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Se estrena �Madre e hijo�, de Aleksandr Sokurov

Mientras agonizo

El siberiano Aleksandr Sokurov fue definido por Tarkovski como uno de los pocos genios del cine, sufrió durante años la censura del gobierno soviético y es uno de los directores contemporáneos más prolíficos. Finalmente se estrena en la Argentina su obra maestra, Madre e hijo, en la que comulgan una experimentación visual única en la historia del cine y una austeridad extrema para retratar a un hijo junto a su madre que agoniza.

 

Por HORACIO BERNADES

Una mujer enferma agoniza, y su hijo la atiende, durante las últimas horas de vida. Dirigida por el ruso Aleksandr Sokurov, Madre e hijo permite responder con rapidez aquella vieja e incómoda pregunta: “¿De qué se trata la película?”. Claro que la respuesta puede resultar la más frustrante del mundo para la clase de espectador que suele hacer esa clase de pregunta, y que suele esperar un cúmulo de peripecias dramáticas. Madre e hijo es una de esas películas en las que “no pasa nada”, si por “pasar” se entienden acciones físicas concretas y visibles, encadenadas en un relato tan progresivo como codificado.
Sin embargo, si el espectador se permite suspender por un rato las costumbres cinematográficas que Hollywood sabe enseñar, podrá vivir una de esas experiencias que el cine proporciona muy de tanto en tanto. Para Susan Sontag, Madre e hijo posee “un poder visual y una profundidad moral tales que crea una inolvidable experiencia emocional”. A su turno, el conjunto de la crítica se deshizo en elogios, de variado tenor y con una conclusión coincidente: se trata de una obra maestra, una película única e irrepetible. Exhibida en el Festival de Berlín en febrero de 1997 y en el de Mar del Plata en noviembre de ese mismo año, en Buenos Aires Madre e hijo se vio por primera vez durante el ciclo de preestrenos que la sección argentina de la Fipresci (la asociación que agrupa a los críticos del mundo entero) presentó en febrero pasado en la sala Lugones. Ahora llegó la hora de su estreno comercial.

ENEMIGO DEL MARKETING “Uno de los pocos genios del cine, junto a Bresson, Mizoguchi, Buñuel, Jean Vigo y Satyajit Ray”. Así definió Andrei Tarkovski a Aleksandr Sokurov, autor de Madre e hijo. Sokurov –cuyo apellido, por esas cuestiones de la grafía rusa, puede verse escrito también como Sokhurov o Sojurov– nació en 1951 en un pequeño villorrio siberiano que ya no existe. “Construyeron una represa hidroeléctrica y mi pueblito quedó hundido en el agua. Si quiero visitarlo, debo tomar un bote y mirar el fondo del mar”, cuenta hoy Sokurov con amargo sarcasmo. Madre e hijo es su décimo film de ficción, y está considerado su cumbre más alta hasta la fecha. En el Festival de Cannes, el realizador acaba de presentar Moloch, su opus once, que cuenta un día imaginario en la vida de Adolf Hitler y Eva Braun.
La obra de Sokurov se extiende ya a lo largo de veinte años, desde sus comienzos a fines de los 70. En ella se alternan películas de ficción con documentales, largos, cortos y mediometrajes, y películas en blanco y negro con otras en color. Extenso, ecléctico y laberíntico, ese corpus cinematográfico parecería hecho para resistir tozudamente toda tentativa de dar cuenta de él. A la variedad de medios y formatos hay que sumarle su dificultosa difusión, tanto fronteras adentro como en el exterior. En Occidente, sus películas se enfrentan con un problema mayor: Sokurov es de la clase de cineastas que trabajan en soledad, obedeciendo únicamente a sus propias necesidades expresivas y sin importarle en absoluto el marketing y otras cuestiones. En Rusia no le va mejor: aunque sus películas cuestan muy poco dinero, sólo los capitales externos (alemanes y japoneses, sobre todo) le han permitido completarlas. Pero, por sobre todos los contratiempos, durante buena parte de su carrera Sokurov enfrentó un escollo mayor que el meramente económico: la censura oficial.

ENEMIGO DEL ESTADO Sokurov se graduó en 1978 en la famosa VGIK, la escuela cinematográfica oficial de la ex URSS. De ella había egresado también, veinte años antes, su amigo, mentor y admirador Andrei Tarkovksi. En lugar del clásico corto de graduación, Sokurov completó un largometraje de título tal vez profético, La solitaria voz de un hombre. Para 1987 llevaba realizados una decena de documentales y cuatro films de ficción, de distintas duraciones, y todos ellos habían chocado contra el muro de silencio de la censura oficial. Como muchos otros, el realizador de Madre e hijo debió esperar la llegada de la perestroika para ver sus películas estrenadas.
Sokurov hizo referencia a esos años oscuros en una entrevista concedida a su amigo norteamericano Paul Schrader (guionista de Taxi Driver y La última tentación de Cristo y director de Mishima) y publicada en la revista especializada Film Comment. “Los problemas que las instituciones cinematográficas oficiales tenían conmigo no eran de origen político”, señaló. “Yo nunca había cuestionado el sistema soviético. No tenía por qué hacer alguna crítica, simplemente porque no me interesaba. Siempre me sentí atraído por la estética visual; una estética que se conecta con la espiritualidad y que establece una cierta moral. Y eso es justamente lo que me convertía en sospechoso para el gobierno. Ellos ni siquiera sabían por qué debían castigarme, y eso los irritaba enormemente. Después de todo, los sistemas totalitarios siempre se interesan en los procesos creativos. De ahí la paradoja: me permitían filmar pero no estrenar.”

SILENCIO, MUERTE TRABAJANDO Si algo llama inmediatamente la atención en Madre e hijo, es su sofisticada y laboriosa consumación plástica, que coloca al film en un lugar único. Grave y teñido de una profunda y casi húmeda melancolía, el film no tiene casi movimientos de cámara. Cuando los hay, son tan pausados y discretos que parecen hechos para no ser advertidos. Madre e hijo ofrece una extraña paradoja: dura tan sólo 73 minutos y, sin embargo, cada plano parecería extenderse eternamente.
No hay capricho en esa duración, en tanto el tema de Madre e hijo no es otro que la muerte. La muerte inminente de la madre, a quien su hijo cuida con infinita dedicación. La abraza, la acaricia, la alimenta con un biberón y la lleva en brazos hasta el parque de la casa, ubicada al borde del bosque y cerca del mar. Casi ni se hablan. En esa relación arquetípica, a la que Sokurov definió como “de amor absoluto e incondicional”, las palabras no son necesarias. Los escasos diálogos entre ambos son nimios, casi banales, porque la cosa pasa por otro lado. La poderosa imagen del hijo sosteniendo a la madre exhausta llevó a algún crítico a referirse a la película como una “Piedad invertida”. Sokurov renuncia explícitamente a toda narratividad y ofrece, en su lugar, la pura sensorialidad de un tiempo en suspensión, un lapso signado por esa inminencia. Si Jean Cocteau había definido el cine como “el arte que muestra el trabajo de la muerte”, Madre e hijo parecería un film programático, la puesta en práctica de aquella idea.
No es sólo Madre e hijo, sino la obra entera de Sokurov la que parece dominada por la idea o la presencia de la muerte. En El segundo círculo (1990) era el padre el que moría, dejando al hijo en la obligación de enfrentar al mismo tiempo ese vacío y el propio desfallecimiento, ante la maraña de trámites que implica enterrar a un ser querido. El documental Elegía rusa (1993) mostraba a una serie de seres desvalidos, abandonados por el Estado y próximos a morir. En cuanto a la flamante Moloch, ¿qué otra cosa es sino un film sobre la intimidad de Adolf Hitler, perfecto fabricante de la muerte?

CANTO A LA MUERTE No llama la atención que en la obra de Sokurov haya toda una serie de films (siete, hasta ahora) que llevan en su título la palabra “elegía”. La elegía es, se sabe, la forma poética en la que se llora y homenajea a un difunto. En este sentido, la Elegía moscovita, dedicada al Yeltsin de los inicios, suena casi como una broma de humor negro. Tanto como la frase publicitaria que encabeza el lanzamiento de Madre e hijo en la Argentina. Que exclama, exultante: “¡Un canto a la vida!”. En aquella entrevista con Paul Schrader, Sokurov menciona las despedidas y separaciones como inquietud central de su obra. El comentario da lugar a un ilustrativo diálogo:
Schrader: En el arte japonés existe el concepto de mono no aware, que puede traducirse como “una dulce tristeza”, y que remite al placer de los finales, del otoño, de ver una hoja muerta.
Sokurov: En la cultura rusa, una tristeza dulce y unos adioses placenteros no son posibles. Al contrario, el sentido ruso de la elegía describe un sentimiento muy hondo y vertical, que no es agradable. Es algo que te llega profundamente, de modo agudo y doloroso. Un sentimiento masivo.

MUNCH SE MUEVE Si la elegía es una forma poética, no extraña que Madre e hijo haya sido reiteradamente descripta como “un poema visual”. Lo que suele ser un lugar común para dignificar toda clase de tropelías kitsch cometidas en nombre del arte, en el caso del film de Sokurov constituye un acto de estricta justicia.
Inspirado por los pintores románticos del siglo XIX, Sokurov estudió hasta el cansancio la obra del alemán Caspar David Friedrich (1774-1840). Sobre todo, El monje y el mar, uno de sus cuadros más célebres. En la obra de Friedrich, los paisajes son siempre paisajes del alma. Eso es exactamente lo que Sokurov quería para su película. Si en alguno de sus films (en Sueños, por ejemplo) Kurosawa, aerosol en mano, había llegado a pintar literalmente el paisaje, en Madre e hijo Sokurov recurrió para ello a una serie de dispositivos igualmente caseros, pero mucho más inusuales.
A la batería de recursos con que cuenta el cine a la hora de “pintar” imágenes (tonos apastelados, enfoques blandos, difuminación, utilización de toda clase de filtros), Sokurov y su operador Alexei Fyodorov le sumaron vidrios coloreados que colocaron entre la lente de la cámara y el objetivo. Y, sobre todo, un sistema de espejos deformantes como esos de los parques de diversiones, cuya utilización produce en la imagen distorsiones que no tienen precedentes en la historia del cine: efectos de aplastamiento, deformaciones a lo largo o a lo ancho, siluetas serpenteantes, árboles curvos y caminitos retorcidos. Como si un cuadro del expresionista Edvard Munch se hubiera puesto en movimiento.
El resultado de este conjunto de laboriosas manipulaciones visuales –al que se le suma un tratamiento igualmente meticuloso de la banda sonora, poblada de ruidos apagados y lejanos– está a años luz de cualquier esteticismo suntuoso y vacuo. Por el contrario, Madre e hijo opera como una verdadera pintura sensorial, comunicando, de modo directo y hasta físico, un cierto estado del alma. Que puede llamarse nostalgia o pérdida o dolor. O cualquier otro término igualmente melancólico y ruso, pero que es también curiosamente acariciante y suave y blando. Como tal vez sea la muerte.

El hijo de la lágrima

Por Nick Cave

Un amigo me invitó a la avant-première de una película rusa que daban en el Soho. Le pregunté cómo era la película y me dijo: “No pasa nada, hasta que finalmente alguien muere. Te va a encantar”. Mi amigo era el distribuidor de la película en Inglaterra, así que me sentí obligado a ir. Ver una película rusa entera es la clase de cosa que uno hace por amistad.
Llegué tarde a la proyección, y me senté en mi butaca de la primera fila justo cuando empezaba. A los diez minutos comencé a
llorar en silencio, y seguí haciéndolo durante el resto de la película. Debo reconocer que no es la primera vez que lloro en el cine, pero no recuerdo haberlo hecho nunca tan intensamente, sin parar, de una punta a la otra de la película. Cuando terminó y se encendieron las luces, una mujer que estaba sentada detrás de mí y que tenía los ojos irritados me pasó un Kleenex y me pidió que publicara algo sobre la película en algún periódico.
La película se llama Madre e hijo y el director es Aleksandr Sokurov. Lo que se ve a lo largo de 73 minutos es tan bello y tan triste que llorar resultó, para mí, la única respuesta adecuada. Madre e hijo trata sobre la Muerte y el Amor, y también sobre la Gracia. El amor entre la mujer y su hijo trasciende lo ordinario, ya que la inminencia de la muerte actúa como purificación. La muerte los aguarda con certeza absoluta; tanto a la madre que va a morir como al hijo que quedará solo. En algún sentido, la relación que existe entre ellos no está hecha para ser vista. Es sagrada y religiosa, y no se ve complicada por ninguna de esas intromisiones capciosas a las que son tan proclives los análisis en el siglo XX. Es una visión de la humanidad que llega a hacerse verdaderamente trascendente.
Sokurov no se anda con rodeos con respecto a la naturaleza trágica de la muerte. Lo que vemos allí no es otra cosa que la Pasión, mostrada en tableaux, reflejando ocasionalmente la historia de Cristo. No se trata de la Pasión de la madre doliente, sino la del hijo. No la Pasión del que muere, sino la Pasión de quien es abandonado por el que muere.
Cada escena, cada gesto, le dan al espectador el tiempo suficiente como para caer rendido bajo su influjo y ser seducido por sus poderosos y muy serios impulsos. Al ver esta película, nos vemos forzados a confrontar nuestra propia e inevitable condición de mortales, y también la mortalidad de los otros. Madre e hijo despierta en el espectador una clase de emociones que el cine desde hacía mucho tiempo no reflejaba. Ante la tristeza de lo que muestra, mi respuesta inicial a esta película fue derramar un mar de lágrimas. Su pulso único ha reverberado en mí a partir del momento en que la vi.

Selección y traducción: H.B.