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El jazz según Sampayo

La vida en 33 rpm

Carlos Sampayo es uno de los mejores guionistas argentinos de historietas. Con José Muñoz creó El bar de Joe y al chandleriano Alack Sinner. Con Solano López reconstruyó el Buenos Aires del Comisario Evaristo. Como si fuera poco, es un atípico especialista de jazz. Hace unos años, una “amnesia medicamentosa” arrasó con su memoria, episodio que lo llevó a escribir la flamante Memorias de un ladrón de discos, un brillante recorrido en paralelo por la historia argentina y su paulatina iniciación musical, desde el día de 1948 en que Armstrong le abrió los oídos al jazz, hasta la noche en 1972 cuando Haroldo Conti le anticipó lo que se venía y la conversación llevó a Sampayo al exilio y a dejar atrás buena parte de sus discos.

Por JUAN SASTURAIN

Sampayo está en Buenos Aires porque: a) suele venir cada tanto; b) porque en el fondo le gustaría venirse del todo aunque sea a putear de cerca; c) porque aquí vive su madre; y d) porque Norma publica en estos días su libro Memorias de un ladrón de discos, una maravilla. Sampayo tiene 56 años y, de ellos, ya prácticamente la mitad –se fue en el ‘72– los ha pasado en Europa. No hemos hecho esta cuenta juntos ni en voz alta pero seguro que él sí, mientras mira los arbolitos mañaneros desde la ventana de su estudio en La Floresta, tan cerca y tan aislada de Barcelona. Décadas entre catalanes, años intermedios en Milán y alguna otra escala menor no lo han hecho más ni menos argentino. Sampayo cultiva un saludable, terapéutico pero costoso desapego, que no condescendió jamás a la nostalgia –pese a las tres pavas de mate diarias– ni a la idealización de un contexto europeo en el que se mueve con soltura de pez de aguas frías. Sin embargo es tan cálido, el gordo. Bah, lo que queda o ha elegido Sampayo del gordo torrencial que fue: este elegante señor de bastón y gestos mesurados, cejas casi británicas y tramposos ojitos de barrio.
En principio, Sampayo es varias cosas, pero sobre todo un gran narrador. Es famoso en el mejor de los sentidos como guionista de historietas -oficio que aprendió sobre la marcha, como todo, parece, en su vida– especialmente porque creó junto al dibujante José Muñoz, su extraordinario ladero, un personaje único, entrañable, clave en la narrativa dibujada del último cuarto de siglo: Alack Sinner. Detective neoyorquino y chandleriano en 1974, devenido taxista y desocupado en los ochenta, quién sabe qué ahora, con más de sesenta. Y a su alrededor fueron creciendo las historias de El bar de Joe y tantas otras, siempre con Muñoz. Son un par, un dúo clásico que cada tanto se reúne para nuestro regocijo. También, con Solano López al dibujo, reconstruyó de memoria el Buenos Aires donde se movía el pesado comisario Evaristo.
Claro que, como narrador, Sampayo el pausado no se ha quedado ahí: su primera novela, El lado salvaje de la vida (Ediciones B) se distribuyó en España y Argentina hace unos años y la eligió Gallimard para su Série Noire, al igual que la segunda, El año que se escapó el león, aún inédita en castellano. La primera transcurría en Barcelona; la segunda, en Buenos Aires. También en Buenos Aires transcurren (¿cabe el verbo? ¿dónde situarlas: desde donde se recuerda o donde sucede lo recordado?) estas memorias singulares, casi inclasificables. Porque en principio, más en el principio incluso, el Sampayo narrador es también un hombre que sabe de jazz (qué feo suena: no es eso), coordina y escribe enciclopedias y colecciones de jazz, redacta textos y solapas y contraportadas de discos de jazz y necrológicas de negrazos venerables y transgresores. Pero no es un especialista plomo y pedante, un filatelista o un enfermo cinéfilo. Simplemente, ha vivido toda su vida con el jazz puesto como música de fondo, de frente y de perfil. Eso es. Por eso las Memorias de un ladrón de discos son también las “de una discoteca de jazz” y las de su vida o la vida de sus afectos contada desde la irrupción del jazz –de los discos de jazz– en sus años de infancia y juventud. Y no es un pretexto.
Sobre todo porque este libro –por una vez la expresión no es verso– vino y viene “a llenar un vacío”: la tremebunda borratina que arrasó con la memoria de Carlos como secuela de un episodio médico que lo quiso borrar del todo, hace unos años. Nada de eso pudo con él. Se agarró de las melodías que le silbaban en el oídos, de las imágenes que poblaban sus pesadillas –ese inverosímil “trompetista alemán”– como de ramitas pendientes sobre el vacío; se armó el rompecabezas con las piecitas musicales que manoteaba al azar, se recuperó entero y volvió para contarlo.
Estas maravillosas Memorias de un ladrón de discos son el fruto mediato y meditado de aquel gesto convertido en trabajo de reconstrucción. Comosiempre sucede para bien de la literatura, resultaron, para el autor y para nosotros, lectores, mucho más que eso: son un texto literario maduro, abierto, orgánico e insólito a la vez, de una notable belleza y poder de penetración. Todo cabe: los lugares y el clima de la época, los eventos y las lecturas, Armstrong en Buenos Aires, Cortázar y Perón, el Winco y las chicas remisas, Monk, la barba y la colimba, climas, historias –personajes maravillosos y terribles apenas enmascarados– y muchísimo jazz contado, vivido, Mingus y Bix, las internas sectarias de la izquierda y de los clubes de jazz, el General con Chistera y el General Elegante... La memoria argentina de Carlos es una pelotita que rebota en los límites de los años extremos, va de pared a pared; del ‘48 en que Armstrong le abre la puerta y los oídos al jazz, al ‘72, cuando Haroldo Conti, entre cervezas finales, le cuenta lo que sigue. Y así el recuerdo, la pelota va y viene, golpeada por las frágiles paletitas de 78, de 33 rpm, los discos que la ponen en movimiento cada vez.
¿Cuál fue el impulso, el mecanismo original que te llevó a escribir las Memorias de un ladrón de discos?
–Fue a partir de la amnesia medicamentosa de la que vos te acordás... Partió de la necesidad de reconstruir los contornos de la propia persona, los recuerdos. Porque tenés conciencia de un olvido pero no podés recordar lo que olvidaste. Sabés que olvidaste algo que no sabés qué es.
La conciencia del agujero...
–Eso fue el resorte, el disparador. El blindfold test, un juego típico de los jazzistas sirvió para eso. Se pone un disco y se desafía al otro a ver si adivina quiénes son los que tocan. Está hecho para machacar al desafiado... Lo inventó Leonard Feather, un marxista inglés que se fue a Estados Unidos en los años treinta, en la época del New Deal, y se convirtió en el mejor ensayista de jazz, el primero realmente serio. Pero no lo usaba como juego sino como método de análisis: les ponía las grabaciones a sus amigos músicos sin decirles de quién eran para que opinaran, analizaran. A Lester Young, por ejemplo, le ponía Coleman Hawkins o el mismo Lester Young... A partir de ahí surgió la idea del blindfold test, del test a ciegas, que todos los aficionados al jazz practican... Eso es lo que está en los orígenes del libro: necesitaba saber si recordaba.
¿Cómo era la operativa?
–Yo estaba en otro habitación y pedía: poné uno... Lo primero era recordar qué era esa música. Y el objeto material: cómo era el disco. Y después, cuándo lo había adquirido, en qué época y en relación con qué cosas estaba. Eso era lo que me interesaba reconstruir. Lo más angustiante de una amnesia es la anulación de la sensibilidad, de la emoción que sentiste. Yo quería recuperar la aproximación al mundo sensible, que para mí eran la literatura y el jazz. La literatura se interrumpió muchas veces y tomó diferentes formas en distintos momentos; el jazz, en cambio, es el fondo que me acompañó toda la vida y está ligado a muchas cosas, la relación con las mujeres, por ejemplo... Cuando era pibe y tenía sueños de amor, con chicas, siempre había música. Porque los sueños eran películas pero la música que había atrás era jazz. Ahora, todavía, cuando sueño que soy músico toco el piano como Errol Garner, pianista que no me gusta demasiado pero que en los sueños es impresionante; con la trompeta soy Lee Morgan.
¿Nunca pensaste en tocar?
–Soy un aficionado, toco solo. Es que el aprendizaje, cuando era chico, era meterse con un sistema. Era peor que ir al Otto Krausse. Lo veía en los chicos que tocaban: estudiaban ocho horas por día para sonar apenas. Además, me interesaba escribir y eso ocupa todo el espacio.
¿Pero aprendiste música?
–Solo. Lo que sé, aprender a leer, a descifrar y seguir con una partitura una melodía, lo aprendí solo. Mi hija, que estudia violín y tiene diez años, puede seguir una sonata de Bach o de Bela Bartok sin haberla tocado nunca. Es como leer, para ella. Para mí, esos son puntitos. Soy autodidacta. Y vale también para la literatura. Me acuerdo de algo que dijo Kurt Vonnegut en un reportaje: “Todo lo que tengo que decir sobre literatura está en mis libros, en lo que escribo”. Si te gusta lo que hago, es eso.
Memorias de un ladrón de discos es... eso.
–Es literatura, pero no tiene género.
Arranca como esa idea motivadora de los discos. Pero no son aquéllos del ejercicio a ciegas...
–No, esos primeros discos que salieron aleatoriamente están en un capítulo específico, que me gusta mucho, el octavo y último, que se llama precisamente “Blindfold test”. El libro está organizado a posteriori y es un acto de escritura, no de terapia... El camino, el libro mismo, es el acto de recomponer la emoción, la sensibilidad; el jazz es el medio de apertura al amor, a la poesía, al lenguaje. Se reconstruye toda la perplejidad del que está creciendo y no entiende un carajo.
Es notable cómo, desde ese primer disco que entra en tu vida cuando sos un chico, el 78 de Armstrong con los Mills Brothers, cada uno nuevo que se incorpora va rearmando el sistema del jazz: cuatro discos son todo el jazz del mismo modo que lo es hoy una habitación entera de tu discoteca.
–Pero hoy siento que ese sistema está ya saturado: no sé si soy yo o si es algo que se terminó, pero no tengo capacidad de absorción de cosas nuevas. Ya no sufro un gran impacto, algo que me impresione. Aunque sí, hay un pianista nuevo que me ha causado impresión, Brad Mehldau, que ni siquiera existía cuando escribí este libro... Pero es raro. Ni siquiera me pasó cuando apareció Marsalis en los ochenta.
Las Memorias van acompañando, sobre todo al principio, el crecimiento de la discoteca...
–Van del ‘48, con el primer disco que recuerdo, a los cinco, seis años, hasta que me voy. Aunque el gran núcleo está en los años ‘59 al ‘62. Son años muy densos para mí y para el jazz. Lo de Europa ya no entra...
¿Qué hiciste con los discos aquellos?
–Cuando me fui, en el ‘72, me quedé algunos, vendí y regalé otros. No era una discoteca crítica ni analítica, ni siquiera era una discoteca: era una acumulación de discos. Pero la prefiero a la que tengo ahora, que es algo monstruoso: te diría que sólo no tengo lo que no me gusta. Hace unos años, por ejemplo, tenía todo Clifford Brown, que era una discografía acotada. Ahora tengo todo Miles Davis acústico; todo Thelonious Monk para Vogue, para Blue Note; todo Bud Powell para Vogue y Blue Note también...
¿Y qué diferencia hay?
–Ahora vienen en cajas, ya no son objetos particulares, con olores propios, como los importados que vendía el señor Sttatura en el departamento de Caballito... Yo me acuerdo de los olores, de las carátulas de aquellos discos. Además, los discos de jazz de los cincuenta y de los sesenta tenían, además de su contenido, el diseño gráfico, la mano de ciertos artistas. Reid Miles, por ejemplo, tan ligado a Blue Note. En Valencia acaban de hacer una exposición de 300 carátulas de jazz de esa época. Yo cedí seis, primeras ediciones.
Si los discos son el medio, ¿cuál es el eje del libro?
–El eje es la historia de mi ausencia, la explicación de mi ida de la Argentina. La crónica de la formación de un corpus emocional, de una personalidad (para decirlo de un modo pomposo) que soy yo. Cómo se integran las características de una persona particular. Qué incorpora,tomando a la música como hilo conductor, del entorno, del clima social y político, de las relaciones con las mujeres, de la literatura... Qué hace, finalmente, que se vea obligado a abandonar todo ese paquete que toma forma en un lugar, y convierta a la Argentina en la llamada –en el libro- playa lejana... El final es el encuentro con Haroldo Conti: “Este país se está transformando en un país de ajuste de cuentas”, dijo con tristeza. “El que no está implicado en uno de los dos bandos, o se va o se muere. Te lo digo en serio”. Y lo tomé como un consejo.
¿Para qué te sirvió el jazz, cuando crecías?
–Era raro. No te servía para comunicarte con la gente. Te aislaba. A los quince años di una conferencia en el Círculo Amigos del Buen Jazz sobre flautistas... La aparición de la flauta en el jazz: Dolphy y los clásicos. Pero el jazz nunca me sirvió para levantarme una mina. Todo lo contrario: las chicas se parecían más a nuestros padres que a lo que uno creía de sí mismo, tenían la ideología conservadora de nuestros padres... Los Panchos, Smith y los Pelirrojos o después Bill Haley. Para ellas el jazz era una rareza, como si te gustara la filatelia o la literatura o la poesía, que era peor. No te hacía más interesante o diferente. Te hacía más pelotudo.
En esos años clave, del ‘59 al ‘62 digamos, que coinciden con los que conocés a Conti, el jazz era algo vivo, un fenómeno contemporáneo, aunque a esta playa lejana llegara en diferido. ¿Cuándo comenzó a ser un fenómeno del pasado; en qué momento sentiste que, como en el tango, se cortaba las evolución creadora?
–Fue a fines de los sesenta. Cuando vino la fusión eléctrica, que a mí ya me agarró en Europa. Antes hubo como una disolución de la forma, se destruyó todo para nada. Entonces las últimas vanguardias tonales, como Miles Davis, por ejemplo, se fundieron con las corrientes de la música popular para sobrevivir. Pero no fue una confluencia natural, cultural, sino un operación comercial con nombres y apellidos de los ejecutores. Eso hizo que muchos músicos pudieran sobrevivir y hasta que se hicieran terriblemente populares como Hancock o Chick Corea, con la porquería ésa que hacía... Al irme a Europa, entonces, el jazz se convirtió en cosa del pasado; para mí era una música clásica de referencia a la que apelaría, pero que no podía evolucionar hacia nada que me interesara. Y estaba bien: las cosas nacen y mueren... Sin embargo, a partir del renacimiento de lo que sería el jazz más canónico, en los ochenta, con los Marsalis, paralelamente se reincorporaron los del free jazz y se empezaron a fusionar las dos cosas, dando lugar a nuevas formas, que a su vez dan lugar a proyectos nuevos. Así se incorporan elementos intrínsecos, propios, y otros provenientes de la música contemporánea: el dodecafonismo, la música europea de entre guerras, por ejemplo. O autores de otra tradición como Nino Rota o Kurt Weil. Es una cosa muy extraña pero hacen jazz con eso.
Y vos has hecho historietas con el jazz o jazz con la literatura...
–No. Hay quienes han querido ver o han preguntado sobre posibles cadencias jazzísticas en los textos, pero no: las Memorias es literatura, tiene la forma y los ritmos del lenguaje. En Alack Sinner hay sí una historia en que Billie Holiday es protagonista, y la hija negra de Alack con Sophie se llama Cheryl, como una de las hijas de Charlie Parker. Precisamente, después de años, estamos haciendo con José un nuevo episodio de Alack: largo, ochenta páginas... Ya he escrito dos tercios del guión. Alack tiene más de sesenta años, vive en Nueva York en un hotel, y le llega un caso. La misma Cheryl, que ya tiene veinte años, está acusada de asesinato: no niega que lo haya hecho. Ambigua doble negación, su propia hija...
Y Carlos Sampayo enarca las cejas británicas mientras los ojitos de barrio le brillan, se le van para arriba. Como se le iban siempre aArmstrong; como se le fueron al empinarse a improvisar la rutina de West End Blues aquella fría noche del invierno de 1957 cuando, desde el gallinero del Opera, lo vio, con catorce años y ante “3499 testigos”, y se le rindió para siempre.