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En exclusiva, el nuevo disco de los Chemical Brothers

La venganza de los
nerds

Mientras estudiaban historia medieval, Tom Rowlands y Ed Simons empezaron a tocar en Manchester. Diez años después, los Chemical Brothers se convirtieron en una de las artillerías sonoras más contundentes y bailables del mundo. Después de sus presentaciones en Argentina, Radar anticipa Surrender, su nuevo disco que sale en junio y por el que desfilan los fantasmas de Kraftwerk, New Order, la Velvet Underground y John Lennon.

Por HERNAN FERREIROS

Track uno. Silencio. Un zumbido crece. De pronto: “Back with another one of those... Block rockin’ beats!!!”, promete una voz electrizada. “De vuelta con otro de esos... ¡beats demoledores!”, promete. Y enseguida cumple: el loop de percusión más infeccioso, neumático y destructivo se pone en marcha. Está clarísimo, estos beats pueden demoler un edificio. “Back with another one of those... Block rockin’ beats!!!”, repite la voz como un mantra y otra vez el armagedón. Exceso de energía, exceso de adrenalina, exceso de anfetamina. En ningún otro lugar de la música actual hay artillería sonora más volátil. ¿Qué es? ¿Cómo se llama? Ningún rockero de la línea fundadora diría que se trata de rock. Menos aún si supiera que fue compuesto sin transpirar ni elevar las pulsaciones, en el cuarto de dos estudiantes de historia medieval, usando tan sólo una caja de ritmos, algunos samplers y muchos, muchísimos discos. No, esto no es rock. Aunque tiene la misma dosis de anabólicos que el heavy metal y la misma vitalidad animal del punk en el ‘77, y aunque ganó el trofeo al “Mejor instrumental de rock” en la última entrega de los premios Grammy. No es rock pero tiene todo que ver con el rock. Tarde o temprano tenía que aparecer un nombre. Hoy en día, cuando todo grupo inglés surgido después de 1997 ya lo está haciendo, se puede llamarlo Big Beat y sabemos que es lo mismo que imitan Fatboy Slim y Propellerheads, pero hace dos años no era rock ni era Big Beat y sólo había una forma de llamarlo: The Chemical Brothers.

Del polvo venimos Antes de ser canonizados en todas las discotecas del mundo, Tom Rowlands y Ed Simons ni siquiera eran considerados músicos, mucho menos hermanos. El par ganaba algo de plata como DJs y tomaba cursos de historia en la Universidad de Manchester. Pero una carrera académica no estaba entre sus prioridades. Rowlands se anotó en esa escuela porque los dormitorios quedaban cerca del legendario club Hacienda, donde se originó la llamada “escena Madchester”. Por 1989, tocaban sus sets en discotecas locales durante los fines de semana y bajo el nombre de Dust Brothers, un tributo al equipo de producción responsable de clásicos del hip hop como Paul’s Boutique, el segundo disco de los Beastie Boys. Igual que muchos otros DJs, el dúo decidió complementar su actividad tras las bandejas convirtiendo su dormitorio en un estudio de grabación.
Su primera producción, Song to the siren (nada que ver con el tema de Tim Buckley), no es una oda hippie a los seres mitológicos, sino una celebración tecnológica y discotequera del aparato fabril. Cuando las quinientas copias originales del single se agotaron, Rowlands y Simons comenzaron a capturar la atención de los principales DJs de Manchester, algo que los llevó a una breve carrera como remixadores de grupos establecidos (Manic Street Preachers, The Charlatans, Primal Scream y Leftfield). Su creciente fama llegó a oídos de los Dust Brothers originales, que mandaron sus felicitaciones por el éxito a través de sus abogados. Al poco tiempo los falsos hermanos Dust se convirtieron en los falsos hermanos Chemical. El cambio de nombre importó poco porque ya eran miles los que llenaban el Heavenly Sunday Social Club sólo para bailar su set. Un disco era sólo cuestión de tiempo.

Los hombres duros también bailan 1995 fue el primer año químico: los hermanos firmaron con Virgin, crearon su propio sello (Freestyle Dust) y lanzaron su single “Leave Home”, que entró en el top 20 inglés sin problemas. “Exit planet dust”, su primer LP, salió al poco tiempo y vendió 130 mil copias sólo en Inglaterra. El segundo disco, Dig your own hole, editado un año después, los haría superestrellas. Con dos millones de discos vendidos y un Grammy en la guantera del coche podían llegar donde ellos quisieran.
Los dos discos son la repetición de una iluminación única: incrementar el nivel de testosterona de la música para bailar. Esta idea surgió, probablemente, como reacción al house de principios de esta década. Una conjunción de beats de música disco con funk italiano y algo de jazz, el house fue la banda sonora de la nueva Generación del Amor, esta vez gestada en un laboratorio y de vacaciones perpetuas en Ibiza. Cuando las pasiones químicamente inducidas por el éxtasis empezaron a aburrir, la cocaína, las anfetaminas y la cerveza reaparecieron y la música volvió a cambiar. La languidez andrógina del house fue reemplazada por un nuevo sonido agresivo, ultraviolento y eufórico. Su beat brutal y varonil se paró sobre la frontera que separó siempre al rock más popular (percibido como hétero) del dance (percibido generalmente como gay). El Big Beat es música electrónica que un barrabrava puede bailar sin sentir que su masculinidad está amenazada. Los dos primeros discos de los Chemical Brothers crearon este sonido al mismo tiempo extremo e increíblemente accesible. El segundo, de hecho, lo llevó hasta un punto no superado hasta el momento. La fórmula está clara: un break demoledor, una línea de bajo capaz de sostener al mundo sobre su espalda, un riff pegadizo y distorsionado, sirenas, una frase que se repite como un mantra y un arsenal de ideas y sonidos sacados directamente de la psicodelia. Pero no hay que confundirse: la simpleza, la transparencia de su arquitectura, es parte de su genio.

Futuro retro Su nuevo disco, llamado Surrender (cuyo primer single “Hey Boy, Hey Girl” acaba de salir) estará en la calle a partir de mediados de junio. Algunos de los temas incluidos pudieron ser escuchados en la presentación de los Chemical Brothers de este fin de semana en Buenos Aires. Comparado con los trabajos anteriores, Surrender es el disco menos crudo del dúo. A su evidente gusto por el olvidado groove del funk y hip hop (claro en Live at the Social y Brothers Gonna Work it Out, los discos que registran sus sets como DJs) este disco suma un trabajo casi arqueológico de recuperación de sonidos característicos del pretecno de comienzos de los ochenta. El primer tema, “Music Response”, retoma los simpáticos ruiditos “de computadora” del Kraftwerk circa Computer World, sobre un palpitante colchón de los celebrados chemical beats. El fantasma de los alemanes recorre todo el disco, pero no es el único. Otros pioneros del electro pop son convocados, incluso en persona. Si no fuera por la presencia de Bernard Sumner, “Out of control” podría ser el más descarado plagio de New Order de la historia. Pero lo cierto es que se trata de un track superior que se mimetiza perfectamente con temas como “Love Vigilantes” y que, además, produce una reunión cumbre: Sumner canta junto a Bobby Gillespie de Primal Scream, lo que agrega al cóctel algo de la felicidad narcótica del “sonido Madchester”. Más fantasmas se suman a la fiesta: Nico y The Velvet Underground son evocados por Hope Sandoval de Mazzy Star en “Asleep from Day”. The Sunshine Underground y Dream On (otro tema velvetiano que cuenta con la presencia de Jonathan Donahue de Mercury Rev) se ocupan de la psicodelia tal como “The private psichedelic reel” lo hacía en el disco anterior. Algo parecido sucede con el espectro de Lennon en “Let Forever Be”, que es el “Setting Sun” de este disco. Es decir: otra versión de “Tomorrow Never Knows”, también cantada por Noel Gallagher. “Hey Boy, Hey Girl”, “Under the Influence” y “Got Clint?” son los tracks ciento por ciento pista de baile que, una vez más, muestran a los hermanos más cerca del viejo tecno que nunca.
Se podría pensar que los tres discos de los Chemical Brothers son el mismo con algunas diferencias: el primero sienta las bases, el segundo las lleva tan lejos como puede y el tercero las enfoca hacia el pasado. Pero la pirotecnia sonora es la misma, la variedad de estilos es igualmente calculada y recorre senderos similares y, sobre todo, el proyecto es el mismo: probar que la música más voluptuosa del mundo puede ser hecha por un tipo feo, flacucho y de anteojos, solo frente a una computadora y un teclado. El sonido del milenio que viene está en manos de gente así. Era hora.