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Hoy: El Rey León II, o cuando Shakespeare escribe para Disney

A sus plantas rendido un inglés

El Rey León era un asunto serio: el primer dibujo animado con guión de Shakespeare. Adaptación remotísima, es cierto –la selva africana por las neblinas dinamarquesas, leones por humanos, numeritos musicales por epifanías existenciales–, pero ahí al fondo estaba la gran tragedia paternal y edípica: Hamlet. Animada, coloreada, achatadas hasta la invisibilidad las aristas más dramáticas, pero en todo momento sostenida por el carozo de esa obra (casi) siempre irreductible hasta por las peores adaptaciones teatrales, en El Rey León había: tío asesino, hijo relegado del trono, monólogo de ser o no ser, diálogo con el fantasma del padre. Había también citas a Lou Reed y a Bob Dylan, y hasta un destello de sabiduría oriental –encarnado en un mono– que no se veía desde los tiempos del maestro shaolín y el pequeño saltamontes. Adaptación remotísima, pero adaptación al fin.
Por eso a nadie le importó demasiado cuando acusaron a Disney de afanarse, escena por escena, El Rey León del célebre dibujito animado Kimba, el león blanco, furor en Japón y Estados Unidos durante los 60. Los japoneses exponían dibujos como evidencia, argumentaban que su león se llamaba Kimba y el de los yanquis Simba, comparaban escenas de los respectivos libretos. Y sí, parecía que eran muy parecidos. Iguales, casi. Pero a nadie le importaba porque, para el caso, el japonés Osamu Tezuka le había afanado la historia a Shakespeare. Y casi nadie tiene menos chances de ser famoso en Occidente que un japonés famoso.
Con El Rey León, en 1992, los japoneses de Kimba no vieron un peso mientras que la Disney recaudó más que con cualquier otra película en su historia. Y coronó el primer gran negocio de la globalización: la globalización de la familia. Porque El Rey León se convirtió en muchas cosas: en la primera película para chicos que los adultos no dudaban un segundo en correr a ver y a recomendar a otros adultos que ni siquiera recurrían al artero truco de llevar a un chico; en la película más recaudadora de Disney; y en la primera manifestación de ese revival del radioteatro: películas actuadas por la voz de un famoso (el género que llegó al paroxismo con la esquizofrenia neoyorquina de Woody Allen en Hormiguitaz tuvo su gesto fundante en el amaneramiento británico de Jeremy Irons en El Rey León). Y, además, como si fuera poco, convirtió a “Hakuna Matata” en el hit más simpático e hinchapelotas desde el “Don’t worry, be happy” de Bobby McFerrin.
En el ‘89 –cae el Muro, el mundo pasa de rojo y negro a sólo negro, gana Menem– Disney estrena La Sirenita, con guión de Hans Christian Andersen. Después le llega el turno a La Bella y la Bestia. Y al año siguiente a El Rey León. A continuación vendrían Aladino, El Jorobado de Notre Dame, Pocahontas. Y mientras la competencia –sólo la Fox, por entonces– coqueteaba con el suicidio en Anastasia (donde Rasputín era el culpable de la revolución rusa, por haber hipnotizado al pueblo y obligarlo a revelarse contra sus mandos naturales), Disney se hundía con la fe del converso en la corrección política. Ya no era el centro conservador sobre el que llovían los dardos del antiimperialismo devenido progresismo: nunca nadie filmó tanto sobre tantos temas tan correctos: derechos de los animales, héroes, chinas, indígenas, árabes, feos, jorobados, gitanas.
Los únicos derechos no contemplados por Disney parecían ser los de autoría intelectual. Es cierto que las adaptaciones de Andersen, de Víctor Hugo, de Shakespeare y del anónimo y genial autor/recopilador de Las mil y una noches son adaptaciones libres, muy libres. Tan libres que alguno podría sospechar que se cagaron en los guionistas: La Sirenita de Andersen termina bien, La Bella y la Bestia también. Y Aladino, Hércules, Pocahontas y El Jorobado: todas terminan bien. Hasta en El Rey León –mientras en Hamlet mueren todos en la masacre vuelta epifanía de la últimaescena de la obra– sólo hay dos muertos, imprescindibles para el final feliz. Y para hacer una segunda parte.
Dicho y hecho: Disney acaba de lanzar, esquivando el estreno en los cines pero con bombos y platillos en los carteles callejeros y en todos los videoclubes, El Rey León II: el reino de Simba, que también tiene guión de Shakespeare. Esta vez, Romeo y Julieta. Pero si en Shakespeare apasionado el Gran William aparecía como un pelele al que Marlowe y su novia le dictaban lo que tenía que escribir, en Rey Junior pasa por idiota, porque además parece que lo que le dictaron no sirve para nada. Si la primera leonada era Hamlet, la junior es una reformulación bienpensante de la historia de los amantes de Verona. Para ser breves: la hija de Simba se enamora del hijo adoptivo de Scar (el león asesino del padre de Simba y muerto al final de la primera película). Amor imposible: Montescos y Capuletos en cuatro patas. Pero –el horror, el horror– los cachorritos logran, mediante una trama altamente idiota que no merece ser resumida, zanjar los abismos familiares y quererse para siempre.
Diez años después –Kosovo, todo negro, se va Menem– Disney se las ha ingeniado para ganar el repudio de los conservadores y perder el repudio de los progres: ahora los chicos saben que se puede ser jorobado y conseguir una joyita como Esmeralda, que la familia siempre va a entender las elecciones afectivas de los hijos, y que hay que ser tolerantes con las princesas indias y los árabes que manejan alfombras voladoras. Es decir: le roban a Shakespeare, pero en pos de la noble y correcta causa de la tolerancia. Y ahí está, para la policía de la corrección política, la pregunta-huevo y la respuesta-gallina que se muerden la cola a la hora de atrapar al ratón: ¿Disney usa las historias de Shakespeare, Andersen o Víctor Hugo porque son las mejores? Entonces, ¿para qué reescriben Hamlet o Los Miserables? ¿Por qué no redactan sus propios guiones con final feliz?
Para junio Disney anuncia el estreno de Tarzán. Habrá que ver qué queda de las novelas de Edgar Rice Burroughs. Qué nueva lección quieren dar con la historia de Greystoke, ese aristócrata huerfanito criado en la selva por los gorilas africanos, y siempre dispuesto a destronar al león como rey de la selva e imponer la supremacía victoriana sobre el caos salvaje y sobre todos esos árabes, negros, latinos y eslavos, que siempre son tan, pero tan malos. Mientras tanto, nadie sabe si es el huevo, la gallina o el cadáver de Shakespeare, pero algo huele a podrido en Disneylandia.