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Cuando un
monstruo ama
a una mujer

hace 20 años john douglas creó una fuerza de elite dentro del fbi para estudiar por primera vez el comportamiento de los asesinos seriales. uno de sus alumnos era thomas harris. Hoy, uno es el cazador de asesinos seriales más efectivo del mundo y el otro es el padre literario de hannibal lecter, el canibal de el silencio de los inocentes que vuelve después de once años. en estas páginas, el maestro habla de cómo terminó en los libros de su alumno. y en las que siguen, un fragmento de hannibal y dos opiniones encontradas sobre una novela en la que corre demasiada sangre fría.

Por David Bowman

John Douglas, un agente retirado del FBI, es el responsable de la fijación que la cultura tiene hoy con los psycho killers. Douglas fue el primer oficial de policía en realizar un estudio psicológico para dilucidar cómo funciona la mente de un asesino serial. Hannibal Lecter, el célebre caníbal literario, fue creado por Thomas Harris, una suerte de discípulo extraoficial de Douglas. Harris moldeó a su cazador de asesinos Jack Crawford (interpretado por Scott Glenn como mentor de la Clarice Starling de Jodie Foster en El silencio de los inocentes) a imagen y semejanza de Douglas. La entrevista se lleva a cabo en una de las oficinas de la editorial Dell. La habitación no tiene ventanas y se parece mucho a una celda de interrogatorios. Douglas se encuentra en estos días promocionando The Anatomy of Motive (“La anatomía del motivo”), su quinto libro de no ficción sobre los funcionamientos de un asesino serial. Tiene cincuenta y cuatro años, y un pésimo gusto para las corbatas. Apenas se sienta, empieza a hablar. Douglas ha entrevistado a más de cinco mil maniáticos y no hay pregunta que lo haga transpirar.
Thomas Harris se basó en usted para crear uno de sus agentes del FBI.
–Sí, a Jack Crawford. Además existen varios programas de televisión basados en mí: “Millennium”, “Profiler”. Pero lo que han hecho en esas teleseries es malinterpretar mis libros. Cuando veo “Profiler”, no puedo creer que la actriz haga esa mueca y padezca flashbacks en los que ve escenas violentas llenas de sangre. Si yo hubiera tenido que pasar por eso con cada uno de mis casos, andaría por la calle con un vestido de chiffon azul y fumando un cigarro. Cuando trabajo, lo que intento es analizar primero a la víctima, después el crimen y por último, si se puede, trazar un perfil del asesino.
Debe haber casos en que la policía detiene a un sospechoso y lo llaman a usted para que lo “monitoree”.
–Pasa todo el tiempo. Es más: usan mi experiencia para conseguir una orden de detención. En mi libro Manhunter describo el caso en Alaska de un tipo que aprovechaba cuando su mujer no estaba para violar mujeres y torturarlas. Después, las desnudaba y las soltaba para poder cazarlas por toda la casa. Recién después las mataba. En dos años se le escaparon dos víctimas, pero nadie les creía demasiado porque ellas eran prostitutas y él, el panadero del pueblo. Así que la policía me llamó a mí. Había un patrón de conducta y él tenía antecedentes como pirómano. Con eso consiguieron una orden de detención. En la casa encontraron joyas de por lo menos una docena de mujeres asesinadas y un mapa repleto de cruces señalando dónde las había enterrado. En ciudades como Nueva York el trabajo es más difícil todavía. Hace años, di una charla sobre piromanía en el Departamento de Policía. Les dije que fotografiaran a la multitud, porque los pirómanos generalmente se quedan cerca del incendio, meando o masturbándose. Después de la charla volví a Virginia. Me llamaron para decirme que ese sistema podía funcionar en mi pueblo, pero que en Nueva York era más complicado. Habían fotografiado a la multitud durante un incendio y se encontraron con una docena de personas meando y otra docena masturbándose. Hay gente que ni siquiera necesita prender el fuego; sólo sale de su casa cuando hay un incendio y lo disfruta.
¿Usted puede hablar conmigo, por ejemplo, y asegurar que no soy peligroso?
–¿Decir que usted nunca va a ser un asesino serial? No, ése es el problema: se espera que los asesinos se comporten de determinada manera, que tengan delirios o que se anden babeando todo el tiempo. Existen algunos asesinos con aspecto de freaks, pero a esos se los atrapa rápido. Los otros, los que se encuentran por encima de la inteligencia media, son los que logran perderse entre la multitud. Por ejemplo, Ted Bundy, un tipo buenmozo y agradable, cuyo modus operandi consistía en usar un yeso falso en el brazo. Esperaba en las puertas de las bibliotecas. Cuando la víctima elegida aparecía, él dejaba caer sus libros. La chica casi siempre lo ayudaba a levantarlos. Eso era lo último que ella sabía. Como en El silencio de los inocentes, le saltaba encima de golpe, le pegaba con el yeso y se la llevaba.
Hablando del asesino oculto detrás de una persona amable, ¿cómo es Thomas Harris?
–Bueno, no es exactamente lo que se dice un tipo que derrocha personalidad o que anda de fiesta en fiesta. Realmente, ni siquiera es un buen compañero de copas. Es una persona “asocial”. Muy puntillosa. Se sentaba en las clases de Psicología Criminal que yo daba en el FBI cuando recién empezaba a hacer perfiles de asesinos. Recién empezábamos a ir a las cárceles de máxima seguridad, pero no precisamente para pedirle a un Hannibal Lecter que nos ayudara a atrapar a alguien. Hasta entonces nadie había mantenido entrevistas con criminales para saber cómo pensaban. Incluso hoy en día, buena parte de los que deciden sentencias y fianzas no quieren saber nada sobre esa clase de crímenes. Lo que yo he aprendido es que para entender al artista hay que mirar la obra. Y Harris entendió lo mismo. Después armó a Hannibal Lecter. Por suerte, no existe nadie así. Hannibal es una mezcla de tres asesinos que estudiábamos en esas clases. Primero, Ted Bundy. Después, un tipo de Wisconsin que, cuando lo encontraron, ya había enterrado a varias víctimas y tenía listas algunas tumbas más. Las despellejaba, conservaba la carne en aceite de motor, y después se la ponía encima. Tenía media docena de máscaras hechas con carne humana.
¿El tercero es Ed Gein, aquel asesino en el que se basaron The Texas Chainsaw Massacre (“El loco de la motosierra”) y Psicosis?
–Ed Gein podría ser un referente, pero yo me refiero a Gary Heidnik, un tipo de Filadelfia que encerraba mujeres en un pozo de dos metros de profundidad. Durante el juicio, sus abogados argumentaron que se trataba de un demente. Heidnik tenía medio millón de dólares en el banco, que había amasado jugando en la Bolsa con sus modestos cheques por discapacidad de la Asistencia Social. Merrill Lynch, la consultora con la que operaba, declaró que todo el mérito de esos pases en la Bolsa era de Heidnik, así que fue condenado a muerte y ejecutado el 6 de julio pasado.
En su último libro usted dice que la pornografía no genera crímenes sexuales. ¿Los libros como El silencio de los inocentes no estimulan a los desquiciados a asesinar mujeres?
–Los desquiciados suelen gravitar alrededor de la violencia. En su momento, intentaron argumentar que Bundy empezó a matar por culpa de la pornografía. Eso es una estupidez. Mis estudios demostraron que el 83 por ciento de los violadores tienen algún tipo de relación con la pornografía. ¿Y qué? Si investigara entre los agentes del FBI, estoy seguro de que por lo menos el 90 por ciento lee pornografía. Que uno se interese por el sadomasoquismo y compre revistas dedicadas al tema no significa que vaya a volverse un desquiciado o un asesino.
Así que Hannibal no llevará a nadie a quien le gusta la carne a cocinar al vecino...
–No, no creo. Aunque debo reconocer que el libro es sumamente bizarro. Sobre todo el final. La empatía entre Lecter y Clarice. Algunos amigos casi se mueren al llegar al final.
Usted casi se muere una vez ya, ¿no?
–Sí, en el ‘83. Tenía 38 años y estaba trabajando en tantos casos que mi cuerpo ya no daba más: tomaba mucho, hacía demasiado ejercicio, no tenía vida social. Un día la cabeza se me partía del dolor. Esa noche tuve un colapso en la habitación de un hotel y quedé ahí tirado en el piso durante dos días. Cuando patearon la puerta, volaba de fiebre, tanto que creyeron que había sufrido daño cerebral. Había tenido picos de casi cincuenta grados. Tuvieron que envolverme en hielo. Estuve en coma durante una semana y cuando desperté estuve paralítico un tiempo. Hice cinco mesesde rehabilitación. Harris ya me conocía. Y en eso se basó para crear a Jack Crawford: un tipo que no puede volver a su casa y decirles a sus hijos “Hoy no vamos a hablar de Los Tres Chanchitos sino de Jack El Destripador”. Era muy difícil tener una familia: me llamaban todo el tiempo, estaba de servicio las 24 horas y, encima, trabajaba con las policías locales porque el FBI no quería ocuparse de esos casos. Edgar Hoover murió en el ‘72. Yo entré al FBI en el ‘70 y cuando empecé con este tipo de casos, en el ‘77, los hooverianos todavía estaban dando vueltas. Ellos querían trabajar en blanco y negro, y a mí me interesaban los grises.
¿Conoció a Hoover?
–Lo vi cuando vino a recibir a los nuevos agentes. Era poco común verlo. Pero lo verdaderamente asombroso era que un tipo con esa apariencia senil despertara tanto miedo entre los agentes. Cuando empecé a trabajar en la oficina de Detroit, y después en Milwaukee, me asombró cuánto temía la vieja guardia una inspección. Cada dos años, aparecían los inspectores de Hoover y siempre había alguno que sufría las consecuencias.
¿Se los daba de baja?
–No, se los “disciplinaba”. Eran transferidos a oficinas en donde es casi imposible conseguir un ascenso o un caso interesante.
¿Dónde estaba cuando se enteró de que J. Edgar Hoover usaba ropa de mujer?
–Se van a reír, pero en el ‘83 yo tenía vestidos en mi oficina. Por eso, hace un rato, hice el chiste del vestido de chiffon azul. Yo solía decir: “Si no me ayudan a resolver este caso, un día de éstos me verán usando un vestido de chiffon azul y fumando un cigarro”. Por eso, para uno de mis aniversarios dentro del FBI, me regalaron dos vestidos de chiffon azules. Desde ese día los tuve colgados en la oficina.
¿Nunca se sintió avergonzado por haber tenido a Hoover como jefe?
–El tema de la ropa de mujer siempre me resultó gracioso, aunque entiendo que los más veteranos de la agencia se pusieran furiosos incluso con eso. Lo que me avergüenza es que tuviera archivos de personas como Martin Luther King.
Me gustaría hacerle una pregunta sobre los Talking Heads. ¿Conoce a ese grupo?
–No, ¿qué tipo de música hacen?
Era un grupo new wave en los 70 y los 80. Su primer hit se llamaba “Psycho Killer”.
–Ah, sí, conozco esa canción.
David Byrne, el cantante, es un tipo muy “intenso”. Decidió que un psicópata asesino diría: “Odio a la gente cuando no es amable”, y que hablaría en francés por ser refinado.
–¿Eso es lo que piensa Byrne? Ese tipo camina sobre el límite.
¿Le suena acertada su descripción?
–La verdad, sí. ¿Así es él?
No, eso dice la canción.
–Pero, ¿cómo es este tipo Byrne?
Es un artista...
–Sí, claro. Como Thomas Harris. Un tipo al que le dan la información básica y con eso la mente se pone en funcionamiento. Y es una mente muy, muy oscura. Este tipo Byrne también parece ser así. Uno no sabe si está expresando sentimientos que bien podría tener, llegado el caso. ¿Qué haría él si tuviera la oportunidad de liquidar a alguien? Si yo fuera un psicópata, me gustaría ser un Angel Justiciero.
Eso nos lleva a otra pregunta: ¿existe algún asesino serial que sólo mate a personas que se lo merecen?
–Muchos piensan así. Creen que están siendo ángeles justicieros cuando matan vagos o prostitutas. De hecho, un tipo en Long Island se hacíallamar El Angel de la Muerte; trabajaba en un hospital y se dedicaba a matar viejos.
¿Existe alguno que se dedique a matar las formas políticamente correctas del Mal, como pesos pesados del mundo de las drogas o empresarios depravados?
–O asesinos seriales ecologistas dedicados a degollar dueños de aserraderos y despellejar cazadores de ballenas, ¿no? Eso sería distinto. Theodore Kaczynski, el Unabomber, creía estar haciendo algo parecido. Pero cuando empecé a analizar el caso, dije: “Olvídense del odio a la tecnología. A este tipo le importa un carajo todo eso. Lo único que quiere es matar. Le gusta. Quiere matar y dominar, Lo único que le importa es tener el control”. Por eso, dos días después que un atentado monstruoso en Oklahoma ocupara la primera plana de los diarios, el Unabomber mata a un profesor de la Costa Este. Ése es Kaczynski diciendo: “¿Quién es ese tipo de Oklahoma? Yo soy el pez gordo”.
¿Cuál es la diferencia entre matar mujeres en un pozo y volar un edificio?
–Uno es más personal que el otro. Excepto cuando son atentados políticos, el tipo que vuela un edificio es mucho más pasivo, solitario y “asocial”. Mientras que el otro tipo quiere ver las lágrimas en la cara de la víctima.
Una última pregunta sobre Hannibal Lecter: ¿usted cree que tiene gusto a pollo?
–¿La carne humana?
¿No siente curiosidad?
–Me da curiosidad saber por qué lo hacen. Como Jeffrey Dahmer, que se comía hasta el último pedazo de sus víctimas. Una cosa es dominar a la víctima, pero el canibalismo es convertirse en uno con la víctima. Son personas que cometen actos dementes, pero no son dementes. Por eso es tan difícil reconocerlos.


Un fragmento de Hannibal

Hoy cocina para nosotros...

Uno de los exquisitos obsequios que le hace el doctor Lecter a la agente Clarice Starling, cerca del final del libro, es la posibilidad de degustar un manjar de su propia cosecha. La escena tiene lugar en una casa en algún lugar de Connecticut, alquilada por Lecter con uno de sus nombres
falsos. El tercer invitado a la cena es el perverso Paul Krendler, el hombre que hizo expulsar del FBI a la agente Starling.

Por THOMAS HARRIS

La brisa causada por la entrada de ambos al comedor agitó las llamas de las velas, reflejadas por las copas de cristal sobre el mantel color crema. El comedor quedaba reducido a un tamaño íntimo por un gran arreglo floral que tapaba el resto de la mesa. El doctor Lecter sirvió vino y le ofreció a Clarice sólo un diminuto amuse-gueule como entrada, una exquisita ostra, mientras se sentaba en su lugar.
–¿Qué vamos a comer? –dijo ella.
Él levantó su dedo hasta los labios.
–Nunca se pregunta. Arruina la sorpresa. ¿Tienes hambre?
–¡Sí!
El doctor Lecter arrastró un carrito al costado de la mesa. Ahí estaban sus cacerolas, sus mecheros y sus condimentos en pequeños bols de cristal. Subió el fuego de los mecheros y dejó caer un generoso pedazo de manteca en su sartén de cobre, derritiéndola y haciéndola girar hasta que adoptó un color avellana. Le sonrió a Clarice con dientes extremadamente blancos.
–¿Te acuerdas de lo que dijimos acerca de los comentarios agradables y desagradables, y de que ciertas cosas resultan graciosas en determinado contexto?
–El olor de esa manteca es delicioso. Sí, me acuerdo.
–Bien. El señor Krendler va a compartir con nosotros el primer plato.
El doctor Lecter corrió el arreglo floral y dejó ver a Paul Krendler en persona, maniatado a una silla de roble. Krendler abrió los ojos y miró alrededor. Tenía puesta una vincha de toalla y un smoking, con camisa y corbata incluidos. Cortando la ropa por la espalda, el doctor Lecter había logrado vestirlo y ocultar los metros de cinta adhesiva que lo ataban a la silla. Starling entrecerró los ojos y frunció los labios, como solía hacer en el campo de tiro. Con un par de pinzas de plata, el doctor Lecter arrancó la cinta adhesiva que tapaba la boca de Krendler.
–Buenas noches nuevamente, señor Krendler.
–Buenas noches. –Por la voz, no parecía estar en sus cabales.
–¿Le gustaría darle las buenas noches a la señorita Starling?
–Hola, Starling –dijo Krendler y pareció iluminarse–. Siempre quise verte comer.
Starling lo miró como si fuera un espejo en la pared. Luego desvió los ojos hacia el doctor Lecter, que seguía ocupado con sus cacerolas.
–¿Cómo consiguió atraparlo?
–El señor Krendler está supuestamente en camino a una importante conferencia sobre su futuro político –dijo el doctor Lecter–. Lo intercepté esta mañana, estaba trotando por la pista de Rock Creek. ¿Le gustaría rezar antes de que comamos, señor Krendler?
–¿Rezar? Sí. –Krendler cerró los ojos. –Padre nuestro, te agradecemos por las bendiciones que estamos por recibir y nos ponemos a tu servicio. Starling ya es una chica grande para andar revolcándose con su papito, aunque sea una basura sureña. Por favor, perdónala y devuélvela a mi regazo, amén. Voy a llegar al Congreso, ¿sabes? –dijo, sonriendo de un modo desagradable a Clarice–. Puedes darte una vuelta por el comité de campaña, quizá haya algo para ti. Un puesto de secretaria. ¿Sabes tipear?
–Si se me perdona por hablar de negocios en la mesa, usted no tiene lo que hay que tener para robar en el Congreso –dijo Starling con un tono circunspecto–. ¿Sabe algo más, señor Krendler? Cada vez que me miraba con desprecio, o boicoteaba mi carrera, cada vez que usted escribía algo negativo en mi legajo, yo pensaba en el fondo de mi corazón que había hecho algo para merecerlo. Dudaba de mí misma por un momento, aunque creyera que no me lo merecía. Pensaba que usted sabía qué era lo correcto. Pero usted no sabe, señor Krendler. No sabe nada –Starling bebió un sorbo de su espléndido borgoña y le dijo al doctor Lecter: –Amo este vino.
El doctor Lecter estaba agregando echalotes y alcaparras a la manteca quemada. Ahora buscó en el aparador un bol de cristal con agua helada y una bandeja de plata y los puso sobre la mesa. Luego le sacó la vincha a Krendler. “Todo lo que le pedimos es que mantenga la cabeza abierta”, dijo y con sumo cuidado, usando ambas manos, levantó la tapa del cráneo de Krendler y la depositó sobre la bandeja. No derramó ni una gota de sangre. Los vasos sanguíneos más importantes habían sido obstruidos y los otros, sellados prolijamente bajo los efectos de una anestesia local. Se podía ver la cima gris y rosada del cerebro de Krendler. Con un instrumento parecido a una pinza, el doctor Lecter removió cuatro fetas del lóbulo prefrontal. Krendler alzaba los ojos de tanto en tanto. El doctor Lecter colocó las fetas en el bol con agua helada con jugo de limón, para que no perdieran consistencia. Luego las sirvió en un plato, las espolvoreó con harina y después con migas de pan, gratinó una trufa negra fresca en su salsa y le exprimió un limón encima. Rápidamente, saltó las fetas en la sartén hasta que estuvieron apenas tostadas.
–¡Huele increíble! –dijo Krendler.
El doctor Lecter las depositó entonces sobre unos croutons anchos y las roció con salsa de trufas. Una guarnición de perejil, alcaparras con sus tallos y un capullo de lechuga sobre berro completaban la presentación.
–¿Cómo está? –preguntó Krendler, en voz excesivamente fuerte, como tienden a hacer las personas lobotomizadas.
–Realmente excelente –dijo Starling–. Nunca había comido alcaparras.
El doctor Lecter encontró el brillo de la salsa de manteca sobre el labio de Starling intensamente provocador. Había vuelto a colocar el arreglo floral de tal manera que ocultara a Krendler, quien empezó a cantar. Ignorándolo, el doctor Lecter y Starling discutieron el tema de Mischa. Starling conocía ya la triste historia de la hermanita del doctor, pero ahora él hablaba de un modo esperanzado acerca de su posible regreso. Y a Starling no le parecía descabellado que la pequeña Mischa pudiera regresar del mundo de los muertos. Compenetrados en su conversación, Krendler no los perturbaba más que alguien cantando el feliz cumpleaños en otra mesa de un restaurante; pero cuando empezó a aullar una canción procaz, el doctor Lecter buscó su ballesta, que estaba en un rincón.
–Quiero que escuches el sonido de un bello instrumento de cuerdas, Clarice. –La flecha salió disparada sobre la mesa y a través de las flores. –Esa frecuencia tan particular de la cuerda de la ballesta, por si llegas a escucharla de nuevo alguna vez, en cualquier otro contexto, es el sonido de la libertad y la paz más absolutas –dijo el doctor Lecter.
La voz de Krendler se extinguió de golpe.
–Un poco de helado para refrescarnos antes de la codorniz. No, no te levantes. El señor Krendler me ayudará a limpiar. Con tu permiso.
Detrás de la pantalla de flores, el doctor Lecter vació los platos dentro del cráneo de Krendler y los apiló en su falda. Volvió a colocar la tapa del cráneo en la cabeza y arrastró la silla hasta la cocina. A su regreso, mientras comían, le contó a Clarice qué pensaba de Enrique VIII como compositor y ella le dijo cómo diseñar por computadora el sonido de motores y cómo reproducir frecuencias agradables. El postre se serviría en la sala de estar, anunció el doctor Lecter.Traducción y adaptación: Juan Ignacio Boido.


La versión sin sacarina de La Fuerza

Por ALFREDO GRIECO Y BAVIO

Resulta imposible elogiar una novela como Hannibal sin contar el argumento y arruinar el placer de quienes no la han leído. Un placer difícil de recobrar: aunque Thomas Harris es un autor popular, cada nueva entrega se hace esperar años, o décadas. El silencio de los inocentes eran los feroces 80. El actor An- thony Hopkins podía decir, y nosotros creer, que para componer en el film al psicópata Hannibal Lecter le había bastado con observar a Margaret Thatcher. Once años después, la de Hannibal es la era post-impeachment, con su progresismo desleal cortado a medida (como el de la Alianza local).
Una modalidad de elogio que evita anticipar finales a lectores supersticiosos (los únicos a quienes les importa leer) es la de Stephen King, un fan de Hannibal cuando la novela recién estaba en pruebas de imprenta. King renunció a narrar, y a describir. En una larga reseña que fue tapa del New York Times Book Review se contentó con la alusión y el símil: Harris es el Thomas Pynchon de la novela popular, el doctor Lecter es el Conde Drácula de la edad de la PC y la telefonía celular, el oído de Harris para la dicción conversacional (particularmente la del sur norteamericano) sólo es igualado por Tom Wolfe, todas las versiones de La Bella y la Bestia fueron borradores para Hannibal, el doctor Lecter es el lado oscuro de esa Fuerza de la que La guerra de las galaxias nos da una versión sacarinada.
King tuvo un elogio final: Harris es la Caída del Muro que separa la Ficción Popular de la Literatura (a secas). Este derrumbe abre otra brecha para el elogio, que tampoco recae en el truco sucio de contar el final. Es una vía crítica que se podría llamar neoclásica. No registra un desvío, como la modernista, sino que celebra la feliz concordancia con las reglas del arte y de los géneros literarios. Y es que Hannibal es una obra maestra (más) del terror norteamericano. Aunque también cumpla un requisito sine qua non de la nueva ficción pop: toda ella es pura latencia cinematográfica. Pero aquí es posible invocar una de las comparaciones de King: hay que decir que, como Tom Wolfe, Harris conoció las obras de Dickens antes que las de Hitchcock. En cambio, escritores como Tom Clancy, John Grisham, o Michael Crichton son novelistas fantasmas: crean realidad a partir de la información; son hombres del Silicon Valley. La de ellos es una ficción que desconoce a la experiencia, y sin embargo la señala falazmente como fuente, cuando busca una ilusión de doble fondo que revele la trastienda de lo real. En sus novelas, ficción e información se realimentan en un circuito cerrado, donde todo lo íntimo es iluminado sin claroscuros por el sentido público. ¿Qué escribe Crichton que no podamos leer en el diario?
El disparador de Hannibal es un tema cien por ciento norteamericano, en la estela de las nuevas situaciones jurídicas creadas por las insistencias de los movimientos de derechos civiles: la agente Clarice Starling dispara y mata a una madre afroamericana que tiene en los brazos a su bebé; los medios multiplican esa imagen incriminatoria. El best-seller de los 90 es de un localismo notable frente al internacionalismo de las bagatelas y patrañas de los 70, en el apogeo de la commercial fiction. Es la venganza de Wichita Falls (Kansas) contra las tramas que idealmente debían combinar Londres, Bangkok, una metrópolis comunista (Budapest, Praga, o la mismísima Moscú) y las verdes colinas de Africa. El fin de la Guerra Fría eliminó la eficacia de los submarinos rojos que debían colocar ojivas nucleares en el Mar del Norte. Las formas grandes de la epopeya cedieron su lugar a terrores menos espectaculares pero acaso más acuciantes. Y aquí se afincan la clave y la especificidad de la excelencia de Hannibal. El terror inglés –a la Clive Barker– tiene como objeto lo extraño que penetra súbitamente desde fuera y aniquila una cotidianidad apacible e intachable. En una oposición paradigmática, el terror americano es el sudor frío que provoca lo contiguo: que el vecino nos asesine, que la aspiradora nos absorba, que nuestro hijo sea el Anticristo, que la comida que gustamos sea carne humana, que el mejor razonamiento sea el de un loco. El terror de lo contiguo es una especie cuyo género es el terror americano a la ambigüedad, a que lo unívoco pueda dejar de serlo en cualquier momento sin que ningún signo nos lo preanuncie. Y donde la polaridad compulsiva es el precio de la libertad: si no estamos casados a los treinta años, todos saben que somos gays. Lo ambiguo acecha, coarta la carrera social; nos deja abandonados al tornar ilegibles el mapa y la iconografía que guían nuestros pasos diarios. Las cosas no son lo que creíamos que eran. Pero de algún modo lo presentíamos, y vivíamos intranquilos; íntimamente descreíamos de la perfectibilidad de la naturaleza humana. La moral de las relaciones, el cálculo de la movilidad ascendente, que es el declarado cemento de la sociedad americana, se desmorona. Al final, ¿de qué sirve que nos inviten al cóctel si en mitad de la fiesta el embajador puede llevarnos a un cuartito y violarnos?


El monstruo se muerde la cola

Thomas Harris

Desde principios de los 70, un subgénero sin mucho prestigio literario amenazaba realizar el mismo itinerario del policial negro en los años 30 y la ciencia ficción en los 50: morder el Sueño Americano enmascarándose en su disfraz pulp. A falta de mejor nombre llamémoslo el best-seller paranoico. Stephen King aparece como indiscutido rey del género. Pero antes que él, hubo otro autor que supo sumergirse con oficio en esas aguas: William Peter Blatty, autor de El exorcista, un libro que aun hoy resiste relecturas (lo que es decir, para un best-seller). Lo mismo hizo, desde otro flanco, Thomas Harris. Lo que había sido la doble moral de la Ley Seca para el policial y el anticomunismo de la Guerra Fría para la ciencia ficción, era ahora la sociedad de consumo y la falsa tranquilidad que daba al público en su consecución del Sueño Americano, para estos autores. Usando un mecanismo típico del escritor de bestsellers (un potente argumento resumible en una frase, una trama que permitía ver vívidamente y desde adentro un mundo desconocido, el de la posesión demoníaca en Blatty, el de los asesinos seriales en Harris), lograban su metáfora con tal eficacia (el enemigo está entre nosotros, generado por nosotros) que detrás vinieron los imitadores en serie, repitiendo el personaje hasta volverlo un arquetipo.
A diferencia del prolífico King, Blatty y Harris se sumieron en un largo silencio después de darse a conocer: no sólo no publicaban nada nuevo sino que tampoco daban reportajes ni se dejaban ver en público, lo que generó un aura mitificador en torno de ellos, que convirtió a Blatty en una suerte de obsesión para satanistas y a Harris en un ídem para asesinos seriales. Sugestivamente, aquello que ambos autores metaforizaron con tanto acierto en su actitud y en sus libros (la sociedad de consumo) termina devorándolos tal como a King o a Anne Rice. Blatty sucumbió al canto de sirenas doce años después de El exorcista, retomando tema y personaje en un fiasco llamado Legión. Harris dejó pasar once años hasta la salida de Hannibal hace menos de un mes. El fiasco no es que hayan vuelto a la escena del crimen, sino que ambas secuelas no consigan superar las más mediocres de las innumerables imitaciones que se hicieron entretanto de sus originales.
Uno de los mayores atractivos del doctor Lecter, en sus apariciones en Dragón rojo y El silencio de los inocentes, era lo escueto de su rol, inversamente proporcional a su peso argumental: en ambas novelas Lecter estaba preso, y se contaba en dosis homeopáticas su tremendo pasado, como psiquiatra de fama y prestigio, hedonista refinadísimo y asesino antropófago. La inmovilidad obligada de la prisión le daba una carga adicional a su peligrosidad. El Lecter de Hannibal está suelto, primer problema: Harris no se preocupa en exhibir a los lectores cómo funciona el patrón de conducta asesina de su “héroe” una vez que está en libertad y puede –o necesita– matar. Le preocupa más mostrar cuán sofisticado y único es: qué come, cuánto sabe de arte italiano, con qué maestría toca el clavicordio. Segundo problema: el argumento pretende ser vertiginoso (léase cinematográfico) pero el autor necesita demostrar que los once años de escritura implicaron una exhaustiva investigación; como resultado, la prosa va siempre más lenta que la imaginación del lector (nada se sugiere; todo se dice). Tercer problema: Clarice Starling es el mismo extraordinario personaje de El silencio de los inocentes; está más curtida y escéptica, pero eso sólo subraya su complejidad, a diferencia de la falta absoluta de matices de los demás personajes (todos mayúsculos, operáticos, pretenciosamente únicos). En otras palabras, la pobre Clarice está en el libro equivocado.
A diferencia de los mejores policiales, de los mejores libros de ciencia ficción, y de –por qué no– de El exorcista, Cementerio de animales o El silencio de los inocentes, este Hannibal termina siendo un producto norteamericano en el más obvio de los sentidos: da lo que el público pide;es decir, demasiado. Es decir, demasiado poco. Lo que pasa con Lecter en Hannibal trae a la memoria lo que pasó con el monstruo de Alien: queríamos más, pedíamos más, y llegó Aliens, para mostrarnos al monstruo de frente y de perfil, con familia numerosa incluida. La última ironía vendría a ser que se descarte a Ridley Scott como reemplazante de Jonathan Demme y termine siendo James Cameron quien dirija la versión cinematográfica de Hannibal.