Castillo,
pero en realidad, cuando el libro estaba terminado y pude verlo
más panorámicamente, porque surgió la posibilidad
de publicarlo en España, ahí sí lo hice. Incluso
estuve a punto de sacar la palabra Evangelio del título. Pero el
problema es que no se me ocurría otro título que no fuera
El otro Judas.
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