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La manzana está madura

Samira Makhmalbaf filmó La manzana a la insólita edad de 17 años. Público y crítica la adoraron en Cannes y en el reciente Festival de Cine Independiente de Buenos Aires. A partir del caso real de un hombre que encerró a sus dos hijas, sin permitirle ver jamás la luz del sol, la joven Makhmalbaf reconstruyó la historia en La manzana, con la ¿actuación? de los propios protagonistas.

 

Por HORACIO BERNADES

 

“El cine iraní es el equivalente de lo que en otra época fueron los lavaderos automáticos, los videoclubes, las galletitas recién horneadas o las pistas de patinaje sobre hielo”, insinúan las lenguas más viperinas del ambiente del cine. “Es una moda pasajera; ahora todo el mundo quiere estrenar películas iraníes. Van a ver que para fin de año ya nadie va a ir a verlas”, insisten. Y enumeran las fases de ese boom: en agosto pasado, el desaforado éxito de El sabor de la cereza. En noviembre, el Ombú de Oro del Festival de Mar del Plata para La nube y el sol naciente, de Mahmoud Kalari. A comienzos de abril, el estreno de El padre, que arrancó en una sola sala y ya está en dos. Y ahora, La manzana, que viene de encantar a todos los que la vieron, primero en Cannes y después en el reciente Festival de Cine Independiente de Buenos Aires. ¡Y hay como una docena de películas iraníes esperando sala!

MUCHO MAS QUE UNA GALLETITA Lo cierto es que el cine iraní no es una galletita recién horneada. Su valor es real y comprobable, y se asienta sobre aquello que el cine contemporáneo ya no parece capaz de dar. Una inusitada impresión de realidad, sobre todo: de cosa verdadera, que está ocurriendo delante de la cámara, en el preciso momento en que el espectador se acomoda en su butaca. Ya se trate de un hombre en busca de su ejecutor ideal (El sabor de la cereza), del enfrentamiento primario entre un niño y su padre adoptivo (El padre) o del insólito caso del hombre que tuvo encerradas a sus dos hijas hasta los once años (La manzana, que se estrena el jueves próximo); en todos los casos esas películas le hablan al espectador con elocuente sencillez. Sin ningún adorno, manipulación o golpe bajo. No se trata de “realismo” en su acepción más crasa, esa que pretende limitar el cine a la mera condición de espejo, sino de algo más sofisticado. Lo que plantean la mayor parte de las películas iraníes es una relación compleja, una verdadera imbricación entre lo real y lo construido. La manzana es un ejemplo perfecto. Todo empezó cuando la realizadora, Samira Makhmalbaf, se enteró, por un noticiero de televisión, del caso de un tal Ghorbanali Naderi. Hombre mayor, rústico y semianalfabeto, Naderi tenía encerradas a sus dos hijas mellizas bajo llave, en pleno centro de Teherán. El caso llegó a la Justicia gracias a las denuncias de los vecinos, que decidieron tomar cartas en el asunto. Lo mismo hizo Samira. Que tenía entonces, créase o no, apenas diecisiete años. Unos pocos más que las niñas de la historia.

LA HIJA DE MOHSEN Samira es hija de Mohsen Makhmalbaf, segundo realizador iraní en orden de importancia detrás de Abbas Kiarostami, el director de El sabor de la cereza. A los quince, Samira Makhmalbaf (a quien los periodistas extranjeros describen como una niña de actitud sumamente desafiante) abandonó el colegio, sin pedirle consejo a papá Mohsen. Cuando vio por televisión el caso de las niñas encerradas, Samira sintió que ahí había una película esperando filmarse. Y lo hizo. Pero no al estilo Hollywood, contratando actores, escribiendo un guión elaborado y buscando decorados. Hizo algo mucho más sencillo y directo. Y, por ello, inusual: habló con el propio Naderi y le ofreció hacer el papel de... Naderi. Filmada en once días, con ínfimo presupuesto y un guión que día a día iba escribiendo el padre de Samira, el propio Mohsen Makhmalbaf (que también se ocupó del montaje), la película fue a parar, en mayo pasado, a la prestigiosa sección Un certain regarde del Festival de Cannes, donde se convirtió en la nueva revelación iraní. De allí, a las principales capitales del mundo, y ahora Buenos Aires. Ya originó, aquí, una anécdota graciosa, folklórica si se quiere, pero que merece contarse. Luego de la primera exhibición de La manzana en el Festival de Cine Independiente, el norteamericano Barry Gifford (miembro del respetable jurado y autor de los guiones de Corazón salvaje y Perdita Durango) habría protestado enérgicamente, “porque el festival permite la exhibición, en la competencia oficial, de películas documentales”.

LA CONTRACARA DE UN DOCUMENTAL La anécdota demuestra que Gifford no entendió dos cosas: 1) el cine documental también es cine; 2) La manzana no es exactamente un documental, ya que tiene actores que representan papeles. De hecho, la película pasa del documental a esa otra cosa, difícil de definir como ficción. Comienza con imágenes tomadas directamente de la televisión, en las que se presenta el caso y sus protagonistas, para luego contar la historia posterior del padre, la madre y las niñas. Lo curioso, lo que convierte a La manzana en una experiencia cinematográfica totalmente rara, es que Samira intervino sobre la realidad, al filmar la continuación real del caso. La realizadora acompañó a una asistente social, desde el momento en que ésta se llega hasta la casa de los Naderi y habla con el padre, para convencerlo de que debe dejar a sus hijas en libertad. Pero Samira evita todos los recursos propios del documental (entrevistas a cámara, discontinuidad narrativa, voces en off, cámara en mano como en los noticieros) y cuenta su historia como si fuera de ficción, con actores y una progresión dramática si se quiere “clásica”. Samira se ocupa muy bien de no poner a su “antihéroe” en el papel de villano, o de loco peligroso. Lo toma tal como es, como un dato más de la realidad, y no lo juzga jamás. El padre de La manzana despierta, en lugar de condena, un inexplicable sentimiento de piedad. “Las encerré siguiendo lo que dice el Corán”, argumenta el hombre, con indudable convicción, en un momento de La manzana. “Según El Libro, una mujer es como una flor: si se la expone al sol, se marchita”. En la película de Samira hay, si se quiere, víctimas de una cierta tradición cultural. Pero ningún victimario. Lección que aprendió de uno de los amigos de su padre: Abbas Kiarostami.

SI KIAROSTAMI LO DICE... Samira no “inventó”, en realidad, esa clase de tratamiento. Imitó, más bien, lo que ya había hecho su compatriota Kiarostami en Close Up, obra maestra de 1990 (cuyo accidentado estreno en Roma, en el cine Nuovo Sacher de Nanni Moretti, dio lugar al corto de siete minutos titulado El día del estreno de Close Up) y una de las cuatro películas de su autor que se conocerán aquí este año. Allí, el realizador de El sabor de la cereza reconstruía un caso real, usando como actores a los propios protagonistas. Ni el guionista más afiebrado podría haber inventado la historia que Kiarostami cuenta en Close Up, aunque lo cierto es que el realizador se enteró de ella por los diarios. Según consta en las crónicas periodísticas, un desconocido se apersonó en una casa de familia de Teherán, haciéndose pasar por director de cine, y convenciendo a sus anfitriones de actuar en una película. El desconocido no contaba con cámara, ni rollos de celuloide, ni nada. Y un detalle adicional: el director por el que se hizo pasar no era otro que ... Mohsen Makhmalbaf, personaje popularísimo en Irán, ídolo máximo del impostor. Y padre de Samira Makhmalbaf.



Las dos protagonistas de La manzana: las niñas Naderi encerradas en su casa por su propio padre.