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Vale decir



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En 1976, antes de que surgieran los primeros grupos de punk en Inglaterra, dos ignotos periodistas crearon un pasquín escrito a mano en Nueva York titulado Punk, que se ocupaba de difundir grupos por entonces ignotos (como Los Ramones y The Dictators), de reivindicar la importancia de viejos grupos (como la Velvet Underground o Iggy Pop & The Stooges) y la rebeldía contra los hippies y los monstruos sinfónicos que se habían apropiado del mundo del rock. Ésta es la historia de cómo los ingleses se apropiaron de una movida surgida en el underground neoyorquino y de cómo agonizó esa misma movida con la primera gira norteamericana de los Sex Pistols, tal como la relatan sus protagonistas, en el libro Mátame, por favor, que acaba de publicarse en el sello español Celeste.

En enero de 1976, dos ignotos norteamericanos llamados Legs McNeill y John Holmstrom decidieron publicar su propia revista en Nueva York, para divertirse. Apenas había fotos, los textos iban escritos a mano y el contenido era de lo más ecléctico: una entrevista (más bien una tomadura de pelo recíproca) a Lou Reed, un artículo sobre los entonces desconocidos Ramones y una nota sobre Marlon Brando y su personaje en la película El salvaje. La revista consistía en un desplegable de cuatro páginas en papel horrible, su nombre era Punk. Pero tuvo una aceptación inesperada y se convirtió en un acontecimiento del underground neoyorquino. Sin querer, Holmstrom y McNeill oficializaron la etiqueta que cambió el rumbo del rock a ambos lados del Atlántico. El punk fue una música que existía antes incluso de saberlo, que no tenía nombre hasta que alguien decidió usar el del citado fanzine, que fue una filosofía y una estética antes de que Malcolm McLaren decidiera implantarlo como movimiento, por su cuenta y riesgo, en Londres, amparándose en los Sex Pistols.

Mátame, por favor... es el título de esa historia. Una historia oral del nunca antes contado a fondo nacimiento del punk, realizada por William McCain y Legs McNeill (que, además de ser uno de los creadores de la revista Punk, fue después jefe de redacción las revistas Spin y Nerve). Estructurada como una biografía oral y coral, el registro de voces rotativas impide todo afán por mitologizar y permite que brille la ironía de unos contra otros. Las únicas opiniones incluidas son las de los testigos y protagonistas del abrupto parto del punk (desde los miembros de los New York Dolls, Blondie, Ramones o Television hasta figuras como William Burroughs, Patti Smith, Andy Warhol, Malcolm McLaren o John Cale). Ninguno de los entrevistados deja escapar su oportunidad para poner los puntos sobre las íes. Así descubrimos quién era yonqui y quién taxiboy, quién vivía marcado por la envidia y quién hubiese vendido a su familia por salir en una foto. Como trasfondo de este laberinto de pasiones, crece el perfil de eso que se conoce como punk: una música bestial y primitiva que tiene sus antecedentes en anarquistas de los sesenta como los Stooges de Iggy Pop y la Velvet Underground de Lou Reed, en la Factory de Warhol y en la bohemia neoyorquina. Esa música de la calle, brutal y divertida, adolescente pero también intelectual, pasó de ser exclusiva del barrio neoyorquino del Bowery a catapultarse mundialmente –como fenómeno británico, vale aclarar– gracias a los Sex Pistols y The Clash.

Danny Fields: Yo era editor de la revista 16, escribía una columna en el SoHo Weekly News y elogiaba cada vez que podía los excitantes conciertos de Television. Rara vez escribía sobre los Ramones. No los había visto, no sabía quiénes eran [...] Una noche fuimos a verlos al CBGB y me puse en primera fila sin ningún problema. En aquella época, nadie llenaba el local. En cuanto salieron me enamoré de ellos. Los Ramones eran el grupo perfecto. Eran rápidos, y eso me gustaba. Los cuartetos de Beethoven tienen que ser lentos, pero el rock’n roll tiene que ser rápido. Me encantaron. Después del concierto, les dije: “Me gustan tanto, que voy a ser su manager”. Y ellos me contestaron: “Muy bien, necesitamos una batería nueva. ¿Tienes dinero?”. Les dije que tendría que ir a ver a mi madre a Miami. Ella me dio tres mil dólares y así me convertí en el manager de los Ramones: pagando.

Arriba: los Dead Boys delante de uno de los carteles que anunciaban la revista �Punk�. Abajo: la puerta del legendario CBGB. A la derecha:Debbie Harry y Patti Smith.

 

Legs McNeill: Cuando tenía 18 años, vivía en Nueva York y trabajaba en una comuna cinematográfica hippie. Estábamos rodando una película horrible sobre un estúpido ejecutivo publicitario que se quedaba colgado después de un ácido y se convertía en una persona sexual, emocional y espiritualmente liberada. Una auténtica mierda. Era 1975, y la idea de quedarse colgado de un ácido era penosa: hacía diez años que había pasado de moda. La comuna era igual de penosa. Yo odiaba a los hippies. Llegó el verano y regresé a Connecticut. Una noche, íbamos en coche con dos amigos del colegio, John Holmstrom y Ged Dunn, y John dijo: “Creo que deberíamos hacer una revista”. Llevábamos todo el verano escuchando el disco Go Girl Crazy, de un grupo desconocido llamado los Dictators, y nos había cambiado la vida. Cada noche nos emborrachábamos y cantábamos a gritos escuchando el disco. Holmstrom lo había conseguido. Era él quien seguía el rock’n roll, y nos había iniciado en la Velvet Underground, Iggy Pop y los Stooges, o los New York Dolls. Hasta entonces, yo sólo escuchaba Chuck Berry, los primeros discos de los Beatles y algo de Alice Cooper. Pero el resto del rock me parecía todo la misma mierda hippie. Hasta los Dictators, no había nadie que describiera lo que era nuestra vida: McDonald’s, beber cerveza, fantasear con minas y ver reposiciones de películas clase B por televisión. Yo no comprendía por qué Holmstrom quería hacer una revista: me parecía una idea estúpida. Hasta que él dijo: “Si hacemos una, la gente creerá que estamos en el ambiente y querrá estar con nosotros. Beberemos gratis. Nos invitarán a los conciertos”. Eso me llegó a lo más íntimo. “De acuerdo”, dije. “Hagámoslo”.

John Holmstrom: Quería que la revista hablara de todo lo que nos gustaba; las reposiciones por televisión, beber cerveza, follar, las hamburguesas con queso, los comics, las películas de clase B, y aquel extraño rock and roll que a nadie parecía gustarle excepto a nosotros: la Velvet, los Stooges, los New York Dolls, y ahora los Dictators. Yo quería llamarla Teenage News, el título de una canción inédita de los New York Dolls. A Legs le pareció un título estúpido: veía la revista como un disco de los Dictators cobrando vida. En la funda interior del disco de los Dictators había una foto de ellos a la puerta de una hamburguesería, vestidos con camperas de cuero negro. Aunque nosotros no teníamos camperas de cuero, la foto nos describía perfectamente. Legs pensaba que la revista tenía que ir dirigida a chicos jodidos como nosotros. Chicos que hacían fiestas cuando sus padres no estaban y destrozaban la casa. Chicos que robaban coches y se divertían. “¿Por qué no la llamamos Punk?”, dijo. La palabra (en inglés, punk significa problemático, pendenciero) resumía todo lo que nos gustaba: las borracheras, las cosas desagradables, la inteligencia sin pretensiones, el absurdo, las cosas divertidas, irónicas y todo lo que hiciera referencia a la parte más oscura del individuo. “De acuerdo”, dije. “Pero yo seré el jefe de redacción”. “Yo seré el editor”, dijo Ged. Nos quedamos mirando a Legs y le preguntamos: “¿Qué vas a ser tú?”. Él tenía cuatro años menos y carecía de toda habilidad. Lo llevábamos con nosotros porque siempre estaba emborrachándose y metiéndose en líos, y eso nos divertía. Entonces le dije: “Puedes ser el punk residente”, una especie de personaje de comic viviente, como Alfred E. Neuman en Mad.

Legs McNeill: Como desconocíamos lo que estaba pasando en el CBGB, fuimos una noche todos. Mientras recorríamos la barra hacia el fondo vi a un tipo con el pelo muy corto y anteojos negros sentado en una mesa. Era Lou Reed. Holmstrom llevaba semanas escuchando Metal machine music, el disco doble de Lou en el que sólo hay acoples de guitarra. Era horrible, puro ruido, pero a Holmstrom le encantaba, y proclamaba que era el disco de punk definitivo. Siempre nos estábamos peleando por aquel disco. “Saca esa mierda”, le decía yo. Por eso reconocí a Lou Reed. Y pensé que, ya que estábamos allí, podíamos entrevistarlo para la revista. Me acerqué a su mesa y se lo dije. Lou nos miró con cara inexpresiva y contestó: “Me imagino la tirada increíble que tendrá esa revista”. Justo entonces, los Ramones subieron al escenario y fue impactante: con sus camperas de cuero, era como si la Gestapo acabase de entrar en la sala. No había duda de que aquellos tipos no eran hippies. Un estallido de sonido inundó el local, una especie de huracán que tiraba para atrás, y, antes de que hubieras podido acostumbrarte, había terminado. Después siguieron, y era como si todos estuvieran tocando una canción diferente. Entonces tuvieron una pelea sobre el escenario. Estaban tan cabreados que tiraron las guitarras al suelo y se fueron. Lou Reed seguía sentado y se reía.

Joey Ramone: Aquella noche conocimos a Lou Reed. Lou no dejaba de decirle a Johnny que no tocaba la guitarra adecuada, que tenía que tocar otra. Johnny no tenía mucho dinero, esa guitarra le había costado cincuenta dólares. Y le gustaba esa Mosrite porque nadie más la tocaba, y por lo tanto era como una marca de fábrica. Así que pensó que Lou Reed era un imbécil.

Legs McNeill: Los Ramones subieron de nuevo al escenario y tocaron los mejores dieciocho minutos de rock’n roll que he oído en mi vida. Cuando bajaron del escenario, los entrevistamos y eran como nosotros. Hablaban de comics y música de los años sesenta, todo con mucho sarcasmo. Yo me sentía como en The Cavern en 1963, como si acabase de conocer a los Beatles. Con la diferencia de que no era ninguna fantasía: era nuestro grupo. Sin embargo, no pudimos estar con ellos mucho tiempo, porque teníamos que entrevistar a Lou Reed, que era viejo y snob, una especie de padre borracho e irritable.

Mary Harron: Fuimos todos al Locale, y ninguno tenía dinero para pedir nada para comer. Recuerdo que Lou Reed me pagó una hamburguesa con queso porque yo estaba muerta de hambre. Lou estaba con Raquel, el primer travesti que yo conocía. Era muy guapa, pero daba miedo: tenía barba, era definitivamente un tipo. Legs y John charlaban con Lou, y yo me senté al lado de Raquel. Intenté hablar con ella, pero no era demasiado habladora. Me alarmaba la manera en que Legs y John estaban entrevistando a Lou. Era muy amateur. Le preguntaban: “¿Qué clase de hamburguesas comés?”. Era como periodismo de estudiantes. Yo pensaba, ¿qué están haciendo? Entonces Lou Reed empezó a hacer gala de su legendaria antipatía. A mí me cabreó mucho, pero parecía que a Legs y a John les daba igual.

Debbie Harry: John Holms-trom y Legs McNeill eran dos dementes que recorrían la ciudad pegando carteles que decían: “¡Se viene el Punk!”. Y todos nosotros pensamos que se trataba de otro grupo de mala muerte con un nombre aún peor.

James Grauerholz: Yo vivía en el Bunker, el loft de John Giorno en el 222 del Bowery, que se convirtió en el hogar de William Burroughs en Nueva York. Tuve un asunto con William, y cuando terminó, empecé a trabajar para él. A finales de 1975 iba mucho a Phoebe’s, un restaurante frecuentado por la gente del off-off-Broadway, muy cerca del Bunker. Ahí vi por primera los posters en los postes de la calle. Sólo verlo me encantó. Me gustó la palabra, para mí era sinónimo de joven, inútil e incorregible. En Yonqui, el libro de Burroughs, hay una escena genial en que William y el marinero Roy están recogiendo las bolsas de dormir en el metro y se les acercan dos chicos que empiezan a insultarlos. Roy entonces dice: “Esos malditos punks creen que se trata de una broma. No les parecerá tan divertido cuando cumplan cinco veintinueve en la isla”, es decir, cinco meses y veintinueve días en la cárcel. Lo primero que pensé al ver los posters fue que era un homenaje a Burroughs. Y pensé: “Vamos a unir a los dos bandos”.

William Burroughs: Siempre pensé que un punk era alguien a quien le daban por el culo.

Bob Gruen: Cuando los Sex Pistols vinieron a Estados Unidos fui al concierto de Atlanta como fotógrafo free-lance. Ya los había fotografiado en Londres antes de que se hicieran famosos, y me había llevado bien con ellos. Mi plan era ir al concierto, pasar allí la noche y volver a casa al día siguiente. Me sorprendió la cantidad de gente de prensa que había. Diría que el público del primer concierto estaba formado en un 75 por ciento por periodistas. Y no era que la compañía de discos hubiese pagado a nadie. Todo el mundo había venido por su cuenta. Cuando los Pistols se subieron al autobús (pensaban pasar la noche en la carretera, para no gastar en hotel) me acerqué a despedirme de Malcolm McLaren, quien me dijo: “Podemos llevarte, hay sitio”. Recogí mis cosas, pagué la habitación del hotel y me subí al ómnibus del grupo. Así de fácil.

Danny Fields: Yo seguía a los Sex Pistols a través de la prensa pensando que nos iban a traer problemas. Interferían con la agenda de los Ramones en todas partes, distrayendo la atención de lo que estábamos haciendo. Pero qué podía hacer yo: ¿desear que no existieran? Existían, y su existencia se debía a Iggy y los Stooges. La primera canción que tocaron los Sex Pistols fue “I wanna be your dog”, la mejor canción punk que jamás se haya escrito. Si tuviese que haber una sola canción punk, sería ésa. Y Malcolm McLaren tenía la influencia de los New York Dolls, de los cuales había sido manager. Su estrategia para los Pistols era la teoría del caos. Era un descontrol, y no tenía nada que ver con la música sino con el fenómeno del terror que venía de Inglaterra. Ponían alfileres de gancho en la nariz de la reina, vomitaban, maldecían y anunciaban que no había futuro. Siempre he dicho que, cuando la música pasa de la sección de espectáculos a la primera plana de los periódicos, empiezan los problemas.

Bob Gruen: Viajar con el grupo era todo un contraste con respecto a sus actuaciones. Los conciertos eran un caos absoluto, pero en el ómnibus el ambiente era muy relajado. Bebíamos cerveza, nos pasábamos porros y escuchábamos reggae. Cada vez que el ómnibus se detenía, las puertas se abrían y las cámaras de televisión apuntaban desde afuera. Una vez, Johnny Rotten abrió la ventanilla trasera y se asomó. Los fans se le acercaron y un chico le enseñó un disco y suplicó: “¿Me lo puedes firmar?”. Johnny escupió encima del disco. El chico exclamó: “¡Gracias! ¡No lo puedo creer!”. Fue entonces cuando empecé a pensar que allí pasaba algo raro, que aquello no era normal. Y no eran sólo los del grupo los que estaban locos: sus seguidores eran peores. Los Sex Pistols no eran violentos, pero al proclamar su aburrimiento y su rabia contra todo, provocaban las reacciones más extrañas en la gente. Otra noche hicimos una parada en un bar de camioneros. Sid pidió unos huevos. Todo iba perfectamente, hasta que entró un vaquero, reconoció a Sid y lo invitó a sentarse con él y su familia. De repente, el vaquero dijo: “Si te llamas Vicious, ¿puedes hacer esto?”, y se quemó la mano con el cigarrillo. Sid se lo quedó mirando impertérrito, hasta que se dio un golpe en la mano con el cuchillo. No era un corte muy profundo, pero empezó a sangrar, y la sangre fue cayendo en el plato con los huevos. Pero a Sid no le importó. Tenía hambre, y siguió engullendo. Y cuanto más comía Sid, más horrorizado estaba el vaquero, hasta que se levantó con toda su familia, y salieron corriendo.

Legs McNeill: Después de cuatro años editando la revista Punk, con el único resultado de que la gente se riera de nosotros, de pronto todo era “¡Punk!”. Yo estaba en Los Angeles, con los Ramones y Alice Cooper, cuando los Sex Pistols aterrizaron en Atlanta. Fue muy raro, porque a medida que los Pistols atravesaban el país, la histeria se retransmitía cada noche por TV, los chicos estadounidenses iban transformándose, se ponían alfileres de gancho en la cara y los pelos de punta, y yo pensaba: “Un momento, esto no es el punk. ¿Qué es esta mierda?”. Después de todo, nosotros éramos la revista Punk. Se nos había ocurrido el nombre y habíamos definido el punk como una cultura americana de rock’n roll, que había surgido con la Velvet Underground, los Stooges y los MC5... Si querían empezar un nuevo movimiento, de acuerdo, pero éste ya estaba inventado. Y ellos nos respondían: “No entienden. El punk se creó en Inglaterra. Allí todo el mundo está en huelga o sin trabajo, tienen cosas de qué quejarse. La base del punk es la lucha de clases, la economía, bla, bla, bla...”. Y yo decía: “¿Qué mierda hacía Malcolm McLaren trabajando para los New York Dolls y viendo a Richard Hell en el CBGB, entonces?”. Pero era imposible competir con aquellas imágenes de alfileres de gancho, escupidas y pelos de punta.

Bob Gruen: Sid no buscaba nada: se lo encontraba. Era como un imán. Todo iba hacia él. Le pasaban cosas rarísimas. Una noche, un veterinario le pidió que se acostase con su novia mientras él miraba. Al cabo de un rato, Sid volvió y dijo: “Acabo de cagarle en su boca”. Yo le dije: “¿En serio? ¿Por qué?”. “Su novio me dijo que quería que ella tuviera una experiencia inolvidable”, contestó. En aquel momento, cosas como ésa parecían tener sentido. Después de un par de copas, podías decirte a ti mismo: “No pasa nada. No lo hizo en mi boca”. El concepto de gira de McLaren era estar en contacto continuo con la prensa. Dejaba que se produjeran incidentes constantemente; no se divertía a menos que la cosa se descontrolara. Por eso caía tan bien a todo el mundo: porque el rock and roll es descontrol, y aquello se trataba de tener una experiencia caótica. Los Sex Pistols no eran grandes músicos. ¿Qué grupos eran lo máximo en esa época? Bad Company y Led Zeppelin. Y los Sex Pistols consiguieron triunfar sin tocar así.

Danny Fields: Los Sex Pistols eran noticia por lo que no eran. Salían en la tapa de los diarios ingleses cada vez que eructaban o se tiraban un pedo. En América tuvieron la misma repercusión, y así surgió la definición de punk-rock, porque en cuanto algo sale en los noticieros y las tapas de los diarios, eso es el punk-rock. Nadie se molestaba en escuchar la música de los Sex Pistols. En las noticias sobre ellos no había música. Era simplemente un fenómeno sociológico británico que acababa de aterrizar en Estados Unidos. Pero nunca hicieron nada asombroso. No hicieron nada radical para merecer salir en las noticias. Fueron radicales en cuestiones musicales, cosa que nadie apreció. Eran famosos por razones equivocadas.

Legs McNeill: Los Pistols tocaron fatal en el Winterland. El concierto fue una mierda, pero no parecía importarle a nadie. Todo el mundo estaba emocionado. Después del concierto, Holmstrom me dijo: “Tienes que hablar con Sid. Te caerá bien, es igual que tú”. Yo pensé. “Al carajo. Sid es un retrasado mental”. Fui al backstage, y me encontré a Bob Gruen, que me dio una cerveza y me presentó al grupo. Tenían todos una pinta lamentable. Sid estaba sentado en una silla, descamisado. Johnny estaba en un sillón, hablando solo. Steve y Paul estaban al lado de un tacho de basura lleno de cervezas. Lo más divertido fue que Sid había elegido a cuatro chicas del público, y las cuatro estaban ahí sin que nadie les hiciera caso, hasta que Sid les dijo: “Bueno, ¿a quién me voy a tirar esta noche?”. “¿Ni siquiera nos vas a dar un beso antes?”, preguntó una de ellas. Y lo dijo en serio. Justo entonces, Annie Leibowitz, la fotógrafa de Rolling Stone y después de Vanity Fair, y su ayudante, cargado con cajas, cables y paraguas plateados, entraron dando tumbos. Annie se paseó a lo largo y ancho del camarín y empezó a instalar el equipo en el baño que había a un extremo. Dijo: “Perdona, Johnny, ¿podrías ponerte ahí para que te haga una foto con Sid?”. “Que le den por el culo a Sid”, dijo Johnny. “¿Por qué tengo que ir donde está ese cabrón? ¡Que venga él para acá!”. Entonces Annie le dijo a Sid: “¿Podrías ponerte en el sillón junto a Johnny para que les pueda hacer una foto a los dos?”. Sid ni le contestó. “De acuerdo. Entonces, Johnny, ¿podemos hacerte una a ti solo en el baño?”. “¡Que te la den por el culo!”. “¡Pero es para la tapa de Rolling Stone!”, dijo Leibowitz. El cambio fue instantáneo: “¿Tengo bien el pelo?”, chilló Johnny, mientras tiraba de su pelo grasiento hasta formar dos cuernitos. Fue divertido, pero, en general era bastante deprimente. Los Sex Pistols no parecían divertirse. Yo sólo quería salir de allí. Entonces no lo sabía, pero aquellos fueron los últimos instantes de la existencia de los Sex Pistols, los últimos que pasaron juntos como grupo.

Bob Gruen: Me desperté a la mañana siguiente y me dije a mí mismo: “¿Qué mierda estoy haciendo en San Francisco?”. Hacía diez días que no pasaba por casa y tenía prisa por regresar a Nueva York para revelar las fotos porque había mucha competencia. Fui al aeropuerto y tomé el primer vuelo. Cuando llegué a Nueva York estaba nevando. Nevó durante dos días. Trabajé día y noche en el laboratorio, sin salir de casa durante toda la tormenta. Me sentía presionado, porque un montón de revistas iban a publicar reportajes especiales sobre los Sex Pistols. Por fin me tomé un respiro y fui al CBGB. Entré y me encontré a Johnny Rotten. “¿Has oído las noticias?”, me preguntó. “¿Qué noticias?”, le dije yo. Y él me mostró su camiseta, que decía: “Yo sobreviví a la gira de los Sex Pistols”. Johnny había escrito encima, “pero el grupo no”. “¿Qué quiere decir eso?”, le dije. “¿Tú qué crees? Nos hemos separado”, dijo Johnny. Yo había invertido dos semanas y mucho dinero en aquellas fotos. “Se acabó. Malcolm y los chicos se han ido a Brasil, y yo estoy aquí. No vamos a seguir juntos”.

Danny Fields: La separación de los Sex Pistols en San Francisco demostró que el punk no era viable. Que su sino era la autodestrucción. Y, por lo tanto, no tenía ningún sentido invertir en alguno de aquellos grupos. Las radios norteamericanas, entonces como ahora, no quieren participar en nada que sea peligroso, revolucionario o radical. De modo que aquello se convirtió en un montón de mierda al que nadie quería acercarse.

Legs McNeill: Cuando empezamos la revista, nos suscribimos a un servicio de información que nos enviaba un recorte cada vez que el término punk se usaba en algún artículo periodístico. Habíamos visto cómo el nombre crecía hasta convertirse en aquel fenómeno. Cuatro años antes, habíamos empapelado el Bowery con aquellos carteles que decían, “¡Atención! ¡Se viene el Punk!”. Y ahora que había llegado, yo no quería saber nada del asunto. De la noche a la mañana, el punk se había vuelto tan estúpido como cualquier otra cosa. Aquella maravillosa fuerza vital articulada por la música trataba de corromper todas las formas: decía a los chicos que no esperasen a que les dijeran lo que tenían que hacer, que crearan su propia vida, que volvieran a utilizar la imaginación, que no fueran perfectos. Proclamaba que la verdadera creatividad surge del caos, que había que trabajar con lo que tenías delante y aprovechar positivamente las cosas vergonzosas, horribles y estúpidas de la vida. Pero después de la gira de los Sex Pistols, la revista Punk dejó de interesarme. Me sentía metido en la mentira de los medios de comunicación. El punk ya no era nuestro. Se había convertido en todo lo que odiábamos.

 

 

 

 

Johnny Rotten, líder de los pistols.
Los Ramones

 

John Cale (de pie), Warhol y Lou Reed (ambos con anteojos) en el CBGB.