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Jazzzzzzzzzzzzz!
En
créole significaba �charlar�; en mandinga, �coger�. Empezó como una deformación
de himnos cristianos y marchas militares de blancos convertidos por los
negros en parte del vudú. De los prostíbulos y funerales pasó a los salones
de baile, a la radio y al disco, y finalmente a las salas de concierto,
convertido en un lenguaje musical que sólo podían tocar (y escuchar) los
más aptos. Cien años después de aquellos inicios, el jazzólogo en residencia
de Radar analiza la evolución de una música que sintetiza como ninguna
otra el mestizaje de lo culto y lo popular en el siglo XX.
Por
DIEGO FISCHERMAN
jelly roll morton
una partitura de m. k. jerome
charlie parker y dizzy gillespie
miles davis
john coltrane
thelonious sphere monk
bill evans
louis �satchmo� armstrong
keith jarrett
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La frase es de Louis Armstrong.
La dijo con una mezcla de sabiduría derviche y humor de negro
pobre de Nueva Orleans, cuando le preguntaron qué era el jazz:
Si usted necesita preguntarlo, lo único que puedo decirle
es que nunca va a saber qué es. Swing, Be-Bop, Groove,
Jazz: son varias las palabras cuyo significado exacto nadie sabe y
que, sin embargo, resultan imprescindibles para definir una música
que sintetiza, como ninguna otra, el gran fenómeno del siglo
XX: la conformación de géneros cultos a partir de tradiciones
populares. O, dicho de otra manera, músicas que empezaron siendo
rituales, funcionales y colectivas y se convirtieron en abstractas.
Baile, canto y ritmo improvisado sobre tablas de lavar que se transformaron,
a partir de la explosión de los medios masivos de comunicación,
en algunas personas escuchando atentas a otras personas que tocaban
música.
Algunos dicen que jazz viene de iase, la versión creole del
francés jase (charlar). Otros, que el origen está en
el mandinga jasi (exagerar o, en el argot del blues, coger). Lo cierto
es que entre esos himnos cristianos y marchas militares de blancos
convertidos por los negros de la Congo Square de Nueva Orleans en
parte del vudú y la sofisticación alcanzada por los
continuadores de esa misma música a partir de los años
40 hay un mundo de distancia. Un mundo determinado, entre otras cosas,
por la radio, por el disco. Pero también por el ingreso de
los negros en el mercado de trabajo blanco, por la mirada que recibió
el jazz de parte de París y de compositores como Ravel
y Stravinsky y por el efecto de las comedias musicales de Broadway
sobre los músicos que emigraban de Nueva Orleans a Chicago
y de allí a Nueva York.
El Gato Barbieri prefería hablar de jazz con una onomatopeya:
Es lo que suena fzzzzzz; el resto de la música suena
tktktktktkt, explicaba. El director de orquesta y compositor
Leonard Bernstein, en cambio, en una memorable clase que dio por televisión
en 1959, se dedicaba a analizar, uno por uno, los distintos elementos
característicos de esta música. Junto a las alteraciones
melódicas (blue notes), a los tipos de escalas y a las cuestiones
rítmicas (acentuaciones en los tiempos débiles y síncopas)
mencionaba uno mucho más obvio y, al mismo tiempo, más
secreto: el color. Comparaba la voz de Bessie Smith con la corneta
de Louis Armstrong (ése era el instrumento que tocaba en esa
época) y ofrecía como prueba incontrastable lo que pasaba
cuando una cantante de indudable voz lírica hacía un
blues: las notas eran las correctas (aunque faltaran las blue notes),
el ritmo también (aunque lo que se acentuara fuesen los tiempos
fuertes). Pero el color era determinante: lo que sonaba parecía
un lied mal compuesto por Schumann. En el jazz los instrumentos imitan
a la voz y la voz en el jazz es africana. Esa nasalidad y cierta suciedad
del timbre que en la música de tradición escrita alcanzaría
para defenestrar a un intérprete, en el jazz es esencial. El
otro aspecto, claro, es la improvisación.
EL
MALENTENDIDO Hace un siglo en Nueva Orleans había,
según relataba Johnny St. Cyr, banjoísta de Armstrong,
más prejuicios entre negros que entre negros y blancos. Los
creole pertenecían a una tercera o cuarta generación
de libertos (por sus amos franceses), tenían negocios y participaban
de la vida burguesa. En cambio, los ex esclavos americanos (liberados
mucho después) eran el proletariado. De hecho, muchos de
los fundadores del jazz tenían apellido francés, como
Sidney Bechet, Barney Bigard o Alphonse Picou. Y, si no lo tenían,
se lo inventaban: Jelly Roll Morton aseguraba a quien quisiera escucharlo
que su verdadero nombre era Ferdinand Joseph La Menthe. Negros y
blancos o por lo menos creoles y blancos tocaban juntos
y, contra lo que se cree, el jazz no era visto como una música
afronorteamericana sino como una manera regional de hacer música,
propia del sur, en la que las tradiciones africanas se mezclaban
con tradiciones europeas. La armonía era la que se usaba
en la iglesia. Los instrumentos eran, con algunas variantes, los
de las bandas festivas (salvo en el caso del banjo, el único
de origen africano). El canto responsorial, donde el coro responde
a un solista, venía de Africa pero también de viejas
costumbres europeas, incluyendo la recercada renacentista y el concerto
grosso barroco. Y, si se tiene en cuenta cuál fue el primer
disco de jazz de la historia, grabado en 1917 por la Original Dixieland
Jass Band, muchos de los músicos eran blancos
y tenían nombres como Nick LaRocca o Tony Sbarbaro. Y, más
allá de los prejuicios, nada parece demostrar que hubiera
demasiada diferencia entre la manera en que negros y blancos tocaban
eso que en Storyville, el barrio de los burdeles, empezaba a llamarse
jass. No todavía.
Es cierto que las bandas blancas llamaron a su estilo dixieland
para diferenciarlo del de los negros: la manera de tocar era más
lineal, más centrada en los solistas y con una técnica
más depurada. También es cierto que el ragtime, aunque
era una música de salón escrita desde
la primera hasta la última nota (su forma remitía
a la de las polcas y mazurkas escritas por pianistas en el siglo
XIX) era música de negros. Y que la forma de concebir el
acompañamiento rítmico y los entrelazamientos de las
voces venía de Africa, al igual que los microtonos y las
inflexiones de las frases. Lo que sucedía era que los negros
tocaban la música de los blancos bailes franceses,
canciones inglesas, himnos religiosos pero les salía
distinta. Los blancos aprendían esa manera de
tocar que los negros practicaban incansablemente en plazas, escuelas,
prostíbulos y funerales. Y también les salía
distinta. Entre todos y sin saberlo, inventaron el jazz. El malentendido,
como siempre, había funcionado bien.
EL
MERCADO Que haya sido Nueva Orleans el
lugar donde esta nueva música hizo eclosión no significa
que haya nacido allí. El compositor de blues William Christopher
Handy contaba que alrededor de 1905, en Memphis, podía oírse
una música muy parecida a la de Nueva Orleans y que todas
las bandas de circo sonaban así; toda la región del
Mississippi estaba llena de lo mismo, sin que nadie supiera lo que
pasaba en otro lado. Yo me enteré de la música de
Nueva Orleans recién en 1917. Hasta allí, nada
que no pudiera pasar también, por ejemplo, en las Antillas.
¿La diferencia? Estados Unidos.
Si hoy el jazz no es una pintoresca música regional, siempre
igual a sí misma y siempre preparada para el turismo como
lo son otras músicas mestizas del mundo es porque en
el lugar donde nació el jazz hubo una industria que se aprovechó
de él, lo fagocitó, lo convirtió en mercadería
y, junto con todo eso, lo mezcló con otras músicas
y otros músicos, lo hizo crecer y cambiar, lo contaminó
con la tan norteamericana fantasía del progreso perpetuo,
lo llevó de las pequeñas a las grandes ciudades, de
los funerales a los bailes, de los bailes a los clubes y de allí
a las salas de concierto. La improvisación colectiva se reguló,
las bandas se hicieron más grandes (y, norteamericanamente,
se llamaron Big Bands), los negros de Kansas y Nueva Orleans empezaron
a ser contratados por blancos en Chicago y Nueva York. Hubo un momento
en que todo pasó por el swing: desde marcas de cigarrillos
hasta medias de seda o un nuevo modelo de auto, todo lo que quisiera
ser vendido iba acompañado por la palabrita mágica.
Una palabrita que nadie sabía qué quería decir
pero que se convirtió en estilo. Había nacido la era
del Swing. Japón bombardeaba Pearl Harbor mientras el mundo
bailaba con las orquestas de Benny Goodman y Glenn Miller.
Pero más importante que la moda del swing fue el hecho de
que los músicos que tocaban en esas orquestas se acostumbraron
a manejar una armonía más compleja. En las orquestas
no se improvisaba, con los viejos rags y blues, sobre un esquema
de tres acordes. Los músicos empezaron a juntarse en clubes
para dar rienda suelta a la técnica adquirida con las orquestas:
los clubes eran el lugar donde nadie los limitaba, donde sus solos
podían durar más de dos coros. Allí inventaron
un lenguaje musical que sólo podían tocar (y escuchar)
los más aptos.
EL DIABLO
Para la teoría medieval, el intervalo de cuarta aumentada
(por ejemplo la distancia que hay entre un do y un fa sostenido)
era el diavolo in musica. Ese intervalo fue la base del nuevo estilo
del jazz. La palabra be-bop, según algunos, era la onomatopeya
para cantar estas cuartas aumentadas cuando eran descendentes. Para
otros tal vez los mismos que juzgaron que la suite Black,
Brown & Beige estrenada por Duke Ellington en 1944 no era jazz
el be-bop era diabólico por otras razones.
Decían que el género se volvía intelectual,
calculado, frío. Y que perdía la alegría. Los
iniciados que se reunían en el Mintons de Harlem Dizzy
Gillespie, Thelonious Monk, Charlie Christian, Bud Powell y Charlie
Parker, entre otros no pensaban lo mismo. Pero si el jazz
es parafrástico por naturaleza, el be-bop era muchas veces
la paráfrasis de la paráfrasis. Sobre la armonía
de los standards que se tocaban en las orquestas, construían
nuevos temas. O, cuando las melodías quedaban intactas, cambiaban
los acordes. Y, sobre todo, empezaron a valorar, en la construcción
de un solo, las notas más alejadas de la armonía.
Ritmos más fragmentarios, aceleramientos y frenos repentinos,
una subdivisión rítmica menos estereotipada (un ejemplo
perfecto es el solo de Parker en Out of Nowhere), independización
del papel del contrabajo y la batería.
Con estos elementos se construyó la revolución. Si
se descuenta la siempre atípica orquesta de Ellington que
ya en los 30 usaba arreglos politonales en medio de un baile
y que siempre incluyó en su repertorio piezas para
escuchar, con el be-bop nació el jazz abstracto.
Al principio se lo bailaba, pero sus propias características
demandaban una audición más atenta. El estilo era,
en los comienzos, bastante heterogéneo. No todos tocaban
igual. Saxofonistas como Lester Young, Don Byas o Coleman Hawkins
en su famoso solo de Body & Soul grabado en
1939 habían anticipado algunos de estos rasgos. Incluso
en las primeras grabaciones de Parker con Gillespie algunos de los
músicos tocan con un indiscutible estilo Swing. Sucede que
el estilo de unos fue predominando sobre y contagiando a
los otros. Y los que no se contagiaron, a la larga se quedaron afuera.
MILES
DE MILES Un trompetista muy joven empezó a tocar
con Parker. Reemplazaba a Gillespie y su estilo era diametralmente
opuesto. Las notas casi no tenían ataque, el sonido era siempre
velado. Todo sonaba blando y, al mismo tiempo, era extremadamente
tenso desde el punto de vista armónico. Miles Davis hacía
su aparición y por primera vez en su carrera hacía
gala de una de sus virtudes: ser la persona indicada en el momento
justo. Davis fue uno de los músicos más importantes
del bop, aunque su estilo ya no era el del bop canónico.
En 1948 cristalizó en un disco con su nombre algo que varios
venían intentando sin lograrlo del todo: escribir para bandas
más o menos grandes sin perder el espíritu de libertad
del bop.
El disco se llamó Birth Of The Cool y lo que nacía
no tenía nada que ver con la frialdad. En el lenguaje del
jazz, cool quería decir fino, cuidado, preciso, pero jamás
frío. Los cerebros eran dos y ambos eran blancos: Gil Evans
y Gerry Mulligan. Entre los músicos que tocaban allí
había, también, un saxofonista llamado Lee Konitz
y discípulo de Lennie Tristano. Este pianista, que había
tocado con Parker, llevó junto a sus alumnos las leyes del
bop hasta sus máximas posibilidades de modernidad, con frases
descarnadamente angulares y un uso tal de las disonancias que hacía
que la música se acercara notablemente al atonalismo. Gil
Evans, Gerry Mulligan y Lee Konitz más algunos otros
como Stan Getz, Chet Baker, Paul Desmond y Jimmy Giuffre se
ocuparon de la continuación del cool. Mientras tanto Davis
formó un quinteto ejemplar donde el saxofonista era John
Coltrane. Allí se dedicó a llevar el arte del bop
hasta su punto más alto y, diez años después,
inventó otra cosa. El grupo ahora era un sexteto, con el
agregado del saxo alto de Canonball Adderley, y el pianista se llamaba
Bill Evans. Un disco, Kind Of Blue, alcanzó para cambiar
nuevamente lasreglas. Ya no se trabajaba dentro de la tonalidad
estricta sino con modos. Después vinieron el otro gran quinteto
(1963-1968, con Wayne Shorter, Herbie Hancock, Ron Carter y Tony
Williams), el jazz-rock de los 70 y el post-funk de los 80.
Pero en el jazz modal de Kind Of Blue estaban inscriptas las leyes
de todo lo que vendría después.
LA
LIBERTAD Dos caminos convergentes. Por
un lado, las experiencias de progresiva disolución de la
tonalidad del clarinetista Jimmy Giuffre (que había sido
arreglador de la orquesta de Woody Herman) junto al pianista canadiense
Paul Bley y el contrabajista (luego bajista) Steve Swallow. Por
otro, algunos músicos que venían del bop y habían
seguido el camino de independización de las distintas partes
musicales que allí estaban en potencia: John Coltrane, Eric
Dolphy, Ornette Coleman. A principio de los 60, las dos líneas
confluyen, o más bien pasan a conformar las dos líneas
principales de lo que nadie dudó en llamar Free Jazz (aunque
muchos supusieron que eso significaba la muerte definitiva del jazz).
Paralelamente, aparece el Hard Bop de Horace Silver, Art Blakey
y Sonny Rollins y a continuación, tomando cosas de unos y
de otros, el Free politizado del Chicago de los 70 y el Free
camarístico, ultraintelectualizado, de los europeos. Nuevas
figuras, muchas de ellas surgidas de grupos de Davis, generan nuevos
lenguajes. Pianistas como Keith Jarrett, Hancock y Chick Corea,
guitarristas como John McLaughlin, contrabajistas como Dave Holland,
bateristas como Jack De Johnette. También nuevos sellos,
como el alemán ECM, que generaron estéticas propias
(como Verve y Blue Note en los 50/60). Mezclas con músicos
e instrumentos indios y de folklores sudamericanos. Oregon y su
extraña síntesis de música de cámara,
orientalismo occidentalizado con precisión, altísima
técnica instrumental y tratamiento camarístico en
lo formal. Egberto Gismonti. Los acordeonistas Richard Galliano
y Jean Louis Matinier. Michel Portal tocando el bandoneón.
John Surman y su revalorización del folk inglés. El
deslumbramiento por Hendrix. Y hasta Astor Piazzolla incluido en
festivales internacionales de jazz. Sigue sin saberse qué
quiere decir exactamente esa palabra. Pero hoy, con certeza, significa
muchas más cosas que hace cien años.
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El
Duque
Sólo
Mozart y Beethoven merecieron ediciones integrales de su obra semejantes:
una caja con 24 CDs, que anuncia para estos días la RCA Victor. Orson
Welles sintetizó la opinión general: �Es uno de los genios de este siglo�.
El jueves 29 de abril se cumplen cien años del nacimiento de Duke Ellington.
Él
se limitaba a comparar la composición de música con una
receta de cocina. Otros, por ejemplo Orson Welles, se animaban a decir:
Yo no soy un genio; los genios de este siglo no son los cineastas
sino los músicos de jazz como Duke Ellington. El próximo
jueves se cumplirán cien años de su nacimiento. Wynton Marsalis,
cabeza de los homenajes oficiales en Nueva York, no duda en afirmar que
se trata del compositor norteamericano más importante del
siglo XX. El sello RCA Victor, en el que Ellington grabó
la mayoría de sus discos, anuncia para esta semana una caja con
24 CDs, friolera que hasta ahora sólo aventajan las ediciones integrales
consagradas a Mozart y Beethoven. En 1999 se cumplen, también,
25 años de su muerte. Y Duke Ellington, compositor, pianista, director
de la mejor big band imaginable y bon-vivant, sigue siendo el ejemplo
más perfecto del músico popular y culto a la vez.
En un aspecto, Ellington es el músico de jazz por excelencia. En
otro, es el más atípico. Empezó, como Armstrong,
con una banda pequeña en la que el estilo era determinado por la
improvisación colectiva. Pero ya entonces hacía cosas que
nadie hacía. Por ejemplo: componer. A diferencia de los demás
no se nutría de los blues populares, de los rags que todos sabían
tocar, sino que escribía los temas de su banda. Ellington, en vez
de recurrir a los standards (aunque ocasionalmente lo hiciera), construyó
su propia enciclopedia, a la que revisitaba una y otra vez. Además,
incluso dentro del estilo sumamente libre de la época, dejaba un
espacio considerable para los arreglos elaborados. Arreglos que, entre
otras cosas, exigían un ajuste extraordinario por parte de los
instrumentistas. Además se daba el lujo, sin que por eso su banda
dejara de ser popular y bailable, de hacer una orquestación para
el tema Caravan en que la melodía y el acompañamiento
estaban en diferentes tonalidades. El otro de sus rasgos era una especie
de africanismo consciente: un trabajo exhaustivo sobre lo rítmico
y la exploración de timbres inusuales en los bronces. De allí
surgió uno de sus estilos: el jungle.
El dato imprescindible, sin embargo, lo da lo formal. Ya en los años
30 Ellington dejó de conformarse con la estructura temasolostema
que era habitual en el jazz. Y apareció la suite como una de las
posibilidades de escapatoria. Formas grandes, en la que distintos temas
y texturas se iban entrelazando. Sobre todo, formas abiertas. En las suites
de Ellington, todo avanzaba. Y al final del avance no se volvía
al principio. Black, Brown & Beige, estrenada en 1944, fue, en ese
sentido, una declaración de principios, y la crítica de
la revista Down Beat mostró lo que pensaban al respecto los tradicionalistas:
El señor Ellington se toma más de diez minutos para
decir lo que siempre dijo en tres; además, en esta obra no hay
beat y, si no hay beat, no hay jazz. Black, Brown & Beige, en
efecto, abolía el beat, esa acentuación regular que había
sido obligatoria para los músicos surgidos de Nueva Orleans. Y
no sólo eso: consideraba a los instrumentos rítmicos como
iguales entre pares con respecto a los que llevaban la melodía.
De hecho, Jimmy Blanton, un contrabajista de Ellington, fue uno de los
primeros en pensar a su instrumento más allá de la función
de bajo continuo.
Por otro lado, Ellington, como pianista, siempre fue en contra de la corriente
dominante. Mientras las evoluciones del género tenían que
ver con un progresivo aumento de la exhibición y el virtuosismo,
el estilo de Ellington se hacía más y más sintético.
Como Beethoven en sus últimas sonatas para piano, la manera de
Ellington eliminaba todo lo superfluo, sacaba lo ornamental y lo retórico
y se quedaba con lo esencial. Incluso con el silencio. Otra característica
poco frecuente en el mundo del jazz, donde la individualidad es esencial,
fue que a lo largo de su carrera Ellington tuviera varios alter egos.
Los saxofonistas Ben Webster y Johnny Hodges, el trompetista Cootie Williams,
el saxo barítono Harry Carney, el clarinetista Barney Bigard funcionaban
como prolongaciones del propio Ellington y reproducían en sus discos
a veces con el mismo Ellington como pianista el estilo de
Ellington. Y, obviamente, los arregladores: la genial pianista y compositora
MaryLou Williams, la trombonista Melba Liston (dos mujeres en un
terreno de hombres) y el más famoso, Billy Strayhorn. Especie de
segundo Ellington, nadie sabía muy bien dónde terminaba
uno y empezaba el otro. Muchos de los temas más famosos de Ellington
son de Strayhorn (casi como Lennon y McCartney). Pero, cosa curiosa, el
tema más famoso de Strayhorn (Lush Life) nunca fue
grabado por Ellington y tuvo su versión más célebre
en el saxo de John Coltrane. Como suele suceder en estos casos, el Strayhorn
anterior a Ellington no existe: oscuro arreglador de una orquesta que
imitaba a la de Benny Goodman, imitador él mismo en el piano de
Teddy Wilson, animador musical de bailes en Pittsburgh. En esa ciudad
se conocieron y lo que le llamó la atención a Duke fue que
Strayhorn tocaba Sophisticated Lady exactamente igual que
él.
Amo su música porque es como la de Mozart, universal,
decía Michel Petrucciani. Marsalis, el exégeta mayor, compara
la orquesta de Ellington con lo que él identifica como la democracia
americana: todos son necesarios; cada uno necesita, para sobresalir,
del trabajo de los otros; la libertad de cada uno tiene como límite
la libertad de los otros. La Orquesta Filarmónica de Nueva
York, dirigida por Kurt Masur, y la Orquesta de Jazz del Lincoln Center,
conducida por Marsalis, revivirán esta semana uno de los experimentos
de Ellington y Strayhorn: una versión de la suite Peer Gynt de
Grieg. Una orquesta tocará la versión original; la otra
interpretará la lectura jazzística. En el programa figura
también una de las obras maestras de Ellington: la Harlem Suite.
Dentro de siete días, los homenajes habrán pasado. Y un
puñado de composiciones Mood Indigo, Snibor,
African Flower, Solitude, Black and Tan
Fantasy, Cotton Tail, la Far East Suite y Black, Brown
& Beige, los Conciertos sagrados seguirán sonando.
El
jardín de los senderos
que se bifurcan
La historia
del jazz es la historia de sus discos. Radar propone un itinerario, en
cien discos esenciales, de los innumerables desvíos y ramificaciones que
se produjeron en el jazz desde la primera grabación en rollos de pianola
de Jelly Roll Morton hasta la irrupción de Cassandra Wilson.
La importancia histórica y la estética no
siempre son lo mismo. La historia del jazz es, en gran medida, la historia
de sus discos. Contar esa historia con cien discos implica elegir entre
los cien mejores o los cien más importantes. Un ejemplo característico
de esta contradicción es Free Jazz (1961), donde los cuartetos
de Eric Dolphy y de Ornette Coleman improvisan simultáneamente
y sin pautas previas acerca de armonía, tema o pies rítmicos
(en la grabación stereo de la época, uno en cada canal).
Nada sería igual para el jazz a partir de ese disco que bautizó
todo un estilo, incluso para quienes se le opusieron. Hay muchos discos
de freejazz mejores que Free Jazz (los propios Coleman y Dolphy, en grabaciones
posteriores, consolidaron aquello que en ese disco fundante era casi un
grito en el vacío). Sin embargo, Free Jazz es el más importante.
Esta historia del jazz contada a través de sus discos busca negociar
entre ambas categorías y privilegiar a los mejores entre los importantes
(o los importantes entre los mejores). Con justicia, la lista podría
conformarse, casi exclusivamente, con discos de Miles Davis. Todos los
que grabó hasta 1969 son excelentes y todos fueron influyentes.
Cuatro o cinco de los estilos fundamentales del jazz desde los años
40 en adelante están representados (y muchas veces fueron impulsados)
por Davis y casi no hay músico importante del jazz de este período,
desde Charlie Parker, Thelonious Monk, Charlie Mingus, John Coltrane o
Sonny Rollins hasta John McLaughlin, Herbie Hancock, Wayne Shorter, Chick
Corea o John Scofield, que no haya tocado con él. No obstante,
aun cuando sería imposible reducir la presencia de Miles a un solo
álbum (lo mismo pasa en los casos de Armstrong, Ellington o Coltrane),
esta discografía intenta proponer el máximo de representatividad
en cuanto a nombres y estilos.
Si la historia crea la ilusión de un relato e, incluso, de una
sucesión de causas y efectos, esta historia en particular puede
ser narrada de varias maneras y siguiendo varios recorridos. Todos empiezan,
sin embargo, en el mismo lugar: las grabaciones en rollos de pianola hechas
por Jelly Roll Morton, editadas por Nonesuch, y el legendario Libery
Stable Blues primera grabación de jazz de la historia
que registró en 1917 la Original Dixieland Jass Band
y que está incluido en el volumen 1 de la antología 80th
Anniversary publicada por RCA Victor (donde también hay tomas de
los Red Hot Peppers de Morton, así como de la orquesta de Kansas
City de Bennie Moten, de King Oliver, de Fletcher Henderson y de Bix Beiderbecke
con las orquestas de Paul Whiteman y de Jean Goldkette).
Pero lo mejor de Beiderbecke las grabaciones de 1926/27 con sus
propios grupos se consiguen en el segundo volumen de los que le
dedicó el sello Sony, en su serie Columbia Jazz Masterpieces. Los
comienzos, pero tomados desde el lado negro de las cosas (y, particularmente,
desde el blues), pueden rastrearse en el The Chronological Bessie Smith
1924-1925, del sello Classics, donde toca la corneta Louis Armstrong y
el acompañamiento está a cargo de un armonio. Dos de los
volúmenes de la serie cronológica editada por Sony resumen,
por su parte, lo mejor de Armstrong: el segundo (1926-27) lo muestra con
los Hot Five y Hot Seven y en el cuarto (1927) se agrega Earl Hines, uno
de los pianistas fundantes del jazz. Allí está el famoso
West End Blues, con uno de los solos de trompeta más
brillantes de su carrera (Wynton Marsalis asegura que es inestudiable
e irrepetible).
El otro camino inevitable iniciado en esa época es el de Duke Ellington.
Sus grabaciones de los años 20 y 30 están agrupadas
en una caja de tres CDs editada por Decca, llamada The Early Ellington.
La notable suite Black, Brown & Beige, de 1944, figura en un álbum
de RCA bautizado con el mismo nombre. La ruta Ellington sigue con otra
suite, la Far East Suite (1966, RCA) y con el disco And His Mother Called
Him Bill, dedicado al compositor y pianista (y alter ego de Ellington)
Billy Strayhorn (1967, Sony). El Grand Paris Concert (1963, Atlantic)
es una manera inmejorable de saber cómo sonaba esta orquesta en
vivo.
Un desvío alternativo puede seguirse a través de Django
Reinhardt, cuyas grabaciones de los años 1935 y 1936 con el quinteto
del Hot Club de Francia (y Stéphane Grapelli en violín)
son imprescindibles (en The Chronological Django Reinhardt, volumen 3
Classics Records). El paisaje del swing y las grandes orquestas queda
bien representado por Begin the Beguine de Artie Shaw, un disco que incluye
su solo ejemplar en Stardust (RCA), las grabaciones de Benny
Goodman con trío y cuarteto (RCA) y el volumen con las grabaciones
de 1938 de la orquesta de Count Basie, en el sello Classics. Y dos cantantes:
Billie Holiday y Ella Fitzgerald. De la primera, el volumen 8 de la serie
The Quintessential (Sony) reúne sus registros de 1939 y 1940 con
Teddy Wilson en piano y Lester Young en saxo tenor, y las sesiones para
el sello Commodore (distribuidas por Universal) incluyen sus primera versión
de la maldita Strange Fruit. Del talento de la segunda, pueden
dar cuenta sus grabaciones con la orquesta de Basie (con una versión
notable de April in Paris) y sus Songbooks grabados en los
60, de los que se recomienda la antología The Best of the Songbooks,
The Ballads, en la que se incluye una de las mejores interpretaciones
posibles de Laura (ambos discos en el sello Verve).
El tránsito del swing al be-bop es nítido en el solo de
Body & Soul registrado en 1939 por Coleman Hawkins (incluido
en Coleman Hawkins, A Retrospective 1929-1963, RCA) y en las sesiones
para el sello Aladdin de Lester Young (EMI). Charlie Christian, The Genius
of Electric Guitar muestra a uno de los verdaderos fundadores del bop,
en grabaciones con Benny Goodman entre otros. Pero la estrella de ese
estilo es sin duda Charlie Parker. La antología The Yardbird Suite
(Rhino, Atlantic) permite recorrer, ordenadamente y con muy buena remasterización,
sus distintas épocas. Y un disco merece atención especial:
The Quintet, Live at Massey Hall, donde Parker está junto a Dizzy
Gillespie, Bud Powell, Charlie Mingus y Max Roach (1953, Original Jazz
Classics).
De cada uno de estos nombres (y de tres más de los que tocaron
con Parker: Thelonious Monk, Lennie Tristano y Miles Davis) pueden derivarse
nuevas líneas. A Gillespie es interesante encontrarlo siete años
después en un disco francamente atípico y casi vanguardista:
Perceptions (Verve), con arreglos del compositor Gunther Schuller, donde
Dizzy logra su disco mejor y más extraño. En las grabaciones
de Bud Powell para los sellos Roost y Blue Note, entre 1947 y 1958 (editado
por Blue Note en una caja de cuatro CDs), aparece expuesta la summa del
piano en el bop y es revelador contrastarlas con las grabaciones Capitol
(distribuidas por EMI) que, en la misma época, realizó otro
de los grandes pianistas del jazz: Art Tatum. Los comienzos de Monk, junto
a Coltrane entre otros, están en The Complete Blue Note Recordings.
El otro Monk imprescindible es Brilliant Corners (1956), con Sonny Rollins
en saxo y Clark Terry en trompeta. De Mingus, dos discos de 1959: Ah Hum
(Sony) y Blues and Roots (Atlantic). De Tristano, otros dos: The New Tristano
(Atlantic) e Intuition (Blue Note).
De allí puede irse al saxo alto Lee Konitz en Live at the Half
Note (1959, Verve), donde aparece otro de los tristanianos, el saxo tenor
Warne Marsh y, reemplazando a Tristano, un joven Bill Evans. Mucho después,
en 1997, pero todavía creativo, Konitz grabó (junto al trompetista
Kenny Wheeler, el guitarrista Bill Frisell y el contrabajista Dave Holland)
Angel Song, uno de los mejores álbumes de los últimos tiempos.
Y para comparar con Tristano, otro de los pianistas secretos del jazz:
Herbie Nichols en sus grabaciones para Blue Note (1955-1956).
El capítulo Miles debe comenzar con su primer disco como líder,
The Birth of The Cool (1949, EMI), donde también toca Konitz y
donde los arregladores son Gil Evans y Gerry Mulligan. Después,
Miles Ahead (1957, Sony, con arreglos de Gil Evans), Kind of Blue (1959,
Sony, con Canonball Adderley en saxo alto, John Coltrane en saxo tenor,
Bill Evans en piano, Paul Chambers en contrabajo y Jimmy Cobb en batería),
ESP (1964, Sony, primer disco con Wayne Shorter, Herbie Hancock, Ron Carter
y Tony Williams) y Bitches Brew (1969, Sony, donde junto a un grupo en
el que están Chick Corea y John McLaughlin, se abre la puerta al
jazz-rock).
Uno de los integrantes del primer gran quinteto de Davis, John Coltrane,
sigue un recorrido propio que puede rastrearse a lo largo de Coltrane
(1957, Prestige), Blue Train (1957, Blue Note), Giant Steps (1960, Atlantic),
Crescent y A Love Supreme (ambos de 1964, Impulse) y Expression (1967,
Impulse). Además, claro, el notable disco que junto a su cuarteto
grabó el cantante Johnny Hartman (1963, Impulse). Otro de los instrumentistas
de Davis, el pianista Bill Evans, merece ser escuchado en Waltz for Debby
(1961, Original Jazz Classics), The Solo Sessions (Milestone) y Bill Evans
& Tony Bennett (Original Jazz Classics). Dos homenajes actuales, el
de Paul Motian, Bill Frisell y Joe Lovano en Bill Evans (Verve) y el del
arreglador Don Sebesky en I Remember Bill, ofrecen relecturas sorprendentes
del mundo armónico de Evans.
De Gil, el otro Evans asociado con Davis, conviene escuchar con atención
The Individualism of Gil Evans (1964, Verve). Y de su heredera, Maria
Schneider una de las figuras más importantes de la escena
actual neoyorquina su Evanescence (1994, Enja). En paralelo con
Miles, se recomienda oír al otro gran trompetista emergido del
bop, Clifford Brown, en su disco con la cantante Sarah Vaughan (1954,
Mercury). Y, en paralelo con Coltrane, a Sonny Rollins en Sonny Rollins
Vol. 1 (1956, Blue Note) y en The Bridge, en cuarteto con el guitarrista
Jim Hall (1962, RCA). Otros dos músicos deben ser leídos,
también, en relación con Coltrane: los creadores del free
Eric Dolphy (en Far Cry, 1960, OJC, y Out To Lunch, 1964, Blue Note) y
Ornette Coleman (en Love Call, 1968, Blue Note, e In All Languages, 1987,
Verve).
De Rollins, por otra parte, se desprende el hard-bop. Art Blakey al frente
de una de las mejores formaciones de sus Jazz Messengers puede ser escuchado
en Caravan (1963, OJC) y Horace Silver en Further Explorations By The
Horace Silver Quintet (1958, Blue Note). El hard-bop se ramifica, a su
vez, en la estética que fue característica del sello Blue
Note en los 50 y 60. Los discos Dial S for Sonny
de Sonny Clark (1957), Mode for Joe de Joe Henderson (1966), Destination...
de Jackie McLean (1963), Point Of Departure de Andrew Hill (1964), Maiden
Voyage de Herbie Hancock (1965) y Speak No Evil de Wayne Shorter (1964)
son una buena muestra. Otro sello que creó una estética
en esos años fue Impulse y allí se grabó uno de los
discos más perfectos de la historia: The Blues and The Abstract
Truth de Oliver Nelson y con Eric Dolphy, Bill Evans, Freddie Hubbard,
Paul Chambers y Roy Haynes entre otros. De la misma época, hay
que considerar a un marginal, el multiinstrumentista Roland Kirk que con
The Inflated Tear (1961, Atlantic) logra un álbum inolvidable.
En cuanto a las posteriores ramificaciones, ligadas también al
Davis de los 70, son relevantes el Shakti de John Mc Laughlin junto
a músicos indios (1976, Sony) y el grupo Weather Report, cuya base
creativa forman Shorter y Joe Zawinul y que consigue un punto alto en
su estética con el disco I Sing the Body Electric (1973, Sony).
Pero hay otra línea que se remonta a la vez a Davis y a Tristano:
la del cool y el jazz de la Costa Oeste. Uno de sus paradigmas, el saxofonista
Stan Getz, produce, poco antes de morir, su mejor disco con Serenity (1987,
EmArcy). De Gerry Mulligan, que no grabó jamás un disco
malo, son altamente representativos Mullenium, compuesto mayoritariamente
por grabaciones de su Big Band de 1957 (Sony) y Gerry Mulligan-Paul Desmond
Quartet (1957). Desmond toca a su vez en el que tal vez sea el disco más
popular del jazz, Time Out de Dave Brubeck (1959), donde está incluida
la primera grabación de Take Five. Y, tan de los 50/60
como Brubeck, el Modern Jazz Quartet con Fontessa (1956, Atlantic). También,
la versión cool de los Jazz Messengers, el Jazztet de Art Farmer
y Benny Golson en Here And Now (1961, Verve) y el trompetista y cantante
Chet Baker en Chet, junto a Bill Evans y Pepper Adams entre otros (1959,
OJC).
La vertiente más free del cool aparece en Footlose de Paul Bley
(1963, Savoy) y en Jimmy Giuffre 3, 1961, con Giuffre, Bley y Steve Swallow
(ECM). La vertiente más cool del free, en cambio, se ve en Circle
(1972, ECM), con Anthony Braxton, Chick Corea, Dave Holland y Barry Altschul.
Un grupo muy similar aparece en Conference of The Birds de Holland (1973,
ECM) y la continuación más sosegada, por el lado de Corea,
es audible en Three Quartets (1981, Stretch). El espíritu camarístico
de Corea llega a su punto más alto en Chick Corea-Gary Burton In
Concert, Zurich (ECM) y de ahí hay un paso a la otra gran revolución
del piano en el jazz: la de Keith Jarrett. El Köln Concert, la Survivors
Suite y, de su trío de standards Still Alive (con Gary Peacock
y Jack De Johnette), la exponen a la perfección. Jarrett, además,
participa en otro de los grandes discos indiscutibles, Gnu High de Kenny
Wheeler, junto a Holland y De Johnette (1977, ECM). Otra apuesta camarística
es la del ahora subestimado grupo Oregon (Ralph Towner, Paul McCandless,
Glenn Moore y, originalmente, Collin Walcott), que con Out of The Woods
(1978, Discovery) encuentran, además de una riqueza tímbrica
y de texturas notable, un punto de equilibrio entre improvisación
y composición.
La movida de los guitarristas surgidos en los 70 es perceptible
en Gateway de John Abercrombie, Bright Size Life de Pat Metheny con
Jaco Pastorius en el bajo (ambos de ECM) y This Land de Bill Frisell
(Nonesuch). Los nuevos saxofonistas están representados por Rush
Hour de Joe Lovano (1995, Blue Note) y Rhythm And Mind de Steve Coleman
(1992, RCA). En Weaver Of Dreams (1990, Blue Note), de Don Grolnick, se
dan cita varias de las figuras más significativas de la escena
de los 80/90: Michael y Randy Brecker, Bob Mintzer, Dave Holland
y Peter Erskine. Al igual que en Labyrinth (1996, RCA) del trompetista
Tom Harrell, donde tocan Kenny Werner, Larry Grenadier, Don Braden y Joe
Lovano, entre otros. Y en Blue Til Down (1993, Blue Note), Cassandra Wilson
deja claro que es la cantante más trascendente del jazz actual.
A pesar de su tradicionalismo y de una posición legisladora muchas
veces antipática, Wynton Marsalis es otro de los músicos
representativos del momento y con Blue Interlude (1992, Sony) logró
un álbum impecable. Por su parte, dos veteranos uno más
que el otro publicaron en 1994 un disco sorprendente: el contrabajista
Charlie Haden y el pianista Hank Jones, que en Steal Away (Verve) consiguen,
a partir de himnos y negro-spirituals, algo muy parecido a cerrar el círculo
entre creatividad y tradición.
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