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Hasta el 1 de agosto, el Centro Cultural Recoleta presenta una extraordinaria muestra de Lino Enea Spilimbergo (1896-1964), que reúne pinturas, monocopias y aguafuertes con un criterio menos retrospectivo que antológico, para dejar en claro que se trata de un artista cuya pluralidad de estilos aparentemente antagónicos revela, en el fondo, uno solo,
que hoy podría definirse como “el canon argentino”.

Por FABIAN LEBENGLIK

Ya de entrada a la muestra del Recoleta sorprende la maquinaria Spilimbergo: una suerte de eclecticismo que recorre estilos y tradiciones según las épocas, las técnicas o los caprichos. Estilos y tradiciones que podrían aparecer como decididamente antagónicos, conviven en Spilimbergo a fuerza de un impresionante voluntarismo y de un proyecto que el artista se traza y va desarrollando con plena conciencia. Ante sus pinturas el espectador puede percibir el gusto del artista por trabajar obsesivamente tanto el detalle –la pincelada y el gesto en cada centímetro del cuadro– como la estructura compositiva. Las imágenes, a lo largo de los años, pasan del cuadro de costumbres (por ejemplo, Seres humildes) al paisaje (Paisaje de Roverazza), y de allí al paisaje urbano (Catedral de Chartres). Luego van del realismo crítico al planteo metafísico (de las armónicas Terrazas, por ejemplo), y de allí al expresionismo de sus monocopias, sin olvidar sus figuras más conocidas, las de grandes ojos abiertos. También puede verse una vertiente cercana a un kitsch involuntario, en obras como El escultor. En suma, en la producción de Spilimbergo se encuentran los avances del artista moderno, que experimenta, y también los retrocesos del pintor refractario, empecinado por las fórmulas de la academia. Es la obra de un apasionado que persigue la pintura a toda costa con una voracidad y un ansia extraordinarias. La suya busca ser la gran pintura nacional. Es una obra que pelea por imponerse en la esfera pública a través de la circulación y el debate que proponía o permitía la época: los Salones Nacionales, que lo tuvieron como activo participante durante casi un cuarto de siglo, entre 1920 y 1943. En el ámbito del Salón su obra genera, a través de todos esos años, las reacciones más variadas: del rechazo a la consagración y del desplante a la polémica.

NACI AHOGADO Hijo de inmigrantes italianos, Lino Enea Spilimbergo nació en Buenos Aires en 1896. A los tres años –cuando estaba en el Piamonte, con su madre– padeció una pulmonía que le deja secuelas y tiempo después se transforma en asma, lo cual obligará al pintor a mudarse, en algún momento de su vida, a San Juan y a Córdoba. En 1902 su familia vuelve a la Argentina y dos años después lo inscribe en el Colegio Don Bosco, de los Salesianos. En el año de los festejos del Centenario, Spilimbergo comienza su vida laboral: trabaja como peón de tienda, como empleado de la Unión Telefónica y del Correo. En este puesto, que termina agobiándolo, se pasa doce años. En 1915 ingresa en la Academia para egresar cuatro años después. El mismo año de su egreso, y como primera manifestación de su afán consagratorio, comienza a escribir su autobiografía, en la que constituye su mito de origen: “Nací ahogado... siempre fui muy delicado de salud. Mi curiosidad de niño me obligó a preguntar de dónde había salido y se me respondió que de un bosque que no recuerdo su nombre, pero sí recuerdo su paisaje tan hermoso y natural. Pues bien, en ese bosque crecían muchos hongos y yo, inocente criatura, creía que había salido de aquel sitio”. Cabe aclarar que el relato autobiográfico en el que cada autor fabrica una imagen pública es un virus nacional: la Argentina se cuenta entre los países que más escritura autobiográfica produjeron entre la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX.

EL VIAJE INICIATICO Cuando Spilimbergo se lanza a la escena de la pintura nacional, el firmamento argentino de la pintura estaba dominado por un academicismo riguroso y una creatividad de segunda mano. La práctica artística era impostada hasta la asfixia, regida por un tardoimpresionismo aburrido y aburguesado, sin eco alguno de la crisis de la modernidad, del mundo que se venía. La verdadera modernización de las artes plásticas se produciría entre las décadas de 1920 y 1930. Hasta entonces, el campo cultural seguía la modernización económica, educativa y administrativa alos saltos que se proponía desde el Estado a partir de la generación liberal del ochenta. Desde 1920 el joven Spilimbergo prepara envíos para el Salón Nacional (que había sido fundado nueve años antes) porque ésa era la cámara de resonancia del arte argentino. El Salón no era entonces lo que es ahora: un resabio burocrático y escalafonario, una herramienta útil pero desperdiciada. Casi todo el arte pasaba por allí. Había una circulación estatuida de la pintura. Los artistas plásticos tenían asignados ciertos canales a través de los cuales se establecía un standard y una estética.
El modelo de artista de esos años requería del ineludible “viaje a Europa” para completar su formación. Y la renovación pictórica argentina que se da en la década del 20 ocurre como una traducción, transposición o apropiación de lo que los pintores acababan de ver en Europa: en 1921, Ramón Gómez Cornet exhibe en Buenos Aires telas que funcionan como ecos del cubismo. Tres años después Emilio Pettoruti aparece con propuestas renovadoras cercanas al cubismo y al futurismo. En 1933 Juan Del Prete pinta telas abstractas propiamente dichas. Suele darse esa fecha como iniciación del abstraccionismo puro en la Argentina: Del Prete recién llegaba de París, donde se había relacionado con el grupo Abstraction-Création de Vantongerloo y Herbin. Esteban Lisa –de quien se acaba de inaugurar una muestra en el Museo Nacional de Bellas Artes– también hacía, desde su autodidactismo, un descubrimiento personal del abstraccionismo a mediados de la década del 30.

“Nací ahogado... siempre fui muy delicado de salud. Mi curiosidad de niño me obligó a preguntar de dónde había salido y se me respondió que de un bosque que no recuerdo su nombre, pero sí recuerdo su paisaje tan hermoso y natural. Pues bien, en ese bosque crecían muchos hongos y yo, inocente criatura, creía que había salido de aquel sitio.”

LA NOVEDAD DEL VIEJO MUNDO Spilimbergo hace su experiencia europea entre 1925 y 1928. Su pintura adquiere los tonos y las formas de esa nueva experiencia, pasando del color local a la concatenación internacional de la modernidad. Si la perspectiva argentina incluye la traducción, apropiación y adaptación de las claves del modernismo europeo en extrañas versiones personales, Spilimbergo se transformó en un testigo más de los ecos europeos de la combustión de las primeras décadas del siglo. En el período de entreguerras, que él vive en Francia e Italia, todavía resuenan los fragores de la Primera Guerra Mundial y la explosión de la cultura de masas. El pintor comprueba la ruptura profunda con las viejas formas de percibir, pensar e interpretar el mundo. París, mientras tanto, era el hormiguero cosmopolita donde se cruzaban todas esas pasiones tan potentes como serpenteantes, que se iban contagiando entre grupos de artistas e intelectuales sin fronteras. Era un mercado revolucionario de las últimas teorías y las últimas prácticas.
Spilimbergo afianza en París su amistad con Antonio Berni, artista con quien guarda semejanzas y diferencias igualmente notorias: mientras Spilimbergo estudiaba con André Lothe en doble turno, Berni se especializaba en grabado con Max Jacob. Afuera del taller, la realidad parecía moverse frenética, de crisis en crisis, hacia una nueva debacle. Los códigos de ruptura de las vanguardias funcionaban como señal de pertenencia de los artistas e intelectuales. Ambos amigos argentinos habían absorbido apasionadamente todo aquel abanico de estéticas. El Berni surrealista –exhibido recientemente en la galería Ruth Benzacar– tiene varios puntos de contacto con el Spilimbergo de aquellos años, cercano al surrealismo. También están emparentados por cierto modo de interpretar el realismo, así como resulta evidente que el personaje Ramona Montiel, de Berni, fue parido por Emma, la prostituta que inventó Spilimbergo en una extraordinaria serie de estampas de 1936 que se exhibe completa en la muestra del Centro Recoleta. Pero, mientras Spilimbergo siempre será fiel a esa mezcla extraña de arcaísmo y modernidad, Berni va a moverse en la “tradición del cambio”, en el aggiornamento permanente.

REGRESO Y DESAGRAVIO En Italia, Spilimbergo se maravilla ante los clásicos. En ese cruce de miradas y a partir de un doble deslumbramiento por los modernos y los antiguos, mira a los pintores prerrenacentistas y renacentistas a través del filtro de los metafísicos, los postcubistas y los novecentistas, tendencias que por distintas vías estaban haciendo el camino de vuelta de las vanguardias para revalorizar el pasado, el purismo, la figuración y la vuelta al orden. Éste es el recorrido que más lo atrae: una combinación del pasado visto a través de la pintura de De Chirico, De Pisis, Cézanne y Picasso.
Spilimbergo vuelve a la Argentina a fines de la década del 20 y sus rituales envíos al Salón Nacional continúan firmes. En 1931, los amigos y colegas del pintor le organizan una cena de desagravio porque el jurado del Salón no premia la Figura que él había enviado. Una larga lista de notables que incluye a Alfredo Bigatti, Cayetano Córdova Iturburu, Raquel Forner, Horacio Coppola, José Luis Romero, Oliverio Girondo, Jorge Romero Brest, Emilio Pettoruti, Pío Collivadino y Alfredo Guttero, entre otros, moviliza el ambiente de la cultura para hacer una protesta y una colecta: con el dinero compran la obra ninguneada por el jurado y la donan al Museo Nacional de Bellas Artes. Esa Figura condensa en una pintura de caballete las claves de la pintura mural, uno de las soluciones estéticas características de Spilimbergo (bien visible en la selección de obras exhibidas en la Recoleta). También resulta evidente el tratamiento completamente distinto de la obra sobre papel, donde aparece una veta fuertemente expresionista.
En la producción de Spilimbergo es posible deducir tres coordenadas: el arte debe hacerse eco de lo social, pero al mismo tiempo debe ser autónomo y responder a la interioridad. Por un lado, hay claros lazos y ataduras con el contexto, geográfico, cultural y social. Y, por el otro, una pintura intemporal, con personajes y figuras hieráticos. Mientras el grabado es un campo de experimentación, la pintura es un campo de sedimentación. Entre las series de grabados exhibidos en el Recoleta se destaca la citada Breve historia de Emma, de 1936, un relato visual que incorpora la estética expresionista. Allí se narra la historia de una prostituta desde el nacimiento hasta su muerte. Y se presenta –con mirada romántica– a la ciudad y el sistema como máquinas devoradoras, que degradan, alienan y deshumanizan. También impacta la serie surrealista de Interlunio (1937) que ilustra el libro homónimo de Oliverio Girondo: un texto en prosa, de atmósfera fantástica y final desconcertante.

DEL MURALISMO A LA ACADEMIA En 1933 Spilimbergo –militante político de la izquierda, que se integra al Frente Popular organizado por el Partido Comunista– funda el Sindicato de Artistas Plásticos y ese mismo año se vincula con el muralista mexicano David Alfaro Siqueiros, quien pasa un tiempo en Buenos Aires. Ambos pintores, junto con Berni, Castagnino y Lázaro, pintan un gran fresco de autoría colectiva, en el sótano de una quinta del empresario periodístico Natalio Botana, director del diario Crítica. Más allá de que su pintura de caballete tenga elementos murales, Spilimbergo adhirió enfáticamente al muralismo, una corriente que en la Argentina no generó descendencia. El mural propone un contacto directo con el público, la interacción del lenguaje plástico en el entorno arquitectónico y urbano, y una politización de la pintura.
En 1937, luego de recoger distintas distinciones en el Salón Nacional a lo largo de los años anteriores, Spilimbergo gana el consagratorio Gran Premio de Honor, lo cual lo acerca al destino patriótico que él había imaginado para sí mismo dos décadas antes. En 1946, junto con Berni, Urruchúa, Castagnino y Colmeiro, pinta los murales de las Galerías Pacífico. Entre 1948 y 1952 enseña dibujo, pintura y composición en la Universidad de Tucumán, donde organiza y dirige el Instituto Superior de Artes, y en 1950 se presenta la primera retrospectiva de su obra en Buenos Aires. En 1952 forma parte del envío argentino a la Bienal de Venecia. Y cuatro años después, cerrando la parábola de su ansiada consagración, es nombrado miembro de la Academia Nacional de Bellas Artes. A partir de 1959 reside alternativamente en Buenos Aires y en Unquillo (Córdoba), donde muere en 1964.

EL ESTILO ARGENTINO En el marco de la exposición del Recoleta, organizada por el Fondo Nacional de las Artes, con la colaboración de la Fundación Spilimbergo, el Fondo editó –además de un catálogo de la muestra, en conjunto con el Centro Cultural– un lujoso volumen sobre Spilimbergo, que se destaca por la calidad gráfica, por la extensa y minuciosa investigación, y por los artículos complementarios (a cargo de la curadora de la muestra, Diana Wechsler, investigadora del Conicet) que abarcan diversos temas: la relación Spilimbergo/Siqueiros; la Exposición Internacional de París; los murales de las Galerías Pacífico; su labor docente, y una detallada cronología. El volumen (que además cuenta con breves trabajos de los críticos Guillermo Whitelow, Fermín Févre y Roberto Del Villano) y la exposición del Recoleta permiten ver que todos los estilos de Spilimbergo son, en realidad, uno solo. En todo caso, un estilo argentino. A través de cada una de esas modalidades es posible pensar en el artista como un animal pictórico, como un militante del color, de la forma y de la materia para quien la pintura es un compromiso que requiere básicamente del trabajo, la formación y el talento, pero que al mismo tiempo los excede porque se trata de un intervenir con el arte en el contexto social y la cultura nacional, como él mismo lo dice: “Pintar es un enorme compromiso con uno mismo pero sobre todo con el mundo”.