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Cuando
un
monstruo ama
a una mujer
hace
20 años john douglas creó una fuerza de elite dentro del
fbi para estudiar por primera vez el comportamiento de los asesinos seriales.
uno de sus alumnos era thomas harris. Hoy, uno es el cazador de asesinos
seriales más efectivo del mundo y el otro es el padre literario
de hannibal lecter, el canibal de el silencio de los inocentes que vuelve
después de once años. en estas páginas, el maestro
habla de cómo terminó en los libros de su alumno. y en las
que siguen, un fragmento de hannibal y dos opiniones encontradas sobre
una novela en la que corre demasiada sangre fría.
Por
David Bowman
John
Douglas, un agente retirado del FBI, es el responsable de la fijación
que la cultura tiene hoy con los psycho killers. Douglas fue el primer
oficial de policía en realizar un estudio psicológico para
dilucidar cómo funciona la mente de un asesino serial. Hannibal
Lecter, el célebre caníbal literario, fue creado por Thomas
Harris, una suerte de discípulo extraoficial de Douglas. Harris
moldeó a su cazador de asesinos Jack Crawford (interpretado por
Scott Glenn como mentor de la Clarice Starling de Jodie Foster en El silencio
de los inocentes) a imagen y semejanza de Douglas. La entrevista se lleva
a cabo en una de las oficinas de la editorial Dell. La habitación
no tiene ventanas y se parece mucho a una celda de interrogatorios. Douglas
se encuentra en estos días promocionando The Anatomy of Motive
(La anatomía del motivo), su quinto libro de no ficción
sobre los funcionamientos de un asesino serial. Tiene cincuenta y cuatro
años, y un pésimo gusto para las corbatas. Apenas se sienta,
empieza a hablar. Douglas ha entrevistado a más de cinco mil maniáticos
y no hay pregunta que lo haga transpirar.
Thomas Harris se basó en usted para crear uno de sus agentes del
FBI.
Sí, a Jack Crawford. Además existen varios programas
de televisión basados en mí: Millennium, Profiler.
Pero lo que han hecho en esas teleseries es malinterpretar mis libros.
Cuando veo Profiler, no puedo creer que la actriz haga esa
mueca y padezca flashbacks en los que ve escenas violentas llenas de sangre.
Si yo hubiera tenido que pasar por eso con cada uno de mis casos, andaría
por la calle con un vestido de chiffon azul y fumando un cigarro. Cuando
trabajo, lo que intento es analizar primero a la víctima, después
el crimen y por último, si se puede, trazar un perfil del asesino.
Debe haber casos en que la policía detiene a un sospechoso y lo
llaman a usted para que lo monitoree.
Pasa todo el tiempo. Es más: usan mi experiencia para conseguir
una orden de detención. En mi libro Manhunter describo el caso
en Alaska de un tipo que aprovechaba cuando su mujer no estaba para violar
mujeres y torturarlas. Después, las desnudaba y las soltaba para
poder cazarlas por toda la casa. Recién después las mataba.
En dos años se le escaparon dos víctimas, pero nadie les
creía demasiado porque ellas eran prostitutas y él, el panadero
del pueblo. Así que la policía me llamó a mí.
Había un patrón de conducta y él tenía antecedentes
como pirómano. Con eso consiguieron una orden de detención.
En la casa encontraron joyas de por lo menos una docena de mujeres asesinadas
y un mapa repleto de cruces señalando dónde las había
enterrado. En ciudades como Nueva York el trabajo es más difícil
todavía. Hace años, di una charla sobre piromanía
en el Departamento de Policía. Les dije que fotografiaran a la
multitud, porque los pirómanos generalmente se quedan cerca del
incendio, meando o masturbándose. Después de la charla volví
a Virginia. Me llamaron para decirme que ese sistema podía funcionar
en mi pueblo, pero que en Nueva York era más complicado. Habían
fotografiado a la multitud durante un incendio y se encontraron con una
docena de personas meando y otra docena masturbándose. Hay gente
que ni siquiera necesita prender el fuego; sólo sale de su casa
cuando hay un incendio y lo disfruta.
¿Usted puede hablar conmigo, por ejemplo, y asegurar que no soy
peligroso?
¿Decir que usted nunca va a ser un asesino serial? No, ése
es el problema: se espera que los asesinos se comporten de determinada
manera, que tengan delirios o que se anden babeando todo el tiempo. Existen
algunos asesinos con aspecto de freaks, pero a esos se los atrapa rápido.
Los otros, los que se encuentran por encima de la inteligencia media,
son los que logran perderse entre la multitud. Por ejemplo, Ted Bundy,
un tipo buenmozo y agradable, cuyo modus operandi consistía en
usar un yeso falso en el brazo. Esperaba en las puertas de las bibliotecas.
Cuando la víctima elegida aparecía, él dejaba caer
sus libros. La chica casi siempre lo ayudaba a levantarlos. Eso era lo
último que ella sabía. Como en El silencio de los inocentes,
le saltaba encima de golpe, le pegaba con el yeso y se la llevaba.
Hablando del asesino oculto detrás de una persona amable, ¿cómo
es Thomas Harris?
Bueno, no es exactamente lo que se dice un tipo que derrocha personalidad
o que anda de fiesta en fiesta. Realmente, ni siquiera es un buen compañero
de copas. Es una persona asocial. Muy puntillosa. Se sentaba
en las clases de Psicología Criminal que yo daba en el FBI cuando
recién empezaba a hacer perfiles de asesinos. Recién empezábamos
a ir a las cárceles de máxima seguridad, pero no precisamente
para pedirle a un Hannibal Lecter que nos ayudara a atrapar a alguien.
Hasta entonces nadie había mantenido entrevistas con criminales
para saber cómo pensaban. Incluso hoy en día, buena parte
de los que deciden sentencias y fianzas no quieren saber nada sobre esa
clase de crímenes. Lo que yo he aprendido es que para entender
al artista hay que mirar la obra. Y Harris entendió lo mismo. Después
armó a Hannibal Lecter. Por suerte, no existe nadie así.
Hannibal es una mezcla de tres asesinos que estudiábamos en esas
clases. Primero, Ted Bundy. Después, un tipo de Wisconsin que,
cuando lo encontraron, ya había enterrado a varias víctimas
y tenía listas algunas tumbas más. Las despellejaba, conservaba
la carne en aceite de motor, y después se la ponía encima.
Tenía media docena de máscaras hechas con carne humana.
¿El tercero es Ed Gein, aquel asesino en el que se basaron The
Texas Chainsaw Massacre (El loco de la motosierra) y Psicosis?
Ed Gein podría ser un referente, pero yo me refiero a Gary
Heidnik, un tipo de Filadelfia que encerraba mujeres en un pozo de dos
metros de profundidad. Durante el juicio, sus abogados argumentaron que
se trataba de un demente. Heidnik tenía medio millón de
dólares en el banco, que había amasado jugando en la Bolsa
con sus modestos cheques por discapacidad de la Asistencia Social. Merrill
Lynch, la consultora con la que operaba, declaró que todo el mérito
de esos pases en la Bolsa era de Heidnik, así que fue condenado
a muerte y ejecutado el 6 de julio pasado.
En su último libro usted dice que la pornografía no genera
crímenes sexuales. ¿Los libros como El silencio de los inocentes
no estimulan a los desquiciados a asesinar mujeres?
Los desquiciados suelen gravitar alrededor de la violencia. En su
momento, intentaron argumentar que Bundy empezó a matar por culpa
de la pornografía. Eso es una estupidez. Mis estudios demostraron
que el 83 por ciento de los violadores tienen algún tipo de relación
con la pornografía. ¿Y qué? Si investigara entre
los agentes del FBI, estoy seguro de que por lo menos el 90 por ciento
lee pornografía. Que uno se interese por el sadomasoquismo y compre
revistas dedicadas al tema no significa que vaya a volverse un desquiciado
o un asesino.
Así que Hannibal no llevará a nadie a quien le gusta la
carne a cocinar al vecino...
No, no creo. Aunque debo reconocer que el libro es sumamente bizarro.
Sobre todo el final. La empatía entre Lecter y Clarice. Algunos
amigos casi se mueren al llegar al final.
Usted casi se muere una vez ya, ¿no?
Sí, en el 83. Tenía 38 años y estaba
trabajando en tantos casos que mi cuerpo ya no daba más: tomaba
mucho, hacía demasiado ejercicio, no tenía vida social.
Un día la cabeza se me partía del dolor. Esa noche tuve
un colapso en la habitación de un hotel y quedé ahí
tirado en el piso durante dos días. Cuando patearon la puerta,
volaba de fiebre, tanto que creyeron que había sufrido daño
cerebral. Había tenido picos de casi cincuenta grados. Tuvieron
que envolverme en hielo. Estuve en coma durante una semana y cuando desperté
estuve paralítico un tiempo. Hice cinco mesesde rehabilitación.
Harris ya me conocía. Y en eso se basó para crear a Jack
Crawford: un tipo que no puede volver a su casa y decirles a sus hijos
Hoy no vamos a hablar de Los Tres Chanchitos sino de Jack El Destripador.
Era muy difícil tener una familia: me llamaban todo el tiempo,
estaba de servicio las 24 horas y, encima, trabajaba con las policías
locales porque el FBI no quería ocuparse de esos casos. Edgar Hoover
murió en el 72. Yo entré al FBI en el 70 y cuando
empecé con este tipo de casos, en el 77, los hooverianos
todavía estaban dando vueltas. Ellos querían trabajar en
blanco y negro, y a mí me interesaban los grises.
¿Conoció a Hoover?
Lo vi cuando vino a recibir a los nuevos agentes. Era poco común
verlo. Pero lo verdaderamente asombroso era que un tipo con esa apariencia
senil despertara tanto miedo entre los agentes. Cuando empecé a
trabajar en la oficina de Detroit, y después en Milwaukee, me asombró
cuánto temía la vieja guardia una inspección. Cada
dos años, aparecían los inspectores de Hoover y siempre
había alguno que sufría las consecuencias.
¿Se los daba de baja?
No, se los disciplinaba. Eran transferidos a oficinas
en donde es casi imposible conseguir un ascenso o un caso interesante.
¿Dónde estaba cuando se enteró de que J. Edgar Hoover
usaba ropa de mujer?
Se van a reír, pero en el 83 yo tenía vestidos
en mi oficina. Por eso, hace un rato, hice el chiste del vestido de chiffon
azul. Yo solía decir: Si no me ayudan a resolver este caso,
un día de éstos me verán usando un vestido de chiffon
azul y fumando un cigarro. Por eso, para uno de mis aniversarios
dentro del FBI, me regalaron dos vestidos de chiffon azules. Desde ese
día los tuve colgados en la oficina.
¿Nunca se sintió avergonzado por haber tenido a Hoover como
jefe?
El tema de la ropa de mujer siempre me resultó gracioso,
aunque entiendo que los más veteranos de la agencia se pusieran
furiosos incluso con eso. Lo que me avergüenza es que tuviera archivos
de personas como Martin Luther King.
Me gustaría hacerle una pregunta sobre los Talking Heads. ¿Conoce
a ese grupo?
No, ¿qué tipo de música hacen?
Era un grupo new wave en los 70 y los 80. Su primer hit se llamaba Psycho
Killer.
Ah, sí, conozco esa canción.
David Byrne, el cantante, es un tipo muy intenso. Decidió
que un psicópata asesino diría: Odio a la gente cuando
no es amable, y que hablaría en francés por ser refinado.
¿Eso es lo que piensa Byrne? Ese tipo camina sobre el límite.
¿Le suena acertada su descripción?
La verdad, sí. ¿Así es él?
No, eso dice la canción.
Pero, ¿cómo es este tipo Byrne?
Es un artista...
Sí, claro. Como Thomas Harris. Un tipo al que le dan la información
básica y con eso la mente se pone en funcionamiento. Y es una mente
muy, muy oscura. Este tipo Byrne también parece ser así.
Uno no sabe si está expresando sentimientos que bien podría
tener, llegado el caso. ¿Qué haría él si tuviera
la oportunidad de liquidar a alguien? Si yo fuera un psicópata,
me gustaría ser un Angel Justiciero.
Eso nos lleva a otra pregunta: ¿existe algún asesino serial
que sólo mate a personas que se lo merecen?
Muchos piensan así. Creen que están siendo ángeles
justicieros cuando matan vagos o prostitutas. De hecho, un tipo en Long
Island se hacíallamar El Angel de la Muerte; trabajaba en un hospital
y se dedicaba a matar viejos.
¿Existe alguno que se dedique a matar las formas políticamente
correctas del Mal, como pesos pesados del mundo de las drogas o empresarios
depravados?
O asesinos seriales ecologistas dedicados a degollar dueños
de aserraderos y despellejar cazadores de ballenas, ¿no? Eso sería
distinto. Theodore Kaczynski, el Unabomber, creía estar haciendo
algo parecido. Pero cuando empecé a analizar el caso, dije: Olvídense
del odio a la tecnología. A este tipo le importa un carajo todo
eso. Lo único que quiere es matar. Le gusta. Quiere matar y dominar,
Lo único que le importa es tener el control. Por eso, dos
días después que un atentado monstruoso en Oklahoma ocupara
la primera plana de los diarios, el Unabomber mata a un profesor de la
Costa Este. Ése es Kaczynski diciendo: ¿Quién
es ese tipo de Oklahoma? Yo soy el pez gordo.
¿Cuál es la diferencia entre matar mujeres en un pozo y
volar un edificio?
Uno es más personal que el otro. Excepto cuando son atentados
políticos, el tipo que vuela un edificio es mucho más pasivo,
solitario y asocial. Mientras que el otro tipo quiere ver
las lágrimas en la cara de la víctima.
Una última pregunta sobre Hannibal Lecter: ¿usted cree que
tiene gusto a pollo?
¿La carne humana?
¿No siente curiosidad?
Me da curiosidad saber por qué lo hacen. Como Jeffrey Dahmer,
que se comía hasta el último pedazo de sus víctimas.
Una cosa es dominar a la víctima, pero el canibalismo es convertirse
en uno con la víctima. Son personas que cometen actos dementes,
pero no son dementes. Por eso es tan difícil reconocerlos.
Un
fragmento de Hannibal
Hoy
cocina para nosotros...
Uno de los exquisitos obsequios que
le hace el doctor Lecter a la agente Clarice Starling, cerca del final
del libro, es la posibilidad de degustar un manjar de su propia cosecha.
La escena tiene lugar en una casa en algún lugar de Connecticut,
alquilada por Lecter con uno de sus nombres
falsos. El tercer invitado a la cena es el perverso Paul Krendler, el
hombre que hizo expulsar del FBI a la agente Starling.
Por
THOMAS HARRIS
La
brisa causada por la entrada de ambos al comedor agitó las llamas
de las velas, reflejadas por las copas de cristal sobre el mantel color
crema. El comedor quedaba reducido a un tamaño íntimo por
un gran arreglo floral que tapaba el resto de la mesa. El doctor Lecter
sirvió vino y le ofreció a Clarice sólo un diminuto
amuse-gueule como entrada, una exquisita ostra, mientras se sentaba en
su lugar.
¿Qué vamos a comer? dijo ella.
Él levantó su dedo hasta los labios.
Nunca se pregunta. Arruina la sorpresa. ¿Tienes hambre?
¡Sí!
El doctor Lecter arrastró un carrito al costado de la mesa. Ahí
estaban sus cacerolas, sus mecheros y sus condimentos en pequeños
bols de cristal. Subió el fuego de los mecheros y dejó caer
un generoso pedazo de manteca en su sartén de cobre, derritiéndola
y haciéndola girar hasta que adoptó un color avellana. Le
sonrió a Clarice con dientes extremadamente blancos.
¿Te acuerdas de lo que dijimos acerca de los comentarios
agradables y desagradables, y de que ciertas cosas resultan graciosas
en determinado contexto?
El olor de esa manteca es delicioso. Sí, me acuerdo.
Bien. El señor Krendler va a compartir con nosotros el primer
plato.
El doctor Lecter corrió el arreglo floral y dejó ver a Paul
Krendler en persona, maniatado a una silla de roble. Krendler abrió
los ojos y miró alrededor. Tenía puesta una vincha de toalla
y un smoking, con camisa y corbata incluidos. Cortando la ropa por la
espalda, el doctor Lecter había logrado vestirlo y ocultar los
metros de cinta adhesiva que lo ataban a la silla. Starling entrecerró
los ojos y frunció los labios, como solía hacer en el campo
de tiro. Con un par de pinzas de plata, el doctor Lecter arrancó
la cinta adhesiva que tapaba la boca de Krendler.
Buenas noches nuevamente, señor Krendler.
Buenas noches. Por la voz, no parecía estar en sus
cabales.
¿Le gustaría darle las buenas noches a la señorita
Starling?
Hola, Starling dijo Krendler y pareció iluminarse.
Siempre quise verte comer.
Starling lo miró como si fuera un espejo en la pared. Luego desvió
los ojos hacia el doctor Lecter, que seguía ocupado con sus cacerolas.
¿Cómo consiguió atraparlo?
El señor Krendler está supuestamente en camino a una
importante conferencia sobre su futuro político dijo el doctor
Lecter. Lo intercepté esta mañana, estaba trotando
por la pista de Rock Creek. ¿Le gustaría rezar antes de
que comamos, señor Krendler?
¿Rezar? Sí. Krendler cerró los ojos.
Padre nuestro, te agradecemos por las bendiciones que estamos por
recibir y nos ponemos a tu servicio. Starling ya es una chica grande para
andar revolcándose con su papito, aunque sea una basura sureña.
Por favor, perdónala y devuélvela a mi regazo, amén.
Voy a llegar al Congreso, ¿sabes? dijo, sonriendo de un modo
desagradable a Clarice. Puedes darte una vuelta por el comité
de campaña, quizá haya algo para ti. Un puesto de secretaria.
¿Sabes tipear?
Si se me perdona por hablar de negocios en la mesa, usted no tiene
lo que hay que tener para robar en el Congreso dijo Starling con
un tono circunspecto. ¿Sabe algo más, señor
Krendler? Cada vez que me miraba con desprecio, o boicoteaba mi carrera,
cada vez que usted escribía algo negativo en mi legajo, yo pensaba
en el fondo de mi corazón que había hecho algo para merecerlo.
Dudaba de mí misma por un momento, aunque creyera que no me lo
merecía. Pensaba que usted sabía qué era lo correcto.
Pero usted no sabe, señor Krendler. No sabe nada Starling
bebió un sorbo de su espléndido borgoña y le dijo
al doctor Lecter: Amo este vino.
El doctor Lecter estaba agregando echalotes y alcaparras a la manteca
quemada. Ahora buscó en el aparador un bol de cristal con agua
helada y una bandeja de plata y los puso sobre la mesa. Luego le sacó
la vincha a Krendler. Todo lo que le pedimos es que mantenga la
cabeza abierta, dijo y con sumo cuidado, usando ambas manos, levantó
la tapa del cráneo de Krendler y la depositó sobre la bandeja.
No derramó ni una gota de sangre. Los vasos sanguíneos más
importantes habían sido obstruidos y los otros, sellados prolijamente
bajo los efectos de una anestesia local. Se podía ver la cima gris
y rosada del cerebro de Krendler. Con un instrumento parecido a una pinza,
el doctor Lecter removió cuatro fetas del lóbulo prefrontal.
Krendler alzaba los ojos de tanto en tanto. El doctor Lecter colocó
las fetas en el bol con agua helada con jugo de limón, para que
no perdieran consistencia. Luego las sirvió en un plato, las espolvoreó
con harina y después con migas de pan, gratinó una trufa
negra fresca en su salsa y le exprimió un limón encima.
Rápidamente, saltó las fetas en la sartén hasta que
estuvieron apenas tostadas.
¡Huele increíble! dijo Krendler.
El doctor Lecter las depositó entonces sobre unos croutons anchos
y las roció con salsa de trufas. Una guarnición de perejil,
alcaparras con sus tallos y un capullo de lechuga sobre berro completaban
la presentación.
¿Cómo está? preguntó Krendler,
en voz excesivamente fuerte, como tienden a hacer las personas lobotomizadas.
Realmente excelente dijo Starling. Nunca había
comido alcaparras.
El doctor Lecter encontró el brillo de la salsa de manteca sobre
el labio de Starling intensamente provocador. Había vuelto a colocar
el arreglo floral de tal manera que ocultara a Krendler, quien empezó
a cantar. Ignorándolo, el doctor Lecter y Starling discutieron
el tema de Mischa. Starling conocía ya la triste historia de la
hermanita del doctor, pero ahora él hablaba de un modo esperanzado
acerca de su posible regreso. Y a Starling no le parecía descabellado
que la pequeña Mischa pudiera regresar del mundo de los muertos.
Compenetrados en su conversación, Krendler no los perturbaba más
que alguien cantando el feliz cumpleaños en otra mesa de un restaurante;
pero cuando empezó a aullar una canción procaz, el doctor
Lecter buscó su ballesta, que estaba en un rincón.
Quiero que escuches el sonido de un bello instrumento de cuerdas,
Clarice. La flecha salió disparada sobre la mesa y a través
de las flores. Esa frecuencia tan particular de la cuerda de la
ballesta, por si llegas a escucharla de nuevo alguna vez, en cualquier
otro contexto, es el sonido de la libertad y la paz más absolutas
dijo el doctor Lecter.
La voz de Krendler se extinguió de golpe.
Un poco de helado para refrescarnos antes de la codorniz. No, no
te levantes. El señor Krendler me ayudará a limpiar. Con
tu permiso.
Detrás de la pantalla de flores, el doctor Lecter vació
los platos dentro del cráneo de Krendler y los apiló en
su falda. Volvió a colocar la tapa del cráneo en la cabeza
y arrastró la silla hasta la cocina. A su regreso, mientras comían,
le contó a Clarice qué pensaba de Enrique VIII como compositor
y ella le dijo cómo diseñar por computadora el sonido de
motores y cómo reproducir frecuencias agradables. El postre se
serviría en la sala de estar, anunció el doctor Lecter.Traducción
y adaptación: Juan Ignacio Boido.
La
versión sin sacarina de La Fuerza
Por
ALFREDO GRIECO Y BAVIO
Resulta
imposible elogiar una novela como Hannibal sin contar el argumento y arruinar
el placer de quienes no la han leído. Un placer difícil
de recobrar: aunque Thomas Harris es un autor popular, cada nueva entrega
se hace esperar años, o décadas. El silencio de los inocentes
eran los feroces 80. El actor An- thony Hopkins podía decir, y
nosotros creer, que para componer en el film al psicópata Hannibal
Lecter le había bastado con observar a Margaret Thatcher. Once
años después, la de Hannibal es la era post-impeachment,
con su progresismo desleal cortado a medida (como el de la Alianza local).
Una modalidad de elogio que evita anticipar finales a lectores supersticiosos
(los únicos a quienes les importa leer) es la de Stephen King,
un fan de Hannibal cuando la novela recién estaba en pruebas de
imprenta. King renunció a narrar, y a describir. En una larga reseña
que fue tapa del New York Times Book Review se contentó con la
alusión y el símil: Harris es el Thomas Pynchon de la novela
popular, el doctor Lecter es el Conde Drácula de la edad de la
PC y la telefonía celular, el oído de Harris para la dicción
conversacional (particularmente la del sur norteamericano) sólo
es igualado por Tom Wolfe, todas las versiones de La Bella y la Bestia
fueron borradores para Hannibal, el doctor Lecter es el lado oscuro de
esa Fuerza de la que La guerra de las galaxias nos da una versión
sacarinada.
King tuvo un elogio final: Harris es la Caída del Muro que separa
la Ficción Popular de la Literatura (a secas). Este derrumbe abre
otra brecha para el elogio, que tampoco recae en el truco sucio de contar
el final. Es una vía crítica que se podría llamar
neoclásica. No registra un desvío, como la modernista, sino
que celebra la feliz concordancia con las reglas del arte y de los géneros
literarios. Y es que Hannibal es una obra maestra (más) del terror
norteamericano. Aunque también cumpla un requisito sine qua non
de la nueva ficción pop: toda ella es pura latencia cinematográfica.
Pero aquí es posible invocar una de las comparaciones de King:
hay que decir que, como Tom Wolfe, Harris conoció las obras de
Dickens antes que las de Hitchcock. En cambio, escritores como Tom Clancy,
John Grisham, o Michael Crichton son novelistas fantasmas: crean realidad
a partir de la información; son hombres del Silicon Valley. La
de ellos es una ficción que desconoce a la experiencia, y sin embargo
la señala falazmente como fuente, cuando busca una ilusión
de doble fondo que revele la trastienda de lo real. En sus novelas, ficción
e información se realimentan en un circuito cerrado, donde todo
lo íntimo es iluminado sin claroscuros por el sentido público.
¿Qué escribe Crichton que no podamos leer en el diario?
El disparador de Hannibal es un tema cien por ciento norteamericano, en
la estela de las nuevas situaciones jurídicas creadas por las insistencias
de los movimientos de derechos civiles: la agente Clarice Starling dispara
y mata a una madre afroamericana que tiene en los brazos a su bebé;
los medios multiplican esa imagen incriminatoria. El best-seller de los
90 es de un localismo notable frente al internacionalismo de las bagatelas
y patrañas de los 70, en el apogeo de la commercial fiction. Es
la venganza de Wichita Falls (Kansas) contra las tramas que idealmente
debían combinar Londres, Bangkok, una metrópolis comunista
(Budapest, Praga, o la mismísima Moscú) y las verdes colinas
de Africa. El fin de la Guerra Fría eliminó la eficacia
de los submarinos rojos que debían colocar ojivas nucleares en
el Mar del Norte. Las formas grandes de la epopeya cedieron su lugar a
terrores menos espectaculares pero acaso más acuciantes. Y aquí
se afincan la clave y la especificidad de la excelencia de Hannibal. El
terror inglés a la Clive Barker tiene como objeto lo
extraño que penetra súbitamente desde fuera y aniquila una
cotidianidad apacible e intachable. En una oposición paradigmática,
el terror americano es el sudor frío que provoca lo contiguo: que
el vecino nos asesine, que la aspiradora nos absorba, que nuestro hijo
sea el Anticristo, que la comida que gustamos sea carne humana, que el
mejor razonamiento sea el de un loco. El terror de lo contiguo es una
especie cuyo género es el terror americano a la ambigüedad,
a que lo unívoco pueda dejar de serlo en cualquier momento sin
que ningún signo nos lo preanuncie. Y donde la polaridad compulsiva
es el precio de la libertad: si no estamos casados a los treinta años,
todos saben que somos gays. Lo ambiguo acecha, coarta la carrera social;
nos deja abandonados al tornar ilegibles el mapa y la iconografía
que guían nuestros pasos diarios. Las cosas no son lo que creíamos
que eran. Pero de algún modo lo presentíamos, y vivíamos
intranquilos; íntimamente descreíamos de la perfectibilidad
de la naturaleza humana. La moral de las relaciones, el cálculo
de la movilidad ascendente, que es el declarado cemento de la sociedad
americana, se desmorona. Al final, ¿de qué sirve que nos
inviten al cóctel si en mitad de la fiesta el embajador puede llevarnos
a un cuartito y violarnos?
El
monstruo se muerde la cola
Thomas
Harris
Desde
principios de los 70, un subgénero sin mucho prestigio literario
amenazaba realizar el mismo itinerario del policial negro en los años
30 y la ciencia ficción en los 50: morder el Sueño Americano
enmascarándose en su disfraz pulp. A falta de mejor nombre llamémoslo
el best-seller paranoico. Stephen King aparece como indiscutido rey del
género. Pero antes que él, hubo otro autor que supo sumergirse
con oficio en esas aguas: William Peter Blatty, autor de El exorcista,
un libro que aun hoy resiste relecturas (lo que es decir, para un best-seller).
Lo mismo hizo, desde otro flanco, Thomas Harris. Lo que había sido
la doble moral de la Ley Seca para el policial y el anticomunismo de la
Guerra Fría para la ciencia ficción, era ahora la sociedad
de consumo y la falsa tranquilidad que daba al público en su consecución
del Sueño Americano, para estos autores. Usando un mecanismo típico
del escritor de bestsellers (un potente argumento resumible en una frase,
una trama que permitía ver vívidamente y desde adentro un
mundo desconocido, el de la posesión demoníaca en Blatty,
el de los asesinos seriales en Harris), lograban su metáfora con
tal eficacia (el enemigo está entre nosotros, generado por nosotros)
que detrás vinieron los imitadores en serie, repitiendo el personaje
hasta volverlo un arquetipo.
A diferencia del prolífico King, Blatty y Harris se sumieron en
un largo silencio después de darse a conocer: no sólo no
publicaban nada nuevo sino que tampoco daban reportajes ni se dejaban
ver en público, lo que generó un aura mitificador en torno
de ellos, que convirtió a Blatty en una suerte de obsesión
para satanistas y a Harris en un ídem para asesinos seriales. Sugestivamente,
aquello que ambos autores metaforizaron con tanto acierto en su actitud
y en sus libros (la sociedad de consumo) termina devorándolos tal
como a King o a Anne Rice. Blatty sucumbió al canto de sirenas
doce años después de El exorcista, retomando tema y personaje
en un fiasco llamado Legión. Harris dejó pasar once años
hasta la salida de Hannibal hace menos de un mes. El fiasco no es que
hayan vuelto a la escena del crimen, sino que ambas secuelas no consigan
superar las más mediocres de las innumerables imitaciones que se
hicieron entretanto de sus originales.
Uno de los mayores atractivos del doctor Lecter, en sus apariciones en
Dragón rojo y El silencio de los inocentes, era lo escueto de su
rol, inversamente proporcional a su peso argumental: en ambas novelas
Lecter estaba preso, y se contaba en dosis homeopáticas su tremendo
pasado, como psiquiatra de fama y prestigio, hedonista refinadísimo
y asesino antropófago. La inmovilidad obligada de la prisión
le daba una carga adicional a su peligrosidad. El Lecter de Hannibal está
suelto, primer problema: Harris no se preocupa en exhibir a los lectores
cómo funciona el patrón de conducta asesina de su héroe
una vez que está en libertad y puede o necesita matar.
Le preocupa más mostrar cuán sofisticado y único
es: qué come, cuánto sabe de arte italiano, con qué
maestría toca el clavicordio. Segundo problema: el argumento pretende
ser vertiginoso (léase cinematográfico) pero el autor necesita
demostrar que los once años de escritura implicaron una exhaustiva
investigación; como resultado, la prosa va siempre más lenta
que la imaginación del lector (nada se sugiere; todo se dice).
Tercer problema: Clarice Starling es el mismo extraordinario personaje
de El silencio de los inocentes; está más curtida y escéptica,
pero eso sólo subraya su complejidad, a diferencia de la falta
absoluta de matices de los demás personajes (todos mayúsculos,
operáticos, pretenciosamente únicos). En otras palabras,
la pobre Clarice está en el libro equivocado.
A diferencia de los mejores policiales, de los mejores libros de ciencia
ficción, y de por qué no de El exorcista, Cementerio
de animales o El silencio de los inocentes, este Hannibal termina siendo
un producto norteamericano en el más obvio de los sentidos: da
lo que el público pide;es decir, demasiado. Es decir, demasiado
poco. Lo que pasa con Lecter en Hannibal trae a la memoria lo que pasó
con el monstruo de Alien: queríamos más, pedíamos
más, y llegó Aliens, para mostrarnos al monstruo de frente
y de perfil, con familia numerosa incluida. La última ironía
vendría a ser que se descarte a Ridley Scott como reemplazante
de Jonathan Demme y termine siendo James Cameron quien dirija la versión
cinematográfica de Hannibal.
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