Guantes
blancos
y guantes sucios
Feinmann
lo venía pidiendo hacía rato: sólo hacía falta una excusa en la cartelera
local para darle el gusto. La excusa se llama La
emboscada, la película con Sean Connery y Catherine Zeta-Jones.
El deseo hecho realidad de Feinmann es, por suerte, muchísimo más atractivo:
un paseo por la historia de los ladrones de película. En las páginas
que siguen, los ladrones de guante blanco se enfrentan con los de guante
sucio, los desesperados, y el enfrentamiento permite atisbar la respuesta
a la pregunta del millón: si el crimen no paga, ¿por qué los ladrones
de guante blanco se salvan siempre?
Por
JOSE PABLO FEINMANN
Desearía iniciar este ensayito sobre las películas
de ladrones con una frase como la que sigue: En un país
de ladrones, nada más fácil que escribir sobre los ladrones.
Dudo, no obstante. Sería politizar la cuestión de un modo
demasiado abrupto. Comprendo y, sin duda, también ustedes
comprenden que en este país (o en lo que de él queda)
no se puede escribir sobre ladrones sin escribir sobre la despiadada
langosta que nos arrasó durante los últimos años.
Porque si en algún lugar del mundo se afanaron todo, es aquí.
¿Cómo clasificar a este tipo de ladrones? No hay muchas
películas sobre ellos. Son recientes. No tienen el linaje que
los otros ladrones tienen. Hay, en el cine, dos tipos de ladrones: 1)
los de guante blanco; 2) los de guante sucio. Y los hay de un tercer
tipo: los ladrones de mierda. No digan que no: ya adivinaron quiénes
pertenecen a esa categoría. Ellos, la alegre, impune banda de
la codicia sin fin. El cine y la Justicia les deben algo. El cine, una
película; la Justicia, el castigo. Me temo que tendrán
la película, que no tendrán el castigo y que la película
tendrá para ellos final feliz. Puede que no, pero
me temo que sí.
1:
GIN (CATHERINE ZETA-JONES) Y MAC (SEAN CONNERY) ESCAPANDO POR LAS TUBERÍAS
DEL GIGANTESCO EDIFICIO DE KUALA LUMPUR (DISEÑADO POR CÉSAR PELLI)
DEL ESCUADRÓN SWAT MALAYO QUE LOS PERSIGUE. 2: EL DUO DINÁMICO SE APRESTA
A BIRLAR UNA MÁSCARA DE ORO CHINA CUSTODIADA POR MILES DE SENSORES LÁSER
EN UN MUSEO INEXPUGNABLE. HASTA AHORA.
Ladrones de guante sucio Los ladrones de guante
sucio se definen a partir de su relación con los de guante blanco.
Para entendernos: creo que no existe la expresión ladrones de
guante sucio. Si no fuera porque ya todo fue inventado diría
que la inventé yo. Existe, sí, la expresión ladrones
de guante blanco. Son esos tipos finos que roban para explicitar su
inteligencia, para darle un sentido de elegante emoción a sus
vidas, para conquistar mujeres hermosas, para burlar una ley o un orden
al que secretamente respetan, ya que no desean alterarlo ni trastRocarlo,
sino meramente jugar con él, eludirlo de a ratos, disfrutarlo
casi siempre. Sus existencias son serenas. No conocen los extremos.
Y lo que menos conocen es ese estado del alma que define a los otros
ladrones, a los de guante sucio: la desesperación, el todo o
nada. Los de guante blanco roban joyas porque las aman, no porque las
necesiten. Visten exquisitamente, aman la vida, el buen alcohol y las
mujeres inalcanzables. Son seductores, no desesperados. Los ladrones
de guante sucio conocen los extremos. Conocen la cárcel, la humillación,
los fondos bajos. No son ricos (los otros, los de guante blanco, son
casi siempre ricos y roban no para salir del abismo, sino para no aburrirse),
no conocen el mundo de los placeres suntuosos, sólo quieren desprenderse,
de una vez para la eternidad, de un salto (el robo es, siempre, un salto
para los ladrones de guante sucio; un salto, veremos, trágico
y mortal) del espacio sórdido en que sus existencias transcurren.
Para mí, la gran película sobre ladrones de guante sucio
la filmó Jules Dassin y es Rififi. Algunos, tal vez con razón,
sugieren que rififi quiere decir lío, problema, en el argot francés.
Quien tuvo problemas en Estados Unidos fue Jules Dassin, que nació
en 1911 y en 1947 filmó su primera gran película: Brute
Force (Entre rejas, acaba de ser editada por Epoca). Después
hizo La ciudad desnuda (1948) y en 1950 viajó a Londres para
filmar Night and the city (Siniestra obsesión, ¿cuándo
la editan, qué están esperando?) En Londres, Dassin se
entera de una mala nueva: el brutal senador McCarthy quiere su cabeza.
Él decide quedarse en Europa y será en Francia, en 1954,
cuando habrá de filmar Rififi. (Ya que estamos: ¿qué
espera la Academia de Hollywood para darle un Oscar honorario a Dassin?
Estuve de acuerdo con el Oscar al delator Kazan porque creo que el director
de Nido de ratas y Al Este del paraíso merece todos los premios
que quieran darle. Pero, ya que premian a los delatores, ¿por
qué no premian al perseguido Dassin? ¿O es cinematográficamente
menos que Kazan? ¿O todo se deberá a que no anda por Hollywood
y no tiene un Scorsese o un De Niro que lo defienda?)
Rififi es la historia de Tony Le Stephanois, un tipo que sale de la
cárcel y tiene problemas respiratorios. Lo encontramos en una
partida de poker, fumando como un marrano, tosiendo. Sabemos que no
le importa mucho vivir. Está en el hondo fondo del tacho. Pertenece
a la basura. Pero decide algo majestuoso: decide saltar. Así,
el robo es su destino. Se une con Jo Le Suedois, con César (un
especialista en cajas fuertes, rol que asume el propio Dassin) y con
Mario, otro desgajado de la vida. Asaltan una joyería. Esta escena,
la del robo, dura 28 minutos y no tiene diálogos ni música.
(Ya Dassin había hecho algo genialmente semejante en Night and
the city: filmó una brutal pelea entre catchers sin música,
en silencio, sólo con los quejidos o los rugidos de los combatientes.)
La larga secuencia del robo en Rififi produjo todo tipo de consecuencias.
En la peli, Tony y los suyos se alzaron con el botín. En la llamada
realidad se desencadenaron una serie de robos tipo Rififi. Entraban
por los techos, hacían un agujero, pasaban un paraguas cerrado,
lo abrían y rompían el techo de tal modo que las piedras
cayeran dentro del paraguas abierto. Los diarios de todo el mundo se
acostumbraron a titular: ¡Otro robo estilo Rififi!
¿Por qué será que los ladrones de guante sucio
siempre terminan mal? No los de guante blanco. Las pelis con ladrones
de guante blanco suelen tener finales felices. Los ladrones elegantes
raramente son arrestados y nunca mueren. Se quedan con la hermosa chica
y disfrutan del dinero en algún lugar ajeno y paradisíaco.
Las pelis con ladrones de guante sucio nunca tienen finales felices.
Y no porque la policía los atrape. Lo que falta es otra cosa.
Hay algo en ellos que falla. Arrastran la marca de la tragedia. Siempre
uno hace algo que los condena a todos. El robo sale bien; incluso es
brillante. El error es posterior al robo. Pertenece a la condición
del ladrón de guante sucio. No puede saltar, no puede escapar
a su destino. Es él mismo (o alguno de sus compañeros)
quien desencadena las fuerzas de la tragedia. En Rififi es César
quien le entrega a su amante Viviane (la gloriosa Magali Noel, la de
La isla del deseo o, si prefieren algo más fino, la Gradisca
de Amarcord) un costosísimo anillo que ella no puede tener, salvo
que haya ocurrido lo que ocurrió: que cesar robó una joyería.
Cosa que entiende el jefe de una banda rival, un tipo que se llama Pierre
Grutter y que secuestra, para iniciar las hostilidades, al hijo de Jo
Le Suedois. A partir de aquí, se pudre todo. (Ya lo sabemos:
siempre se pudre todo en las pelis de ladrones de guante sucio.) Hay
tiros, hay muertos, hay agonías atroces y por fin muere Tony
Le Stephanois y termina la película. Ninguno se salva. Ninguno
da el salto. (Nota imprescindible: la gran parodia de Rififi se filma
en 1958 y es la deslumbrante Los desconocidos de siempre, de Mario Monicelli.
Ahí están los grandes del cine italiano: Gassman, Mastroianni,
Claudia Cardinale, Totó, Renato Salvatori. La editó Página/30.
Y nunca la derrota fue tan divertida.)
1:
AL PACINO ESPERA UNA TARDE DE PERROS, DE NORMAN JEWISON. 2: LA ÚLTIMA
CENA DE PERROS DE LA CALLE, DE QUENTIN TARANTINO.3: UNA ESCENA DE CASTA
DE MALDITOS, DE STANLEY KUBRICK.
La marca del fracaso, de la tragedia (ya que es algo
interno a la dialéctica existencial del ladrón de guante
sucio eso que lo lleva a la perdición), está presente
en todas las grandes películas sobre el género. En Mientras
la ciudad duerme (The Asphalt Jungle, 1950, John Huston), el personaje
de Sam Jaffe que responde al estrafalario nombre de Doc Erwin
Riedenschneider pareciera el destinado a escapar con el botín:
es inteligente, ha sido el cerebro del asalto. Pero no. Se detiene en
un snack, pone unas monedas en uno de esos grandes aparatos de música
que había en los bares de los 50 y se consagra a ver cómo
baila una desenfrenada jovencita. No podía evitarlo: vivía
obsesivo por el sexo. El disco demora tres minutos. Es el tiempo que
demora la policía para llegar a arrestarlo. Si no hubiera puesto
el disco, habría logrado huir. En Casta de malditos (The Killing,
1956, Stanley Kubrick) se establece una simetría con Rififi:
la masacre entre bandas opuestas. Marie Windsor, que es la esposa de
Elisha Cook Jr., lo engaña con Vince Edwards (el pelafustán
que luego sería Ben Casey y luego, largamente, nadie), quien
es el jefe de otra banda. Le entrega los datos del asalto y el lugar
en que los ladrones habrán de encontrarse después. Edwards
y los suyos llegan a ese lugar y ahí se produce lo que dice el
título original del film: la matanza. El único que queda
vivo es el único que aún no había llegado al maldito
lugar de encuentro: Johnny Clay (Sterling Hayden). Que es, además,
el que tiene el dinero. Clay adivina la tragedia y parte junto con su
amante (Coleen Gray) hacia el aeropuerto. Despacha la valija con el
dinero. Los maleteros montan la valija en un camión de equipajes.
Un pequeño camión de equipajes que avanza tambaleante
por la pista hacia el avión. Hay una señora con un perrito.
El perrito tiene una correa. La señora lo sujeta por esa correa.
El perrito ladra y ladra y ladra. Por fin, tironeando, el perrito se
suelta y se lanza a correr por la pista. El camioncito de los equipajes
intenta eludirlo. Lo hace, pero la valija de Johnny Clay cae, se abre
y todos los billetes vuelan maravillosos, inalcanzables, otra vez ajenos,
por el aire. Clay corre hacia la salida del aeropuerto. Lo siguen un
par de policías. Clay se detiene. Su amante le dice que no, que
no lo haga, que se escape. Clay ve llegar a los policías y con
infinita amargura dice: ¿Cuál es la diferencia?.
La película termina. ¿Cuál es la diferencia? El
dinero era la diferencia. El dinero era la posibilidad del salto. Sin
dinero, es lo mismo estar adentro que afuera.
1:
LOS SOSPECHOSOS DE SIEMPRE, DE BRYAN SINGER, EN UN MOMENTO NADA DISTENDIDO.
2 Y 3: DOS VERSIONES DE LA PANTERA ROSA, CON DAVID NIVEN Y PETER SELLERS
DIRIGIDOS POR BLAKE EDWARDS. ABAJO: ARTURO MALY Y JULIO DE GRAZIA CUENTAN
EL BOTÍN EN LA PARTE DEL LEÓN, DE ADOLFO ARISTARAIN.
En
1975 Sidney Lumet filma otra gran peli de ladrones. (Dejemos algo en
claro: no puedo hablar de todas las pelis de ladrones. Siempre usted
va a encontrar una que falta y que es, no lo dudo, su predilecta. Ocurre
que el que escribe esta nota soy yo y por eso las que están aquí
son mis predilectas. Sin embargo, no soy un caprichoso. Sigo cierta
metodología y las pelis que elijo son las que expresan esa, digamos,
metodología. Que no sé muy bien cuál es, pero supongo
que se relaciona con esa división que hice al principio: ladrones
de guante blanco, de guante sucio y ladrones de mierda. Sigamos.) Sidney
Lumet, dije. Supongo que a esta altura se habrán llamado a silencio
quienes decían a comienzos de los 80 que Lumet era un director
execrable. Vean, con sólo haber dirigido los 130 minutos de Tarde
de perros (Dog Day Afternoon, 1975) ya merece figurar entre los grandes.
Tarde... es una de las más originales y conmovedoras pelis sobre
ladrones. Aquí, los derrotados no son ex boxeadores o ex presidiarios
o fulleros de poca monta. El guante sucio de estos ladrones es distinto.
Uno es bisexual. Se llama Sonny y lo hace Al Pacino en el que es su
mejor papel y no creo que alguna vez lo supere. Sonny asalta el First
Savings Bank of Brooklyn para pagarle la operación a su amante:
el travesti Leon (Chris Sarandon). Sonny no está solo. Con él,
jugándose la vida en esa tarde de perros, está Sal (John
Cazale). Sal es tan tonto, patético, silencioso, inexpresivo
como es posible serlo. John Cazale (que había sido Fredo, el
hermano de Pacino en El padrino, que era un actor genial y que se murió,
dolorosamente, de cáncer en 1978 a los cuarenta y tres) juega
este personaje con un grado altísimo de genialidad. Cuando Sonny
le pregunta qué país elegirá para huir si el golpe
tiene éxito, Sal responde: Wyoming.
Ése era el salto para Sal, ése era el espacio de sus sueños,
su idea de la libertad y el sereno goce: Wyoming. Una multitud se concentra
frente al banco. Sonny tiene rehenes y exige un millón de dólares
para entregarlos. Un millón para él, otro para Sal y que
los lleven al aeropuerto para poder viajar a un país remoto (Wyoming,
según Sal). Negocian y Sonny consigue que lo lleven al aeropuerto.
En el camino los matan como a perros. Estaban perdidos desde el comienzo.
La violenta, hipócrita sociedad que les había prometido
lo que pedían (la operación para Leon y el millón
para Sonny y para Sal) no les habría de permitir el pésimo
ejemplo de salirse con la suya. Estaban internamente condenados: un
bisexual, un tonto y un travesti no podían triunfar en los 70.
Y Lumet lo decía con todas las letras. Hoy tampoco, pero nadie
lo dice. ¿Volverá alguna vez Hollywood a filmar una Tarde
de perros? ¿Volverá a exhibir las cosas que en esta sociedad
son canallescamente imposibles? ¿Volverá a ocuparse de
los derrotados, de los que nunca ganan, de los ladrones de guante sucio
y muerte sucia?
Sabemos que Casta de malditos encontró en Quentin Tarantino un
inspiradísimo heredero. Esa herencia está en Perros de
la calle (Reservoir Dogs, 1992). Sin embargo, no es irrelevante señalar
otro film queTarantino tuvo en cuenta. La diferencia entre Casta...
y Perros... es que en la primera vemos el robo, en la segunda no. Bien,
esto ya lo había hecho un director clase B de los cincuenta en
un film pequeño e inteligente. El director es Joseph H. Lewis
(que luego dirigiría Gangsters en fuga, o The Big Combo, en 1955)
y el film se llamó Vivir para matar (Gun Crazy, 1950). Lewis
no mostraba el asalto. Ponía la cámara dentro del auto
de los ladrones y desde ahí, como absoluto punto de vista, armaba
la narración. Los ladrones aparecían y desaparecían
por la puerta del banco según las necesidades del relato. La
ansiedad del espectador no podía ser más intensa, también
su angustia. ¿Qué demonios pasaba ahí dentro? Tarantino
retoma este mecanismo en Perros... No vemos el asalto, sólo sus
consecuencias. Imaginen los problemas que habrá tenido Lewis,
en los 50, con los productores. ¿Cómo? ¿No
va a filmar el asalto?. Sólo desde afuera.
¿Y eso le va a interesar al espectador?. No
sé. ¿Cómo va a filmar una película
de ladrones sin filmar el robo?. Lo voy a filmar, pero dejando
la cámara en el auto. Lewis era un tipo de grandes y calmos
ojos azules. Hablaba quedamente con los productores. En Gangsters en
fuga filmó una escena en que Richard Conte besaba la nuca de
Jean Wallace y luego descendía por su espalda hasta desaparecer.
Los productores se enfurecieron. ¿Adónde va Richard
Conte?, preguntaban iracundos. No sé, decía
Lewis. No hizo mucha carrera. Pero es un director de culto.
En el cine argentino hay dos películas de chorros que son insoslayables:
Apenas un delincuente de Hugo Fregonese y La parte del león de
Adolfo Aristarain. Esta última (que es de 1978) es un paradigma
del film de ladrones de guante sucio. Hecha con tres pesos, espléndidamente
filmada, la escena en que el agua se desborda del tanque y le señala
a Bruno Di Toro (Julio de Grazia) el lugar donde está el dinero
será siempre uno de los grandes momentos de nuestro cine.
Ladrones de guante blanco Los dos esenciales, primeros
ladrones de guante blanco surgen de la imaginación fértil
de dos novelistas: A.J. Raffles es una creación de Ernst William
Hornung y Arsenio Lupin habita los folletines de Maurice Leblanc. Raffles
tuvo más suerte en el cine. Pero Maurice Leblanc el creador
de Lupin accedió a una gloria inesperada: nuestra diva
blanca, ese yogurt desbordante que se llama Libertad Leblanc, desde
los tempranos días en que filmó La flor del Irupé,
eligió como apellido el del escritor francés. Maurice
Leblanc murió sin saberlo. O murió antes que Libertad
eligiera su seudónimo. No sé. No importa.
Raffles tuvo una etapa muda y una sonora. En la etapa muda lo hizo John
Barrymore; en la sonora Ronald Colman en 1930 y David Niven (que había
nacido para ser Raffles) en 1940. Niven es la exacta imagen del ladrón
de guante blanco: pulcro, british, irónico. Repetirá su
papel de Raffles sin ser Raffles en una inolvidable peli de Blake Edwards:
La pantera rosa (The Pink Panther, 1964). Aquí, Niven se llama
Sir Charles Lytton (es impecable y coherente que un ladrón de
guante blanco sea sir) y lo que quiere robar es una joya
que se llama la pantera rosa. Porque esto era la pantera rosa en el
primer film de la serie: un diamante rosado, propiedad de una princesa
india que hacía Claudia Cardinale, joven y bellísima (todavía
lo es). Andaba por ahí el torpe inspector Clouseau, que no protagonizaba
la peli pero se la robaba, se la robaba alevosamente, como un Raffles
implacable. Todas las secuelas lo tuvieron de protagonista. Lo saben:
era Peter Sellers. Niven no volvió a hacer su sir Charles, aunque
Clouseau volvió a enfrentar ladrones de joyas, siempre finos
y elegantes (como, por ejemplo, Christopher Plummer). En La pantera
rosa, Niven tenía un sobrino que seguía su arte. Era Robert
Wagner. Quien, en los 70, haría Ladrón sin destino. (Pero
yo me ocupo de películas, no de series televisivas. Mis disculpas
a todos aquellos cuyas vidas fueron marcadas por el sofisticado Bob
Wagner y sus avatares delictivos.)
En 1955, en Francia, Hitchcock filma una de las más importantes
películas del género: Para atrapar al ladrón (To
Catch a Thief). Es una historia bastante ligera, le dice
a Truffaut. Del género Arsenio Lupin. Y luego cuenta
el argumento: John Robie (Cary Grant), alias el Gato, es un ex
ladrón elegante, dedicado a robar a la gente rica, que vive retirado
en la Costa Azul. Una serie de robos que llevan su marca profesional
hacen sospechar de él. Para disculparse y vivir en paz, realiza
él mismo la investigación del caso, desenmascara al falso
gato, que era una gata (Brigitte Auber), y encuentra el amor (Grace
Kelly) en su camino. Hitchcock agrega: No era una historia
seria. Tenía razón: no era una historia seria; era
un perfecto cliché de las historias de ladrones de guante blanco.
Cary Grant hasta llega a colaborar con la policía al descubrir
al verdadero ladrón. Lo mejor de esta peli es Grace Kelly. En
un sentido que voy a especificar: siempre fue algo helada el cisne de
Mónaco. Aquí, Hitch le hace jugar una escena de gran voltaje
sexy. Hitch desdeñaba a la pobre Marilyn o a Brigitte
Bardot, quienes, decía, tenían el sexo inscrito
en todos los rasgos de su persona (...) lo que no resulta muy delicado.
Grace, en cambio, es elusiva. Y Hitch acentúa esta condición.
Dice: Fotografié a Grace Kelly impasible, fría,
y casi siempre la presenté de perfil, con un aire clásico,
muy hermosa y muy glacial. Pero cuando circula por los pasillos del
hotel y Cary Grant la acompaña, ¿qué hace? Hunde
directamente sus labios en los del hombre. Sí, ésa
es la gran escena-impacto del film. Nadie esperaba eso de Kelly. Lo
besa a Grant (ella lo besa, en 1955 las mujeres no besaban: eran besadas),
lo mira con los ojos entrecerrados y traviesos y cierra la puerta de
la habitación. Grant y los espectadores quedan atónitos...
y enamorados.
Y llegamos al presente. (Hemos dejado en el camino, no sólo a
Robert Wagner, sino, y esto es tal vez un pecado imperdonable, una carencia
sin absolución posible, a Peter OToole y a Audrey Hepburn
en Cómo robar un millón, o How to Steal a Million, de
1966, dirigida por William Wyler y con delicias tan irrepetibles como
escuchar a la gran Audrey decirle a su padre (Hugh Griffith): Papáhhh...
Pocas veces un film reunió a una pareja tan etérea, vaporosa.
¿Y qué si no ladrones de guante blanco podían ser
Peter OToole y Audrey Hepburn?) Llegamos, decía, al presente.
Aquí están los ladrones de guante blanco fin de milenio:
son Sean Connery y ella, la chica de La máscara del Zorro, la
mina que enloquece a todos mis amigos, esa morocha que es galesa pero
da latina, más latina que Salma Hayek y Jennifer López
juntas. Catherine Zeta-Jones llegó para quedarse. Desde Sean
Young en Blade Runner que no surge una morocha tan destellante en el
cine. Sólo nos resta desearle que le vaya mejor que a la pobre
y compleja Sean. (En principio, no te cases con James Woods, Catherine.
Y luego: no sigas haciendo películas tan malas como La emboscada.)
Ella se llama Gin, él se llama Mac. Hubo muchas mujeres ladronas.
Citemos dos: en los 60 Faye Dunaway (Bonnie Parker en Bonnie and Clyde)
y en los 90 Geena Davis (Thelma en Thelma y Louise). El asalto de Thelma
al pequeño negocio de la ruta es inolvidable, Bonnie Parker también
lo es. De Gin nos olvidaremos pronto. No de Zeta-Jones: de Gin. De Mac
también. Lo hace Sean Connery, que es el productor del film,
y no se priva, claro, de darle unos besos a Zeta-Jones o, mejor aún,
de meter en el plot que ella se enamora de él. Mac y Gin son
dos ladrones hipertecnificados. Mac usa tantas cosas para robar (tantas
y tan sofisticadas cosas) que se parece más a David Copperfield
que a Tony Le Stephanois. Dan ganas de decirle: Flaco, ¡en
Rififi afanaban con un paraguas!. Mac pareciera tener la tecnología
de la NASA a su servicio. Sólo hay un detalle muy bueno. Entran
en una inmensa bóveda y el robo consiste en trasladar computadora
mediante unos fondos de un banco a otro. Mac, asumiendo su condición
de veterano, exclama: ¿Dónde está el botín?
¿Dónde han quedado los viejos robos? ¿Acaso no
nos vamos a llevar nada de aquí?. El robo se ha desmaterializado.
Ya no hay diamantes, ni joyas preciosas, ni billetes, sólo hay
cuentas bancarias, computadoras, traslados inmediatos de cifras escalofriantes.
Por supuesto: Mac y Gin se enamoran, huyen de la ley y disfrutarán
del dinero y del amor sin nada que los importune. Hasta que decidan
entretenerse con un nuevo robo. Porque, tal como dice Gin, Mac no roba
porque lo necesite: roba para entretenerse. Gin roba para
batir récords. De aquí que siete mil millones no sean
para ella lo mismo que cuatro mil. Son lujosos aventureros, dandies
del delito.
En cuanto a la tercera clase de ladrones los de mierda,
se me permitirá no perder tiempo en ellos. Los conocemos y los
padecemos en exceso. No le roban al Poder, roban desde el Poder. Controlan
el Gobierno, la Justicia y la Policía. No roban un banco o una
joyería, se roban un país entero. Son torpes, brutales,
groseros, advenedizos y están llenos de amigos como ese señor
Yabrán, del que tan prolijamente se desprendieron. Pongan ustedes
los nombres.
Conclusiones ¿Por qué los ladrones
de guante blanco terminan bien y los de guante sucio mal? ¿Alguien
imagina a Peter OToole y Audrey Hepburn acribillados por la policía?
¿Alguien imagina a Cary Grant reventado de un escopetazo en la
nuca? ¿A David Niven diciendo: Cuál es la diferencia,
mientras mira a los policías que lo vienen a arrestar para toda
la vida? Ocurre que los ladrones de guante blanco no expresan la marginalidad
ni la derrota. Su presencia no agrede. No son desdichados. Es decir:
su ser no es el cuestionamiento vivo del sistema en que viven. Son un
adorno caprichoso, una veleidad, una expresión más de
la infinita libertad de una sociedad que acepta todo menos el fracaso.
Son lindos, cautivantes, finos, talentosos. No son alcohólicos.
No tienen problemas pulmonares. No son ex presidiarios. No son bisexuales.
Ni tontos. Ni travestis. Son señores. Ladrones, pero gente de
mundo. La policía los respeta y en caso de detenerlos,
siempre momentáneamente habrá de tratarlos, también,
con guante blanco. Son, en suma, una mentira.
A mí me atraen y me conmueven los otros: los de guante sucio.
Creo que es hora de tratarlos mejor. Reconozco que Huston y Kubrick
hicieron lo suyo en los 50 al mostrar que un delincuente tiene sentimientos.
Pero en todos los films sobre ladrones de guante sucio hay una verdad
de hierro. Una vieja verdad moral que el capitalismo gusta repetir:
el crimen no paga. Es como si dijeran: sí, estos tipos son humanos,
tienen sentimientos, pero están condenados. Siempre van a perder:
o los agarran o se matan entre ellos. Y no es sólo para decir
que viven en una sociedad que les impide salvarse. No. Es, sobre todo,
para eso, para lo que dije: el crimen no paga. En el final de Mientras
la ciudad duerme hay, por ejemplo, una apología del orden policíaco.
Y en todas las otras -explícito o no está el terrible
mensaje: no te rebeles, no alteres el orden, terminarás preso
o terminarás muerto.
No estaría mal hacer otras películas. Una en que la valija
de Johnny Clay no caiga del transporte de equipajes, que su dinero no
vuele, que se lo quede él. Otra en que Tony Le Stephanois no
muera acribillado, sino que se refugie en algún hermoso lugar
para curar sus pulmones, para olvidar los años de cárcel.
Otra en que Sonny pueda pagar la operación de su novio travesti.
Y en la que, por fin, Sal llegue a Wyoming, el país que ama.
No estaría mal.