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¿Efectivo o tarjeta?

Por EDUARDO IGLESIAS BRICKLES

Es comprobable el atractivo que tiene sobre las multitudes lo misceláneo. Los mercados, los shoppings y las ferias cumplen al pie de la letra con aquellas premisas del gusto por lo variado. Arte BA es una feria de arte, si se me permite la redundancia. Como tal, participa de la poética que tienen las mezclas heterogéneas: galeristas y marchands han desplegado allí su repertorio por octava vez para abrumarnos con la complejidad que supuestamente identifica al arte contemporáneo. Una complejidad a la cual se le suman las inexplicables leyes del mercado de arte, donde el único hecho concreto es la aparición de fajos de billetes bajo las lámparas dicroicas.
Tal vez esa realidad material sea el motor principal que anima estos encuentros y el transcurrir de los días no sea sólo ejercicio del goce estético: lo verdaderamente importante sería el anuncio de ventas crecientes y el aumento cuantitativo de público de una edición a otra. Por eso fue estimulante pasear descuidadamente entre la multitud de: a) mercaderes de arte; b) ávidos coleccionistas; c) especuladores; d) nuevos y viejos ricos buscando algo para colgar en sus nuevos palacios; y hasta e) simples curiosos como yo. Es que el mercado de arte está compuesto por todos ellos y es en definitiva lo que justifica que haya en todo el mundo ferias como ésta. Lo que sigue son sólo algunas situaciones que puede deparar un lugar así:
Escena 1: Día de la inauguración. Invitados especiales, señoras y señores de aspecto próspero y relajado en un mediodía porteño. Pasan los mozos con bebidas varias. Mientras bebo de mi copa de champán converso despreocupadamente con una colega pintora. Otra copa de champán. Saludo a un colega correntino que está exponiendo. Viene el mozo, sí, champán, por favor. La subsecretaria de Cultura me presenta a un señor elegante que no entiendo el apellido. El champán galopa por mis venas. ¿Dónde están los saladitos y los sandwiches? Una crítica de arte me comenta que está haciendo notas para un semanario. Nueva transfusión de champán. Mis movimientos son lentos y en mi cara se dibuja una sonrisa boba. En la otra punta del salón un mozo avanza con una bandeja de sandwiches. Con dificultad trato de acercarme, una muralla de hambrientos ricachones me lo impide. Pasa una bandeja con bocaditos, todo es muy rápido para mí. Mientras tanto veo con qué elegancia de movimientos las señoras vacían las fuentes y custodian las mesas.
Escena 2: Después de oblar los insoslayables $6 de la entrada, me dispongo esta vez a recorrer Arte BA 99. Camino por un amplio corredor atestado de kioscos que venden libros de arte, posters, catálogos, seguros de retiro, teléfonos celulares, réplicas y tiempos compartidos. Cuando llego al fondo hay tres accesos. Elijo el del medio. El galpón es amplio y la temperatura es agradable. A la izquierda, una casilla de color gris metálico, cruzada con palabras escritas en diversas tipografías. Es como un imán, no puedo dejar de internarme en la penumbra azulada de un pequeño laberinto. Cuando se acostumbran mis ojos puedo percibir esculturas griegas afectadas de cubismo, siluetas antropomórficas ondulantes y multicolores, además de otros objetos que se confunden en la oscuridad. De la nada, una sombra cae sobre mí. Mientras habla por un teléfono celular me consigna los precios de los objetos más cercanos. Una mujer de pelo pajizo entra y sale nerviosamente, afuera el mundo parece seguir andando, pero se ha olvidado de mí.
Escena 3: Por el corredor del fondo veo un cartel que anuncia “Galería Unapintura”. No hay gente, solamente dos números de teléfono y tres vastísimos cuadros. El más grande se divide en tres grandes planos de color y nos señala un lugar de Buenos Aires donde ha comenzado a llover, la gente sin abandonar su rutina se refugia en taxis y paraguas. Otro nos propone una avenida sombría por donde pulula una fila de taxis. El tercero es una serie de planos de color: nuestra imaginación los atribuye obedientemente a otro paisaje urbano, transido de impiedad y sordidez.
Escena 4: Deambulo distraído por el pasillo central. Una mujer con la mirada perdida está sentada en un escritorio, de pronto me mira, yo desvío la vista hacia un objeto que parece un insectario de moscas gigantes. Vuelvo a mirarla y por decir algo, balbuceo: lindo, ¿no? De un salto ella está a mi lado susurrándome el currículum de la autora. Con una mano de hierro me toma del brazo y me arrastra a la trastienda, un cuartucho donde me muestra más insectarios, junto a un escobillón y una caja con una porción de pizza mordida.
Escena 5: Estoy en un stand rodeado de pequeñas esculturas de bronce y de mármol. Sin querer le pregunto a una mujer que está allí observándome cuál es el precio de una que representa unos pies en el acto de caminar. Se acerca y casi al oído me dispara: “Ocho mil dólares”. Arqueo las cejas y ella agrega en un tono más bajo: “Te puedo hacer una atención”. Estúpidamente pregunto de qué clase. “Puedo dejártela en 6500”, responde.
Escena 6: Frente a una pintura de Jorge de la Vega, que retrata a unos batracios que se retuercen sobre un plano geometrizante, está el cuadro instalación La difunta Correa de Antonio Berni. Lo había visto veintitrés años atrás, cuando estuvo expuesto en la Galería Carmen Waugh de Florida al 900. Tengo la sensación de que ahora tiene menos botellas que antes. Pienso: no es de lo mejor de Berni. En ese instante dos gorilas me apartan y entra una mujer rubia, de dudosa elegancia y edad indefinida entre los 60 y 75 años, que exclama: “¡Compro, compro, es para mi museo de Puerto Madero!”. A la galerista le brillan los ojos. A los gorilas que me miran les brillan los anteojos.

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